domingo, 24 de julio de 2016

Peripecias de los años 60. Salvador Elizondo

24/Julio/2016
Confabulario
Huberto Batis

El autor del libro más famoso de los años 60, Farabeuf, fue contemporáneo mío. Lo conocí en una mesa redonda en la Facultad de Filosofía y Letras en la que me preguntó directamente si yo había estado en Londres -porque él sí- o si había estado en París -porque él sí- o si había estado en Nueva York -porque él sí-. A todo yo le contestaba que no. Entonces me reclamó qué hacía yo en esa mesa. Creo que aunque sea una conversación en la que se habla de un autor extranjero lo puedes conocer por sus libros, no por haber estado en su país. Me pareció muy petulante, muy presumido. También hablaba de una manera muy afectada. Era medio gangoso. Era nieto del poeta Enrique González Martínez. También era de una familia muy rica.
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En julio de 1966 vino a México la escritora francesa Nathalie Sarraute, de la generación llamada Nouvelle roman. José Luis Martínez, director de Bellas Artes, organizó una mesa redonda en la sala Manuel M. Ponce. Estaban Salvador Elizondo, Inés Arredondo, Vicente Leñero, Julieta Campos, Margo Glantz, y otros amigos míos. Después nos fuimos al University Club, que desde entonces estaba sobre Lucerna, muy cerca de Reforma, del que el papá de Salvador era miembro. Ahí el “Chato” Elizondo pidió que nos trajeran una carne en fondue. Para comerla debes tomar pedacitos de carne cruda con un trinche, la pones en aceite hirviendo en el fondue y le das la cocción deseada. Yo le servía a Inés Arredondo, a su gusto. Ella me servía a mí. Elizondo coció uno y le dijo Inés: “Pruébalo en término medio”. Se lo dio por sobre la mesa, pero como no llegó a dárselo en la boca, cayeron gotas de aceite hirviendo y le quemó una pierna a Inés, quien pegó un grito. Qué torpe Elizondo, ¿no? Esa fue la segunda vez que lo vi.
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La tercera fue en el piso que tenía frente al Parque México. Esa vez me invitó Juan Carvajal, que era íntimo suyo. Aunque me caía tan desagradable, por petulante, por presumido, ahí fue muy cordial. Elizondo estaba casado con Michelle Alban, que había sido antes esposa de Tomás Segovia, del que tuvo un hijo, Rafael Segovia Alban.
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Aquí hago una pausa para contar una historia de los famosos Tomás y Rafael Segovia. Ellos vivían en un cuarto de azotea en una casa de la calle de Ámsterdam. Eran muchos Segovias, entre tantos primos hermanos. A todos ellos los trajo su tío, el médico Jacinto Segovia; venían huyendo del franquismo. Él era director del Hospital General de Madrid. Se trajo a los hijos de sus hermanos que se quedaron en la Guerra Civil. La historia que me contaron era que en una ocasión Tomás citó a una mujer en ese cuartito. Un día se demoró y Rafael aprovechó para “echársela al plato” antes que su primo. Y ella resultó embarazada. No sabían de quién era hijo, si de Rafael o de Tomás, porque ambos se beneficiaron de ella. Entonces fueron a ver a don Jacinto, su papá-tío y le expusieron el problema. El doctor les dijo: “Tráiganme a la muchacha. Yo voy a saber de quién es el hijo”. Llevaron a la muchacha y querían pasar los tres, pero don Jacinto no los dejó. Se quedó solo con la muchacha… y la re-conoció en el consultorio. Cuando salió les dijo: “No he podido averiguar quién es, pero para evitar el conflicto me caso con ella”. No sé si esta es una verdad histórica o una leyenda urbana. Me la contaron en la Facultad de Filosofía y Letras. Me dije: “¡Qué compartidos son estos refugiados!”
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Antes de casarse con Elizondo, Michelle Alban había vivido con Tomás, también en un cuarto de azotea, en una austeridad tremenda. Tenían amigos que nomás llegaban a comer y a beber. En una ocasión alguien le regaló a Tomás un costal de frijoles. De eso se alimentaban. No sé por qué razón rompieron Tomás y Michelle, que se habían conocido como vendedores en la librería francesa.
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No recuerdo en qué situación conocí a Michelle, supongo que en una reunión del grupo. Ya era mujer de Elizondo, quien cuenta en su Autobiografía precoz que cuando ya vivía con Michelle y las hijas que tuvo con ella -Pía y Mariana-, ellas se encerraron en su cuarto porque Salvador estaba bebido y fumado. Y como no le abrían, Salvador echó gasolina en la puerta y le prendió fuego. Mamá e hijas abrieron la ventana y pidieron auxilio. Los vecinos les pasaron una escalera. Eso fue en una casa que tenía Michelle, por el Club Deportivo Mundet, cerca de Polanco. Elizondo se internó por iniciativa propia en un manicomio.
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En otra ocasión íbamos con un grupo de amigos sobre Paseo de la Reforma. Y dijo Salvador: “Vamos a pedirle dinero a mi papá”, y nos señaló un edificio altísimo con paredes de block de vidrio. Salvador tomaba unas hojas, escribía en ellas con caligrafía que imitaba la letra de Baudelaire. Luego las avejentaba, las medio quemaba de los bordes y le decía: “Mira, papá, te vendo un original de Baudelaire”. Y el papá lo compraba. Se dejaba embaucar. Otro día regresamos al University Club. Pidió mesa como para ocho personas. Cuando el mesero le entregó la cuenta le dijo Elizondo: “Se la firmo”. Y el mesero respondió: “No, señor. Tenemos orden de su papá de no aceptar su firma. Tiene que pagar”. Y tuvimos que reunir la suma entre todos.
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De Tlalpan a La Villa
En una ocasión Juan Carvajal me invitó a su casa. Él era de Guadalajara. No entró a la universidad, pero era autodidacta. Era un tipo con el que podías tener una conversación de altura por su sabiduría, sus lecturas, su curiosidad, por sus viajes. Ahí conocí a su mujer Ivonne Silva, y a su hijo chiquito, que también se llama Juan, y que estaba dormido. Ivonne era una bailarina muy guapa, no de ballet sino de cabaret.
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Ese día Salvador Elizondo también estaba de visita. Luego dijeron: “Vamos a echarnos un churro”. Yo me negué porque nunca había fumado. Me obligaron y me sentaron en una cama. En una esquina estaba Juan, yo del otro lado. En la cabecera estábamos Elizondo y yo. En otra esquina estaba Ivonne. Y empezó a pasar el churro. Tosí mucho, pero me dijeron que inhalara y guardara el humo. Me enseñaron a “darle las tres”. De repente la cama se hizo larga-larga, y también mi brazo. Pensé que Elizondo estaba muy lejos, pero en realidad estaba pegado a mí. Todo se veía más angosto y alargado. Fue mi primera experiencia con marihuana. Entonces les dije: “Yo ya no quiero fumar. Me está cayendo mal”. Ivonne me salvó, me dijo: “Vamos a la cocina”. Cuando salíamos, oí a Salvador decir: “Vamos a matarlo”. Qué mal viaje. Me dio un pánico espantoso. Ivonne me dijo que tomara agua para que se me bajara. Di un sorbo y cuando ella se distrajo la tiré en el fregadero. Regresó Ivonne y me dijo: “Acuéstate en el cuarto. Ahí está la cunita del niño. No hagas ruido”. Me acosté en la cama y me sentí paralizado, quería moverme y no podía. Lentamente empecé a mover un dedo, luego el otro, una mano, luego un brazo. Así lentamente moví las piernas. Empecé a hacerle como si pedaleara una bicicleta. Me levanté y me asomé a la ventana. Era un segundo o tercer piso. En la calle vi mi coche y pensé: “Me voy a escapar”. Vi una puerta en la cocina que daba al vestíbulo. Cuando iba a llegar a la escalera sentí que yo estaba pegado al techo como mosca. Sentí que subía los escalones en vez de bajarlos. Me agarré del barandal. Luego me vio una pareja de vecinos. La señora dijo: “Mira. Ese es uno de los marihuanos que te conté. Míralo cómo está. Vamos a llamar a la policía”. Y yo con más pánico. Escuché que cerraron su puerta y me apresuré a salir a la calle. Me fui agarrando de las paredes. Entré a mi coche y me fui manejando así, viendo todo de cabeza. El efecto me duró buen rato. De repente vi que andaba por La Villa de Guadalupe cuando yo vivía en Tlalpan. Cuando Salvador, Juan e Ivonne me fueron a buscar, yo ya no estaba. Después me encontré a Salvador en la Facultad y me dijo: “¡Cobarde!” Y cuando me veía decía con enorme desprecio: “Después de que te invitamos un churro de la buena”. Qué susto me dio la experiencia.
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Había algo que no encajaba entre Salvador y yo. Pero él era muy amigo de Juan García Ponce. Eran tan amigos que García Ponce se quedó con Michelle Alban y las dos hijas de Elizondo. Entre amigos tenías que andar abusadísimo de que no te volara la mujer. El más amigo, tu hermano ¡vaya! te dejaba soltero. Se podría decir que todos íbamos así, cambiándonos de mujeres. Tanto así que Salvador, al que yo le caía tan mal, dijo a Michelle: “Después de García Ponce sigue Batis”. Y no. Nunca. Ni siquiera cuando Michelle y Juan se pelearon a muerte.
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Michelle iba a comer a mi casa y un día le habló una de sus hijas para decirle que había atropellado a una persona y la había matado en Miguel Ángel de Quevedo, que estaba refugiada en casa de unos vecinos. Ahí fuimos Michelle y yo a recogerla. Ya había una multitud atraída por el percance. A unas cuadras estaba la casa en la que vivía Salvador con Paulina Lavista, con quien fue muy feliz. Michelle le dijo: “¿Qué piensas hacer por tu hija?” Él respondió: “¿Y yo por qué? Arréglenselas”, refiriéndose a la madre y a la hija. “Y qué está haciendo éste aquí?”, refiriéndose a mí. El coche del accidente era un Volkswagen de los García Ponce. Michelle estaba desesperada. Yo le recomendé una estrategia, que consistía en ir al Ministerio Público y reportar el auto como robado con una fecha anterior, por lo que se le tenía que ofrecer un premio al titular del M.P. Esta estrategia me la había recomendado el abogado Adolfo Aguilar y Quevedo.

