lunes, 23 de mayo de 2016

Elena Garro, más allá de la leyenda

15/Mayo/2016
Confabulario
Eduardo Antonio Parra

Hablar sobre Elena Garro podría hacernos enumerar tanto los escándalos y conflictos en los que se vio envuelta como las desgracias que le provocaron los demás, los otros, la gente. No obstante, enfocarnos en las peripecias de su vida, en los frecuentes exilios y las causas que la llevaron a ellos, en las disputas con sus colegas, en sus supuestas traiciones y las que le cometieron, tal vez nos alejaría de lo que en verdad importa: aquello que permanecerá cuando los rumores y los chismes se desvanezcan, cuando el mito comience a modificarse o decaer; cuando pasen los años y ya pocos reconozcan los nombres de los actores que la rodearon en su drama personal: su impresionante obra literaria. Porque más allá de toda controversia, más allá de que quienes comentan su vida aseguren que la vivió situada en los extremos —como su sintiera una repulsión innata por los términos medios—, más allá de haber sido amada u odiada por todos, más allá, incluso, de rondar el genio y la locura, dejó  páginas poderosas, apasionantes, con hallazgos temáticos y formales que continúan influyendo en los escritores y escritoras que la sucedieron, e historias que siguen comentándose, estudiándose y disfrutándose como si acabaran de ser publicadas.

Guionista, coreógrafa, articulista, cronista, poeta, novelista, cuentista y dramaturga, Garro fue una mujer con inquietudes diversas que la llevaron a abordar casi todos los géneros creativos, incluso algunos fuera de la literatura, y legó a las letras de nuestro país una obra abundante, versátil y desigual; aunque, desde el punto de vista de este lector, le hubieran bastado una sola novela y un cuento para pasar a la historia como una artista indiscutible (ciertos críticos la consideran la escritora más importante de la historia del país, tan sólo superada por Sor Juana Inés de la Cruz). Esa novela es Los recuerdos del porvenir y ese cuento insuperable es “La culpa es de los tlaxcaltecas”. Claro, no se trata de que el resto de sus escritos carezca de importancia, al contrario; pero con estos dos textos le habría sido suficiente para  mantener ocupados durante décadas a escritores, lectores y críticos, lo cual puede comprobarse con las tesis, los estudios críticos y ensayos que continúan multiplicándose hasta este año en que se cumple el centenario de su natalicio.

¿Qué hay en ese cuento y en esa novela que fascinan de modo permanente a quienes se acercan a ellos? En principio, lo que puede llamar la atención a un lector desprevenido es el descubrimiento de un tono, una voz personal, inconfundible: narradores que dan la impresión de venir más allá de la realidad y que, al trasmitirnos sus historias, arrastran siglos de experiencias dolorosas, como si no hubieran hecho otra cosa en la eternidad que deambular en busca de una felicidad inalcanzable, para terminar instalados en una suerte de desencanto trágico semejante a la tristeza. La voz de Elena Garro, de sus narradores y de sus personajes, es lo primero que estremece a los lectores, en gran parte debido a la intimidad que establece con quien la escucha. Dicen los que la conocieron que, por lo menos en sus últimos años, así era su voz física: tenue, aguda, susurrante, pero sumamente seductora, que atrapaba de inmediato a sus oyentes. Si esto es cierto, habría que admitir que estamos ante una narradora que pudo, a través de un raro hechizo literario, reproducir las sensaciones que provocaba el sonido de su voz en sus textos escritos.

Después de habituarse el oído a ese tono, a esa cadencia cercana, el lector se encuentra con personajes bien configurados desde las primeras líneas, que le dejan la impresión de haberlos conocido de antemano, de otro texto o tal vez de la misma vida. ¿Cómo conseguía este efecto a la vez mágico y realista? ¿Cómo lograba que sus personajes aparecieran de “cuerpo entero” desde su primera incursión en la página, como si se tratara de un montaje teatral? Quizás la respuesta se halle en el modo en que los construía. Garro dijo alguna vez que sus historias y personajes se derivaban de ella misma, de su vida, de sus experiencias, y aunque nunca hay que creer del todo lo que los escritores dicen acerca de su obra, en este caso podría ser verdad. El mejor laboratorio de que dispone un creador para construir personajes está en su cuerpo, su cerebro y su existencia; si observa con cuidado sus propias acciones y reacciones, puede obtener el material necesario para configurar, por ejemplo, todos los personajes de una novela populosa. Y al leer cualquier obra de Elena Garro es posible advertir que era una acuciosa observadora de sí misma, no sólo porque muchas de sus creaturas se le parecen, sino porque desde el inicio de sus relatos sabemos qué piensan, sienten, anhelan, y nos enteramos de sus temores, recuerdos, fantasías y  carencias. Los conocemos bien. Y a través de ellos vamos conociendo asimismo a su autora más allá de las habladurías en torno a su vida.

