21/Mayo/2016
El Cultural
Evodio Escalante
El relámpago que lo cambió todo en la poesía mexicana; el “parte aguas” que señaló una nueva época y una nueva forma de versificar, a veces demasiado cargada de melancolía, en los modos poéticos al uso en nuestro país: esto y más tendría que decirse de la fulgurante presencia de José Carlos Becerra (1936-1970). Escasos ocho años de colaboraciones desperdigadas en periódicos y revistas, a lo que hay que añadir un par de libros de poemas, entre los que se cuenta de modo notable Relación de los hechos (1967), fueron más que suficientes para que su figura alterara para siempre la fisonomía de nuestro paisaje poético. Su inesperada muerte ocasionada por un accidente automovilístico en Brindisi, Italia, ocurrida a los treinta y cuatro de su edad, cuando disfrutaba de una beca de la Fundación Guggenheim, no hizo sino catapultar su fama y otorgarle a su obra la cauterización de lo permanente. Sus seguidores formaron legión. Guardando las distancias del caso, que son muchas, podría decirse que el culto a Becerra es un poco análogo al del llorado Ramón López Velarde. Ambos mueren en la flor de la edad, ambos vienen de la provincia, ambos experimentan en la Ciudad de México una carrera meteórica que cabe con holgura en el compás de un decenio, ambos —en fin— acaban trastornando el ambiente poético e instauran una temperatura y un temperamento que resultarán ser no sólo nuevos sino también, hasta cierto punto, irresistibles para sus contemporáneos. José Carlos Becerra introduce un tono de subjetivación melancólica que era desconocido en la poesía mexicana. Esta subjetividad intensificada, que recurre de modo preferente a una expresión “suelta”, libérrima, podría decirse, que utiliza de modo magistral el versículo, coincide por extraño que parezca con los aires contestatarios de los años sesenta. El versículo le otorga al poeta una libertad acumulativa con la que puede expresar tonos de subjetivización, tan sutiles, tan finos, que a menudo avanzan por micras. Es la manera que tiene Becerra de escapar de la tiranía de la forma que suele aquejar a los poetas mexicanos. Este “saltarse las trancas” de los moldes formales, esta peculiar negación de la “mesura”, tiene que ver con una inquietud de fondo, con un ánimo de protesta que surge del terreno social pero que se trasmina, a veces con disimulo, otras abiertamente, en el trabajo con el lenguaje. La historia y la forma terminan por coincidir.
Becerra, ¿un poeta de protesta? Por supuesto que no, sobre todo si se considera que identificamos este tipo de poesía con lo panfletario y lo meramente declarativo. Una lectura atenta de su obra, empero, no podrá negar que los desmelenados vientos de la inconformidad, que las frondas de la rebelión contra la historia y la sociedad de la época, recorren, así sea de modo implícito, disimulados por capas y capas de tristeza, el bosque poético del autor. Las islas de Becerra no sólo las transita el otoño de la melancolía, también circula en ellas el torbellino de la rebelión.
Al igual que Pacheco, que Monsiváis y que Arturo Cantú, José Carlos Becerra experimenta el impacto de la huelga ferrocarrilera de 1958-59, brutalmente reprimida por el gobierno y se solidariza con los obreros. De ello da testimonio uno de sus primeros poemas, titulado de manera sarcástica: “Vamos a hacer azúcar con vidrios”. De manera brechtiana Becerra informa a sus lectores, utilizando el título como ritornello: “Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando la luna empolle en la ventana. / Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando los ricos se quejen de lo malo que están los negocios.” Es obvio que se trata de un poema irónico, de denuncia, y que a través de este texto se advierte la rabia de un joven que se solidariza con el movimiento de los trabajadores, cuyos principales líderes han sido conducidos a la prisión en todo el país, Demetrio Vallejo y Valentín Campa entre ellos. Hay un claro llamado a lo que podríamos llamar la acción directa de procedencia anarquista. A Becerra no le tiembla la mano para escribir: “Vamos a patear a todos los gordos prósperos del mundo. / Vamos a romper los vidrios de las ventanas / como lo hicimos de niños, ¿te acuerdas?”
