Confabulario
Christopher Domínguez Michael
Pocos libros tan mal estimados entre nosotros, como Los Ceros (Galería de Contemporáneos), de Vicente Riva Palacio (1832–1896). Aparecidos en La República en 1882 y luego recopilados en un libro de hermosas características tipográficas, con ese título, la búsqueda de su verdadero autor –el propio Riva Palacio o su ahijado el poeta Juan de Dios Peza (1852–1910) como engañabobos, comparsa o patiño– distrajo durante un siglo a los investigadores.
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Clementina Díaz de Ovando, al final, resolvió un enigma que no lo era con Un enigma de los ceros. Vicente Riva Palacio o Juan de Dios Peza (1994) y si bien su trabajo, junto a los de José Luis Martínez y José Ortiz Monasterio, enriquecieron el contexto, mucho se ha dicho de la forma y casi nada del fondo del libro. Todavía en 1889, a Riva Palacio en “La crítica literaria en México”, le preocupaba la pobreza de esa tradición entre nosotros, ignorante que él mismo había un paso de gigante en ese terreno, sin darse cuenta cabal, con Los Ceros.
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Los Ceros son retratos literarios. En poco se parecen a los que Sainte–Beuve, en Francia, había comenzado a publicar en 1829, pues los del general mexicano estaban dedicados a autores o personajes públicos contemporáneos, algunos políticos que nos son del todo ajenos o escritores y eruditos como Payno, Justo Sierra hijo, Ipandro Acaico, Alfredo Chavero, Juan A. Mateos, el crítico Francisco Sosa, José María Roa Bárcena o el propio Peza, quien para destantear Riva Palacio trata con ambigüedad maliciosa, inventándose borgesianamente una Historia de la literatura antediluviana, de un tal Reimanno pero poniéndolo, según escribió doña Clementina, como “chupa de dómine”. Los Ceros son satíricos, polémicos e irrespetuosos, oportunos y oportunistas; tienen como fondo la batalla intelectual entre los viejos liberales, espiritualistas y krausianos contra los emergentes y juveniles positivistas.
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Pero los extraordinario en Los Ceros de Riva Palacio –aunque algunos en efecto los escribió Peza– es tomar a sus contemporáneos como el pretexto para hablar, chispeante, de la verdadera literatura. Su modelo fueron los Palos, de Clarín, permitiéndose conversar sobre si Macaulay se equivocó al profetizar la decadencia de la literatura española, abordar el problema de la nuevo pues se creía que la poesía desaparecería en el siguiente siglo acertando al menos en que dejaría de ser un género popular o disertando en torno a la personalidad como la palanca de la historia, sobre la fundación del cristianismo y su carácter fariseo, etcétera.
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Este liberal adicto a Lucrecio, estudioso de Persio y buen catador de las traducciones latinas, sufrió horrores ante monoteísmo semítico al grado insólito de sólo rescatar de la Biblia al Eclesiastés y decirlo sin ambages. Muchas cosas pueden sacarse de ese cajón de sastre, en apariencia, que son Los Ceros, desde la consideración, profundizada después por Pedro Henríquez Ureña de que “la melancolía, el tono menor y el ambiente y el ambiente crepuscular” caracterizan al mexicano y a su poesía, la aguda ironía dirigida contra sí mismo, insólita entre nosotros, las referencias, de pasadita, a la antigua literatura sánscrita de la India, las críticas al intelectual metido a la política como el joven positivista Justo Sierra, la escasa simpatía, sembrada de burlas y veras, por una vaca sagrada de la lírica local como el obispo neoarcádico de San Luis, la referencia a Mill padre como maestro en el arte de pensar, el romance castellano, su insistencia en el arte de traducir y sus dificultades, la relectura constante de Herodoto, la invitación a la mesura política así como el recordatorio para nuestros románticos para que se olvidasen de la Edad Media europea y mexicanizasen muestra ya entonces hazañosa historia. Peza y Riva Palacio, pese a sus diferencias de gusto poético y su curiosa asociación, estaban decididos a que México déjase de ser, para Europa, “una China intelectual”.
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Herederos de los mendicantes del siglo XVI fueron más bien los conservadores, respaldados por el liberal Maximiliano durante el breve imperio, los más preocupados por rescatar a las lenguas indígenas. Con la excepción del Nigromante, que predicó ese rescate pero nada hizo para llevarlo a cabo, el liberalismo tendía a despreciarlas como Riva Palacio, aunque la indianidad, alimento nacionalista, de Juárez y Altamirano, tornaba delicado el asunto.
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El general prefería temas más urgentes como alertar a sus colegas sobre los peligros del periodismo como modo de vida o presumir de su amistad con Zorrilla, el liberal español cuya llegada a México tanto molestó a Santa Anna, todo ello en un libro delicioso de leer que reivindica, pura y discreta, a la crítica como arte, sin pudor y sin retórica. Poco le importa a Riva Palacio si está hablando de mengano o perengano, lo que vale es el ejercitar la crítica citando a Spencer, debatir con Carlyle o repasar la historia de la Reforma luterana o del siglo de Pericles, reivindicar a Roa Bárcena o conmoverse ante José Rosas Moreno, un poeta menudo y amable.
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En fin, este general libre pensador ni a la música y a su orquestación le hizo el feo en Los Ceros. Por ello, a su muerte, los modernistas, beligerantes en un país donde el parricidio literario no es bien visto, lo despidieron con honores. José Juan Tablada dijo que al general Riva Palacio, sólo y sin otro futuro después de la muerte que reintegrarse a la materia, no lo sostenían los ritos religiosos, sino sus méritos. La siguiente generación, la de Alfonso Reyes y Henríquez Ureña, como suele suceder, lo despreció. El primero llamó a Los Ceros, fruto de sus “desordenadas lecturas” aunque “relampaguean” en ellos “algunos aciertos” provocados por un “talento raro para la burla y la crítica”. El segundo, sin más, le birló algunas ideas. Así se explica la dificultad que tuvo la generación del Ateneo, todavía anclada a la retórica, en comprender la crítica del siglo XX. Más cercanos, involuntariamente, a los telquelianos o a Pessoa que a su siglo, el general aseguró: “yo sé antes que los demás que no valgo nada, por eso me llamo Cero, símbolo y emblema de mi sabiduría literaria” y Peza, su cómplice, dijo, “sabed que mi pseudónimo es mi biografía”.
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