domingo, 24 de julio de 2016

José Emilio Pacheco y la literatura compartida

24/Julio/2016
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

No entiendo por qué la vida es como es. Tampoco alcanzo a imaginar cómo podría ser de otra manera.
J. E. Pacheco, El principio del placer

El escritor pone en palabras lo que quiere registrar. Tal vez éste sea su primer objetivo: dejar constancia. El segundo, sin duda, es compartir un texto donde puede revelar desde una anécdota a un estado de ánimo, contar historias o desarrollar ideas. Llamamos hacer literatura a elaborar un discurso creativo susceptible de ser leído y, por lo tanto, compartido. Dos sujetos intervienen: el autor, que redacta el texto, y el lector, que lo procesa y asimila.
Algunos escritores resultan difíciles, se dirigen a un tipo específico de lectores, experimentan o escriben para sí mismos. Otros se esmeran en ser comprendidos y buscan la forma de llegar al mayor número de personas. Cada autor tiene motivos para escribir y compartir obras donde plasma su manera de ver la vida, cada lector sentirá más o menos afinidad hacia ellas dependiendo de su naturaleza y forma. Nos identificamos con un texto por el lenguaje que emplea o las historias que narra. No se trata de estar de acuerdo; la comunión entre los dos sujetos se produce cuando el lector se da cuenta que leer es algo compartido porque interpreta lo que el escritor comunica.
Un autor mexicano, José Emilio Pacheco (1939-2014), hace sentir esa complicidad a los lectores. Sus temas torales: la infancia, la escuela y la familia, la tiranía del tiempo, el deterioro y el fracaso generalizado o el devenir de la historia, son cuestiones que a todos nos incumben. Sus relatos y poemas están escritos con la maestría precisa de la simplicidad, accesibles a la mayoría, con independencia de la formación o nivel de estudios. Verdadero ejercicio de literatura compartida.

Narrativa y poética

La poesía es la sombra de la memoria/ pero será materia del olvido.
J.E. Pacheco: “Escrito en tinta roja”

José Emilio Pacheco, escritor integral y comprometido con la literatura, es considerado sobre todo poeta, aunque sus textos más leídos corresponden a su trabajo narrativo. Desarrolló casi todos los géneros literarios: publicó libros de poesía, narración y ensayo; incursionó en el guión cinematográfico (El castillo de la pureza) y fue traductor de Tennessee Williams y t.s. Eliot, entre otros autores. También fue promotor de lectura, dirigió la colección Biblioteca del Estudiante Universitario de la unam, crítico literario y columnista cultural de diversas publicaciones.