José Emilio Pacheco y la literatura compartida

24/Julio/2016
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

No entiendo por qué la vida es como es. Tampoco alcanzo a imaginar cómo podría ser de otra manera.
J. E. Pacheco, El principio del placer

El escritor pone en palabras lo que quiere registrar. Tal vez éste sea su primer objetivo: dejar constancia. El segundo, sin duda, es compartir un texto donde puede revelar desde una anécdota a un estado de ánimo, contar historias o desarrollar ideas. Llamamos hacer literatura a elaborar un discurso creativo susceptible de ser leído y, por lo tanto, compartido. Dos sujetos intervienen: el autor, que redacta el texto, y el lector, que lo procesa y asimila.
Algunos escritores resultan difíciles, se dirigen a un tipo específico de lectores, experimentan o escriben para sí mismos. Otros se esmeran en ser comprendidos y buscan la forma de llegar al mayor número de personas. Cada autor tiene motivos para escribir y compartir obras donde plasma su manera de ver la vida, cada lector sentirá más o menos afinidad hacia ellas dependiendo de su naturaleza y forma. Nos identificamos con un texto por el lenguaje que emplea o las historias que narra. No se trata de estar de acuerdo; la comunión entre los dos sujetos se produce cuando el lector se da cuenta que leer es algo compartido porque interpreta lo que el escritor comunica.
Un autor mexicano, José Emilio Pacheco (1939-2014), hace sentir esa complicidad a los lectores. Sus temas torales: la infancia, la escuela y la familia, la tiranía del tiempo, el deterioro y el fracaso generalizado o el devenir de la historia, son cuestiones que a todos nos incumben. Sus relatos y poemas están escritos con la maestría precisa de la simplicidad, accesibles a la mayoría, con independencia de la formación o nivel de estudios. Verdadero ejercicio de literatura compartida.

Narrativa y poética

La poesía es la sombra de la memoria/ pero será materia del olvido.
J.E. Pacheco: “Escrito en tinta roja”

José Emilio Pacheco, escritor integral y comprometido con la literatura, es considerado sobre todo poeta, aunque sus textos más leídos corresponden a su trabajo narrativo. Desarrolló casi todos los géneros literarios: publicó libros de poesía, narración y ensayo; incursionó en el guión cinematográfico (El castillo de la pureza) y fue traductor de Tennessee Williams y t.s. Eliot, entre otros autores. También fue promotor de lectura, dirigió la colección Biblioteca del Estudiante Universitario de la unam, crítico literario y columnista cultural de diversas publicaciones.

Lector y escritor precoz, publicó en revistas escolares y universitarias. Formó parte del grupo que se reunía en casa de Juan José Arreola a finales de los años cincuenta; José Emilio Pacheco participó en la transcripción de la obra Bestiario: “no es un libro escrito, su autor lo dictó en una semana”, recuerda en su artículo “Amanuense de Arreola” (Tierra Adentro núm. 93). Colaboró, como otros jóvenes escritores, en el suplemento del periódico Novedades, México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez. Desde 1973 escribió su reconocida columna “Inventario”: primero en Diorama de la Cultura, suplemento de Excélsior, y después en Proceso, donde llegó siguiendo a Julio Scherer. Su último “Inventario”, publicado el 26 de enero de 2014, dos días después de su muerte, “La travesía de Juan Gelman”, reflexionaba sobre la desaparición del colega y amigo.
Sus primeros relatos se reúnen en el volumen La sangre de Medusa (1959), de la colección Cuadernos del Unicornio dirigida por Arreola; según su autor, “son los primeros cuentos mexicanos que ostentan el influjo descarado de Borges”. En la siguiente década publica, en diferentes géneros, los cuentos de El viento distante (1963), los poemas de Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966), y su novela Morirás lejos (1968), que son, en palabras de Vicente Quirarte, “cuatro libros perfectos donde tradición y vanguardia, clasicismo y experimentación se dan la mano en los trabajos de un autor que parecía haber nacido hecho”. En 1969 aparecía un nuevo poemario: No me preguntes cómo pasa el tiempo.
Los cuentos y relatos recogidos en volúmenes como El principio del placer (1972) y la novela corta Las batallas del desierto (1981), se han convertido en lectura de referencia para la juventud mexicana. Pacheco es un escritor apreciado, pues comparte el protagonismo con el lector: escribe experiencias con la claridad de dirigirse a quienes también las viven. Casi todos tuvimos en la adolescencia nuestra Mariana; fuimos obligados a sobrevivir en ese medio hostil que es la escuela; tenemos una familia; habitamos escenarios que se deterioran; estamos encerrados en una jaula de tiempo y adoptamos la estrategia del fracaso porque vivimos en un mundo donde el desatino desarrolla su obra fatal. Por eso los lectores se identifican con su narrativa y su poesía, la consideran cercana y se sienten parte de un “nosotros”, sujeto literario que se infiere en una obra compartida, despersonalizada.
Es poeta que puede integrarse en un grupo de escritores latinoamericanos –entre los que están Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn o Juan Gelman– que desecharon cánones que ya no servían para contar la realidad de su época: cambian el sujeto lírico y versifican el relato del hecho cotidiano, el instante atrapado o la denuncia social. A lo largo de su obra, Pacheco explica de manera reiterada lo que busca en la poesía; en “A quien pueda interesar”, nos lo dice de forma clara y precisa: “A mí sólo me importa el testimonio/ del momento inasible, las palabras/ que dicta en su fluir el tiempo en vuelo./ La poesía anhelada es como un diario/ en donde no hay proyecto ni medida.” (Irás y no volverás, 1973).
Poesía de observación, recuerdo literario en lenguaje preciso; la emoción del momento narrada en relatos cercanos, conocidos. La historia de una época perdida, el pasado condensado en el presente, rescatado del olvido. Pacheco explora la naturaleza del espacio humano, un mundo dual de contrarios que en su correlación con el escritor nos deja una obra en perpetuo movimiento. Una poética de la desolación frente al poder destructivo de la humanidad.

Aproximaciones y reescritura

El gesto individual del poeta se inscribe en el marco de una tradición y la prolonga, reinterpretándola.
José Miguel Oviedo

Una faceta interesante de la poesía de José Emilio Pacheco es el juego literario que realiza en sus “aproximaciones”: práctica donde se entrecruzan lectura y traducción, reproducción y creación literaria. Un ejercicio en la línea de Versiones y diversiones, de Octavio Paz; y Baile de máscaras, de Jaime García Terrés. En 1984 se publica el volumen Aproximaciones (1958-1978), que recopila las traducciones y versiones incluidas en sus libros. Una manera de rehacer voces e impresiones sujetas en el devenir del tiempo por diferentes autores.

