domingo, 17 de julio de 2016

Instrucciones para cortarle la cabeza a Cela

17/Julio/2016
Confabulario
José Homero

Hemos cumplido ya un siglo de proclamas, debates y certificados sobre la alteridad entre el concepto de autor y el ser humano artífice de la escritura. Hoy es un tópico de toda crítica literaria, sea salvaje o académica, que el escritor de una obra no es igual al autor implícito en el universo de esa obra sin menoscabo de homonimia. A tal grado asumimos esa diferencia, que los juegos entre niveles de representación son recurso retórico favorito de nuestras últimas décadas. De Bret Easton Ellis a Michel Houllebecq, de Martis Amis a Mario Vargas Llosa, las páginas novelísticas incluyen personajes homónimos de escritores de carne y hueso sin incidir en la identificación ingenua. Sana higiene crítica que ha impedido se asuma a un escritor como pederasta, asesino, timador profesional o que haya viajado en el tiempo sólo porque personajes de nombre idéntico al suyo posean estos atributos o compartan peripecias.
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¿Cuál es entonces la causa de que aún reconociendo esa frontera que impide la visión ingenua, impresionista, de la crítica, sea cada vez más frecuente marginar a un autor por su actuación no como escritor sino como animal político y social? En las horas álgidas de la guerra fría solía reconocerse la calidad literaria de un Pablo Neruda, si pertenecías al bando democrático, o de un Ezra Pound, si compartías el credo comunista. Hoy, paradojalmente, a un autor sólo se le reconoce si comparte nuestra ideología. Y la ideología ha dejado de ser una representación colectiva para convertirse en un programa –una transferencia desde la simiente de la transformación que Karl Marx efectúa del concepto. No hay ideas, sólo posiciones. Si la ideología es la manera en que una sociedad oculta los mecanismos del poder para encubrirlos en una representación imaginaria, hoy ha devenido la manera en que ocultamos la realidad para encausarla a nuestra representación. En ambos casos el efecto es el mismo: distanciarnos de los actos, dirimir mediante representaciones. Mundos portátiles para ideologías mínimas.
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Paulatinamente cesamos de juzgar a las obras por sus méritos, para cribarlas por los actos de sus autores. La muerte del autor es consecuencia de la gran revolución romántica precognizada por los hermanos Schlegel, Herder y Novalis. La muerte del autor y la recuperación del Autor, por el contrario, es un movimiento inverso por el cual la inmanencia del texto estético –pues esta lectura ideológica no se limita a la literatura, recorre el cine, la pintura, la música misma–, quien se había liberado de sus responsabilidades éticas, políticas y estéticas, pasa a segundo término para de nuevo responder ante la fiscalía de lo real. A la obra no se le asume como un objeto exótico, que tal es la petición del romanticismo al posestructuralismo, sino como a un objeto más de la esfera ideológica reiterando el concepto primario de falsedad; una taxonomía que anula la distinción posmoderna de objetos reales y objetos de conocimiento.
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Larga disquisición para situar un problema: ¿por qué no se lee a Camilo José Cela? Y también: por qué se lee cada vez con más suspicacia a Mario Vargas Llosa, por qué a Octavio Paz se le escamotea la calificación de gran poeta, por qué no se reconoce en Gabriel Zaid a uno de los mayores ensayistas. Hemos llegado al primer centenario del escritor gallego cargados no de obsequios sino de prejuicios.
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Famosamente Charles Baudelaire precognizó asumir a un personaje como preparación para ser poeta. Cela recogió esa lección y la de tantos otros. Concibió un personaje, un caballero inglés petacón, malhablado y pestilente, atrabiliario y mala leche, soez y misógino, propicio para engatusar a las autoridades franquistas, más tarde a los millonarios ígnaros y gustoso de enfadar a sus detractores. “Usted sabe cuánto tiene mi vida de simbólica”, solía decir Cela según testimonio de Francisco Umbral. Y en efecto desde sus primeros años, se esmera en vestir al personaje por el que será reconocido, antes que complacer al gusto público. Cela no fue nunca un escritor popular ni mucho menos dado a brindar salazones al paladar basto. Al final, el personaje terminó devorando al escritor, de modo que incluso en vida paulatinamente fue perdiendo lectores, sumando incomprensión. Al respecto dijo otro Nobel: “[A Cela] se le ha juzgado como persona antes que como escritor. Dentro de veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años, las rencillas estarán olvidadas y sólo quedará su obra. La obra de un gran, irrepetible escritor” [ José Saramago]. Más implacabble es el juicio de su íntimo amigo (¿o enemigo íntimo?), Francisco Umbral, quien sentencia:
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La democracia resultó más implacable que la dictadura. El señor marqués, con Nobel y todo, caía mal a los jóvenes, y a los no tan jóvenes.

