Mostrando entradas con la etiqueta Javier García-Galiano. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Javier García-Galiano. Mostrar todas las entradas

domingo, 29 de noviembre de 2015

Mutaciones de un libro

29/Noviembre/2015
Confabulario
Javier García-Galiano

Entre las calles que Salvador Elizondo frecuentaba placenteramente se hallaba la Calle de la Palma, en el centro del Distrito Federal mexicano, en cuyas tiendas de armería solía detenerse cuando iba a El Colegio Nacional –era un tirador certero, y la de Dolores, que puede identificarse con una forma algo fantasmagórica de un barrio chino. Entre aquello que puede encontrarse en sus tiendas, donde Elizondo compraba chamoy y té verde, hay unas monedas con caracteres chinos que, entre otras cosas, sirven para consultar el I Ching.
Ese libro legendario sigue importando un enigma. “Los mismos sinólogos eruditos”, creía Carl Gustav Jung, “no entienden la aplicación práctica del I Ching y, por ende, han considerado ese libro como una colección de abtrusos ensalmos mágicos”. Leibniz se asombró cuando descubrió que el ordenamiento de los 64 hexagramas coincidía con el sistema numérico binario que había propuesto en una teoría. Hay quien lo considera una representación de la naturaleza y un tratado acerca de la relación del Cielo, la Tierra y el hombre. Otros han descubierto un diccionario en él. Algunos lo comprenden como un libro de sabiduría antigua. Muchos lo buscan como un oráculo. Pero, como decía Jung, “cuando menos se piensa en la teoría del I Ching, se duerme mejor”.
Hay que recordar que en el principio de Farabeuf de Salvador Elizondo, “en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa. Las monedas no tocaron la superficie de la mesa en el mismo momento y produjeron un leve tintineo, un pequeño ruido metálico, apenas perceptible, que pudo haberse prestado a muchas confusiones. De hecho, ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto”.
Entre otros, en ese acto podría adivinarse una de las formas de consultar el I Ching. Elizondo, que escribió el prólogo para el primer intento de traducción al español de la versión alemana de Richard Wilhelm hecha por Malke Podlipsky, en 1969, sostenía que el sentido de ese libro, “por su misteriosa ambigüedad, está imbricado con cualquier interpretación que se haga de él”.
“Es por eso que el libro sólo se puede describir en los términos de las dos escuelas rivales de interpretación: la ética, que lo concibe como un libro de preceptos; o la mántica, que lo concibe como un libro oracular”.
Joung Kuon Tae, que ha examinado en un libro La presencia del I Ching en la obra de Octavio Paz, Salvador Elizondo y José Agustín, advierte que el dibujo de los más sutiles hexagramas establece el principio de la dualidad del mundo y “la dualidad antagónica es una de las principales preocupaciones en Farabeuf: el Yin y el Yang, el Oriente y el Occidente, el recuerdo y el olvido, la pregunta y la respuesta, el placer y el dolor, el instante y la eternidad, el movimiento y la inmovilidad, la luz y la sombra”.
Cree asimismo que “geográficamente se podría dividir la esfera terrestre por la doctrina del yin y el yang; el yang (principio femenino) es el Oriente donde nace el sol, y el yin (principio masculino) es el Occidente, donde se pone el sol”, y afirma que “existe otra muestra de contraposición entre el Oriente y el Occidente en Farabeuf. Las prácticas adivinatorias de la Enfermera oponen las dos culturas, el I Ching (oriente) y la ouija (occidente), mostradas como método de adivinación complementarios”. Esa adivinación “no es una simple mención del texto, sino la formulación del Chou I como parte del relato (…) cualquiera que sea la interpretación de los Kua que sacó la Enfermera, el destino final de la acción se dirige al lector”. Farabeuf podría proponer también una adivinación que el lector va resolviendo con su lectura.
Carl Gustav Jung sostenía que la ciencia del I Ching “no reposa sobre el principio de casualidad sino sobre uno, hasta ahora no denominado –porque no ha surgido entre nosotros que he designado como principio de sincronicidad”. También los hechos que acaso ocurren en Farabeuf parecen casuales y pueden creerse ajenos y distantes, pero coinciden significativamente.
Elizondo comprendía que “dividimos la realidad en dos partes, pasado y futuro, para juzgar un fenómeno presente actual: Llueve. Para el pensamiento chino eso que nosotros hemos dividido en dos partes es indiviso o infinitamente divisible”. Sabía asimismo que “los chinos no se preguntan ¿qué es el mundo?, sino ¿cómo está en este instante el mundo? El I Ching es la figuración verbal que sólo en el siglo 19 fue no verbal: la fotografía, en occidente”.