No saco a colación este texto para proponerlo como paradigma, pese a que, hasta donde alcanzo a ver, tiene un final que recuerda un poco a César Vallejo: “Vamos a gritar, vamos a gritar. / Garganta, encomiéndate al grito. / Puño, encomiéndate al golpe.” Becerra publicó este texto en 1965 en la revista Pájaro Cascabel. Por razones que no comprendo, los compiladores póstumos de la obra poética de Becerra, reunida bajo el título lezamiano de El otoño recorre las islas (México, Era-SEP, Lecturas Mexicanas. Segunda Serie, 10), no lo incorporaron al libro. No importa. Antes que un gran poema, es un ensayo juvenil, todavía con los nervios demasiado a flor de superficie. Lo menciono porque a diferencia de mi amigo y colega Álvaro Ruiz Abreu, que se ocupa de él en la biografía que escribió acerca del poeta, no estimo que este grito sea “pasajero”. Pienso que el grito es duradero, y que persiste, eso sí, modificado, asordinado, retrabajado y hasta sublimado, y que se puede escuchar si uno afina el oído en toda o casi toda su obra de madurez.
Este es otro atractivo secreto de la poesía de Becerra. Impresiona a los jóvenes no sólo por el desparpajo anaforizante de su versolibrismo, por su enorme poder y su libertad asociativos, sino porque de algún modo sus poemas están refractando el aire contestatario de la época. Lo refractan y lo interiorizan. Lo asimilan, lo giran hacia lo interior, y lo vuelven a poner sobre el candelero. Uno de los ejemplos más claros de lo que señalo se encuentra quizás en “Sueño de Navidad”, uno de los poemas finales de Relación de los hechos. Cierto toque terriblista o tremendista, pese a la veladura de la nostalgia, se diría, campea en esta estrofa que no puedo dejar de citar:
Estoy sangrando por los cinco
sentidos,
por el olfato y por el gusto, por el
tacto, por la vista y por el oído,
sangrando por el nacimiento y la
muerte,
estoy sangrando por el color que
no tiene la sangre,
por la hemorragia del vacío, el
salto de cada uno de mis
sentidos,
la antorcha que apago con el oído o con el olfato, con cualquiera
de mis cinco huecos
por donde el aire, la Historia o lo
que sea,
circula libremente.
Haciéndole nudos a la sangre,
comiendo hacia afuera,
vomitando hacia adentro
lo que llamamos la verdad del
mundo.
El poeta, asegura, está buscando argumentos para vivir, y sabe que para encontrarlos tiene que hacerle “nudos” a la sangre, digerir hacia afuera y excretar hacia adentro, en una suerte de torsión vallejiana con el fin de poder enfrentar esa cosa vasta y tremenda llamada la verdad del mundo. Los cinco sentidos sirven para eso. Pero por ellos no sólo circulan el aire, la luz, los olores, los sonidos, la porosidad o la dureza de los materiales, sino un tótem terrible que él denota poniéndole mayúsculas a la palabra Historia. Nadie en sus cinco sentidos puede encerrarse en su habitación y hacer como que no pasa nada, o como que nada le afecta: la Historia está ahí, apenas nombrada, es cierto, pero en calidad de presencia insoslayable. La historia no sólo es una textura de los tiempos: es ese nudo que todos traemos dentro y que jamás podremos “desanudar”.
¿Cómo es que se torna posible vomitar “hacia adentro lo que llamamos la verdad del mundo”? La violencia que este acto implica ya es significativa. Como es significativo que Becerra anote en cursivas la verdad del mundo. Esto introduce una extraña ambigüedad que puede desconcertarnos (y desconcentrarnos) como lectores. La “verdad del mundo” es al mismo tiempo, y de modo imperioso, una verdad primaria, que nos concierne y a la que no podemos escapar, en tanto que somos o estamos en el mundo, como no se cansaba de repetir Heidegger; por otra parte, la verdad del mundo es casi de manera trivial una frase, una simple reunión de palabras que podrían resultar ajenas a cualquier referente real. ¿Se ha evaporado el referente? Esta disyunción no tiene por qué contrariarnos; es el resultado de la complejidad intelectual que se trabaja en la poesía de Becerra. Si el fantasma de Marx encarnaba en los ferrocarrileros mexicanos y en el clima general de la época, el pensamiento universitario proclamaba el llamado giro lingüístico en filosofía. Los estructuralistas, por un lado, y los partidarios de Wittgenstein, por el otro, sin olvidar a los chomskianos de nuevo cuño, todos enseñaban que se habría producido una vuelta hacia el lenguaje, y que esta vuelta sería definitiva en las ciencias humanas. Barthes con sus Elementos de semiología, Eco con su Tratado de semiótica general, Foucault con Las palabras y las cosas, Paz en México con Corriente alterna, los faros intelectuales se habían volcado hacia este descubrimiento del lenguaje como componente primordial de la experiencia del hombre.