Nuestras lecturas –al igual que la educación, los estudios, el trabajo o el ocio– nos pertenecen, las procesamos y transformamos, se vuelven parte de nosotros. La literatura es un bien común compartido por escritores y lectores, por traductores y críticos. Existe una trama de palabras, frases, ideas y conceptos, formada por el diálogo que se establece entre autores de todos los tiempos. A esta red acceden los nuevos escritores cuando se sumergen en el río permanente de la tradición literaria –siempre igual pero siempre distinto– para profanarlo con la esperanza de no perecer ahogados y encontrar un espacio propio en el flujo único de la literatura universal.
Para je. Pacheco, traducir un poema en otra lengua requiere “un texto análogo y distinto, una aproximación a su original”. Afirmaba que “las versiones deben de formar parte de la obra de un poeta”, y reconocía: “La tarea de la traducción se ha hecho inseparable de mi propio trabajo en verso.” (“Paz y los otros”, Letras Libres, 2002). Los títulos tomados en préstamo, las frases e ideas desarrolladas, las versiones y citas en su obra, dan cuenta de ello. Entre otros ejemplos, toma de un poema de Enrique Lihn el epígrafe para Ciudad de la memoria (1989); el título de Miro la tierra (1986), coincide con un poema de Rafael Alberti, y “Las ruinas de México (Elegía del retorno)” –que versifica el terremoto del ’85–, se extrae de un poema de Luis g. Urbina.
Pacheco desarrolla particulares relaciones inter-textuales con la convicción de que toda poesía supone un préstamo porque es algo compartido. En sus libros hallamos “homenajes” a otros autores, poemas “a la manera de”, e hipotéticas conversaciones entre poetas, “Vallejo y Cernuda se encuentran en Lima” (1973) o “Bécquer y Rilke se encuentran en Sevilla” (1989). En “¿Qué tierra es ésta? Homenaje a Rulfo con sus palabras” (Islas a la deriva, 1976) reproduce expresiones obtenidas del relato “Nos han dado la tierra”, de El Llano en llamas.
En su carta “En defensa del anonimato”, je. Pacheco afirma querer velar la figura del autor para lograr “una poesía anónima ya que es colectiva […] A eso tienden mis versos y mis versiones […] Llamo poesía a ese lugar de encuentro con la experiencia ajena.” Tal vez por eso firma con heterónimos la mayoría de sus “Aproximaciones” y los utiliza para exponer ideas literarias. Uno de ellos, Julio Hernández, afirma: “La poesía no es pro-piedad de nadie, se hace entre todos”, para ratificar algo ya dicho por Lautréamont (La poésie doit être faite par tous). Además, Pacheco coincide con Borges en que el repertorio de posibilidades en literatura es restringido; con Paz, en que el propio lenguaje es el autor de un poema; y con Virginia Wolf, en que la literatura tiene orden y existencia simultáneos.
Quizás por todas estas certezas José Emilio Pacheco supo desde el principio que sólo es posible hacer literatura partiendo de ella misma: “En una época en que se perseguían como crímenes las ‘influencias’ ylo ‘libresco’, mucho antes de que se formulara el concepto de intertextualidad, estos relatos se atrevieron a tomar como punto de partida textos ajenos y a creer que lo leído es tan nuestro como lo vivido” (Nota preliminar en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, 1991).
En el Apéndice final de su volumen No me preguntes cómo pasa el tiempo, publicó “Cancionero apócrifo” que incluye obras de sus heterónimos: “Legítima defensa”, del ya citado Julián Hernández; y “Los amores (Estudio y profanación de Pierre Ronsard)”, de Fernando Tejeda. En Como la lluvia (2009), reincide con los “Once poemas dementes” de otro heterónimo, Alonso Cañedo.
Al practicar el juego intertextual el autor ejerce su derecho a reescribir porque la literatura es un lugar de encuentro. La reescritura es “un nuevo texto que se sobreimprime en otros textos preexistentes” (José Miguel Oviedo, La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica. Edición de Hugo j. Verani,1987), la consecuencia de ese diálogo entre autores por su doble condición de escritores y lectores: “Ycada vez que inicias un poema/ convocas a los muertos/ Ellos te miran escribir/ te ayudan.” (“dh. Lawrence y los poetas muertos”, 1973)
Pacheco busca en la reescritura de su propia obra la precisión del lenguaje al liberarlo de la sujeción en el tiempo. Palabras y versos se modifican respecto a versiones publicadas con anterioridad, y esos cambios se incorporan en las sucesivas ediciones, desde 1980 a 2009, de Tarde o temprano (fce), donde se compila su obra poética.

La estrategia del fracaso

Sin excepción nacemos/ para el fracaso./ La derrota/ es el destino único para todos. Nadie se salva.
J.E. Pacheco, “Juan Carlos Onetti en Santa Elena”

José Emilio Pacheco nos deja una obra que, movida por el desaliento y alimentada por el desarraigo que da la certidumbre del exilio vital en esta tierra, adopta la estrategia del fracaso. Poesía doliente y atormentada que busca con desasosiego salidas imaginadas. Existencialismo íntegro que todo lo observa para enfrentar su visión implacable del tiempo. Poesía de la impotencia que, al aceptar su inutilidad, se vuelve real y desesperadamente útil.

A pesar de que, como dice Elena Poniatowska, “las profecías y el pesimismo de José Emilio Pacheco han sido totalmente desbordados por la realidad” (Verani, 1987), ese desaliento visionario y turbador del poeta deja visos de esperanza, no de que se pueda evitar la catástrofe sino de una regeneración posterior al desastre. Por eso, para concluir, sólo resta recordar estos versos abiertos a la idea de unirnos para hacer algo nuevo cuando se confirme el fracaso y todo se destruya. Una creencia que hay que mantener viva ante la desolación de los tiempos que nos toca vivir:
con piedras de las ruinas, hay que forjar
otra ciudad, otro país, otra vida. 

domingo, 17 de julio de 2016

Instrucciones para cortarle la cabeza a Cela

17/Julio/2016
Confabulario
José Homero

Hemos cumplido ya un siglo de proclamas, debates y certificados sobre la alteridad entre el concepto de autor y el ser humano artífice de la escritura. Hoy es un tópico de toda crítica literaria, sea salvaje o académica, que el escritor de una obra no es igual al autor implícito en el universo de esa obra sin menoscabo de homonimia. A tal grado asumimos esa diferencia, que los juegos entre niveles de representación son recurso retórico favorito de nuestras últimas décadas. De Bret Easton Ellis a Michel Houllebecq, de Martis Amis a Mario Vargas Llosa, las páginas novelísticas incluyen personajes homónimos de escritores de carne y hueso sin incidir en la identificación ingenua. Sana higiene crítica que ha impedido se asuma a un escritor como pederasta, asesino, timador profesional o que haya viajado en el tiempo sólo porque personajes de nombre idéntico al suyo posean estos atributos o compartan peripecias.
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¿Cuál es entonces la causa de que aún reconociendo esa frontera que impide la visión ingenua, impresionista, de la crítica, sea cada vez más frecuente marginar a un autor por su actuación no como escritor sino como animal político y social? En las horas álgidas de la guerra fría solía reconocerse la calidad literaria de un Pablo Neruda, si pertenecías al bando democrático, o de un Ezra Pound, si compartías el credo comunista. Hoy, paradojalmente, a un autor sólo se le reconoce si comparte nuestra ideología. Y la ideología ha dejado de ser una representación colectiva para convertirse en un programa –una transferencia desde la simiente de la transformación que Karl Marx efectúa del concepto. No hay ideas, sólo posiciones. Si la ideología es la manera en que una sociedad oculta los mecanismos del poder para encubrirlos en una representación imaginaria, hoy ha devenido la manera en que ocultamos la realidad para encausarla a nuestra representación. En ambos casos el efecto es el mismo: distanciarnos de los actos, dirimir mediante representaciones. Mundos portátiles para ideologías mínimas.
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Paulatinamente cesamos de juzgar a las obras por sus méritos, para cribarlas por los actos de sus autores. La muerte del autor es consecuencia de la gran revolución romántica precognizada por los hermanos Schlegel, Herder y Novalis. La muerte del autor y la recuperación del Autor, por el contrario, es un movimiento inverso por el cual la inmanencia del texto estético –pues esta lectura ideológica no se limita a la literatura, recorre el cine, la pintura, la música misma–, quien se había liberado de sus responsabilidades éticas, políticas y estéticas, pasa a segundo término para de nuevo responder ante la fiscalía de lo real. A la obra no se le asume como un objeto exótico, que tal es la petición del romanticismo al posestructuralismo, sino como a un objeto más de la esfera ideológica reiterando el concepto primario de falsedad; una taxonomía que anula la distinción posmoderna de objetos reales y objetos de conocimiento.
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Larga disquisición para situar un problema: ¿por qué no se lee a Camilo José Cela? Y también: por qué se lee cada vez con más suspicacia a Mario Vargas Llosa, por qué a Octavio Paz se le escamotea la calificación de gran poeta, por qué no se reconoce en Gabriel Zaid a uno de los mayores ensayistas. Hemos llegado al primer centenario del escritor gallego cargados no de obsequios sino de prejuicios.
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Famosamente Charles Baudelaire precognizó asumir a un personaje como preparación para ser poeta. Cela recogió esa lección y la de tantos otros. Concibió un personaje, un caballero inglés petacón, malhablado y pestilente, atrabiliario y mala leche, soez y misógino, propicio para engatusar a las autoridades franquistas, más tarde a los millonarios ígnaros y gustoso de enfadar a sus detractores. “Usted sabe cuánto tiene mi vida de simbólica”, solía decir Cela según testimonio de Francisco Umbral. Y en efecto desde sus primeros años, se esmera en vestir al personaje por el que será reconocido, antes que complacer al gusto público. Cela no fue nunca un escritor popular ni mucho menos dado a brindar salazones al paladar basto. Al final, el personaje terminó devorando al escritor, de modo que incluso en vida paulatinamente fue perdiendo lectores, sumando incomprensión. Al respecto dijo otro Nobel: “[A Cela] se le ha juzgado como persona antes que como escritor. Dentro de veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años, las rencillas estarán olvidadas y sólo quedará su obra. La obra de un gran, irrepetible escritor” [ José Saramago]. Más implacabble es el juicio de su íntimo amigo (¿o enemigo íntimo?), Francisco Umbral, quien sentencia:
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La democracia resultó más implacable que la dictadura. El señor marqués, con Nobel y todo, caía mal a los jóvenes, y a los no tan jóvenes.