El origen de Farabeuf, se sabe, fue una fotografía de un suplicio chino llamado Leng T’che que le mostró José de la Colina en una cafetería, luego de una de las funciones del Cineclub del IFAL, contenida en el ejemplar de Las lágrimas de eros de George Bataille que acababa de comprar en la Librería Francesa.
Como el cultivo de una obsesión, Elizondo parece haber ido transformando literariamente esa imagen. El lunes 4 de marzo de 1963 anotó en uno de sus cuadernos que estaba “madurando mi relato sobre el supliciado de Pekín que ya había yo empezado pero que destruí. Creo que ahora quedará mejor”. También el nombre cambió; en un principio se llamaba Quimera y muchos años después de editarse con el nombre de Farabeuf, Elizondo renegaba del subtítulo: “La crónica de un instante”. En “Frankfurt-París”, uno de los textos que conforman el libro Estanquillo, escribió que “en lo personal debo decir que como siempre me hacen la misma pregunta ya tengo bien preparada la respuesta. Es una pregunta que deriva del subtítulo estrictamente de promoción comercial, agregado al título escueto de mi libro más conocido por sugerencia de su primer editor. Después de casi treinta años apenas he conseguido suprimirlo de la edición norteamericana que salió hace unos meses. Me pregunto que irán a hacer los críticos cuando consiga suprimirlo totalmente”. Sin embargo, en el manuscrito, exhibido recientemente en la muestra dedicada a Farabeuf en la sala Justino Fernández del Palacio de Bellas Artes en el Distrito Federal, el subtítulo está escrito con la letra singular de Elizondo.
No creo que Salvador Elizondo se propusiera escribir un libro derivado del I Ching; adivino que al conjeturar literariamente acerca de la fotografía del supliciado de Pekín, sus conocimientos del I Ching, de los ideogramas chinos, del montaje cinematográfico, de la historia de China determinaron el entramado del libro.
En no pocas ocasiones, Elizondo confesó que había estudiado chino porque su escritura procedía del principio del montaje. Había sido el cinematógrafo el que le reveló ese principio que no dejó de fascinarlo. En sus clases de “Teoría y crítica literaria” en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, hablaba con placer del experimento fílmico que atrevió Lev Vladimirovich Koulechov en los años veinte, en el cual aparecía el rostro inexpresivo del actor Mosjoukine, al cual le introducía imágenes varias: una vela, un plato de sopa humeante, una mujer desnuda, las cuales parecían conferirle diversas expresiones a ese rostro: de circunspección, de gula, de lujuria… También se interesó por la fotografía de Lászlo Moholy-Nagy y había estudiado las teorías de Serguei Eisenstein. Cuando se ensayaba como pintor, Elizondo creía que esa estética proponía ciertos principios de montaje que permitirían instaurar una disciplina pictórica más rigurosa. “Largo tiempo trabajé en esa dirección”, escribió en su autobiografía precoz, “sin conseguir apresar el objetivo que me había propuesto. Al fin de cuentas sólo conseguí pintar un cuadro en el que había yo incorporado las ideas que de una manera muy simplista expresaban los rudimentos del principio de montaje tal y como el propio Eisenstein lo había aplicado en el cine unos veinticinco años antes que entonces. Muchos años después, cuando emprendí el aprendizaje de la escritura china, caí en la cuenta de que los chinos habían conseguido, en su estructura de sus caracteres ideográficos, exactamente los mismos resultados que Eisenstein en sus películas, dos mil años antes”.
En 1965, el año en el que Joaquín Mortiz editó Farabeuf, Elizondo empezó en San Francisco la traducción de un pequeño volumen que había comprado en la librería City Lights: Los caracteres de la escritura china como medio poético de Ernest Fenollosa. Vivía entonces “en la única ciudad del litoral occidental en la que el espíritu y la presencia del Oriente son más manifiestos que en ninguna otra de nuestro continente”. No era mucho lo que sabía acerca de Fenollosa, y lo poco que sabía procedía casi todo de los textos críticos de Ezra Pound: que, como George Santayana, pertenecía a una familia valenciana aclimatada en Boston, que había ocupado distintos cargos en la administración de las artes en Japón, que murió siendo curator de las antigüedades orientales del Museo de Boston, que era autor de una monumental historia del arte oriental y de innumerables trabajos monográficos sobre cuestiones de literatura orientales, que era “tal vez, el único hombre al que Pound admiró sin reservas durante toda su vida”.
