Confabulario
Sergio Téllez-Pon
La crítica fue uno de los rasgos que caracterizaron la actitud y la obra de la generación de Contemporáneos, pues como escribió Jorge Cuesta, si bien no todos fueron críticos sí, al menos, “adoptaron una actitud crítica” y tuvieron “la voluntad de mirar las cosas con incredulidad y desconfianza”: todo lo pusieron en duda, con ellos todo entró en crisis. Y muchas de esas cosas las cimbraron antes de cumplir los treinta años pues, al decir de José Joaquín Blanco, “la precocidad de los Contemporáneos es más que un episodio biográfico; surge, naturalmente, de la particular disposición intelectual y anímica de cada escritor, pero al convertirse en una precocidad colectiva excede las historias personales y exige otro tipo de explicación” (en Crónica literaria, Cal y Arena, 1996, p. 160).
Esa precocidad fue un efecto natural pues desde 1914 el apogeo de la Revolución ciertamente había dispersado al Ateneo de la Juventud: Alfonso Reyes se va a España; Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos a Estados Unidos; José Juan Tablada a Venezuela y Colombia… Sólo se quedaron aquí Antonio Caso, cuyos libros de filosofía no le gustaron a Cuesta y a quien Samuel Ramos criticó con vehemencia; Ramón López Velarde, con quien convivieron muy poco por su muerte prematura y Enrique González Martínez, el único bajo cuya ala los jóvenes pudieron cobijarse. Xavier Villaurrutia le dijo a José Luis Martínez en una entrevista para la revista Tierra nueva: “en los primeros años de nuestra actuación los maestros mexicanos se encontraban fuera de la capital: Alfonso Reyes y José Vasconcelos… eso nos llevó a trabajar solos y a buscar en las lecturas al maestro”. La falta de un ambiente intelectual dinámico, evitó que hubiera una crítica sistemática a las manifestaciones culturales: todo estaba como anestesiado. Y todos se conformaban, nadie ponía en tela de juicio lo que se hacía. Era, agregó Cuesta, un medio “cuya cualidad esencial ha sido una absoluta falta de crítica”.
Gilberto Owen recordaba que “hacia 1921, año en que empezamos a medir nuestro México, no había en todo el país un solo viejo, ni un solo brazo cansado, ni una sola voz roída de toses. Nos habían dejado solos, como a los buenos toreros, ante una larga faena, ante una tarea que iba a ocupar ya todos los minutos de nuestra vida”. Y Cuesta rememora que un rasgo en común fue “no tener cerca de ellos, sino muy pocos ejemplos brillantes, aislados, confusos y discutibles; carecer de estas compañías mayores que decidan desde la más temprana juventud un destino”. Es por eso que José Gorostiza, al igual que Cuesta, Owen y Villaurrutia reivindicó la obra de esa nueva generación que “se formó por sí sola, sin anuencia de ellos, esta literatura incompleta, pero innegable de la juventud” y reclamó a los viejos intelectuales que cuando colaboraron “en los gobiernos de entonces no procuraron legar a la juventud un ambiente propicio” (en “Juventud contra Molinos de viento”, La antorcha, 24 de enero de 1925; todas las citas provienen de Prosa, edición de Miguel Capistrán, Conaculta, 1995, pero citaré la edición original para atenerme al orden cronológico). Gorostiza parece decir: “Lo que hicimos, bueno o malo, lo hicimos sin figuras tutelares, guiados sólo por nuestro impulso juvenil”. Así, pues, a la nueva generación, la de Contemporáneos le tocó hacer, incluso volver a hacer muchas cosas, por eso escriben y participan de todas las manifestaciones culturales que se les ponen en el camino (teatro, revistas, cine, crítica de artes plásticas, de política y hasta de deportes).
