Confabulario
Huberto Batis
El autor del libro más famoso de los años 60, Farabeuf, fue contemporáneo mío. Lo conocí en una mesa redonda en la Facultad de Filosofía y Letras en la que me preguntó directamente si yo había estado en Londres -porque él sí- o si había estado en París -porque él sí- o si había estado en Nueva York -porque él sí-. A todo yo le contestaba que no. Entonces me reclamó qué hacía yo en esa mesa. Creo que aunque sea una conversación en la que se habla de un autor extranjero lo puedes conocer por sus libros, no por haber estado en su país. Me pareció muy petulante, muy presumido. También hablaba de una manera muy afectada. Era medio gangoso. Era nieto del poeta Enrique González Martínez. También era de una familia muy rica.
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En julio de 1966 vino a México la escritora francesa Nathalie Sarraute, de la generación llamada Nouvelle roman. José Luis Martínez, director de Bellas Artes, organizó una mesa redonda en la sala Manuel M. Ponce. Estaban Salvador Elizondo, Inés Arredondo, Vicente Leñero, Julieta Campos, Margo Glantz, y otros amigos míos. Después nos fuimos al University Club, que desde entonces estaba sobre Lucerna, muy cerca de Reforma, del que el papá de Salvador era miembro. Ahí el “Chato” Elizondo pidió que nos trajeran una carne en fondue. Para comerla debes tomar pedacitos de carne cruda con un trinche, la pones en aceite hirviendo en el fondue y le das la cocción deseada. Yo le servía a Inés Arredondo, a su gusto. Ella me servía a mí. Elizondo coció uno y le dijo Inés: “Pruébalo en término medio”. Se lo dio por sobre la mesa, pero como no llegó a dárselo en la boca, cayeron gotas de aceite hirviendo y le quemó una pierna a Inés, quien pegó un grito. Qué torpe Elizondo, ¿no? Esa fue la segunda vez que lo vi.
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La tercera fue en el piso que tenía frente al Parque México. Esa vez me invitó Juan Carvajal, que era íntimo suyo. Aunque me caía tan desagradable, por petulante, por presumido, ahí fue muy cordial. Elizondo estaba casado con Michelle Alban, que había sido antes esposa de Tomás Segovia, del que tuvo un hijo, Rafael Segovia Alban.
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Aquí hago una pausa para contar una historia de los famosos Tomás y Rafael Segovia. Ellos vivían en un cuarto de azotea en una casa de la calle de Ámsterdam. Eran muchos Segovias, entre tantos primos hermanos. A todos ellos los trajo su tío, el médico Jacinto Segovia; venían huyendo del franquismo. Él era director del Hospital General de Madrid. Se trajo a los hijos de sus hermanos que se quedaron en la Guerra Civil. La historia que me contaron era que en una ocasión Tomás citó a una mujer en ese cuartito. Un día se demoró y Rafael aprovechó para “echársela al plato” antes que su primo. Y ella resultó embarazada. No sabían de quién era hijo, si de Rafael o de Tomás, porque ambos se beneficiaron de ella. Entonces fueron a ver a don Jacinto, su papá-tío y le expusieron el problema. El doctor les dijo: “Tráiganme a la muchacha. Yo voy a saber de quién es el hijo”. Llevaron a la muchacha y querían pasar los tres, pero don Jacinto no los dejó. Se quedó solo con la muchacha… y la re-conoció en el consultorio. Cuando salió les dijo: “No he podido averiguar quién es, pero para evitar el conflicto me caso con ella”. No sé si esta es una verdad histórica o una leyenda urbana. Me la contaron en la Facultad de Filosofía y Letras. Me dije: “¡Qué compartidos son estos refugiados!”
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Antes de casarse con Elizondo, Michelle Alban había vivido con Tomás, también en un cuarto de azotea, en una austeridad tremenda. Tenían amigos que nomás llegaban a comer y a beber. En una ocasión alguien le regaló a Tomás un costal de frijoles. De eso se alimentaban. No sé por qué razón rompieron Tomás y Michelle, que se habían conocido como vendedores en la librería francesa.
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No recuerdo en qué situación conocí a Michelle, supongo que en una reunión del grupo. Ya era mujer de Elizondo, quien cuenta en su Autobiografía precoz que cuando ya vivía con Michelle y las hijas que tuvo con ella -Pía y Mariana-, ellas se encerraron en su cuarto porque Salvador estaba bebido y fumado. Y como no le abrían, Salvador echó gasolina en la puerta y le prendió fuego. Mamá e hijas abrieron la ventana y pidieron auxilio. Los vecinos les pasaron una escalera. Eso fue en una casa que tenía Michelle, por el Club Deportivo Mundet, cerca de Polanco. Elizondo se internó por iniciativa propia en un manicomio.
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En otra ocasión íbamos con un grupo de amigos sobre Paseo de la Reforma. Y dijo Salvador: “Vamos a pedirle dinero a mi papá”, y nos señaló un edificio altísimo con paredes de block de vidrio. Salvador tomaba unas hojas, escribía en ellas con caligrafía que imitaba la letra de Baudelaire. Luego las avejentaba, las medio quemaba de los bordes y le decía: “Mira, papá, te vendo un original de Baudelaire”. Y el papá lo compraba. Se dejaba embaucar. Otro día regresamos al University Club. Pidió mesa como para ocho personas. Cuando el mesero le entregó la cuenta le dijo Elizondo: “Se la firmo”. Y el mesero respondió: “No, señor. Tenemos orden de su papá de no aceptar su firma. Tiene que pagar”. Y tuvimos que reunir la suma entre todos.