En ese pequeño volumen, Fenollosa examina algunos de los principios de la escritura china, cuyos caracteres “son imágenes taquigráficas de acciones o procesos”. Como ejemplo refiere que el ideograma que significa “hablar” es una boca de la que salen dos palabras y una llama. El signo para “crecer con dificultad” es pasto con la raíz torcida.
En Farabeuf se asiste también a “la dramatización de un ideograma” que “es el número seis y se pronuncia liú. La disposición de los trazos que lo forman recuerda la actitud del supliciado y también la forma de una estrella de mar”. Quizá por eso parece una escritura perpetua, que no tiene principio ni fin, que empieza donde termina ¿recuerdas?… y que no ocurre sucesivamente, sino en sincronía, como el I Ching; se trata de “imágenes que permanentemente se transforman”.
Entre los libros de escritura china como The Chinese Language de R. G. D. Forrest, How to study and write Chinese Characters de Walter Simon, The Six Scripts of the Principles of Chinese Writing de Sai Tung o The Thousand Character Classic de Ch’ien Wen, de los diccionarios de Walter Hilier y de Walter Simon que Elizondo atesoraba, hubiera podido encontrarse el libro que alguien dejó olvidado en la casa marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon “y entre cuyas páginas amarillas encontraste dos cartas; una que describía un incidente totalmente banal ocurrido en la playa de un balneario lujoso y otra, redactada febrilmente, un borrador tal vez, muchas de cuyas líneas eran ilegibles y que hablaba de una curiosa ceremonia oriental y proponía, al destinatario, un plan inquietante para conseguir la canonización de un asesino… ¿recuerdas ese libro?”
Aspects Médicaux de la Torture Chinoise… Précis sur la Psychologie… no, Physiologie… y luego decía algo así como: renseignements pris sur place a Pekin pendant la revolte des Chinois en 1900… el autor era H. L. Farabeuf… avec planches et photographies hors texte… Esto es lo que yo recuerdo…”
Las alusiones en Farabeuf no responden a un capricho, sino que importan más que sugerencias significativas que van urdiendo la escritura. La rebelión de los Boxers, esa sociedad secreta de campesinos nacionalistas que se oponían a la invasión extranjera y a los misioneros occidentales, también la conforma; “el suplicio llamado Leng T’che figurado en esa fotografía, empleada como imagen afrodisiaca por el hombre en la mujer, fue realizado, según un viejo ejemplar del North China Daily News, encontrado en un desván de la casa y empleado para proteger el parquet en esa tarde lluviosa, el 29 de enero de 1901, época en que las potencias extranjeras habían ocupado militarmente ciertas ciudades de la costa nororiental de China para garantizar la seguridad de sus nacionales después de la cruenta rebelión de los miembros de la sociedad I jo t’uan mejor conocidos como los Boxers
Un manual de uso común en las escuelas de medicina de Francia le deparó a Elizondo un personaje conjetural; me refiero, por supuesto, al Précis de Manuel opératoire de Louis Hubert Farabeuf. Ese médico decimonónico, sus lecciones legendarias en el anfiteatro que actualmente tiene su nombre, sus métodos operatorios, sus teorías acerca de la amputación, su instrumental quirúrgico prevalecen imaginariamente como algo semejante a un mito incipiente que adquiere diversas formas posibles, y las láminas ilustrativas de su manual operatorio conforman visualmente la escritura del libro atendiendo los principios del montaje que lo componen.
En una entrevista, Salvador Elizondo les confesó a Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas que “las explicaciones de Farabeuf las estoy formulando y todavía no las acabo de crear a estas alturas. Cada vez que me preguntan invento una. La que más uso es la del montaje, pero tengo también una generada por la filosofía de Bataille (que se me ha atribuido mucho sin ser cierto); de otro modo también hablo de lo histórico, geográfico, pictórico, fotográfico, etcétera. La explicación con la que me quedaría finalmente es la del montaje, el intento de aplicar el principio de montaje a la composición literaria. Creo que esto satisfaría la mayor parte de las preguntas que se podrían hacer acerca de en qué consiste el método Farabeuf, pero puedo agregar muchas interpretaciones más”.
Quizá se trató también de una pista falsa, pero una noche en su casa de Coyoacán, luego de una de nuestras comidas acostumbradas que derivaban en largas conversaciones, Salvador Elizondo me alargó un volumen diciéndome: “Aquí está el origen de todo…” Era un libro mítico: Psychopatia Sexualis de Richard von Krafft-Ebing.