En su mayoría, los temas que pusieron en crisis fueron del ámbito público y por tanto esa crítica tuvo bastante difusión y resonancia. Sin embargo, también al interior del grupo hubo algunos puntos en los que no coincidían y, creo, esto se ajustó mejor al carácter reservado pero lúcido de Gorostiza. Torres Bodet confesó que leían los mismos libros pero rara vez subrayaban los mismos párrafos: en esos años, por ejemplo, Torres Bodet y Villaurrutia leen con avidez a André Gide pero las obras que les interesan del francés son muy distintas: el primero prefería los ensayos y al segundo le gustaban más las novelas comoLos alimentos terrestres, Los monederos falsos o el relato El regreso del hijo pródigo que el propio Villaurrutia tradujo. Cuando varios de ellos se llaman “grupo sin grupo”, “archipiélago de soledades” o “grupo de forajidos”, lo que quieren dejar claro son los puntos en común pero sobre todo las discrepancias pues aunque los unían algunas ideas sobre el arte incluso en ellas tenían puntos de vista distintos y en su crítica Gorostiza dejó claras sus posturas.
Unas semanas antes de morir, Ramón López Velarde le entregó al joven poeta que entonces era Gorostiza el manuscrito de su poema más conocido, “La suave patria”. Gorostiza era el editor de El maestro (la revista que editaba la Secretaría de Educación Pública de Vasconcelos) y pensaba publicarlo en el número de septiembre para conmemorar el centenario de la consumación de la Independencia pero ante la sorpresiva muerte del jerezano tuvo que publicarlo con premura en el número de junio (núm., 3, 1 de junio de 1921). Me parece que el gesto tiene un enorme valor simbólico: el maestro le pasa la estafeta de la poesía moderna al alumno, un notable integrante de la siguiente generación literaria. Desde luego, el jerezano estaría muy orgulloso al saber que, al igual que él, su discípulo es uno de los mayores poetas de la literatura mexicana y de la lengua española. Sin embargo, el altísimo poeta opaca al buen lector y puntual crítico que también fue Gorostiza. La crítica literaria que escribió Gorostiza es casi tan magra como su poesía, pero si se ubica en su contexto es fácil darse cuenta que estuvo muy atento a los temas que interesaron y polarizaron a sus compañeros de generación. Las reseñas de libros son el medio idóneo que encuentra Gorostiza para entrar con extrema discreción en esos debates pues en esas reseñas expresa sus ideas entorno a los temas estéticos que les interesaban.
Fue justamente la generación de Gorostiza a la que le tocó señalar, desde temprano, el lugar preponderante de López Velarde en las letras mexicanas. Primero Gorostiza, y por esos días Villaurrutia y años después Cuesta, escribieron ensayos puntuales para acentar la obra poética de López Velarde pero a la vez para unirse volutariamente a esa estirpe: ya que “la juventud” (o sea, ellos, los Contemporáneos) reclamaban para sí la obra de López Velarde pues si de una poesía querían sentirse deudores era de ésta. En “Ramón López Velarde y su obra” (Revista de Revistas, 29 de junio de 1924), lo ve como un payo, es decir, un provinciano que llega a la ciudad y la observa con sus cinco sentidos. Con tino y buen ojo crítico Gorostiza afianza la obra del zacatecano a tan sólo tres años de su muerte, pues en su poesía descubre “una nueva armonía de las palabras” gracias a la cual le descubrió cualidades ocultas a los objetos. Sin embargo, asegura, “la patria fue, sin duda, el descubrimiento más plausible de López Velarde, porque, teniéndola al alcance de la mano, nadie antes de él quiso enterarse de su existencia. Repetíase indefinidamente la primavera o el otoño de los poetas franceses junto a la oda a Morelos, cuando Ramón descubre la patria suave. Le dijo sus mejores versos como para reafirmar las alusiones y alabanzas de su obra entera.” Si a los Contemporáneos se les acusó tantas veces de extranjerismo, de afrancesamiento, fue porque no les interesaba el patriotismo sino la patria íntima, el México más auténtico y no el folclórico, y sin duda eso lo supieron ver en la poesía de López Velarde y en la narrativa de Mariano Azuela.