Lector y escritor precoz, publicó en revistas escolares y universitarias. Formó parte del grupo que se reunía en casa de Juan José Arreola a finales de los años cincuenta; José Emilio Pacheco participó en la transcripción de la obra Bestiario: “no es un libro escrito, su autor lo dictó en una semana”, recuerda en su artículo “Amanuense de Arreola” (Tierra Adentro núm. 93). Colaboró, como otros jóvenes escritores, en el suplemento del periódico Novedades, México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez. Desde 1973 escribió su reconocida columna “Inventario”: primero en Diorama de la Cultura, suplemento de Excélsior, y después en Proceso, donde llegó siguiendo a Julio Scherer. Su último “Inventario”, publicado el 26 de enero de 2014, dos días después de su muerte, “La travesía de Juan Gelman”, reflexionaba sobre la desaparición del colega y amigo.
Sus primeros relatos se reúnen en el volumen La sangre de Medusa (1959), de la colección Cuadernos del Unicornio dirigida por Arreola; según su autor, “son los primeros cuentos mexicanos que ostentan el influjo descarado de Borges”. En la siguiente década publica, en diferentes géneros, los cuentos de El viento distante (1963), los poemas de Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966), y su novela Morirás lejos (1968), que son, en palabras de Vicente Quirarte, “cuatro libros perfectos donde tradición y vanguardia, clasicismo y experimentación se dan la mano en los trabajos de un autor que parecía haber nacido hecho”. En 1969 aparecía un nuevo poemario: No me preguntes cómo pasa el tiempo.
Los cuentos y relatos recogidos en volúmenes como El principio del placer (1972) y la novela corta Las batallas del desierto (1981), se han convertido en lectura de referencia para la juventud mexicana. Pacheco es un escritor apreciado, pues comparte el protagonismo con el lector: escribe experiencias con la claridad de dirigirse a quienes también las viven. Casi todos tuvimos en la adolescencia nuestra Mariana; fuimos obligados a sobrevivir en ese medio hostil que es la escuela; tenemos una familia; habitamos escenarios que se deterioran; estamos encerrados en una jaula de tiempo y adoptamos la estrategia del fracaso porque vivimos en un mundo donde el desatino desarrolla su obra fatal. Por eso los lectores se identifican con su narrativa y su poesía, la consideran cercana y se sienten parte de un “nosotros”, sujeto literario que se infiere en una obra compartida, despersonalizada.
Es poeta que puede integrarse en un grupo de escritores latinoamericanos –entre los que están Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn o Juan Gelman– que desecharon cánones que ya no servían para contar la realidad de su época: cambian el sujeto lírico y versifican el relato del hecho cotidiano, el instante atrapado o la denuncia social. A lo largo de su obra, Pacheco explica de manera reiterada lo que busca en la poesía; en “A quien pueda interesar”, nos lo dice de forma clara y precisa: “A mí sólo me importa el testimonio/ del momento inasible, las palabras/ que dicta en su fluir el tiempo en vuelo./ La poesía anhelada es como un diario/ en donde no hay proyecto ni medida.” (Irás y no volverás, 1973).
Poesía de observación, recuerdo literario en lenguaje preciso; la emoción del momento narrada en relatos cercanos, conocidos. La historia de una época perdida, el pasado condensado en el presente, rescatado del olvido. Pacheco explora la naturaleza del espacio humano, un mundo dual de contrarios que en su correlación con el escritor nos deja una obra en perpetuo movimiento. Una poética de la desolación frente al poder destructivo de la humanidad.

Aproximaciones y reescritura

El gesto individual del poeta se inscribe en el marco de una tradición y la prolonga, reinterpretándola.
José Miguel Oviedo

Una faceta interesante de la poesía de José Emilio Pacheco es el juego literario que realiza en sus “aproximaciones”: práctica donde se entrecruzan lectura y traducción, reproducción y creación literaria. Un ejercicio en la línea de Versiones y diversiones, de Octavio Paz; y Baile de máscaras, de Jaime García Terrés. En 1984 se publica el volumen Aproximaciones (1958-1978), que recopila las traducciones y versiones incluidas en sus libros. Una manera de rehacer voces e impresiones sujetas en el devenir del tiempo por diferentes autores.