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Ejercicios espirituales
Comencemos la celebración airando la biblioteca de Cela devolviendo la obra a la circulación. Aún vivo Cela era ya reo de la historia de la literatura española sin reconocer la pujanza de su obra madura –al paso menciono como notables Mazurca para dos muertos y Madera de boj, piezas radicales empecinadas en una disvcursivización rítmica, lírica, fiesta de lenguaje. Si Cela, persona, fue identificado como franquista, su obra fue señalada como realista y peor aún tremendista. Prejuicios para evaluar la personalidad, prejuicios para justificar la pereza; prejuicios también para ejercer ese mal español: el desprecio, el desdén con el gesto cetrino y la mirada casposa. Cela fue ante todo un escritor del riesgo. No suele asociársele con la vanguardia, menos con el posmodernismo y aún más peregrino sería su vínculo con movimientos considerados en su momento de avanzada, como el simultaneísmo, la noueveau roman, la novela objetivista, la novela posmoderna y el boom latinoamericano. Y sin embargo hay en este universo estaciones que nos permiten reconocer rasgos de todos estos credos, movimientos y programas.
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Tampoco suele considerársele un escritor de ideas. Y aquí de nuevo reaparece el prejuicio. Cela dejó de ser personaje y se convirtió en caricatura –una metamorfosis que propició en principio él mismo. Concluido el proceso de reducción y descorporeización ya no es necesario acudir al corpus. Basta con los rasgos bastos. Una somera revisión de la bibliografía celiana nos entera que apenas si hay unos pocos estudios sobre su producción ensayística, crítica y periodística. Menos aún se ha atendido a sus reflexiones sobre la novela o sobre la literatura. Asombra que a tan pocos años de muerto haya un escritor hispanoamericano menos vivo que él.
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La relectura no implica por supuesto acometer un proceso inverso pero idéntico a la práctica de la crítica comisaria. No. Implica releer y recuperar la valía de sus obras más famosas, pero escrutando la totalidad de su discurso, la potencia de sus lecturas implícitas. Así La familia de Pascual Duarte no necesita ser situada, una vez más, dentro de una tradición ni entronizada como lectura obligatoria; ese es el camino más fácil para sepultar una voz. Al contrario, habría que devolver la extrañeza para extraer una nueva significación, que nos la presente como la obra (aún) viva que es. De este modo la propia obra exigirá ser leída como una tragedia existencial o como una actualización de la concepción gnóstica de la creación. En ambos casos se trata de una exploración en cómo nos representamos en el mundo. Una vez efectuado el viraje notamos que los actos que han convertido en famosa a la novela –su filiación miserabilista, su descendencia dentro de una genealogía “castellana”– pasan a un segundo término.
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La tragedia implícita en La familia de Pascual Duarte es el solo hecho de existir. De ahí que el radio de la obra remita a planteamientos tanto existencialistas como gnósticos. Hay además un conflicto entre individuo y sociedad. Patrones de conducta cuya encarnación no admite, sobre todo en comunidades rurales como la tierra natal del protagonista, disyuntivas. Ser aquí es parecer. Criado en un ambiente miserable y hostil, Duarte no tiene en la cultura ni el sentido común sus cualidades más preciadas. En más de un aspecto posee serio retraso en su desarrollo: tardía es la asunción de sus responsabilidades sociales; de su independencia; tardía su respuesta amorosa. A tal punto que pareciera que sólo a través del desafío, de la puesta en duda de su virilidad, de acuerdo a la representación de los valores de la España profunda, Pascual adquiere conciencia de la vida, de la violencia, que parece inherente a nuestra condición social. Hombre inmerso en las circunstancias, terminará preso y reducido a la condición de lobo del hombre –un devenir caro a la novelística de Cela; esta frase se cita en Mazurca para dos muertos, historia coral de dos crímenes y su venganza. Una faceta que niega la personalidad de su protagonista, según se infiere por los indicios. Duarte no pertenece al rebaño, es cierto, pero ¿es un lobo? Él mismo no lo cree; si hemos de dar fe al incipit.
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Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.
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Cela ha conjuntado la crisis del individuo freudiano con el enfrentamiento del héroe al fatum de la tragedia clásica. Hay acaso un conflicto más hondo: entre instinto de conservación y albedrío, entre singularidad y aceptación por la tribu. De ahí que el castigo termine redimiéndole. Pascual es de esos locos a los que el amor a la justicia ha llevado al crimen. Con su sacrificio se asume el cordero que en el curro espera su degüello. Un puro sometido a la ley. No más un individuo sino un engrane. La aceptación del contrato social.
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Si la primer y más célebre obra de Cela exige una lectura que recupera la orfandad del protagonista por su condición de existir –y no como un mala broma por sus acciones, La colmena atestigua falsa conciencia. La colmena es una obra coral, como lo es también Mazurca para dos muertos –esa novela de heteroglosia ejemplar–, pero sobre todo es la historia de una ciudad, la interpretación ibérica de esas novelas de ciudad cuyo maestro fundador es John Dos Passos. Estos personajes ambulantes, abandonados a su deriva, a una suerte miserable, estas mujeres tan busconas, tan conscientes, ay, de que su valor atraviesa por el sexo, ¿no son a su manera una acusación tan flagrante de las miserias de la guerra como las coplas que canta el desarrapao cantor callejero de seis años? En este Madrid textual nadie recuerda, salvo como un mal rato, la pasada guerra. Bien sabemos que aquello de lo que no se habla es lo que importa. Sin embargo no es necesario debatir el significado ideológico. Cela en sus obras más críticas desarrolló una maquinaria de destrucción simbólica. Aquí, en Pascual Duarte, en San Camilo o Mazurca, la significación se da a través de las conductas. Es por ello significativo que más allá de las voces altisonantes o de las pulsiones casi pornográficas lo que socava la moral del franquismo sea la irreverencia ante las instituciones. Nadie respeta a las autoridades o a la iglesia. No es la muerte, ese emblema en los desfiles de toda organización fascista –de los hunos a las hordas de Mad Max–, sino el erotismo –un erotismo macilento y mórbido– el que permea la novela entera.
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La circulación narrativa depende de los fluidos. En La colmena el amor atraviesa por la transacción y la promiscuidad, los roces furtivos, los escarceos con las queridas y las jovenzuelas pobres cuya única esperanza de progeso, cuya única posibilidad para escapar a su miserable existencia es el sexo.
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Interés, dinero, conveniencia. Los personajes poseen una complejidad moral que impide ceñirlos a una sola condición. Algunos, es cierto, son mezquinos. Codiciosos, como doña Rosa; ufanos como don José; canallas como don Pablo; mezquinos como la mujer de don Ramón. Incluso aquellos que en apariencia podrían parecer mejores, más espirituales, como un Martín Marco, un Ricardo, un Ramón Maello se revelan como canallas.
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No hay creaturas perversas o puras, únicamente individuos sensuales, en ocasiones buenos, en otros malos, mediocres casi siempre. La gama infinita entre los extremos del héroe y el villano, que hubiera dicho Julio Torri. En ese curioso mosaico se revela el verdadero espectáculo detrás de la fachada blanca y farisaica del franquismo: la violencia soterrada. No una fiesta, un aquelarre.
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Una de las obras mayores y sin duda mi favorita es San Camilo, 1936, a su modo una obra cumbre de la vanguardia en nuestro idioma. Apenas famosa y nunca situada en compañía de las muy bien promovidas novelas del boom, San Camilo, 1936 comparte afinidades con la experimentación del García Márquez deEl otoño del patriarca y el José Donoso de El obsceno pájaro de la noche. Hoy que toda la alharaca se ha acallado, habría que leer esta novela dentro de esa tradición y recuperar al Cela explorador de caminos, no sólo en el paisaje sino en la literatura.
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San Camilo, 1936 refleja la crisis del siglo. Estamos ante una de las obras que en nuestra lengua mejor registran la libertad individual mientras afuera el mundo estalla. No es San Camilo una novela histórica, tal y como nuestra novela hispanoamericana gusta de serlo; su asunto no es contar la vida de un personaje histórico sino recrear atmósferas y sobre todo dar testimonio de esas vidas no históricas que finalmente son las únicas afectadas en las revoluciones y las revueltas.
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Si patentiza un desencanto también deposita su fe en el hombre; en el hombre común, en el individuo. Aunque la narración abunda en oposiciones binarias expresas ya en las antonomasias del rey Cirilo y Napoleón, o en la acumulación de enunciados disyuntivos, finalmente el relato apunta a una consideración del obrar individual como única defensa posible ante la histeria de la historia. Uno no quiere ser mártir como Cirilo, uno no quiere ser héroe, como Napoleón, pero tampoco es un Cirilo que aspira a Napoleón, como Raskólnikov. Más fuerte que la inclinación al sacrificio es la necesidad amorosa.
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El protagonista de San Camilo se halla en perpetuo peligro de anulación, más cerca de la fragmentación que de la alienación. Al hablar de Narciso, el narrador señala a la muerte como una consecuencia de quien vive encerrado en sí mismo. La soledad no permite la salvación. Los actos del espejo son pálidas sombras, no movimientos de otro cuerpo. Es necesario vertirse en otro y salir del narcisismo, para trascenderse. El amor es ese milagro necesario. La fe, el orden restaurado que permite vencer los vicios de la libertad: el culto al yo, el hedonismo, la avaricia: la prisión en uno mismo.
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Coda
Cuando el personaje que asume un escritor se vuelve de tal modo famoso, la frontera entre la actitud y la persona se diluye. El personaje es siempre una manera de atraer atención hacia la obra pero si una vez cumplida la misión se permanece gravitando de la fama, la que termina a la deriva es la obra. El centenario de Cela debe comenzar con el entierro, de una vez por todas, de ese personaje irritante. Para que la obra de Cela viva es necesario que la memoria del Cela de carne y hueso muera. La fama es un vampiro. A Cela hay que desvampirizarlo exhumando su cadáver, asestándole un estacazo degolllando su cabeza.