Una voz personal. Personajes inconfundibles. Después vienen las historias donde también encontramos jirones y retazos de su biografía, si hemos de creerle que siempre escribió acerca de sí. Historias particulares cuyos trasfondos abordan las consecuencias de la desigualdad social, llevan a cabo denuncias contra el poder, hacen visibles las injusticias que siempre ha sufrido la sociedad, cuestionan discursos oficiales, señalan errores históricos o interpretaciones erróneas de sucesos conocidos. Porque la obra de la Garro apunta hacia varias direcciones, dos principales: la que implica a toda la comunidad al abordar el devenir de un pueblo, y la que se sumerge en la mente y en la existencia particular de uno o varios personajes hasta sacar a relucir sus verdades casi siempre ocultas. Y no es extraño que en ambos extremos de la línea —el general y el individual— aparezca la locura como elemento a la vez caótico y ordenador, pues tal pareciera que, para ella, las locuras del país a través de la historia no son sino un reflejo de las locuras individuales de los hombres y mujeres que participan en ella, y viceversa. Los personajes de esta escritora, ya sean pueblerinos o cosmopolitas, solitarios o miembros de alguna grey, forman parte de algo más grande que los oprime o los engrandece, y esta sensación se contagia a los lectores. Otro elemento de seducción en su obra.

El devenir, el paso del tiempo. Es el uso del tiempo en sus narraciones uno de los aspectos más sobresalientes de su obra. Aquí ya no se trata tan sólo de señalar o exhibir lo que ha ocurrido ni de refutar sus interpretaciones, sino de vivir el pasado, traerlo al presente sacándolo de su línea de sucesión por medio de la palabra. De anular la continuidad temporal. Es un lugar común decir que la narrativa de Garro introdujo en la narrativa mexicana nuevos modos de concebir el tiempo en el relato. También se ha repetido que en sus textos los hombres viven el tiempo de modo lineal, mientras que las mujeres se insertan en una suerte de eterno retorno con el fin de escapar de su mediocre cotidianidad. Ambas cosas son ciertas, y sin embargo quizá lo más notable en algunas de sus historias sea esa amalgama perfecta que consigue al unir en una sola varias líneas temporales —el tiempo mítico con el real, o el histórico con el actual—, plasmando el funcionamiento de su memoria, donde la imaginación  enlazaba los distintos pasados, los diversos presentes y los sucesos míticos que la habitaban. Con estas operaciones mentales, que luego en ella devinieron temas y estrategias narrativas, esa voz cargada con la experiencia de siglos tuvo que haber surgido de manera natural.

Un tono inconfundible: la voz de la eternidad. Personajes completos que resultan familiares desde el primer instante, construidos a partir de sí misma. Historias que nos hacen sentir únicos, individuales, y parte de un país y su devenir. Un tiempo sin tiempo que puede ser todos: el tiempo mítico. Cuatro aspectos que, por sí solos, podrían hacer indeleble la narrativa de Elena Garro si no hubiera muchos otros más, como el uso magistral de un lenguaje entre poético y enloquecido, los hallazgos en sus estructuras y técnicas, la sabiduría y experiencia vital que delata en cada página, la imaginación desbordada o contenida, el sentido trágico que imprime a sus historias y las obsesiones repetidas que hablan de un universo único en nuestras letras. Leer los cuentos, las novelas, los dramas de Elena Garro es conocer a una mujer cuyo modo de contemplar el mundo y la vida resulta más estimulante que enterarse de los chismes y controversias en las que estuvo envuelta. Es conocerla casi íntimamente, más allá de sus grandezas y sus miserias, de sus relaciones tormentosas, de sus conquistas y sus gatos. Elena Garro está en sus libros.