“Se diría que toda nuestra vida interior está dominada por nuestras obsesiones”, escribió en Camera lucida, “y sin embargo, al cabo de la vida exterior, éstas son sólo unas cuantas y de escasa y fugaz potencia”; entre las obsesiones perdurables que reconocía en él se hallaban la torre de marfil en medio de la isla desierta, la Legión Extranjera y el teatro hipnagógico del Struwwelpeter.
En “Invocación y evocación de la infancia”, uno de los textos que conforman Cuaderno de escritura, Elizondo recordaba ese pequeño libro alemán para niños del doctor Heinrich Hoffmann. “El libro se intitula Der Srtruwwelpeter, título que aparece impreso en tortuosos caracteres góticos sobre la pasta cartoné. Sobre la misma pasta se puede ver un grabado que representa al Struwwelpeter, que es un niño de edad indefinida al que le ha crecido abundantísima cabellera rubia, así como las uñas de los dedos, que alcanzan una longitud proporcional de unos veinte o veinticinco centímetros. Este personaje se encuentra de pie, en actitud de Cristo, sobre un zócalo adornado con peines y tijeras, y en el centro del cual se dice que el libro contiene alegres historias e ingeniosos dibujos para recreo de los chiquitines”.
Para Elizondo, “una de las más impresionantes de esas chistosas historietas es la de Conrado, el niño que se chupaba el dedo. Al salir de la casa, su madre advierte a Conrado que no debe chuparse el dedo, porque si lo hace vendrá el sastre con sus grandes tijeras y se lo cortará. Una vez que ha salido la madre, como es lógico suponer, lo primero que hace Conrado es chuparse los dedos y, como es totalmente ilógico suponer, entra el sastre y con sus grandes tijeras le corta los dos pulgares. La historieta termina con una tristísima imagen de Conrado llorando desconsoladamente con las manos chorreando sangre. Como es fácil suponer, la moraleja de esta historieta es que no hay que chuparse los dedos”.
Ese parece ser irónicamente el libro que, en el Teatro Instantáneo del Maestro Farabeuf, la Enfermera, además de los pequeños folletos del doctor Farabeuf, ofrece diciendo: “‘…o este entretenido libro de imágenes para los niños’. Era un libro con pastas de cartón. La Enfermera lo mostraba abierto en las páginas centrales. No he podido olvidar una de aquellas imágenes. Representaba a un niño a quien le habían sido cortados los pulgares. Las manos le sangraban y a sus pies se formaban dos pequeños charcos de sangre. Afuera de aquella casa en la que estaba el niño mutilado estaba lloviendo. Esto es una intuición inexplicable porque no había ningún indicio dentro del grabado que hiciera suponerlo con certeza. Sólo, quizá, el hecho de que en un grabado contiguo aparecía una mujer con un paraguas”.
Se trata asimismo de un recuerdo que, como otros recuerdos, no deja de repetirse variablemente: “Pero tu recuerdas otra imagen, una imagen más remota que todo lo que aquí nos contiene aislados, una imagen que vive, tal vez en tu infancia. La imagen de un niño con las manos sangrantes. Alguien, un desconocido, Farabeuf tal vez, le ha cortado los pulgares de un tajo certero y el niño llora, de pie en medio de una estancia enorme, como esta. A sus pies se van formando unos pequeños charcos de sangre. (Alguien debía haber extendido unos periódicos viejos para que no se manchara el parquet) y escuchas, mientras evocas esta imagen, una voz que dice ‘…por chuparse los dedos, vino el sastre y se los cortó con grandes tijeras…’ y esa voz se repite como un disco rayado. Afuera llueve porque la mujer que te cuenta esta historia lleva un paraguas. Llueve y se repite algo como ahora. Llueve y se repite, se repite y llueve y se repite y llueve”.
Llueve también cuando el doctor Farabeuf traspone el umbral de la casa marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon, llueve cuando una mosca golpea contra el cristal de la ventana, en el vaho de cuyos vidrios alguien ha dibujado el ideograma liú, llueve el 29 de enero de 1901 en Pekín cuando se ejecuta el suplicio llamado Leng T’che, llueve cuando la Enfermera consulta el I Ching, el cual para Salvador Elizondo puede ser asimismo “un manual de caligrafía
Un manual de economía política
Un manual de crimatística
Un manual de economía doméstica
Un manual de economía agrícola y comercial
Un manual de retórica
Un manual calendárico
Un manual de que se trata de un juego
La más interesante que este texto propone”.
*Foto: Salvador Elizondo destinó  muchas horas a trazar ejercicios caligráficos en sus cuadernos de notas, e incluso en las guardas de  los ejemplares de su biblioteca.