El otro Vicente Riva Palacio

17/Julio/2016
Confabulario
Christopher Domínguez Michael

Pocos libros tan mal estimados entre nosotros, como Los Ceros (Galería de Contemporáneos), de Vicente Riva Palacio (1832–1896). Aparecidos en La República en 1882 y luego recopilados en un libro de hermosas características tipográficas, con ese título, la búsqueda de su verdadero autor  –el propio Riva Palacio o su ahijado el poeta Juan de Dios Peza (1852–1910) como engañabobos, comparsa o patiño– distrajo durante un siglo a los investigadores.
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Clementina Díaz de Ovando, al final, resolvió un enigma que no lo era con Un enigma de los ceros. Vicente Riva Palacio o Juan de Dios Peza (1994) y si bien su trabajo, junto a los de José Luis Martínez y José Ortiz Monasterio, enriquecieron el contexto, mucho se ha dicho de la forma y casi nada del fondo del libro. Todavía en 1889, a Riva Palacio en “La crítica literaria en México”, le preocupaba la pobreza de esa tradición entre nosotros, ignorante que él mismo había un paso de gigante en ese terreno, sin darse cuenta cabal, con Los Ceros.
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Los Ceros son retratos literarios. En poco se parecen a los que Sainte–Beuve, en Francia,  había comenzado a publicar en 1829, pues los del general mexicano estaban dedicados a autores o personajes públicos contemporáneos, algunos políticos que nos son del todo ajenos o escritores y eruditos como Payno, Justo Sierra hijo, Ipandro Acaico, Alfredo  Chavero, Juan A. Mateos, el crítico Francisco  Sosa, José María Roa Bárcena o el propio Peza, quien para destantear Riva Palacio trata con ambigüedad maliciosa, inventándose borgesianamente una  Historia de la literatura antediluviana, de un tal Reimanno pero poniéndolo, según escribió doña Clementina, como “chupa de dómine”.  Los Ceros son satíricos, polémicos e irrespetuosos, oportunos y oportunistas; tienen como fondo la batalla intelectual entre los viejos liberales, espiritualistas y krausianos contra los emergentes y juveniles positivistas.
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Pero los extraordinario en Los Ceros de Riva Palacio –aunque algunos en efecto los escribió Peza– es tomar a sus contemporáneos como el pretexto para hablar, chispeante, de la verdadera literatura. Su modelo fueron los Palos, de Clarín, permitiéndose conversar sobre si Macaulay se equivocó al profetizar la decadencia de la literatura española, abordar el problema de la nuevo pues se creía que la poesía desaparecería en el siguiente siglo acertando al menos en que dejaría de ser un género popular o disertando en torno a la personalidad como la palanca de la historia, sobre la fundación del cristianismo y su carácter fariseo, etcétera.
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Este liberal adicto a Lucrecio, estudioso de Persio y buen catador de las traducciones latinas, sufrió horrores ante monoteísmo semítico al grado insólito de sólo rescatar de la Biblia al Eclesiastés y decirlo sin ambages. Muchas cosas pueden sacarse de ese cajón de sastre, en apariencia, que son Los Ceros, desde la consideración, profundizada después por Pedro Henríquez Ureña de que “la melancolía, el tono menor y el ambiente y el ambiente crepuscular” caracterizan al mexicano y a su poesía, la aguda ironía dirigida contra sí mismo, insólita entre nosotros, las referencias, de pasadita, a la antigua literatura sánscrita de la India, las críticas al intelectual metido a la política como el joven positivista Justo Sierra, la escasa simpatía, sembrada de burlas y veras, por una vaca sagrada de la lírica local como el obispo neoarcádico de San Luis, la referencia a Mill padre como maestro en el arte de pensar, el romance castellano, su insistencia en el arte de traducir y sus dificultades, la relectura constante de  Herodoto, la invitación a la mesura política así como el recordatorio para nuestros románticos para que se olvidasen de la Edad Media europea y mexicanizasen muestra ya entonces hazañosa historia. Peza y Riva Palacio, pese a sus diferencias de gusto poético y su curiosa asociación, estaban decididos a que México déjase de ser, para Europa, “una China intelectual”.
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Herederos de los mendicantes del siglo XVI fueron más bien los conservadores, respaldados por el liberal Maximiliano durante el breve imperio, los más preocupados por rescatar a las lenguas indígenas. Con la excepción del Nigromante, que predicó ese rescate pero nada hizo para llevarlo a cabo, el liberalismo tendía a despreciarlas como Riva Palacio, aunque la indianidad, alimento nacionalista, de Juárez y Altamirano, tornaba delicado el asunto.
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El general prefería temas más urgentes como alertar a sus colegas sobre los peligros del periodismo como modo de vida  o presumir de su amistad con Zorrilla, el liberal español cuya llegada a México tanto molestó a Santa Anna, todo ello en un libro delicioso de leer que reivindica, pura y discreta, a la crítica como arte, sin pudor y sin retórica. Poco le importa a Riva Palacio si está hablando de mengano o perengano, lo que vale es el ejercitar la crítica citando a Spencer, debatir con Carlyle o repasar la historia de la Reforma luterana o del siglo de Pericles, reivindicar a Roa Bárcena o conmoverse ante José Rosas Moreno, un poeta menudo y amable.
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En fin, este general libre pensador ni a la música y a su orquestación le hizo el feo en Los Ceros. Por ello, a su muerte, los modernistas, beligerantes en un país donde el parricidio literario no es bien visto, lo despidieron con honores. José Juan Tablada dijo que al general Riva Palacio, sólo y sin otro futuro después de la muerte que reintegrarse a la materia, no lo sostenían los ritos religiosos, sino sus méritos. La siguiente generación, la de Alfonso Reyes y Henríquez Ureña, como suele suceder, lo despreció. El primero llamó a Los Ceros, fruto de sus “desordenadas lecturas” aunque “relampaguean” en ellos “algunos aciertos” provocados por un “talento raro para la burla y la crítica”. El segundo, sin más, le birló algunas ideas. Así se explica la dificultad que tuvo la generación del Ateneo, todavía anclada a la retórica, en comprender la crítica del siglo XX. Más cercanos, involuntariamente, a los telquelianos o a Pessoa que a su siglo, el general aseguró: “yo sé antes que los demás que no valgo nada, por eso me llamo Cero, símbolo y emblema de mi sabiduría literaria” y Peza, su cómplice, dijo, “sabed que mi pseudónimo es mi biografía”.

El caleidoscopio de Aline Petterson

17/Julio/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

Parada sobre la estatura
del presente,
atisbo mi ciudad,
mi país,
el mundo.
El escenario se niega
A desplegar una esperanza.
(Del libro de poesía Ya era tarde)

Pocas escritoras tan bellas como Aline Pettersson. Será por su ascendencia sueca, será porque tiene algo de Liv Ulman o de Bibi Andersson, será porque a ella podría dirigirla Ingmar Bergman. Será porque tradujo del sueco al Premio Nobel 2011, Tomas Tranströmer. Será porque su poesía es tan pulida y desnuda que estremece –juicio de Aline sobre Tranströmer que también podría aplicarse a su propia poesía. Aline Pettersson, colaboradora de La Jornada, es también autora de novelas, cuentos y poesía y una figura de primer orden dentro de la literatura mexicana. Tengo muchas imágenes de ella con Josefina Vicens cuando la Peque –como todos la conocíamos– veía ya muy mal y era indispensable acompañarla de un lado a otro. Aline, con paciencia de ángel, la llevaba a conferencias, exposiciones, presentaciones de libros y no la soltaba un segundo, olvidándose de sí misma. Autora consagrada ella misma, dejó a un lado el pesado abrigo de la notoriedad para ocuparse de Josefina Vicens.