domingo, 22 de mayo de 2016

Dos siglos de picaresca: bicentenario de El Periquillo Sarniento

22/Mayo/2016
Jornada Semanal
María Rosa Palazón Mayoral

Estamos de manteles largos no sólo por el cuarto centenario de Cervantes, sino también por ser el bicentenario de El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano. El Periquillo... es un libro influenciado por Don Quijote. Este Perico es un libro de consejos. Januario, uno de los personajes malandrines, afirma que en 1816 los bigotes ya no se usaban, y menos deambular por estas tierras de Dios aconsejando, mensaje que le había dado Sancho Panza a su amo Don Quijote, que andaba rutas enteras para predicar sobre las prácticas sociales que harían un mundo mejor.
Don Quijote de la Mancha y El Periquillo Sarniento (cinco libros destinados a la educación) fueron escritos en la cárcel. ¿Por qué José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) lanzó al mundo la primera novela de Latinoamérica desde la prisión de Ciudad de México en 1816? Respondo: en Cádiz, en 1810, se decretó la libertad de imprenta, y como las buenas noticias viajan en barco lento, arribaron a la Nueva España en 1812. Hubo un ingenuo que se la creyó: ahora se hablaría claro, directamente, sin hipocresías, al modo de Sócrates en el mercado o en el Ágora, y Lizardi se lanzó al ruedo con su periódico El Pensador Mexicano, el primero de autor único que, además, dio entrada a quienes no tenían acceso a la prensa.
En el número 5 del tomo i, criticó de frente a la Inquisición. La libertad se suspendió. El necio Pensador(ahora lo usa como seudónimo) siguió habla y habla, critica y critica en folletos. Total, su destino fue la prisión. Allí escribió El Periquillo
La literatura se compromete con todo, menos con la realidad corrupta, en este caso con la corrupción de la enorme colonia llamada Nueva España. Esta fue la oferta, pero la cosa de la recepción fue más seria: con fantasía y exageraciones, o hipérboles, escribió cinco libros de educación para los jóvenes; luego pocos o casi nadie ha leído toda la novela en cuestión. Es una narración vendida por entregas, dividida en las tres fases de la ortodoxia cristiana, a saber, pecado, castigo y redención.
La diégesis, la historia, el asunto, se centra en la narración de las acciones aberrantes en el ambiente corrupto en que actuó y vivió Don Pedro Sarmiento, quien se expresa, contando que cuando era joven era conocido como el Periquillo Sarniento. Periquillo porque en el Real Colegio de Tepozotlán, donde habían destinado a su padre como médico, su hijo asistió a una escuela nahuatlaca. Para lucirlo, su madrastra le puso una chaquetita verde y un pantalón caqui: un perico humanizado. En aquel ambiente contrajo sarna. He aquí su nombre, el bullying que arrastró hasta su adultez avanzada. “No pude quedarme sin mi seudónimo o alias.” Por esos colores de su vestimenta, los maestros lo llamaron Pedrillo, que degeneró en Periquillo: “heme ya conocido no sólo en la escuela ni de mucho, sino ya hombre y en todas las partes por Periquillo Sarniento”.
En Ciudad de México estudió, con preceptores que usaban como aulas su casa, gramática, retórica y filosofía. Luego se inscribió en la Real y Pontificia Universidad para ser bachiller.
El Periquillo… perfila una sociedad en decadencia, hundida, desde las clases de arriba o ricos, hasta las de abajo o pueblo, en mórbida y democrática corrupción.
Ideológicamente siempre quiso la independencia. En Taxco participó con las tropas de Hernández, un ramal de los contingentes de Hidalgo. Después apoyó a los liberales diputados de Cádiz que, en vista del fracaso de España como metrópoli, enriquecía a Inglaterra y demás enclaves poderosos mediante los piratas con patente de corso. Pensó que los admirables diputados de Cádiz nos darían la independencia sin derramar una gota de sangre. Por enésima vez fue al mesón de la Pita, o sea, la cárcel. Apoyó después la única opción que proclamaba cierta independencia: la conjura de la Profesa y concretamente a quien lo invitó a la revuelta, Agustín de Iturbide, hasta que éste se coronó y dejó que los españoles se llevaran sus capitales. Tampoco estuvo demasiado satisfecho con el presidente Guadalupe Victoria, tan altivo que se “sacramentaba en Palacio”.
En 1823 quedó de nuevo tras las rejas y un año antes había sido excomulgado por su Defensa de los francmasones, y dice que esto fue un antecedente de la Reforma que admiró y siguió, más a fondo, Ignacio Ramírez, más conocido como El Nigromante.

La buena lección del mal

El Periquillo Sarniento enseña cómo el mal nuestro puede dar buenas lecciones educativas: educa sobre los malos amigos, los malos tratos, las malas autoridades, por ejemplo, los malos profesores que no ponen límites en la conducta de sus educandos, o los sátrapas que inspiran tal pavor que nadie aprende sus lecciones y el temor propicia las micciones en el salón de clase.

