Babelia
Antonio Muñoz Molina
El verano es la estación de las novelas. He dedicado algunos veranos fervorosos a escribirlas y he dedicado más veranos todavía a leerlas. Cuando se está escribiendo una novela es raro que se lea al mismo tiempo alguna de gran calado, porque cada una de esas dos tareas, escribir novelas y leerlas, requiere una dedicación casi idéntica, una entrega incondicional y duradera. Las fuerzas de la imaginación que hay que concentrar en inventar y escribir difícilmente pueden repartirse o distraerse. Dos inmersiones a tanta profundidad no son compatibles, y no hay tanta distancia entre lo que hace el novelista y lo que hace el lector. El novelista va siendo el primer y único lector de la novela que está escribiéndose. El lector vuelca tantas energías intelectuales y sensoriales en su tarea que él mismo se vuelve novelista y hasta personaje, tan activo y tan necesario como el pianista que le da vida sonora a una partitura. Una novela tiene algo de sueño, de esos sueños lúcidos en los que uno es consciente de que los está soñando y puede controlar su desarrollo hasta cierto punto, aunque no demasiado, porque si pone un esfuerzo excesivo en ese control el sueño se disipa. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Y si uno escribe con honestidad sabe que la novela no es suya del todo. Igual que el sueño, la novela le pertenece, porque ninguna otra persona habrá podido soñarla, pero no está del todo bajo su control. Nos proponemos escribir un libro, tomamos notas, tenemos hasta un título, escribimos docenas o cientos de páginas, y la novela se desmorona, o se malogra, una casa sin terminar en la que nadie quiere vivir, de la que tal vez se podrán aprovechar con el tiempo algunos materiales de derribo.
Pero el lector tampoco elige la novela que le va a gustar, la que va a estremecerlo, a ofercerle un refugio, un alimento espiritual que ya se integrará tan orgánicamente en él como los alimentos materiales que sostienen su vida. Igual que nos gustaría escribir ciertas novelas y no lo logramos, por mucho esfuerzo que pongamos en ellas —y si lo logramos es peor, porque serán novelas fracasadas, tengan o no lectores— también hay novelas que habríamos querido que nos gustaran mucho, sin conseguirlo a la primera ni a la segunda ni nunca; y no porque estén por encima de nuestra inteligencia o de nuestra capacidad lectora —todo el mundo, con algo de entrenamiento, puede disfrutar de cualquier obra de la literatura. El motivo es que entre esas novelas y nosotros hay una incompatibilidad profunda, que cuentan una historia o están hechas de un modo que no provocan la resonancia necesaria en nosotros. Tenemos entonces la tentación de mentir, de fingir. De mentir y fingir no ante los demás, que no sería tan grave, sino ante nosotros mismos. La sociedad literaria, como la sociedad artística, tiende al papanatismo y a la ortodoxia por debajo de su apariencia de máxima libertad, y hay coacciones ante las que nos inclinamos con una mansedumbre más perfecta porque es inconsciente. Nos gusta, con muchas frecuencia, lo que nos tiene que gustar, lo que otros dicen con seguridad rotunda que les ha gustado, o que es preceptivo admirar. Y hasta una pequeña dosis de simulación malogra por completo la experiencia de la contemplación o de la lectura.
La sensación de tiempo despejado y tranquilo del veraneo favorece esa libertad interior que hace posible la invención y el disfrute de las novelas. Otra cosa que tienen en común escribirlas y leerlas es que requiere un tiempo más o menos largo de entrega completa. La plena atención no puede ponerse más que en una tarea. Habrá distracciones, noches en terrazas, viajes, hoteles. Pero la tarea exigirá ella sola el tiempo que necesite, y nosotros velaremos para garantizárselo. Una novela es un organismo estético tan variado, tan completo, tan exclusivo como una sinfonía. Las sinfonías tardan en escribirse mucho más que en ser tocadas, pero lo que el compositor solicita del aficionado es parecido a lo que el novelista le pide al lector: exactamente toda su atención sostenida a lo largo de un cierto tiempo. Uno se educa para leer, como para escribir, o como para escuchar cualquier tipo de música que no sea de consumo instantáneo. El proceso del aprendizaje no termina nunca. Pero al mismo tiempo que se aprende se ahonda en la capacidad de percibir, de disfrutar, de distinguir lo que será valioso para uno mismo.
Proust, Joyce, Cervantes, Galdós, Verne, Woolf, Stendhal, Vasili Grossman, Melville, Thomas Mann, Flaubert: todas esas cumbres magníficas de la novela están asociadas en mi imaginación a la anchurosa libertad de espíritu de los veranos. El de este año está todavía casi empezando, pero ya me ha deparado el hallazgo de uno de esos mundos completos que solo pueden contener las novelas. En un hotel tranquilo, en una bahía de Mallorca, leí en unos pocos díasExtinción, de Thomas Bernhard, en una de esas traducciones de Miguel Saenz que crearon una nueva prosodia española, un ritmo y una intensidad inusitados para nuestra lengua. Extinción es como Los Buddenbrock comprimida y contada en primera persona por un demente. Me la llevé de vacaciones más bien por azar. Me sumí en ella como en un pozo en el que me faltaba el aire pero del que en realidad no quería salir. Esa potencia narradora y expresiva es el reino exclusivo de la novela, el cumplimiento de sus posibilidades máximas. En el hotel había un libro con fotos de huéspedes ilustres. Estaba Joan Miró, estaba Josep Pla. Pasé una página y vi de pronto a Thomas Bernhard. Así supe que había sido cliente del mismo hotel en el que yo leía su novela. Me gustó imaginar que Bernhard hubiera podido escribirla allí mismo, haber inventado algo de ella sentado al atardecer en una de las mismas hamacas en las que yo me sentaba poseído por mi fiebre lectora.
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