El tercer ingrediente que contribuye a la seducción que ejercería Becerra sobre sus lectores y seguidores tiene que ver con esta novedad: él es el primer poeta mexicano que parece asumir como propio el giro lingüístico, quiero decir, que lo interioriza, que lo vuelve carne de su carne y sangre de su sangre. En su trabajo como poeta, en el trance de “inventar” el poema, Becerra exhibe cuando el asunto así lo requiere una peculiar conciencia metalingüística que nadie antes que él poseyó entre nosotros. Esto no sucede con sus poemas de “madurez”; es algo que está desde el principio, desde que comienza a escribir. La mejor prueba de ello la encontramos en “Cosas dispuestas”, uno de los textos que Becerra publicó en revistas a principios de la década de los sesenta. La luz que el poeta necesita para ver a su amada está encendida no en el techo o en el farol de la esquina, sino en las palabras que necesita para evocarla. Cito un fragmento:
Cada palabra es un sitio para
mirarte,
cada palabra es una boca para
acercarme a ti,
[...]
Cada palabra es una lámpara
encendida
para verte cuando tú no estás.
El protagonismo del lenguaje es aquí indiscutible: “... cada silencio nos llevará a la palabra que nos refleja”. La palabra, de tal suerte, aparece como otro modo de acariciar la cintura de la mujer amada o de introducirse en su sueño en una noche que velarían fantasmas. El poeta está convencido que con esto logra un objetivo definitivo, que conquista algo permanente y que no cesará. Es lo que dice, al menos, al concluir: “Así sostendré algo tuyo en el mundo, / así cada palabra quedará marcada para siempre.”
¿Y no es ese el verdadero objetivo del poeta, marcar las palabras para siempre para que el mundo se sostenga y no vuelva a desmoronarse? No exagero acerca del papel preponderante de la conciencia metalingüísica. Un primer asomo de ello, como se vio antes, está en la introducción en cursivas de la frase la verdad del mundo. La frase, de tal suerte, se convierte en una cosa acerca de la que el poeta puede hablar. Hay muchos otros ejemplos de ello. En “La hora y el sitio”, Becerra apunta: “el mundo cabe en una palabra porque el mundo no es una palabra”. En “Betania”, de Relación de los hechos, observa: “el amanecer va posando sus alas sobre los nombres escritos”. En “La otra orilla”, de este mismo libro, reitera su estrategia de convertir a las palabras en cosas acerca de las cuales se puede decir algo. Esto, como es obvio, para lograr acentos poéticos inesperados y de peculiar sutileza. Véase la siguiente estrofa:
Una brisa muy joven sopla sobre
los almendros,
una brisa lejana sopla entre
mis labios,
y es el silencio,
el silencio de la torre de la iglesia
bajo la luz del sol,
el silencio de la palabra iglesia,
el silencio de la palabra
almendro, el silencio de la
palabra brisa.
Quizás equivoco la expresión: no es que en estos versos el poeta hable acerca de ciertas palabras. Es que se invita al lector a escuchar el silencio que manaría de la palabra iglesia, o de la palabra almendra, o de la palabra brisa. A sopesar, en la cámara oscura de la conciencia, lo que hay de silencio en estos sustantivos. De cualquier manera, la palabra iglesia ya no denota una presencia arquitectónica, un monumento público, ahora se ha convertido en un objeto micrológico, casi insustancial: es sólo una palabra de la que el lector deberá extraer el coeficiente de silencio que la acompaña y que la constituye.
En “El azar de las perforaciones” la palabra amor adquiere la consistencia filosa de una herramienta capaz de producir daño: “He utilizado la palabra amor como un bisturí, / y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo amado y en el amante”. En otro poema, “Las reglas del juego”, el lenguaje experimenta una palingenesia inesperada que en otro poeta menos dotado podría lindar con lo inverosímil: “en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar”. ¡Es como si el universo mismo estuviera recomenzando!
En “Épica”, el poeta se torna contemporáneo de los escribas de tiempos de los faraones y se atreve a afirmar: “En estas palabras hay un poco de polvo egipcio...”
Podría ser que en algún momento Becerra se engolosine y llegue a abusar del recurso, como cuando en “La bella durmiente” sentencia: “Nos entregamos por un instante al instante” (?); o como cuando en “Licantropía” insiste, machacón: “y por los pasillos de este lenguaje / se oyen las pisadas de los dioses muertos”. Caídas y elevaciones las hay en todos los poetas. Si en los ejemplos anteriores se diría que desfallece, en “Ulises regresa” se recupera con gloria: “yo he depositado esa frase en el plato donde nos sirven la cabeza del Bautista”.