El mal maestro instruye sobre la infidelidad amorosa y sobre las desviaciones corruptas de los abogados, capaces de salvar a una guapa asesina y enviar como culpable a un indio borracho tirado en la calle. Enseña que en la vida en curso, los escribas –los de buena letra– por unos reales incriminan a inocentes y salvan a culpables. Oyendo sus palabras, uno se entera de que los boticarios, quienes venden los líquidos curativos, rellenan las redomas con agua del mismo color del medicamento.
La existencia muestra la falta de honestidad de los médicos, en la mayoría sin preparación, como el doctor Purgante, que para cualquier mal recetaba lavativas. Periquillo, disfrazado de galeno, fue invitado a Tixtla, donde no había médicos (de tal había presumido) y, sin mayores dudas, mató a media población. Los sobrevivientes lo persiguieron hasta que huyó como liebre perseguida por perros labradores.
En aquellos inicios del siglo xix, los barberos eran también odontólogos. Habiéndolo acogido Rapamentas en su peluquería y consultorio, en una ocasión en que no estaba en el lugar de su trabajo, Perico cogió a un perro, le ató las patas y el hocico, lo sentó en la silla reclinable y procedió a rasurarlo. “El miserable perro ponía sus gemidos en el cielo. ¡Tales eran las cuchilladas que solía llevar de cuando en cuando!” No contento con el corte de pelo, se atrevió a sacarle una muela a una vieja que rabiaba de dolor. Abrió la boca de la acuitada señora. “Tomé el descarnador y comencé a cortarle trozos de la encía alegremente.” “Le corté tanta carne cuanta bastó para que almorzara el gato de la casa.”
El hábil Periquillo o Perico fue cura por lo descansado del oficio; después de hacer el ridículo en doctrina y en la Biblia, aceptó el oficio de ladrón y asaltó a pie y en coche. Por regla general en esta ciudad colonizada, que en cien años dejó de ser el ombligo de Mesoamérica, robaban el oficial, el soldado, el mercader, el escribano, el juez, el abogado, los obispos y los canónigos. El verbo rapio se conjugó en todos los modos y tiempos: “se hurtaba por activa, por pasiva, por circunloquio y por participio”. En la rapiña generalizada eran lo mismo el que robaba en coche que quien roba a pie, y tan dañino a la sociedad, o más, es el salteador en las ciudades que en los caminos despoblados, supone Lizardi.
Empecinado en lograr bienes furtivos con prácticas aciagas, fue cócora, es decir el que reproduce la combinación de cartas del monte, favoreciendo a algún participante en la mano de los albures que obviamente dan una compensación monetaria al cócora.
Ante la podredumbre se debía ser muy prudente, aconsejaba don Pedro Sarmiento ya redimido. Cuídense de guardar secretos, no sólo por la humanidad venenosa que se sale de misa para desacreditar a prójimo con mentiras. Abundan las personas que son como el gato, el cual lastima al ratón mientras que juega con él cariñosamente. No asuman la costumbre de hablar de más.
La bondad consiste en la sociabilidad; la maldad, en la insociable sociabilidad, dijo Kant magistralmente. Somos sociables por naturaleza y cultura. Luego, la insociabilidad es el odiado anticomunitarismo, siempre enfermo o de enfermos.

Escribir para ser oído

Literariamente, Fernández de Lizardi es un escritor relevante porque si el paso universal ha sido generalmente de la oralidad a la escritura, El Pensador Mexicano escribió para ser leído por una población mayoritariamente analfabeta. Uno, seguramente cada vez distinto, compraba el papel para el tiempo exacto de un descanso en las labores. Los demás escuchaban, de manera que en aquel entonces la población era más culta que ahora, en tiempos de la no lectura ni de los comentarios entre escuchas. De la reunión tras la chimenea pasamos a la radio, a la televisión y a la soledad de quienes vegetan tras un teléfono, cámara o diccionarios, mal ordenados, y no se acepta que sólo se trata de máquinas útiles, no de seres humanos. La imaginación ha sido la base del avance científico y artístico; hoy está enjaulada en un aparato con dos asociaciones: sí o no, en tanto que un individuo tiene, más o menos, veintiséis respuestas, aunque veinticinco estén equivocadas.

Los discursos educativos hubieran sido cansinos, aburridos; por lo mismo, el humor fue la tabla de salvación. En su influencia modélica, a saber, Don Quijote de la Mancha, Sancho Panza le dice a su amo que va por el mundo predicando cómo salvar almas. Lizardi sigue sus pasos y, por si fuera poco, comparte el espíritu humorístico. Por esta doble faceta de anormalidad contra los idiots, su bondad y su inteligencia llena de humor, que no de chistes, amamos a Don Quijote y a El Periquillo como a nuestras entrañas: ambos con mucha “sal en la mollera”, porque siguieron la norma contraria a la conducta siempre igual de los idiotes (palabra griega que significa el que sigue las direcciones que existen, la norma). Son los del planeta ovejo, al decir de Lizardi.

La insociable sociabilidad

El mal se hace por vil imitación irracional, por venganza o como disfraz del bien. El Periquillo estuvo sumido en sus fronteras hasta que, dejando de ser una normal oveja o un idiotes, se quiso deshacer de la mancha, de la culpa, de los desastres sociales que existieron y a los que se adhirió un poco demasiado tarde.