sábado, 18 de enero de 2014

La identidad del lector

11/Enero/2014
Confabulario
Javier García-Galiano

“El desarrollo de mi biografía”, escribió Juan García
Ponce en una de sus autobiografías, “está forzosamente
ligado al de mis lecturas y en un sentido personal la
casualidad que fue llevándome de un libro a otro y
mostrándome mi manera de ver y sentir las cosas de
acuerdo con el sentimiento que me obligaba a aceptarlos
o rechazarlos es tan importante como los cambios que
se produjeron al ir de una ciudad a otra, al trabar nuevos
amigos y conocer, gozándolos, diferentes ambientes, al
tiempo que la edad y las circunstancias me imponían
exigencias y servidumbres desconocidas hasta entonces”.
Se consideraba “un lector tan voraz y atento como
desordenado; pero quizás en las lecturas existe un orden
secreto que, bajo la apariencia exterior del desorden,
nos va conduciendo a las metas que oscuramente
buscamos. Todavía hoy creo que uno encuentra los
libros en el momento que los necesita por el camino de
una casualidad que en el fondo está determinada por las
exigencias de una búsqueda que puede no ser consciente,
pero existe, y cuyo verdadero sentido es la necesidad
interior”.

Todavía podía adivinarse cierta fascinación en él
cuando recordaba el primer libro que leyó: Tarzán de los
monos de Edward Rice Burroughs. Se lo había entregado
su abuela, en Mérida, quizá en un ejemplar de la editorial
Tor, para que distrajera el tedio de una enfermedad que
lo obligaba a permanecer postrado en cama. Lo leyó
en un día, “sin soltarlo ni siquiera para comer la dieta
de sopa a que me sometían ante cualquier enfermedad,
desde la gripe hasta la tifoidea”. Poco después, en
Ciudad del Carmen, donde vivían sus padres, con los que
estaba de vacaciones, su madre le facilitó un volumen
que contenía las aventuras de Pistol Pete Rice. Ignoraba
si entre esos dos primeros recuerdos de lector hubo
otros libros, pero sabía que esos dos relatos propiciaron
que esa experiencia se repitiera con las historias de La
Sombra, Doc Savage, Bill Barnes y, luego, Salgari,
Karl May, Mark Twain, Dickens, Dumas y Victor
Hugo, “aunque los dos últimos tenían el casi invencible
impedimento para mi abuela de estar en el Índice”.