Nuestras lecturas –al igual que la educación, los estudios, el trabajo o el ocio– nos pertenecen, las procesamos y transformamos, se vuelven parte de nosotros. La literatura es un bien común compartido por escritores y lectores, por traductores y críticos. Existe una trama de palabras, frases, ideas y conceptos, formada por el diálogo que se establece entre autores de todos los tiempos. A esta red acceden los nuevos escritores cuando se sumergen en el río permanente de la tradición literaria –siempre igual pero siempre distinto– para profanarlo con la esperanza de no perecer ahogados y encontrar un espacio propio en el flujo único de la literatura universal.
Para je. Pacheco, traducir un poema en otra lengua requiere “un texto análogo y distinto, una aproximación a su original”. Afirmaba que “las versiones deben de formar parte de la obra de un poeta”, y reconocía: “La tarea de la traducción se ha hecho inseparable de mi propio trabajo en verso.” (“Paz y los otros”, Letras Libres, 2002). Los títulos tomados en préstamo, las frases e ideas desarrolladas, las versiones y citas en su obra, dan cuenta de ello. Entre otros ejemplos, toma de un poema de Enrique Lihn el epígrafe para Ciudad de la memoria (1989); el título de Miro la tierra (1986), coincide con un poema de Rafael Alberti, y “Las ruinas de México (Elegía del retorno)” –que versifica el terremoto del ’85–, se extrae de un poema de Luis g. Urbina.
Pacheco desarrolla particulares relaciones inter-textuales con la convicción de que toda poesía supone un préstamo porque es algo compartido. En sus libros hallamos “homenajes” a otros autores, poemas “a la manera de”, e hipotéticas conversaciones entre poetas, “Vallejo y Cernuda se encuentran en Lima” (1973) o “Bécquer y Rilke se encuentran en Sevilla” (1989). En “¿Qué tierra es ésta? Homenaje a Rulfo con sus palabras” (Islas a la deriva, 1976) reproduce expresiones obtenidas del relato “Nos han dado la tierra”, de El Llano en llamas.
En su carta “En defensa del anonimato”, je. Pacheco afirma querer velar la figura del autor para lograr “una poesía anónima ya que es colectiva […] A eso tienden mis versos y mis versiones […] Llamo poesía a ese lugar de encuentro con la experiencia ajena.” Tal vez por eso firma con heterónimos la mayoría de sus “Aproximaciones” y los utiliza para exponer ideas literarias. Uno de ellos, Julio Hernández, afirma: “La poesía no es pro-piedad de nadie, se hace entre todos”, para ratificar algo ya dicho por Lautréamont (La poésie doit être faite par tous). Además, Pacheco coincide con Borges en que el repertorio de posibilidades en literatura es restringido; con Paz, en que el propio lenguaje es el autor de un poema; y con Virginia Wolf, en que la literatura tiene orden y existencia simultáneos.
Quizás por todas estas certezas José Emilio Pacheco supo desde el principio que sólo es posible hacer literatura partiendo de ella misma: “En una época en que se perseguían como crímenes las ‘influencias’ ylo ‘libresco’, mucho antes de que se formulara el concepto de intertextualidad, estos relatos se atrevieron a tomar como punto de partida textos ajenos y a creer que lo leído es tan nuestro como lo vivido” (Nota preliminar en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, 1991).
En el Apéndice final de su volumen No me preguntes cómo pasa el tiempo, publicó “Cancionero apócrifo” que incluye obras de sus heterónimos: “Legítima defensa”, del ya citado Julián Hernández; y “Los amores (Estudio y profanación de Pierre Ronsard)”, de Fernando Tejeda. En Como la lluvia (2009), reincide con los “Once poemas dementes” de otro heterónimo, Alonso Cañedo.
Al practicar el juego intertextual el autor ejerce su derecho a reescribir porque la literatura es un lugar de encuentro. La reescritura es “un nuevo texto que se sobreimprime en otros textos preexistentes” (José Miguel Oviedo, La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica. Edición de Hugo j. Verani,1987), la consecuencia de ese diálogo entre autores por su doble condición de escritores y lectores: “Ycada vez que inicias un poema/ convocas a los muertos/ Ellos te miran escribir/ te ayudan.” (“dh. Lawrence y los poetas muertos”, 1973)
Pacheco busca en la reescritura de su propia obra la precisión del lenguaje al liberarlo de la sujeción en el tiempo. Palabras y versos se modifican respecto a versiones publicadas con anterioridad, y esos cambios se incorporan en las sucesivas ediciones, desde 1980 a 2009, de Tarde o temprano (fce), donde se compila su obra poética.

La estrategia del fracaso

Sin excepción nacemos/ para el fracaso./ La derrota/ es el destino único para todos. Nadie se salva.
J.E. Pacheco, “Juan Carlos Onetti en Santa Elena”

José Emilio Pacheco nos deja una obra que, movida por el desaliento y alimentada por el desarraigo que da la certidumbre del exilio vital en esta tierra, adopta la estrategia del fracaso. Poesía doliente y atormentada que busca con desasosiego salidas imaginadas. Existencialismo íntegro que todo lo observa para enfrentar su visión implacable del tiempo. Poesía de la impotencia que, al aceptar su inutilidad, se vuelve real y desesperadamente útil.

A pesar de que, como dice Elena Poniatowska, “las profecías y el pesimismo de José Emilio Pacheco han sido totalmente desbordados por la realidad” (Verani, 1987), ese desaliento visionario y turbador del poeta deja visos de esperanza, no de que se pueda evitar la catástrofe sino de una regeneración posterior al desastre. Por eso, para concluir, sólo resta recordar estos versos abiertos a la idea de unirnos para hacer algo nuevo cuando se confirme el fracaso y todo se destruya. Una creencia que hay que mantener viva ante la desolación de los tiempos que nos toca vivir:
con piedras de las ruinas, hay que forjar
otra ciudad, otro país, otra vida. 

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