Pedro Sarmiento explica a sus hijos que es demasiado tarde para justificar las manchas con que se enfangó como un cerdo, porque el ayer es lo ido, pero mientras hay vida hay esperanza. En algún momento de lucidez, siendo El Periquillo, trató de suicidarse porque: “Fui fraile, fui secretario/ y aunque ahora tan pobre estoy,/ fui comerciante en convoy,/ estudiante y bachiller./ Pero ¡ ay de mí/ esto fui ayer/ y hoy ni petatero soy”.
Ya habiéndose pulido como una estatua que se deshace de adherencias para ser una buena obra de arte, reconoce que su nacimiento en la clase media estuvo opacada por sus extravíos, y su salud se arruinó por sus excesos. Su mente desvarió o se hundió en un pozo sin fondo por su falta de bondad o insociable sociabilidad. Don Quijote, Sancho Panza y Don Pedro detestan a las clases altas porque pierden sus goces en las apariencias y en ejercer la peor vagancia. Sarmiento había nacido en una buena condición para su existencia, o sea en la medianía.
En el magín de Fernández de Lizardi estuvo la pretensión de ser leal a la forja de su patria independiente, generar un sentimiento centrípeto, ni chovinista ni xenófobo, sino de autoestima y estima al prójimo en un país colonizado durante siglos, esto es decir que quiso inventar una novela que fuera la encarnación de la injusticia.
Obviamente tenemos en nuestro acervo literario al autor que se lanzó a usar el habla popular de México, incluso de ladrones y “fulleros”. Los demás autorcillos imitaban el decir español, en una suerte de mezcla por regla mal lograda. No eran ya tiempos de Sor Juana, sino del fragor bajo el espíritu nacionalista, separatista y republicano.
Al final de la novela, muy lejos estaba de su incursión en la odontología y de la época en que fue cófrade de una fantasiosa cuadrilla de pillos, y ejerció el contrabando y la rapiña en agencias mortuorias y como escribiente de subdelegado de Tixtla, quien se sacaba su “principalillo” torciendo los hechos y estafando comercialmente a los indios; ya eran de ayer sus años de tahúr cócora, de cura que predica a favor de los gachupines y del Imperio Hispano, trabajo que abandonó porque no conocía los libros sagrados y detestaba el celibato.
México estuvo al borde del precipicio: hoy, en una crisis donde el país se borra en un pantano de corrupción y ventas de sus patrimonios ¿mantiene al menos en parte El Periquillo Sarniento su actualidad?
¿Qué corrupciones de cuello blanco o sucio se han eliminado? ¿Amamos a Fernández de Lizardi como a nuestro otro yo por su a-normal locura rebelde y liberadora?

Mira, considera, advierte,
por si vives descuidado,
que ahí yace un extraviado
que al fin logró santa muerte.
No todos tienen tal suerte;
antes debes advertir
que si es lo común morir
según ha sido la vida,
para no errar la partida
lo seguro es buen vivir 

Mario Vargas Llosa: una pasión intacta

22/Mayo/2016
Jornada Semanal
Héctor Iván González

En Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa hace una exposición del arte de narrar, concebir una historia y cómo novelarla. Igual que lo hiciera Rilke en Cartas a un joven poeta, el experimentado novelista responde a un novelista en ciernes para compartir su pasión por la literatura, su obsesión por algunos libros y la ilusión de fraguar una novela. Desde el comienzo, Vargas Llosa recurre a dos figuras zoológicas, la solitaria y el catoblepas; a la primera para subrayar que cualquiera que busque convertirse en escritor debe gozar y sufrir en beneficio de su vocación literaria, como sucede con las personas que padecen ese parásito. Recurriendo a un ser medieval, citado por Flaubert y Borges, el catoblepas es un ser que tiene una cabeza tan pesada que no la puede levantar, se alimenta con una lengua larga, que terminó llevando hasta sí sus propias patas. El catoblepas se volvió un ser que se alimenta de sí mismo, tal como el novelista, pues su biografía es la materia prima con la que están hechas sus novelas. Vargas Llosa también menciona técnicas como los vasos comunicantes, los juegos de espacio y juegos temporales que se pueden incluir en las novelas.
El ejercicio se vuelve atractivo si a Cartas a un joven novelista el lector lo relaciona con La ciudad y los perrosLa casa verde y Conversación en la catedral, las novelas que le dieron celebridad internacional. El hecho de haber fraguado estas novelas y el cuentario Los jefes/Los cachorros le dio la oportunidad de ser uno de los más jóvenes de un grupo de autores en el cual estaba Julio Cortázar, y llegar a disputarle el Premio Rómulo Gallegos a Juan Carlos Onetti. Si por un momento queremos concebir la distancia, podemos imaginar a un Vargas Llosa doctorante teniendo como objeto de estudio los libros de Gabriel García Márquez.
A diferencia de los autores antes referidos, Vargas Llosa empezó a escribir a partir de una experiencia casi traumática, como fue haber estado en el Colegio Militar Leoncio Prado. Con base en la discriminación racial en Perú, exhibiendo el machismo y la brutalidad castrenses, Vargas Llosa logra crear la historia vertiginosa de Alberto, un trasunto del autor, quien escribe novelitas obscenas para tener un trato privilegiado respecto de sus camaradas; del Esclavo, un chico que ha devenido víctima de la tropa, y del Jaguar, el personaje más complejo de la novela. Los episodios, los monólogos interiores, las violaciones o los escarceos prostibularios son presentados de forma fragmentaria y alea-toria. Esto refuerza la forma de la historia y la dota de un suspense que no permite que la tensión decaiga.
En La utopía arcaica, Mario Vargas Llosa señala que la mayoría de los narradores latinoamericanos de inicios de siglo no estaban interesados en la técnica. Las novelas de esta época pueden tener virtudes, grandes descripciones, un aliento poético innegable; sin embargo, técnicamente son pobres. Vargas Llosa se refiere a la técnica como una suerte de atención a los entresijos narrativos: tipo de narrador, elección del punto de vista, inclusión de juegos espacio-temporales, distribución de los capítulos con una intención dramática definida, el dato oculto, etcétera. Es decir, un conglomerado de recursos que los anglosajones y angloamericanos han cultivado desde el siglo xviii y que los latinoamericanos han incorporado de manera más reciente.
Vargas Llosa empieza a incorporar estas herramientas, premedita el orden de sus capítulos y el cómo irá agregando elementos para que la novela goce de una construcción definida. En el orden no hay espontaneidad, son novelas cuidadas hasta el último retoque. La técnica que adopta Vargas Llosa en particular es la del William Faulkner de Mientras agonizo o ¡Absalón, Absalón! La complejidad de las novelas de Vargas Llosa lo vuelve más exigente con su lector; sin embargo, éste es recompensado con la riqueza y la complejidad de la historia.