Como quiera que sea, los asuntos del lenguaje y los de la política tendrían que ir de la mano. Jaime Sabines fue quien de manera más notoria se inconformó no sólo contra el lenguaje en general, sino contra el lenguaje de la poesía. Por eso, in media res, cuando estamos sumergidos en la lectura de Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1964), conmovidos por este canto fúnebre y a la vez rabioso, de protesta contra la muerte, nos estalla en la cara de modo sorpresivo este insulto que es a la vez una denegación: “¡Maldito el que crea que esto es un poema!”. Nos agrede el poeta: erramos si pensamos que lo que estamos leyendo es literatura. Nada de eso. Es el dolor puro, son las sílabas prístinas del dolor, parece subrayar Sabines, no importa que éste se transmita en endecasílabos. También la poesía sale perdiendo en este embate, pues ella, como se sabe desde los tiempos de Homero, es oficio de mentirosos. Y, Sabines, claro está, no es un mentiroso.
José Carlos Becerra repite este gesto adaptándolo a su estilo. En “Sueño de Navidad” se burla del “Arte y su canto de sirenas.” Es cierto que se trata de un texto de tintes terriblistas, que no vacila en afirmar: “Estoy sangrando por los cinco sentidos” (!) También es un texto escrito (y con cólera) en contra de los poetas: “Blasfemen, hasta que vuestra palabra tropiece con aquello que dice; / tírenle piedras a los buitres que se paran en los tejados del alma / y desde allí nos acechan”. Por si quedara alguna duda acerca de los destinatarios de estos versos quemantes, la siguiente estrofa es explícita hasta más no decir. En ella, en efecto, los poetas resultan ser los destinatarios de elegantes piropos: Becerra los llama, entre otras cosas, “charlatanes”, “buscabullas”, “bufones”. El sarcasmo y la ironía campean en esta estrofa final del poema que registra una violencia inaudita dirigida contra los versificadores de todo tipo:
Canten, canten ustedes, poetas,
charlatanes del designio, busca-
bullas del lenguaje, bufones;
abran las llaves de vuestros can-
tos y ahóguense bajo ellas.
Descarrilen la oración de los tem-
plos, dinamiten el idioma de
vuestra ciudad,
logren el corto circuito en el
sueño,
los Honores de la Ordenanza dé-
jenlos sin gasolina en mitad del
desierto.
Blasfemen bajo la lluvia, bajo los
arcos de la alabanza, en los
puentes de la mujer desnuda,
en el coro negro del insomnio.
Un canto, un canto como una
piedra:
un muerto echando a andar su
tumba.
La sentencia final tiene su dosis de humor negro. Los poetas quieren dar su canto a rodar, pero cuando mucho lo que logran mover... ¡es la loza de su propio sepulcro! Parecería divertido ver un muerto echando a andar su tumba. Esto es algo, ¡quién lo duda!, un poco más ridículo que lo que hace Sísifo. Que un poeta como Becerra se dirija con esta ferocidad necrológica a los poetas, sus compañeros de raza, declarándolos pobres muertos en vida, es algo pocas veces visto en la poesía mexicana, y permite calibrar la medida en que Becerra sintoniza con el clima contestatario de la época.
También Becerra incursionó, como muchos otros, en el poema del 68. No estimo que “El espejo de piedra”, con sus referencias a la iglesia de Santiago-Tlatelolco y el edificio marmóreo construido por Boari, merezca seleccionarse en una antología. Sin embargo, ahí aparecen dos líneas sin mayor ornato que me parece siguen siendo pavorosamente actuales: “Se llevaron los muertos a quién sabe dónde. / Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad.” Como complemento de este poema, y dentro de la atmósfera persecutoria que se vivió en el país a partir de la Matanza de Tlatelolco, que entre otras cosas, también determinó la desaparición de la revista de poesía El Corno Emplumado que dirigían Margaret Randall y Sergio Mondragón, habría que considerar “El fugitivo”, el texto angustiado de un personaje que huye “como perro mojado” tratando de evadir a la policía.
Toda escritura es testamentaria, afirmaba Derrida. Sin intentar desmentirlo, pero introduciendo un asunto de énfasis, yo diría que el verdadero testamento de José Carlos Becerra se encuentra en el poema que tituló “Ragtime”, justo el que escogió para cerrar Relación de los hechos. Primero que nada habría que indicar que ragtime, que de modo convencional se puede traducir como “tiempo de rag”, el estilo jazzístico que tuvo en Scott Joplin y en Jelly Roll Morton a dos de sus máximos exponentes, también puede significar, si se atiende a la letra, “tiempo de trapo” o bien “tiempo en harapos”. Si Becerra está jugando con los significados, y no me cabe duda que eso es lo que está haciendo, con este título alude a un tiempo “desgarrado”, “harapiento”, hecho “trizas”. ¿No es este acaso el tiempo que nos ha tocado vivir?