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Ejercicios espirituales
Comencemos la celebración airando la biblioteca de Cela devolviendo la obra a la circulación. Aún vivo Cela era ya reo de la historia de la literatura española sin reconocer la pujanza de su obra madura –al paso menciono como notables Mazurca para dos muertos y Madera de boj, piezas radicales empecinadas en una disvcursivización rítmica, lírica, fiesta de lenguaje. Si Cela, persona, fue identificado como franquista, su obra fue señalada como realista y peor aún tremendista. Prejuicios para evaluar la personalidad, prejuicios para justificar la pereza; prejuicios también para ejercer ese mal español: el desprecio, el desdén con el gesto cetrino y la mirada casposa. Cela fue ante todo un escritor del riesgo. No suele asociársele con la vanguardia, menos con el posmodernismo y aún más peregrino sería su vínculo con movimientos considerados en su momento de avanzada, como el simultaneísmo, la noueveau roman, la novela objetivista, la novela posmoderna y el boom latinoamericano. Y sin embargo hay en este universo estaciones que nos permiten reconocer rasgos de todos estos credos, movimientos y programas.
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Tampoco suele considerársele un escritor de ideas. Y aquí de nuevo reaparece el prejuicio. Cela dejó de ser personaje y se convirtió en caricatura –una metamorfosis que propició en principio él mismo. Concluido el proceso de reducción y descorporeización ya no es necesario acudir al corpus. Basta con los rasgos bastos. Una somera revisión de la bibliografía celiana nos entera que apenas si hay unos pocos estudios sobre su producción ensayística, crítica y periodística. Menos aún se ha atendido a sus reflexiones sobre la novela o sobre la literatura. Asombra que a tan pocos años de muerto haya un escritor hispanoamericano menos vivo que él.
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La relectura no implica por supuesto acometer un proceso inverso pero idéntico a la práctica de la crítica comisaria. No. Implica releer y recuperar la valía de sus obras más famosas, pero escrutando la totalidad de su discurso, la potencia de sus lecturas implícitas. Así La familia de Pascual Duarte no necesita ser situada, una vez más, dentro de una tradición ni entronizada como lectura obligatoria; ese es el camino más fácil para sepultar una voz. Al contrario, habría que devolver la extrañeza para extraer una nueva significación, que nos la presente como la obra (aún) viva que es. De este modo la propia obra exigirá ser leída como una tragedia existencial o como una actualización de la concepción gnóstica de la creación. En ambos casos se trata de una exploración en cómo nos representamos en el mundo. Una vez efectuado el viraje notamos que los actos que han convertido en famosa a la novela –su filiación miserabilista, su descendencia dentro de una genealogía “castellana”– pasan a un segundo término.
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La tragedia implícita en La familia de Pascual Duarte es el solo hecho de existir. De ahí que el radio de la obra remita a planteamientos tanto existencialistas como gnósticos. Hay además un conflicto entre individuo y sociedad. Patrones de conducta cuya encarnación no admite, sobre todo en comunidades rurales como la tierra natal del protagonista, disyuntivas. Ser aquí es parecer. Criado en un ambiente miserable y hostil, Duarte no tiene en la cultura ni el sentido común sus cualidades más preciadas. En más de un aspecto posee serio retraso en su desarrollo: tardía es la asunción de sus responsabilidades sociales; de su independencia; tardía su respuesta amorosa. A tal punto que pareciera que sólo a través del desafío, de la puesta en duda de su virilidad, de acuerdo a la representación de los valores de la España profunda, Pascual adquiere conciencia de la vida, de la violencia, que parece inherente a nuestra condición social. Hombre inmerso en las circunstancias, terminará preso y reducido a la condición de lobo del hombre –un devenir caro a la novelística de Cela; esta frase se cita en Mazurca para dos muertos, historia coral de dos crímenes y su venganza. Una faceta que niega la personalidad de su protagonista, según se infiere por los indicios. Duarte no pertenece al rebaño, es cierto, pero ¿es un lobo? Él mismo no lo cree; si hemos de dar fe al incipit.
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Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.
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Cela ha conjuntado la crisis del individuo freudiano con el enfrentamiento del héroe al fatum de la tragedia clásica. Hay acaso un conflicto más hondo: entre instinto de conservación y albedrío, entre singularidad y aceptación por la tribu. De ahí que el castigo termine redimiéndole. Pascual es de esos locos a los que el amor a la justicia ha llevado al crimen. Con su sacrificio se asume el cordero que en el curro espera su degüello. Un puro sometido a la ley. No más un individuo sino un engrane. La aceptación del contrato social.
