domingo, 3 de julio de 2016

¿Tradición, vanguardia?

3/Julio/2016
Confabulario
Jorge Fernández Granados

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No busco el camino de los antiguos: busco lo que ellos buscaron nos dice el poeta japonés Matsuo Basho. He aquí una elegante observación de lo que significa esencialmente el concepto de tradición. Solemos confundir tradición con acervo. Nada más opuesto. La tradición nos remite a un sentido ancestral de la cultura y no a un mero acumulamiento de obras. Lo que conserva una tradición no son sólo las obras en sí —manufacturas, costumbres, ideas—, sino algo que esas manifestaciones han querido representar, aquello que les dio origen dentro de la relación del hombre con el mundo. En otras palabras, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones es la necesidad de que esas realizaciones existan.

Volviendo a Basho, es claro que una cosa es el camino y otra el lugar a donde el camino va. Todo camino sería una forma con la que se ha resuelto la necesidad de dirigirse a un determinado lugar. Pero el lugar a donde el camino va, el sentido o la dirección que lo conduce no es el camino y, de hecho, pueden existir varios caminos para llegar a un mismo lugar. El lugar a donde los caminos van sería, en este sentido, la tradición y los caminos, las realizaciones surgidas de la necesidad de dirigirse a dicho lugar. Por eso una tradición no es cuantificable; si acaso, calificable y reconocible. Se trata de una calidad alcanzada, de la particular eficacia con la que ciertos caminos se han aproximado a lo buscado. Consecuentemente, lo que unifica a una tradición no son sus caminos, sino el destino que los dirige.

El buscador escoge un camino pero ese camino de alguna manera también lo elige a él. Quien busca no elige un camino tanto como un sentido, y es este sentido el que lo hará hallar tarde o temprano el camino más adecuado. Encontrar ese camino es sólo una forma de resolver el viaje. No obstante, el camino es sencillamente el medio (la obra), mientras que el sentido es lo que la obra alcanza y revela. De esta manera lo que llega, por cualquier camino, al lugar buscado pasa a pertenecer a la tradición.

La tradición no necesariamente se destruye por un cambio. La mayoría de las veces el cambio es un reacomodo, una manera más o menos evidente de sustituir la ruta pero no de abandonar el destino. Se trata de movimientos necesarios de adaptación al tiempo. Las formas caducan en la medida en que el entorno y las circunstancias van cambiando. Una forma a fin de cuentas es una costumbre, un modo, un camino que ha sido probado y funciona. En tanto que el orden que les dio origen permanezca, las costumbres son vigentes. Pero, ¿qué sucede si las circunstancias cambian? La forma o camino ha de adaptarse de igual manera. Vemos así a lo largo de la historia numerosas renovaciones, rupturas, modas y estilos que son el movimiento mismo de reacomodo o reinterpretación del camino frente a su fin, de la herramienta frente a su materia. Para mí es particularmente emocionante ver la vitalidad con que una cultura desconoce y deshecha formas que ya no le sirven, caminos que ya no la llevan a donde quiere ir. En esa movilidad hay una inteligencia intuitiva entre los lenguajes y sus códigos que siempre tienden a moverse hacia la mayor eficacia expresiva o comunicativa de su momento y parecen sólo obedecer, como el fluir del agua, a una ley dinámica y reintegrativa. Como en la naturaleza, vivir significa adaptarse.

Tal vez el hecho más asombroso de la vida de una tradición lo constituye este reacomodo interminable, verdadera metamorfosis de los medios para perseverar en los fines. Una cultura, como un gran organismo, está generando todo el tiempo sus propias mutaciones y cambios. Sin embargo, bajo una especie de mecánica darwiniana, son sólo los cambios exitosos los que sobreviven. El éxito en este caso es una combinación del cambio adecuado en el momento oportuno. En cualquier época ha habido artistas originales y propositivos; pero su originalidad no tenía mucho sentido en ese momento; de manera que fueron olvidados. Siglos después, otros artistas igual de originales y propositivos aparecen y son reconocidos como genios. ¿Contradicción? No. simplemente que lo que en un lugar y un momento determinados resulta eficaz en otros no.

Las expresiones, lo sabemos, son dinámicas y siempre interdependientes del resto de la cultura en general. Estrictamente hablando, ninguna realización artística contiene o posee por sí misma a la tradición, puesto que ella se comporta como una ecuación compleja entre los individuos, sus lenguajes y las cambiantes circunstancias del entorno. La tradición en todo momento se presenta más bien como una lectura desde el presente de una necesidad de continuidad, de cierto orden evolutivo y, sobre todo, de un sentido en el tiempo de determinadas obras, a las que les atribuimos un significado vertebral, precursor y afirmativo de nuestra identidad, pero a las que sólo podemos atribuírselos desde el presente. Usando nuevamente nuestra figura de Basho y el camino podemos decir que para afirmar cuál camino ha sido verdadero y cuál no hay que haber elegido primero un punto de llegada, una meta desde donde sea posible trazar una perspectiva y juzgar el recorrido de cada ruta. Ese punto de llegada es el presente.

¿Y cuál sería entonces la razón de ser de una tradición? Si la cultura es esencialmente cambiante, si las realizaciones del arte son tentativas de sentido cuyo éxito o fracaso depende de incontables factores que son asimismo impredecibles, y si además todo depende de la perspectiva del presente desde donde juzgamos, ¿qué es lo que conservamos y por qué?