Casa, ciudad y catedral

La casa verde es claramente faulkneriana a partir de la exploración de la selva, Santa María de Nieva, donde don Anselmo el Arpista crea el prostíbulo, así como Sutpen (¡Absalón, Absalón!) llegó, en una mulita, a tierras sureñas para erigir su imperio algodonero. Abastecida de un dato oculto, La casa verdenarra tres espacios simultáneamente, se presenta una pareja con problemas de violencia y otra, donde hay el deseo de encontrarse para finalmente estar juntos. ¿Cuál es la relación de estas dos parejas en la historia? La respuesta está en el desenlace. A la vez, el pensamiento dogmático, representado por la facilidad con la que la gente arengada por el párroco embiste contra el prostíbulo, nos muestra el choque de un mundo constreñido por los dogmas y enfrentado al mundo de la prostitución. Vargas Llosa ha expuesto la afición por la prostitución, el alcoholismo y el machismo en Perú. Ya sea en Los cachorros o en Pantaleón y las visitadoras, este autor ha encarado la preeminencia que tiene el sexo en nuestras sociedades. El autor de Los jefes lo ha hecho de una forma casi sistemática, al punto que uno lo puede ubicar como un antecedente en la crítica de numerosas prácticas de nuestra sociedad que, por momentos, se absuelven como si se tratara de usos y costumbres.