No sé si suene exagerado afirmar que al poeta mismo le va idem. ¿Qué puede el poeta? ¿Qué puede el escriba que es José Carlos Becerra? Nada. O bien, muy poco. El poeta es un ser frágil y angustiado, que carece de las certidumbres dogmáticas de los letrados. El simple traspié de un borracho puede dar al traste con sus frases tan minuciosamente escritas, tan cerebralmente concebidas. Este es el tono emocional que recorre el poema: “La noche va arrojando sus coronas al mar, / y la ciudad, apoyada en sus muros, sentada en el polvo, / le dictará al escriba, y el traspiés de un borracho en una calle silenciosa y oscura / partirá en dos su frase.” El poeta no es un creador, no inventa lo pasmoso o lo inverosímil; es tan sólo un escriba, un trabajador obediente que anota en el papel lo que otros le dictan. Esos papeles, para colmo, quizás carecerán de lectores. Escribir parece un acto inútil. Así, con este patetismo que me gustaría llamar auténtico por no decir perturbador, arranca “Ragtime”:
Hablar, tal vez hablar, en los
devoramientos del alba, en las
cenizas frías, en las consta
cias que no habrá de leer nadie;
hablar en el mismo espacio de
una voz que no llegó hasta
estas palabras, que se perdió
en el ruido de una frase como
ésta;
hablar donde respira aquello que
ocultamos,
crímenes que cometieron por
nosotros los hombres de otra
historia, la otra historia de
nosotros mismos.
Un pesimismo escritural se ha instaurado en el núcleo del poeta, y no lo va a abandonar nunca. “He aquí mi parte en este festín del polvo”, añade Becerra, o mejor dicho, el escriba que se ha colado entre los intersticios del poeta y que se ha adueñado de su subjetividad. El poeta no se ha rendido, no, busca salir de sí para encontrar al otro, y esto no es una fórmula. Por eso pide y se diría que hasta suplica: “Contadme un poco de mí: quiero aprender a hablar de ustedes.” Me sorprende la violencia de esta tentativa desesperanzada y sin embargo viva, esta tentativa por asumir la otredad, la comunión con los otros. La famosa frase de Benjamin: “Todo documento de cultura es también un documento de barbarie” se me aparece sin que pueda evitarlo al leer estas líneas. Becerra no ha abandonado la aspiración de una sociedad fraterna y comunitaria, pero no puede cerrar los ojos a la duplicidad de nuestra existencia, y sobre todo, al hecho de que hemos heredado una historia de crímenes y asesinatos de la cual somos cómplices, no importa que involuntarios. Son los hombres de otra historia los que han matado y robado y usurpado el poder arguyendo acaso las mejores ideas, pero esos otros hombres somos también nosotros. Es lo que dice a la letra el texto: “crímenes que cometieron por nosotros los hombres de otra historia, la otra historia de nosotros mismos.” No creo que haya elementos para comprobarlo, pero estos pasajes, con su cauda de irremediable pesimismo, me recuerdan un poco el tono de las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin. La historia no es sino una tormenta de escombros que vienen del pasado y que nos arrolla en el tiempo presente sin que podamos esquivarla. Esto se debe a que los vencedores nunca han dejado de vencer, y a que el testimonio del poeta será sin veracidad. Por eso hasta el absurdo traspié de un borracho en una calle ignorada de la ciudad puede partir en dos la frase escrita por el poeta y dar al traste con el sentido. Hace falta sobrellevarlo. El escriba persistirá, situado como está en los devoramientos del alba. Sabe que hay un mañana. La tarea de la poesía de José Carlos Becerra es recordarnos este destino y esta circunstancia.
“Un instante con José Carlos Becerra.
El hombre que empezaba a hablar se nos ha ido. Era un poeta, un poeta en el horizonte mayor de esa palabra. Nos habló de su angustia por lo que es y ya no es o acaso casi no fue o si fue no fue exactamente lo que quisimos o soñamos. Fue el amante ideal cuyas mujeres poco supieron de él. Y es que el amor es angustia y la resignación es poesía... Poeta grande en cuya monótona sonoridad escuchamos lo más hondo de la experiencia. Poeta admirable cuya imaginación poderosa y su alta conducta humana nos renueva la fe en el hombre en medio de la desolación cuya muerte me deja. Carlos Pellicer.
México. D. F., Junio 1º de 1970.”