Lo único que podría afirmar a este respecto es que bajo el nombre de tradición lo que guardamos es una gran pregunta sobre nosotros mismos. Como señalé antes, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones humanas es la necesidad de que esas realizaciones existan. Lo verdaderamente nuevo trabaja en última instancia para lo ancestral.
2

Un lector atento de poesía contemporánea se verá enfrentado a una recurrente singularidad: cuando busque lo nuevo, no necesariamente lo encontrará en las generaciones más jóvenes. Novedad y juventud pueden coincidir, pero no son una misma cosa. La juventud, en la literatura, no existe. Existe la originalidad, y a veces cierto espíritu de renovación o cuestionamiento; pero estas cualidades no tienen por qué coincidir con la juventud, que es, en todo caso, una etapa biológica del autor —quien no puede elegirla ni evitarla— mientras que la originalidad, como atributo alcanzado por una obra, suele ser el resultado de una madurez creativa. Esto no es tan raro si se tiene en cuenta que, en lo concerniente al uso de los recursos del oficio, el joven está descubriendo mientras que el maestro está eligiendo. La originalidad del joven no pocas veces es resultado del mero hallazgo, mientras que la del artista maduro conlleva el pleno voto de su voluntad. Cuando un artista en su madurez nos propone algo significativamente original podemos estar seguros de que esa originalidad es genuina y está ahí por una convencida necesidad. No es un punto de partida, sino el de llegada.

Por otro lado, es evidente que no habrían poemas nuevos de no haber poemas antiguos y seguramente los que hoy se escriban afectarán a los que mañana estén por escribirse. La poesía es un oficio milenario al tiempo que un puro gusto que se retoma de una generación a otra por quienes encuentran en ella un valor o alguna razón para que siga existiendo. Por eso, como los caminos de Basho, tiene que cambiar: para seguir siendo lo que ha sido. El día que deje de transformarse ese día estará muerta.

Un lastrante malentendido de cierta idea elemental de tradición radica en que la obra de arte no es un monumento de la “creación” individual sino un espacio problemático de la cultura. Un gran poema —pongamos por caso las Soledades de Luis de Góngora o Trilce de César Vallejo— fue en su tiempo un experimento arriesgado que tenía buena parte de las apuestas en su contra. No podía ser de otro modo. El ámbito natural del poema es colonizar un territorio que aún no ha sido explorado. Hablamos, ni más ni menos, que del lugar donde la disputa por la transparencia, la trascendencia y la eficacia del idioma miden sus límites y alcances. No hay que olvidar, sin embargo, que el idioma es también una historia colectiva.

Contrariamente a lo que se cree, una de las propiedades más orgánicas de la tradición es que esinteractiva, o —para usar términos más tradicionales— es un espacio de interacciones constantes y dinámicas, como un ecosistema donde un mínimo elemento introducido puede desencadenar consecuencias insospechadas. El terreno de las influencias es por lo mismo impredecible y recíproco. Escribir requiere ser permeable a todo lo escrito, hoy y hace mil años, así como participar si no del futuro a largo plazo por lo menos de la transmisión hacia el futuro inmediato de lo recibido. Aquí, como en ninguna otra parte, nadie sabe para quién trabaja. Del mismo modo que en el mencionado ecosistema, todo lo que existe incide, tarde o temprano, en el conjunto. Así, el conocido “efecto mariposa” ocurre también en la literatura.

No está de más insistir en que hay (fatalmente) generaciones porque hay (fatalmente) experiencias distintas de lo circundante. Uno no elige una: se percata algún día de la suya no por las preconizadas poéticas, preceptivas o manifiestos ni en general esos casi universales programas para habitar el mundo que a veces la animan, sino por los detalles. En los detalles se percibe la firma y la frontera de una generación frente a otra; porque allí, y no en las teorías, se leen las verdaderas mutaciones de la escritura, las huellas digitales de las nuevas fórmulas que están puestas en juego para comunicarse.

Deteniéndonos un poco en esta cuestión, y para ser justos, el estilo no es simplemente el modo de decir las cosas, sino la original eficacia con la cual vuelven a ser claras para un nuevo público. A este respecto, suele discutirse a la forma como el paradigma de las desavenencias generacionales. Algo hay de bizantino en este asunto. Todo: tiene forma; y es ingenuo suponer que se la ha superado sólo por no manipularla conscientemente. Lo más que se logra con la improvisación nunca es la plena libertad, ni siquiera unverdadero caos, sino un desorden cándido que, rigurosamente examinado, suele ser elemental y reiterativo. La espontaneidad, como las acrobacias, sólo les sale bien a quienes tienen práctica.

Por cierto, una generación no tiene por qué romper con la anterior a menos que haya algo que decisivamente las separe. Lo curioso es que en la mayor parte de los casos la supuesta diferencia no es realmente una diferencia sino un ajuste: el pertinente ajuste para que la literatura siga siendo vigente en aquello que el paso del tiempo ha deteriorado y urge remozar. El deber de la nueva generación es entonces reconocer esa grieta y, por un lado, evidenciarla, hacerla un hito, poner ahí el alma en guerra si se quiere; pero, por otro, hallar los nuevos caminos para mantener precisamente la continuidad del arte escrito. De alguna manera es un juego dialéctico: la diferencia otorga la identidad pero esa diferencia sólo es un ajuste ya necesario entre los fines y los medios de la literatura.

Ahora que, vale la pena preguntarse, las cosas que discute una generación con otra, ¿son de fondo o de procedimiento? En México la mayoría de los movimientos literarios no han pasado de ser reyertas de procedimientos. Los cambios más perdurables y significativos los han realizado autores en solitario (desde Sor Juana hasta Coral Bracho). Las polémicas generacionales en nuestro país son más políticas que estéticas. Anunciar una nueva generación tiene para mí algo de campaña publicitaria. Inventar familias ahí donde sólo hay individuos es propio más bien de los programas poblacionales del conapo. Cada lector sabrá, en su personal bestiario, a qué criaturas literarias elige y decide frecuentar, de hoy y de cualquier época.

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