Por otra parte, La casa verde comprende un aspecto que no ha sido tan destacado por la crítica o la academia, precisamente, la exposición de la mujer como alguien que debe padecer una realidad violenta debido a la poca importancia que le es otorgada en la sociedad machista. Una mujer en Bolivia o Perú al inicio de siglo está condenada a la vida religiosa o a la servidumbre, ya que la alfabetización, la educación o la profesionalización están absolutamente fuera de sus posibilidades. La prostitución se vuelve la opción que le proveería cierta independencia, lo cual es lamentable. La casa verde no ha sido interpretada como una novela que retrate la vida de las mujeres, pero sus personajes femeninos son descritos con una sensibilidad que pocas estudiosas del feminismo podrían negar que hace una aportación valiosa en la denuncia del lugar que le da nuestra sociedad a la mujer.
Conversación en la catedral retoma la vida de Mario Vargas Llosa como estudiante en la Universidad de San Marcos. Retrata las conversaciones y proyectos de un grupo de activistas universitarios, quienes resisten a la dictadura de Manuel Antonio Odría (1896-1974), figura cuya nefanda memoria logró construir el autor de Cinco esquinas. Esta obra es fundamental para la obra vargasllosiana debido a que insiste en su búsqueda de retratar todos los estratos sociales –tal como exigía Balzac en su Comedia humana–: sirvientas, choferes, editores, políticos, guardaespaldas, universitarios o amas de casa tienen un lugar y una historia. Ambicioso en su tendencia por retratar la hormigueante existencia de aquella “Lima la fea”, Vargas Llosa logra un convulso universo, un retrato de los años sesenta en Perú cooptado por los militares, los politiquillos y la corrupción. En esta obra, una de las frases iniciales, “¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?”, se acuña una de las realidades más palpables de países con un pasado precolombino importante. ¿Dónde quedó el esplendor de países como Perú o México? ¿Qué ha quedado de esas culturas indígenas de tanta trascendencia? La presencia indígena, los cholos o los serranos conviven con un mundo blanco. La existencia de tal balcanización racial en Perú hace que la vida se vuelva más dura para las clases desprotegidas, explotadas o menospreciadas por parte de las elites. La dureza en muchos de los casos es retratada por un joven Vargas Llosa que se sentía interpelado por este mundo. Por otra parte, la violencia, la tortura y la persecución política se vuelven algo central enConversación en la catedral; además es retratada desde la perspectiva de la víctima y de aquel que la inflige. La forma en que el verdugo vive también se debe a situaciones de franca pobreza y de un mundo donde la necesidad hace del desempleado materia dispuesta para una sociedad piramidal.
La novela de corte histórico fue una tarea latente para los escritores latinoamericanos, desde El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, pasando por Terra nostra, de Carlos Fuentes o El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. A esta cita, Vargas Llosa no le hizo ascos y buscó reafirmarse como un gran novelista que frecuentaría la investigación histórica y agregó a su obra la catedralicia La guerra del fin del mundo, la cual cumple su trigésimo quinto aniversario este 2016. En ella retrata un episodio fundamental de Brasil, acaecido en la última década del siglo xix. Una vez más conformada por decenas de personajes, la historia consiste en la urdimbre de numerosas historias personales, episodios sociales y sentimientos trágicos o épicos. A diferencia de las obras anteriores, es en La guerra del fin del mundodonde se concreta una épica que hasta el momento no había tenido esta contundencia. Debido a su formación militar, Vargas Llosa es un experto en la dirección de una o varias columnas militares. Es probable que esta sea la razón por la cual ha dicho que esta novela le proveyó de una de “las aventuras lite-rarias más ricas y exaltantes”. La creación de la novela surgió de la lectura de la obra maestra Los sertones (1902), de Euclides de Cunha, la cual goza del mérito de haber retratado la masacre sucedida en Canudos muy pocos años después de la tragedia que retrabajara Vargas Llosa. Debido a la valía literaria de La guerra… podemos ver cómo los resultados en su narrativa son un tanto desiguales; el peor problema de Vargas Llosa es que tiene novelas de una grandeza apabullante con las cuales coexisten obras muy menores como El héroe discreto (2013). Vargas Llosa tiene un opus rico en novelas, entre las que se encuentran Lituma de los Andes, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, Elogio de la madrasta, Cuadernos de don Rigoberto, etcétera.

La postura del novelista

En su última etapa, Vargas Llosa ha buscado acercarse a temas más asequibles, como se ve en El paraíso en la otra esquina o El sueño del celta, lo cual es un intento de alcanzar un público más amplio en diferentes idiomas. La postura, legítima, se separa de algo que el autor naturalizado español defendía: la necesidad de escribir sólo de temas que lo interpelaran personalmente. Se percibe que hay obras menos in-tensas o menos trabajadas, como las tres primeras que aquí he abordado brevemente. Como resultado de éstas, Vargas Llosa ha cosechado premios como el Premio de la Crítica, el Rómulo Gallegos, el Cervantes, el Asturias y, a manera de un reconocimiento mundial, el Premio Nobel en 2010. En Cartas a un joven novelista, Vargas Llosa afirmó lo siguiente sobre la búsqueda por escribir: “Producto de una insatisfacción íntima contra la vida tal como es, la ficción es también fuente de malestar y de insatisfacción. Porque quien, mediante la lectura, vive una gran ficción regresa a la vida real con una sensibilidad mucho más alerta ante sus limitaciones e imperfecciones, enterado por aquellas magníficas fantasías de que el mundo real, la vida vivida, son infinitamente más mediocres que la vida inventada por los novelistas.” Autor de teatro, de ensayos muchas veces debatibles y columnista con ideas asaz discutibles en el campo político, Mario Vargas Llosa es una figura crucial en la literatura en español; a ratos inconsecuente y contradictorio, el autor de La ciudad y los perros ha creado un paradigma de la figura literaria en Latinoamérica. Para quienes hemos leído sus novelas con fascinación, sus ensayos y columnas con tolerancia, Vargas Llosa ya tiene un lugar indiscutible en cualquier biblioteca que albergue libros en la lengua que Miguel de Cervantes llevó hasta su punto más alto 