Cuando se puso en circulación su poemario Cautiva estoy de mí, donde se contempla el cuerpo del hombre amado, la reacción de críticos y periodistas que reseñaron el libro fue que si sus novias hubieran escrito semejante poesía, las hubieran cortado. Por el contrario, varias mujeres le agradecieron haberles dado palabras para contemplar a su pareja.

En todos los libros de Aline, poesía y prosa, está la sombra del erotismo. Deseo, De cuerpo entero, Los colores ocultos, Mistificaciones, Casi en silencio, Viajes paralelos, Más allá de la mirada, Sombra ella misma, Piedra que rueda, Querida familia, La noche de las hormigas, Las muertes de Natalia Bauer, Ya era tarde, publicadas por Grijalbo, el Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz, Diana, Alfaguara, que lanzó su obra reunida en 2008, y otras editoriales como las del Conaculta y la UNAM, que hacen que su obra ocupe un lugar primordial en la literatura mexicana.

–Nadie puede enseñar a ser escritor –dice Aline, quien ha dado talleres durante 25 años en la Sociedad General de Escritores de México–, pero sí a quitar vicios de escritura o ayudar a identificar ciertas flaquezas del texto. Cantidad de gente talentosa pasó por mis manos: Héctor de Mauleón, María Virginia Jaua (centroamericana muy inteligente), Bertha Hiriart, Rosa Nissan y otros. Ahora tengo un taller en mi casa, no sólo de jovencitos, sino también de gente formada que no se ha dedicado a la literatura, pero cuyo sueño no cumplido es escribir.

“El primero que me apoyó fue Salvador Elizondo, quien me abrió la puerta a otros autores. Él daba clase en la Universidad Nacional Autónoma de México, y leyó un cuento breve que le llevé. Viajé con una amiga a Pátzcuaro y en la carretera, una libélula se quedó apretada con el limpiaparabrisas. Entonces escribí el monólogo de la libélula que no entiende por qué se está deshaciendo y la persona que la está viendo horrorizada, porque nunca ha visto una libélula tan de cerca. Al tener yo la libélula en mis narices me di cuenta de su carita de geisha, blanca, blanca con sus ojitos rasgados. A Elizondo se le hizo interesante. También leyó Círculos y le gustó mucho, cosa extraña, porque su literatura no es precisamente cercana a la historia de Ana en Círculos.

“Prologó con una carta la publicación de Círculos. Por medio de él conocí a Juan García Ponce, a Juan José Arreola durante un tiempo, cuando su hija Claudia se fue a Jalisco. Me pidió que lo acompañara en su casa cuando le hicieran entrevistas, yo lo acompañé muchísimas veces y en agradecimiento habló muy elogiosamente de mi novela en su programa de radio. Además de ser becaria del Centro Mexicano de Escritores, Juan Rulfo me propuso como becaria en Iowa, y cuando me lo dijo no dormí en toda la noche. Sergio Fernández y Josefina Vicens siempre me apoyaron.

“También tuve buen trato con Octavio Paz. El hermano de mi madre, José Ferrel, muy cercano a los Contemporáneos, hizo una traducción de Rimbaud, creo que Una temporada en el infierno, lo publicó José Bergamín en su editorial cuando estuvo en México. Hacía poco que Octavio Paz había regresado de India y coincidimos en un hotelito en Cuernavaca, y la primera imagen que tengo de él, no de foto, sino de carne y hueso, es en traje de baño. Se veía guapo. Ahí estaba con Marie Jo. Me saludó, yo era una mujer joven y le conté que era sobrina de José Ferrel. Octavio Paz se emocionó muchísimo, porque mi tío había sido en cierta forma su mentor en la revista Taller. Después le enseñé un poema largo escrito en esos días y Paz me invitó a su casa, pero como siempre he sido tímida nunca fui.”

–¿Seguiste el camino de tu tío traductor José Ferrel?

–Traduje al premio Nobel, el sueco, Tomas Tranströmer, que ya estaba muy impedido.

–Recuerdo que en Islandia fui a la casa, muy modesta, del premio Nobel Haldor Laxness, y me impresionó su cama que parecía casi un camastro.

–Sí, así son los escandinavos. Me acuerdo de Tomas Tranströmer. Fue muy gentil. Lo conocí, vi a su esposa, porque él sufrió una hemiplejia y los últimos años de su vida se le paralizó el lado derecho y perdió el habla. Tocaba el piano desde niño y se consolaba interpretando a Ravel y otras piezas para la mano izquierda. Como hablo mal el sueco, una amiga me asesoró en la traducción. Tuve una mala experiencia con una traducción de un libro mío. Por ejemplo, para desierto y destino en sueco se usa la misma palabra. Tienes que conocer el contexto y no confundir el desierto de Sahara con tu destino final.

“Tengo un libro muy lindo, bilingüe, que me editó Rosa Beltrán en la universidad que conserva el título que le puso Tranströmer: La fúnebre góndola, basado en una obra de Liszt. Liszt y Wagner, Wagner era yerno de Liszt y La fúnebre góndola es una de las últimas que compuso. Le puso ese nombre en homenaje a Liszt en uno de los viajes que ambos hicieron a Venecia. Poco tiempo después murió Wagner, luego Liszt. Este es el libro del amor de Tranströmer por los dos compositores.

–Volviendo a Círculos, que salió en Punto de Partida de la UNAM, en otras editoriales me decían con mucha cortesía: ¿Pero a quién le puede interesar la historia de una mujer? Stefan Zweig tiene un libro que se llama 24 horas en la vida de una mujer, mi libro Círculos, sin quererme comparar –de ninguna manera– con Stefan Zweig podría haber sido ese el título, porque son 24 horas en la vida de una mujer, desde que se despierta hasta que se duerme y en ese lapso siente un vacío existencial tremendo, a pesar de que ama a su marido y a sus hijos. Estaban desesperadas, la única solución era tener o soñar con un amante, esa era la única posibilidad de romper la rutina. Cuando ese libro se publicó, me pasó una cosa conmovedora: algunos hombres que lo leyeron me dijeron: “Yo soy Ana –nombre de la protagonista–, porque así de tediosa siento mi vida, sin escape”, pero quienes más se identificaron con el libro fueron las mujeres.

“Mi padre nació en México, trabajó en una de las dos compañías de teléfono que había entonces, Ericsson, que era sueca. Desde niña fui una lectora voraz que prolongaba su historia a los personajes, a David Copperfield, Oliver Twist, Tom Sawyer, porque no quería que se me acabaran. A los 11 o 12 años me clavé con Emilio Salgari. Quise ser Sandokan, no Mariana, la que espera sentada en su casa. Después de largos años de estancia en Suecia con mis padres publiqué en la Revista de la UNAM dos estampas de mi abuela materna y de su madre, mi bisabuela, quien fue la única en apoyarme en mi amor a la literatura.

“Casi en silencio, otra de mis novelas refleja a un maestro que seduce simultáneamente a un alumno varón y a una muchacha. A la fecha muchos hombres gays me han hablado de ese libro porque les llegó muy hondo. Claro que la homosexualidad existe desde los griegos, pero yo le di un tratamiento que caló entre los lectores. Después publiqué mi novela Sombra ella misma en la Universidad Veracruzana, en la época de Sergio Galindo, quien me sugirió el título. La noche de las hormigas, que ahora cumple 20 años, tuvo mucha resonancia al igual que Proyectos de muerte, sobre un enfermo de cirrosis. Como estuve gravemente enferma tengo obsesión por la medicina. A mi personaje de La noche de las hormigas lo asaltan y le dan un balazo en la ingle. En el momento en que lo escribí, en la Ciudad de México hubo una racha de asaltos. Yo no sé si tú hayas conocido el asalto en Tizapán de Tomás Brody, esposo de Olga Pellicer. Mi hijo, que es físico, Axel de la Macorra, lo conocía, y en esos años todo el mundo tenía un conocido al que habían asaltado. Entonces dije: ‘Yo sólo tengo la escritura y quiero escribir de esto tan terrible y tan cotidiano’. Publiqué mi libro –cuyo trasfondo es la violencia– en 1996 y ahora el país está mucho peor.

“También he escrito libros infantiles. El primero que publiqué, El papalote y el nopal –sobre la relación entre un papalote que se eleva y la lluvia lo moja, cae y un nopal lo extiende entre sus pencas para que se seque, y la amistad se establece entre ellos–, se tradujo al japonés y me dio muchísimas y muy buenas regalías. El libro ganó un premio en la Feria Internacional del Libro de Caracas y otro en Tokio. Una escuela de verano para niños discapacitados también me invitó y he ido a muchas ferias infantiles a firmar libros que también compran muchos adultos.”