Dos temas hicieron que se polarizaran los ánimos al interior de los Contemporáneos: la “poesía pura” y las noveletas poéticas que publicaron. Gorostiza no era nada adepto a la poesía pura, como Cuesta, Owen y Villaurrutia, y aunque en su momento había reseñado Biombo (1925), un libro de poemas de Torres Bodet, dejó más claras sus hipótesis al comentar la publicación de Cripta (1937) en una larga reseña titulada “La poesía actual de México. Torres Bodet: Cripta” (El Nacional, 20 y 27 de junio y 4 de julio de 1937). La teoría de la poesía pura estipulaba que la poesía no debía contaminarse de sentimientos o vivencias personales, debía ser más intelectual que emocional; era una teoría que venía desde Baudelaire y Mallarmé, pasando por Edgar Allan Poe y Paul Valéry, pero Owen la llama “la ley Cuesta” según la cual les exigía “ordenar la emoción, reprimirla hasta el grado en que parezca haber sido suprimida, simular que no existe, disimular su presencia inevitable, para que el ejercicio poético parezca un mero juego de sombras”.
Al comentar Cripta, Gorostiza ve que con ese libro Torres Bodet “no exalta, ni define, ni demuestra, como es hoy costumbre en México, ningún programa de poesía”. Sin mencionarlos, se refiere a la definición y exaltación de la poesía pura que hicieron Cuesta y Owen, y a la demostración de ese tipo de poesía que fue Reflejos, de Villaurrutia. Si Gorostiza elogia ese libro, es porque no hay poesía pura “sino poesía fundada en las raíces mismas del sentimiento o ‘contaminada’ –si así lo quieren algunos– de una sencilla humanidad”. Reseñar el libro de Torres Bodet es sólo un pretexto para que Gorostiza pueda hacer patente su crítica contra la poesía pura, pues él piensa que la poesía siempre va a nacer “en las zonas más vivas del ser: el deseo, el miedo, la angustia, el gozo… en todo lo que hace, en fin, hombre a un hombre”. Todos esos sentimientos que ennumera Gorostiza, Valéry los llamaba “elementos no poéticos”.
En 1927 empezaron a publicar las novelas poéticas que habían escrito bajo la influencia, sobre todo, de Proust y James Joyce, pero también de los franceses Paul Morand y Jean Giraudoux: la primera en aparecer fue Novela como nube, de Gilberto Owen, a la que le siguieron Margarita de niebla, de Jaime Torres Bodet, Dama de corazones, de Xavier Villaurrutia y Return ticket, de Salvador Novo (aunque esta última más bien habría que considerarla como una de sus primeras crónicas). Gorostiza no escribió un relato poético pero supo observar con detenimiento las características de este impulso y, así, en “Alrededor del Return Ticket” (Mexican Folkways, 4 de diciembre de 1928) empieza a ver ese proceso que luego seguirá rastreando al reseñar las novelas poéticas de dos escritores españoles cercanos a la Revista de Occidente: “De Paula y Paulita” (Contemporáneos, agosto de 1929), de Benjamín Jarnés, y “Luna de copas” (Contemporáneos, septiembre de 1929), de Antonio Espina. La narrativa del grupo, surguida como respuesta a la novela realista de la Revolución, fue un ejercicio narrativo que emprendieron de la misma forma en que lo hicieron varios escritores alrededor del mundo.
Sin embargo, para Gorostiza no ve en ninguna de las noveletas de sus amigos la culminación del experimento. Él está convencido de que las auténticas novelas de vanguardia eran La rueca de aire (1930) de José Martínez Sotomayor y La señorita etcétera de Arqueles Vela. A Martínez Sotomayor comienza por considerarlo el “hermano menor” de “los espíritus más avanzados de la joven generación” (“Morfología de La rueca de aire”, Contemporáneos, junio de 1930). Gorostiza cree que La rueca de aire “no pretende ser la resolución de un problema estético de carácter general, sino la narración de una experiencia íntima de José Martínez Sotomayor. Es una obra de arte, no un manifiesto”. Es decir, es un ensayo, un experimento, porque la idea en común de todos ellos era que novela en lengua española pasaba por una etapa de transformación. Por eso en esas obras sólo podían ser tanteos pero acometidos con arrojo, arriesgando para después, cuando el fruto haya madurado, participar de la literatura futura. Y esa literatura futura será la que escriban Juan Rulfo y luego Carlos Fuentes.
En los anales de la literatura mexicana se ha consensuado que Cuesta fue un puntual crítico de las circunstancias sociales y políticas del México de los años treinta, pero como se ha visto a lo largo de estas líneas, Gorostiza fue, junto con Villaurrutia, el mejor crítico literario de la obra de sus propios compañeros.
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