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Si la primer y más célebre obra de Cela exige una lectura que recupera la orfandad del protagonista por su condición de existir –y no como un mala broma por sus acciones, La colmena atestigua falsa conciencia. La colmena es una obra coral, como lo es también Mazurca para dos muertos –esa novela de heteroglosia ejemplar–, pero sobre todo es la historia de una ciudad, la interpretación ibérica de esas novelas de ciudad cuyo maestro fundador es John Dos Passos. Estos personajes ambulantes, abandonados a su deriva, a una suerte miserable, estas mujeres tan busconas, tan conscientes, ay, de que su valor atraviesa por el sexo, ¿no son a su manera una acusación tan flagrante de las miserias de la guerra como las coplas que canta el desarrapao cantor callejero de seis años? En este Madrid textual nadie recuerda, salvo como un mal rato, la pasada guerra. Bien sabemos que aquello de lo que no se habla es lo que importa. Sin embargo no es necesario debatir el significado ideológico. Cela en sus obras más críticas desarrolló una maquinaria de destrucción simbólica. Aquí, en Pascual Duarte, en San Camilo o Mazurca, la significación se da a través de las conductas. Es por ello significativo que más allá de las voces altisonantes o de las pulsiones casi pornográficas lo que socava la moral del franquismo sea la irreverencia ante las instituciones. Nadie respeta a las autoridades o a la iglesia. No es la muerte, ese emblema en los desfiles de toda organización fascista –de los hunos a las hordas de Mad Max–, sino el erotismo –un erotismo macilento y mórbido– el que permea la novela entera.
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La circulación narrativa depende de los fluidos. En La colmena el amor atraviesa por la transacción y la promiscuidad, los roces furtivos, los escarceos con las queridas y las jovenzuelas pobres cuya única esperanza de progeso, cuya única posibilidad para escapar a su miserable existencia es el sexo.
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Interés, dinero, conveniencia. Los personajes poseen una complejidad moral que impide ceñirlos a una sola condición. Algunos, es cierto, son mezquinos. Codiciosos, como doña Rosa; ufanos como don José; canallas como don Pablo; mezquinos como la mujer de don Ramón. Incluso aquellos que en apariencia podrían parecer mejores, más espirituales, como un Martín Marco, un Ricardo, un Ramón Maello se revelan como canallas.
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No hay creaturas perversas o puras, únicamente individuos sensuales, en ocasiones buenos, en otros malos, mediocres casi siempre. La gama infinita entre los extremos del héroe y el villano, que hubiera dicho Julio Torri. En ese curioso mosaico se revela el verdadero espectáculo detrás de la fachada blanca y farisaica del franquismo: la violencia soterrada. No una fiesta, un aquelarre.
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Una de las obras mayores y sin duda mi favorita es San Camilo, 1936, a su modo una obra cumbre de la vanguardia en nuestro idioma. Apenas famosa y nunca situada en compañía de las muy bien promovidas novelas del boom, San Camilo, 1936 comparte afinidades con la experimentación del García Márquez deEl otoño del patriarca y el José Donoso de El obsceno pájaro de la noche. Hoy que toda la alharaca se ha acallado, habría que leer esta novela dentro de esa tradición y recuperar al Cela explorador de caminos, no sólo en el paisaje sino en la literatura.
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San Camilo, 1936 refleja la crisis del siglo. Estamos ante una de las obras que en nuestra lengua mejor registran la libertad individual mientras afuera el mundo estalla. No es San Camilo una novela histórica, tal y como nuestra novela hispanoamericana gusta de serlo; su asunto no es contar la vida de un personaje histórico sino recrear atmósferas y sobre todo dar testimonio de esas vidas no históricas que finalmente son las únicas afectadas en las revoluciones y las revueltas.
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Si patentiza un desencanto también deposita su fe en el hombre; en el hombre común, en el individuo. Aunque la narración abunda en oposiciones binarias expresas ya en las antonomasias del rey Cirilo y Napoleón, o en la acumulación de enunciados disyuntivos, finalmente el relato apunta a una consideración del obrar individual como única defensa posible ante la histeria de la historia. Uno no quiere ser mártir como Cirilo, uno no quiere ser héroe, como Napoleón, pero tampoco es un Cirilo que aspira a Napoleón, como Raskólnikov. Más fuerte que la inclinación al sacrificio es la necesidad amorosa.
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El protagonista de San Camilo se halla en perpetuo peligro de anulación, más cerca de la fragmentación que de la alienación. Al hablar de Narciso, el narrador señala a la muerte como una consecuencia de quien vive encerrado en sí mismo. La soledad no permite la salvación. Los actos del espejo son pálidas sombras, no movimientos de otro cuerpo. Es necesario vertirse en otro y salir del narcisismo, para trascenderse. El amor es ese milagro necesario. La fe, el orden restaurado que permite vencer los vicios de la libertad: el culto al yo, el hedonismo, la avaricia: la prisión en uno mismo.
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Coda
Cuando el personaje que asume un escritor se vuelve de tal modo famoso, la frontera entre la actitud y la persona se diluye. El personaje es siempre una manera de atraer atención hacia la obra pero si una vez cumplida la misión se permanece gravitando de la fama, la que termina a la deriva es la obra. El centenario de Cela debe comenzar con el entierro, de una vez por todas, de ese personaje irritante. Para que la obra de Cela viva es necesario que la memoria del Cela de carne y hueso muera. La fama es un vampiro. A Cela hay que desvampirizarlo exhumando su cadáver, asestándole un estacazo degolllando su cabeza.

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