Novelista, poeta, cuentista, ensayista, traductora, tallerista, Aline Pettersson es una de las mujeres de letras más significativas del siglo XXI y referente indispensable para hablar de la condición femenina y el lugar secundario de la mujer en nuestra sociedad, pero también del erotismo como consta en su libro Cautiva estoy de mí: Éramos tu y yo pobladores/ de un edénico paisaje,/ el giro perfecto de una esfera/ armonía de los cuerpos siderales,/ temblorosa la acidez en un estanque/ nieve, renuevos, la carnosidad/ densísima del fruto./ Alégrate,/ que al final somos una mujer y un hombre.

sábado, 16 de julio de 2016

En poder de una novela

16/Julio/2016
Babelia
Antonio Muñoz Molina

El verano es la estación de las novelas. He dedicado algunos veranos fervorosos a escribirlas y he dedicado más veranos todavía a leerlas. Cuando se está escribiendo una novela es raro que se lea al mismo tiempo alguna de gran calado, porque cada una de esas dos tareas, escribir novelas y leerlas, requiere una dedicación casi idéntica, una entrega incondicional y duradera. Las fuerzas de la imaginación que hay que concentrar en inventar y escribir difícilmente pueden repartirse o distraerse. Dos inmersiones a tanta profundidad no son compatibles, y no hay tanta distancia entre lo que hace el novelista y lo que hace el lector. El novelista va siendo el primer y único lector de la novela que está escribiéndose. El lector vuelca tantas energías intelectuales y sensoriales en su tarea que él mismo se vuelve novelista y hasta personaje, tan activo y tan necesario como el pianista que le da vida sonora a una partitura. Una novela tiene algo de sueño, de esos sueños lúcidos en los que uno es consciente de que los está soñando y puede controlar su desarrollo hasta cierto punto, aunque no demasiado, porque si pone un esfuerzo excesivo en ese control el sueño se disipa. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Y si uno escribe con honestidad sabe que la novela no es suya del todo. Igual que el sueño, la novela le pertenece, porque ninguna otra persona habrá podido soñarla, pero no está del todo bajo su control. Nos proponemos escribir un libro, tomamos notas, tenemos hasta un título, escribimos docenas o cientos de páginas, y la novela se desmorona, o se malogra, una casa sin terminar en la que nadie quiere vivir, de la que tal vez se podrán aprovechar con el tiempo algunos materiales de derribo.
Pero el lector tampoco elige la novela que le va a gustar, la que va a estremecerlo, a ofercerle un refugio, un alimento espiritual que ya se integrará tan orgánicamente en él como los alimentos materiales que sostienen su vida. Igual que nos gustaría escribir ciertas novelas y no lo logramos, por mucho esfuerzo que pongamos en ellas —y si lo logramos es peor, porque serán novelas fracasadas, tengan o no lectores— también hay novelas que habríamos querido que nos gustaran mucho, sin conseguirlo a la primera ni a la segunda ni nunca; y no porque estén por encima de nuestra inteligencia o de nuestra capacidad lectora —todo el mundo, con algo de entrenamiento, puede disfrutar de cualquier obra de la literatura. El motivo es que entre esas novelas y nosotros hay una incompatibilidad profunda, que cuentan una historia o están hechas de un modo que no provocan la resonancia necesaria en nosotros. Tenemos entonces la tentación de mentir, de fingir. De mentir y fingir no ante los demás, que no sería tan grave, sino ante nosotros mismos. La sociedad literaria, como la sociedad artística, tiende al papanatismo y a la ortodoxia por debajo de su apariencia de máxima libertad, y hay coacciones ante las que nos inclinamos con una mansedumbre más perfecta porque es inconsciente. Nos gusta, con muchas frecuencia, lo que nos tiene que gustar, lo que otros dicen con seguridad rotunda que les ha gustado, o que es preceptivo admirar. Y hasta una pequeña dosis de simulación malogra por completo la experiencia de la contemplación o de la lectura.
La sensación de tiempo despejado y tranquilo del veraneo favorece esa libertad interior que hace posible la invención y el disfrute de las novelas. Otra cosa que tienen en común escribirlas y leerlas es que requiere un tiempo más o menos largo de entrega completa. La plena atención no puede ponerse más que en una tarea. Habrá distracciones, noches en terrazas, viajes, hoteles. Pero la tarea exigirá ella sola el tiempo que necesite, y nosotros velaremos para garantizárselo. Una novela es un organismo estético tan variado, tan completo, tan exclusivo como una sinfonía. Las sinfonías tardan en escribirse mucho más que en ser tocadas, pero lo que el compositor solicita del aficionado es parecido a lo que el novelista le pide al lector: exactamente toda su atención sostenida a lo largo de un cierto tiempo. Uno se educa para leer, como para escribir, o como para escuchar cualquier tipo de música que no sea de consumo instantáneo. El proceso del aprendizaje no termina nunca. Pero al mismo tiempo que se aprende se ahonda en la capacidad de percibir, de disfrutar, de distinguir lo que será valioso para uno mismo.
Proust, Joyce, Cervantes, Galdós, Verne, Woolf, Stendhal, Vasili Grossman, Melville, Thomas Mann, Flaubert: todas esas cumbres magníficas de la novela están asociadas en mi imaginación a la anchurosa libertad de espíritu de los veranos. El de este año está todavía casi empezando, pero ya me ha deparado el hallazgo de uno de esos mundos completos que solo pueden contener las novelas. En un hotel tranquilo, en una bahía de Mallorca, leí en unos pocos díasExtinción, de Thomas Bernhard, en una de esas traducciones de Miguel Saenz que crearon una nueva prosodia española, un ritmo y una intensidad inusitados para nuestra lengua. Extinción es como Los Buddenbrock comprimida y contada en primera persona por un demente. Me la llevé de vacaciones más bien por azar. Me sumí en ella como en un pozo en el que me faltaba el aire pero del que en realidad no quería salir. Esa potencia narradora y expresiva es el reino exclusivo de la novela, el cumplimiento de sus posibilidades máximas. En el hotel había un libro con fotos de huéspedes ilustres. Estaba Joan Miró, estaba Josep Pla. Pasé una página y vi de pronto a Thomas Bernhard. Así supe que había sido cliente del mismo hotel en el que yo leía su novela. Me gustó imaginar que Bernhard hubiera podido escribirla allí mismo, haber inventado algo de ella sentado al atardecer en una de las mismas hamacas en las que yo me sentaba poseído por mi fiebre lectora.

José de la Colina Contra sí mismo

16/Julio/2016
El Cultural
Geney Beltrán Félix

En 1998 aparece el libro Tren de historias. Su autor, José de la Colina, nacido en Santander en 1934 y llegado a México en su niñez, luce ya la estatura de un animador de la cultura nacional. Sus aportaciones cubren los territorios de la edición y el periodismo cultural, la reflexión sobre las artes visuales y el cine, la escritura ensayística y la ficción breve. Cuando ha ya dejado atrás la sexta década de vida, el escritor recopila en Tren de historias una generosa muestra de textos narrativos muy breves, algunos de un solo párrafo o una sola frase; es una propuesta, así, en los dominios de la minificción.
Tren de historias hace honor a su nombre: los relatos señalan un itinerario velocísimo. En este caso, por la historia universal a través de reescrituras paródicas de emblemas y estancias del mito y la realidad, desde el origen del mundo según el Génesis hasta un episodio cómico del escritor y su esposa con un gato en el camellón de una avenida en el sur de la Ciudad de México a finales del siglo XX, en un amplio compás que integra gozosas visitas a Lilith, Ulises, Orfeo, Diógenes, Atila, Don Quijote, Poe, Greta Garbo...
En la vena de las apropiaciones librescas instituidas por Borges, Tren de historias es un ejercicio de consistente expresión posmoderna: lo suyo es aportar relampagueantes incursiones en las esquinas de la cultura universal y trasmutar la erudición, el tópico y la referencia en una forma iconoclasta del gracejo (“Era un genuino cristiano: si le pisaban el pie derecho, ofrecía al pisotón el pie izquierdo”), a través de una exploración fresca, a ratos protoaforística, del absurdo, lo impensado y lo fársico incluso, siempre con una dicción lúcida, una mezcla de sutileza y concreción estilísticas.

EN EL REINO DE ESCHNAPUR

Una de las narraciones de Tren de historias es un relato de dos párrafos que lleva el título de “La tumba india”. Fiel a la inclinación del cuento popular, “La tumba india” es facticidad pura: una secuencia de hechos ávidamente enlazados merced al polisíndeton.
La premisa viene dibujada con la soltura de una voz que no se exige la más mínima procura de particularización, pues ya el cargo y la función definen la personalidad de cada integrante del drama: “Había en Eschnapur un maharajá que amaba con locura a una bailarina del templo...” El conflicto no tarda en asomar: se debe a la traición de los afectos: “... y tenía un amigo llegado de lejanas tierras pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron...” Las motivaciones y el paisaje no requieren verse enunciados, sino que se desprenden del fraseo natural de las acciones, prerrogativa lograda por la exacta presencia de los adjetivos: “... y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos y los acosó de sed y los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas y de los tigres sanguinarios y de las mortíferas arañas...” Con el predominio de las acciones queda claro por qué hasta aquí no hemos tenido ningún signo de puntuación: “... y en el fondo de su herido corazón el maharajá juró matarlos porque ellos lo habían traicionado dos veces: en su amor y en su amistad...”, y a partir de que surge la primera recapitulación, la espiral de hechos se desencadena dando paso al hecho fundamental del relato, que conduce al único punto y aparte: “... por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado”. El segundo párrafo arranca con el indetenible flujo de la breve trama, como lo marca el uso de la conjunción: “Y entonces el conductor dijo: Señor siento que la mujer que amáis haya muerto”, aunque ahora lo que predominan son las palabras de un diálogo en que reposa el sentido todo del relato:
... pero el maharajá preguntó: Quién dice que ha muerto y quién dice que la amo, y el constructor se turbó y dijo: Señor creí que la tumba sería un monumento a un gran amor, y entonces le contestó el maharajá: No te equivocas, porque la construye ahora mi odio pero cuando pasen tantos años que esta historia habrá sido olvidada y nada se sabrá de mí, de esa mujer y de ese hombre, la tumba quedará sólo como un monumento de que tal vez alguien recordará que fue erigido en memoria de un gran amor.
Un brevísimo apólogo, redondo en su estatura clásica, con un aire de perfección y esencialidad narrativa. Y, para el lector contumaz de José de la Colina: un regreso. El depurado regreso a la juventud creativa del amor.