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De Tlalpan a La Villa
En una ocasión Juan Carvajal me invitó a su casa. Él era de Guadalajara. No entró a la universidad, pero era autodidacta. Era un tipo con el que podías tener una conversación de altura por su sabiduría, sus lecturas, su curiosidad, por sus viajes. Ahí conocí a su mujer Ivonne Silva, y a su hijo chiquito, que también se llama Juan, y que estaba dormido. Ivonne era una bailarina muy guapa, no de ballet sino de cabaret.
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Ese día Salvador Elizondo también estaba de visita. Luego dijeron: “Vamos a echarnos un churro”. Yo me negué porque nunca había fumado. Me obligaron y me sentaron en una cama. En una esquina estaba Juan, yo del otro lado. En la cabecera estábamos Elizondo y yo. En otra esquina estaba Ivonne. Y empezó a pasar el churro. Tosí mucho, pero me dijeron que inhalara y guardara el humo. Me enseñaron a “darle las tres”. De repente la cama se hizo larga-larga, y también mi brazo. Pensé que Elizondo estaba muy lejos, pero en realidad estaba pegado a mí. Todo se veía más angosto y alargado. Fue mi primera experiencia con marihuana. Entonces les dije: “Yo ya no quiero fumar. Me está cayendo mal”. Ivonne me salvó, me dijo: “Vamos a la cocina”. Cuando salíamos, oí a Salvador decir: “Vamos a matarlo”. Qué mal viaje. Me dio un pánico espantoso. Ivonne me dijo que tomara agua para que se me bajara. Di un sorbo y cuando ella se distrajo la tiré en el fregadero. Regresó Ivonne y me dijo: “Acuéstate en el cuarto. Ahí está la cunita del niño. No hagas ruido”. Me acosté en la cama y me sentí paralizado, quería moverme y no podía. Lentamente empecé a mover un dedo, luego el otro, una mano, luego un brazo. Así lentamente moví las piernas. Empecé a hacerle como si pedaleara una bicicleta. Me levanté y me asomé a la ventana. Era un segundo o tercer piso. En la calle vi mi coche y pensé: “Me voy a escapar”. Vi una puerta en la cocina que daba al vestíbulo. Cuando iba a llegar a la escalera sentí que yo estaba pegado al techo como mosca. Sentí que subía los escalones en vez de bajarlos. Me agarré del barandal. Luego me vio una pareja de vecinos. La señora dijo: “Mira. Ese es uno de los marihuanos que te conté. Míralo cómo está. Vamos a llamar a la policía”. Y yo con más pánico. Escuché que cerraron su puerta y me apresuré a salir a la calle. Me fui agarrando de las paredes. Entré a mi coche y me fui manejando así, viendo todo de cabeza. El efecto me duró buen rato. De repente vi que andaba por La Villa de Guadalupe cuando yo vivía en Tlalpan. Cuando Salvador, Juan e Ivonne me fueron a buscar, yo ya no estaba. Después me encontré a Salvador en la Facultad y me dijo: “¡Cobarde!” Y cuando me veía decía con enorme desprecio: “Después de que te invitamos un churro de la buena”. Qué susto me dio la experiencia.
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Había algo que no encajaba entre Salvador y yo. Pero él era muy amigo de Juan García Ponce. Eran tan amigos que García Ponce se quedó con Michelle Alban y las dos hijas de Elizondo. Entre amigos tenías que andar abusadísimo de que no te volara la mujer. El más amigo, tu hermano ¡vaya! te dejaba soltero. Se podría decir que todos íbamos así, cambiándonos de mujeres. Tanto así que Salvador, al que yo le caía tan mal, dijo a Michelle: “Después de García Ponce sigue Batis”. Y no. Nunca. Ni siquiera cuando Michelle y Juan se pelearon a muerte.
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Michelle iba a comer a mi casa y un día le habló una de sus hijas para decirle que había atropellado a una persona y la había matado en Miguel Ángel de Quevedo, que estaba refugiada en casa de unos vecinos. Ahí fuimos Michelle y yo a recogerla. Ya había una multitud atraída por el percance. A unas cuadras estaba la casa en la que vivía Salvador con Paulina Lavista, con quien fue muy feliz. Michelle le dijo: “¿Qué piensas hacer por tu hija?” Él respondió: “¿Y yo por qué? Arréglenselas”, refiriéndose a la madre y a la hija. “Y qué está haciendo éste aquí?”, refiriéndose a mí. El coche del accidente era un Volkswagen de los García Ponce. Michelle estaba desesperada. Yo le recomendé una estrategia, que consistía en ir al Ministerio Público y reportar el auto como robado con una fecha anterior, por lo que se le tenía que ofrecer un premio al titular del M.P. Esta estrategia me la había recomendado el abogado Adolfo Aguilar y Quevedo.
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