Antes de conocer la calle de la colonia Condesa, en el
Distrito Federal mexicano, combatía la soledad con el
descubrimiento de los libros de Maurice Leblanc y la
personificación a Arsenio Lupin. Sólo las iniciaciones
callejeras y eróticas lo apartaron por un tiempo de la
lectura, que terminó por imponérsele como un destino
placentero.

Fue, sin embargo, su obsesión por el arte la que
lo condujo al Doctor Faustus de Thomas Mann.
No olvidaba que terminó de leerlo por primera vez
“deslumbrado por las últimas páginas una noche en
que debería salir hacia Acapulco con mis amigos y que,
gracias a que tenía el poder de ser el dueño del coche
en que íbamos a ir, los hice esperar hasta que logré
terminarlo, sin que pudieran entender mi idiotez”.

Confesaba que había escrito su primer cuento “de una
manera que se puede considerar involuntaria. Al terminar
una novela que me había seducido totalmente, me puse
a escribir algo que de alguna manera la continuaba”.
También sus ensayos procedían con frecuencia de libros
y cuadros que lo seducían; algunos de ellos, como los de
Thomas Mann, como los de Robert Musil, como los de
Heimito von Doderer, se convirtieron en algo semejante
a una obsesión.

Cuando escribía acerca de los escritores que
frecuentaba, también escribía acerca de sí mismo. En los
textos de otros hallaba formas varias de ideas que lo
atraían incitantemente como el de la naturaleza del arte,
que también le importaba a Hermann Broch y que García
Ponce advertía constantemente en los libros de Thomas
Mann. Como Tonio Kröger creía que “la literatura es la
muerte y para escribir hay que estar como muerto”, por
lo que debe elegir entre vivir “en un mundo sin
conocimiento o en un conocimiento sin mundo”.

También Ulrich, el protagonista de El hombre sin
cualidades de Robert Musil, a la pregunta acerca de lo
que haría si fuera dueño del mundo, responde: “abolir la
realidad”. Luego reconoce que ignora lo que eso
significa en verdad, pero que seguramente estaría
relacionado con la excesiva importancia que le damos al
aquí y al ahora, al momento actual. La abolición de la
realidad equivaldría a la liberación del espíritu. García
Ponce consideraba que se trataba de “una respuesta
desesperada, que busca una solución extrema; pero
plantea admirablemente la lucha abierta entre la
contemplación y la acción, entre el puro quietismo
dentro del que el espíritu puede gozarse a sí mismo
como único absoluto y la necesidad de encarnar y
ponerse en movimiento para tener vida”.

En algunos de sus cuentos y novelas como “El gato”,
como La invitación, Juan García Ponce parece haber
querido abolir la realidad, intentando que transcurra
perennemente, sin futuro ni pasado que la determinen, y
en la cual sus personajes permanecen entre la acción y la
contemplación, como acaso es la posición del lector.

En La errancia sin fin: Musil, Borges, Klosowski,
García Ponce recuerda que en El hombre sin cualidades
de Musil, Ulrich le confiesa a su hermana Agathe que
una vez vio en un tranvía a una niña de doce años cuya
total belleza lo persiguió siempre, y a la cual perdió de
vista entre la multitud cuando ella se bajó del tranvía.
Musil vio a esa niña, “en cambio sólo soñó a Agathe
y quiso hacer real su sueño a través de las palabras.

Ese sueño llegó a ser tan real, que en realidad terminó
imponiéndosele a la voluntad del autor. La grandeza
de Musil se encuentra precisamente en la decisión de
seguirlo, aun a costa de la identidad que la literatura
podría entregarle al hombre sin cualidades que es el
autor de El hombre sin cualidades”. Juan García Ponce
persiguió las ideas que lo fascinaban a veces en los
libros de escritores y en cuadros de pintores a los que
admiraba, a veces en su narrativa, a veces en la mera
contemplación, logrando lo que pretendía: “que mi obra,
cualquiera que sea su posible valor, pudiera verse como
una especie de biografía de mis ideas”.