FÁBULA DEL DESPECHADO

“La tumba india” es también el título de un cuento incluido en La lucha con la pantera (1962), el tercer libro de ficción breve de De la Colina. Los dos párrafos que acabo de glosar se encuentran ahí enmarcados en una línea ficcional más amplia: en una cafetería se escucha jazz y ahí un joven se reúne con su ex amante, quien ha decidido cortar su relación para casarse con otro hombre. Así, “La tumba india” original desarrolla dos hilos narrativos: uno real y otro mítico, donde el primero es una actualización, pródiga en detalles, de la sucinta fábula de la antigüedad que tiene Eschnapur como escenario.
Pero ahí no termina la cosa. La historia moderna ocurre a su vez en dos niveles: uno en los hechos y otro en el pensamiento del protagonista, a través de la herramienta del monólogo, con que se da rienda suelta al silencioso despecho, rayano en la misoginia, del abandonado. La destinataria de sus ultrajes está frente a él; sin embargo, el hilo de su interlocución, revelado por las cursivas, se mantiene mudo. Así, “La tumba india” revela el entramado de tres niveles: el mítico, signado por la concisa relación del maharajá; el diálogo entre el hombre y su amada; el pensamiento furibundo del muchacho. La escala va subiendo de intensidad en la expresión de la furia, y esto se debe a la abundancia y extensión del discurso, generoso en pormenores e imprecaciones. Mientras más actual el escenario, más prolijo el conocimiento de la historia, más minucioso el desarrollo de la ruptura. He aquí dos formas de la ficción: la fábula antigua, con la facticidad que exige darle sitio sólo al hilo básico del conflicto; el cuento moderno regido por la percepción y la psicología del personaje.
Entre ambas versiones, entre 1962 y 1998, está el año 1976, en que —según informa De la Colina— Edmundo Valadés extrajo de La lucha con la pantera los dos párrafos sobre el maharajá de Eschnapur y los publicó, ya como un texto autónomo, en El libro de la imaginación. Valadés vio la esencia del cuento original y le confirió, en un ejemplo de curaduría creativa, un estatuto propio en su antología hoy clásica de minificción.
Hay algo más: la transición del cuento moderno a la fábula esencial no es un accidente. Señala de forma exacta la evolución de José de la Colina, de esa deslumbrante juventud en que dio a la imprenta dos piezas dotadas de un aire ineludiblemente moderno, ejemplares en la ficción breve mexicana (Ven, caballo gris, de 1959, y La lucha con la pantera tres años más tarde), a la madurez tan díscola cuanto sobria del posmoderno autor de minificciones en Tren de historias.

UN STEVENSON DE SAN ÁNGEL

En Zigzag (2005), De la Colina incluye un texto, nutrido del ensayo, la autobiografía y la ficción, titulado “Tusitala”. A partir del ejemplo de Robert Louis Stevenson, el contador de historias en Samoa, recuerda el autor la figura de Don Primitivo, velador de una fábrica de cerámica en San Ángel, a quien de niño le escuchó incontables historias protagonizadas por el mismo narrador que, sumadas, habrían dado una contradictoria e imposible biografía: Don Primo habría sido “peón de hacienda, oficial del ejército porfiriano, guerrillero de Zapata, dorado de Villa, fraile de regla de silencio, pizcador de algodón en los Yunaites...”. El propósito de “Tusitala” no es tanto hacer el retrato de ese “continuo susurro de historias” que fue Don Primitivo, sino recuperar la que sería la “obra maestra de la narración”, “un episodio de sus andanzas por la revolución que trataré de reconstruir ahora tal como lo emitió el chisguete de voz y no como lo conté en un cuento en que cometí la tontería de meter aportaciones propias”.
Así, con el coscorrón al joven que en 1959 publicó el cuento “Ven, caballo gris” en el libro homónimo, el narrador veterano da paso a la voz recuperada de Don Primo. Es un discurso en que el velador, dadivoso en giros populares, se narra como un soldado que una misma noche habría robado varios caballos, tenido relaciones con una joven Adelita y dado consejos al general sobre cómo atacar la población cercana. El relato es ágil, tiene una innegable llaneza lúdica, y dibuja al narrador como un personaje de la picaresca, aunque no podemos negar que este texto, en su segunda, más verista, versión, se ha visto reducido a una linealidad, a una pobreza unívoca. Es la misma anécdota que en “Ven, caballo gris”, pero “Tusitala”, aunque interesante, carece de la fugaz elusividad de un cuento. Ahora De la Colina parecería impelido por una búsqueda de autenticidad, por un prurito casi puritano de verismo, que rechaza las dotes estilísticas e imaginativas que le confieren a “Ven, caballo gris”, su cuento de joven, una potente belleza. Son dos paradigmas enfrentados, por supuesto, y resulta imposible olvidar que “Tusitala” requiere de la existencia previa del cuento juvenil que el autor rechaza para reafirmar su carácter fidedigno, franco, lo menos artificial posible.
Si hablamos del joven José de la Colina, aparece, en primer término, su cualidad de extremo prosista, es decir, una voz literaria que, por encima de las distinciones genéricas o temáticas, despliega un flujo verbal en que se distingue una notable calidad sinestésica, una voluntad de apropiación de la riqueza perceptiva, memoriosa y emocional de la sensibilidad humana. La escritura se expande, incorporando adjetivos y frases subordinadas, recurriendo con gran musicalidad al polisíndeton y los juegos verbales, señalando las numerosas y distintas categorías con las que podrían exprimirse las aristas esquivas de lo que entra en los sentidos y se ve sugerido fértilmente en la razón y la imaginación. Podríamos soltar la hipótesis que dotes tan extraordinarias de aprehensión sensorial derivan de un temperamento particular, casi de condiciones genéticas, pero en el inventario de las causas no estaría de más mencionar la omnímoda curiosidad artística de quien ha sido un amante del cine y las artes visuales y que ha tenido una inclinación venturosa por las amplias parcelas de la cultura humanística universal.
Sin el referente explícito de Stevenson, “Ven, caballo gris”, el texto original, presenta por su parte la figura de Benjamín, un viejo velador pensionado de la Revolución, que al anochecer acostumbra contar historias a los chamacos de la vecindad. El cuento desarrolla dos líneas temporales: la primera es la actual, en un año que podría ser 1942, y cuando entre el frío y la bebida el anciano, según dice la voz omnisciente, espera volver a ver la imagen de un caballo gris casi legendario que deslumbra sus recuerdos y sus sueños, mientras a lo largo del día pesa la amenaza de ser desahuciado de un edificio ya en ruinas y de pronta demolición. La segunda línea nace de la propia voz de Benjamín, delatada en cursivas tipográficas, y es su versión del antiguo episodio revolucionario, con el robo de la caballada y el nocturno encuentro sexual con una jovencita. La construcción paralelística, un sello de la casa en esta fase juvenil de José de la Colina, afirma un vínculo entre el pasado y el presente bajo el que surge la tensión dramática. No es una cosa explícita, pero por eso mismo el cuento se nos presenta como una pieza rotunda en su construcción y al mismo tiempo huidiza en su posible significado: hay un resquicio de la juventud de Benjamín en su derrotada vejez, una franja esperanzada de la que el caballo gris es símbolo obsesivo.
Tanto en la segunda versión de “La tumba india” como en “Tusitala” el autor ha buscado ir hacia lo esencial, lo auténtico y lo directo. Pero en ese trayecto ha renunciado a la imaginación de lo sensible, es decir, a la particularización de las emociones presentes en la experiencia concreta, en beneficio de la limpia materialidad de los hechos más elementales y antiguos: han quedado fuera el estudiante despechado en una cafetería con jazz en el cuento de 1962 y el viejo velador que en 1942 ansía volver a ver en su alto insomnio la figura emblemática de un caballo gris. Ha quedado fuera el individuo que no sabe vivir el presente porque se dedica con pertinacia a roer los obsesivos huesos del pasado: el autor ha negado sitio a la contemplación del despecho, el desánimo y la derrota.