sábado, 21 de mayo de 2016

La revolución literaria de José Carlos Becerra

21/Mayo/2016
El Cultural
Evodio Escalante

El relámpago que lo cambió todo en la poesía mexicana; el “parte aguas” que señaló una nueva época y una nueva forma de versificar, a veces demasiado cargada de melancolía, en los modos poéticos al uso en nuestro país: esto y más tendría que decirse de la fulgurante presencia de José Carlos Becerra (1936-1970). Escasos ocho años de colaboraciones desperdigadas en periódicos y revistas, a lo que hay que añadir un par de libros de poemas, entre los que se cuenta de modo notable Relación de los hechos (1967), fueron más que suficientes para que su figura alterara para siempre la fisonomía de nuestro paisaje poético. Su inesperada muerte ocasionada por un accidente automovilístico en Brindisi, Italia, ocurrida a los treinta y cuatro de su edad, cuando disfrutaba de una beca de la Fundación Guggenheim, no hizo sino catapultar su fama y otorgarle a su obra la cauterización de lo permanente. Sus seguidores formaron legión. Guardando las distancias del caso, que son muchas, podría decirse que el culto a Becerra es un poco análogo al del llorado Ramón López Velarde. Ambos mueren en la flor de la edad, ambos vienen de la provincia, ambos experimentan en la Ciudad de México una carrera meteórica que cabe con holgura en el compás de un decenio, ambos —en fin— acaban trastornando el ambiente poético e instauran una temperatura y un temperamento que resultarán ser no sólo nuevos sino también, hasta cierto punto, irresistibles para sus contemporáneos. José Carlos Becerra introduce un tono de subjetivación melancólica que era desconocido en la poesía mexicana. Esta subjetividad intensificada, que recurre de modo preferente a una expresión “suelta”, libérrima, podría decirse, que utiliza de modo magistral el versículo, coincide por extraño que parezca con los aires contestatarios de los años sesenta. El versículo le otorga al poeta una libertad acumulativa con la que puede expresar tonos de subjetivización, tan sutiles, tan finos, que a menudo avanzan por micras. Es la manera que tiene Becerra de escapar de la tiranía de la forma que suele aquejar a los poetas mexicanos. Este “saltarse las trancas” de los moldes formales, esta peculiar negación de la “mesura”, tiene que ver con una inquietud de fondo, con un ánimo de protesta que surge del terreno social pero que se trasmina, a veces con disimulo, otras abiertamente, en el trabajo con el lenguaje. La historia y la forma terminan por coincidir.
Becerra, ¿un poeta de protesta? Por supuesto que no, sobre todo si se considera que identificamos este tipo de poesía con lo panfletario y lo meramente declarativo. Una lectura atenta de su obra, empero, no podrá negar que los desmelenados vientos de la inconformidad, que las frondas de la rebelión contra la historia y la sociedad de la época, recorren, así sea de modo implícito, disimulados por capas y capas de tristeza, el bosque poético del autor. Las islas de Becerra no sólo las transita el otoño de la melancolía, también circula en ellas el torbellino de la rebelión.
Al igual que Pacheco, que Monsiváis y que Arturo Cantú, José Carlos Becerra experimenta el impacto de la huelga ferrocarrilera de 1958-59, brutalmente reprimida por el gobierno y se solidariza con los obreros. De ello da testimonio uno de sus primeros poemas, titulado de manera sarcástica: “Vamos a hacer azúcar con vidrios”. De manera brechtiana Becerra informa a sus lectores, utilizando el título como ritornello: “Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando la luna empolle en la ventana. / Vamos a hacer azúcar con vidrios / cuando los ricos se quejen de lo malo que están los negocios.” Es obvio que se trata de un poema irónico, de denuncia, y que a través de este texto se advierte la rabia de un joven que se solidariza con el movimiento de los trabajadores, cuyos principales líderes han sido conducidos a la prisión en todo el país, Demetrio Vallejo y Valentín Campa entre ellos. Hay un claro llamado a lo que podríamos llamar la acción directa de procedencia anarquista. A Becerra no le tiembla la mano para escribir: “Vamos a patear a todos los gordos prósperos del mundo. / Vamos a romper los vidrios de las ventanas / como lo hicimos de niños, ¿te acuerdas?”
No saco a colación este texto para proponerlo como paradigma, pese a que, hasta donde alcanzo a ver, tiene un final que recuerda un poco a César Vallejo: “Vamos a gritar, vamos a gritar. / Garganta, encomiéndate al grito. / Puño, encomiéndate al golpe.” Becerra publicó este texto en 1965 en la revista Pájaro Cascabel. Por razones que no comprendo, los compiladores póstumos de la obra poética de Becerra, reunida bajo el título lezamiano de El otoño recorre las islas (México, Era-SEP, Lecturas Mexicanas. Segunda Serie, 10), no lo incorporaron al libro. No importa. Antes que un gran poema, es un ensayo juvenil, todavía con los nervios demasiado a flor de superficie. Lo menciono porque a diferencia de mi amigo y colega Álvaro Ruiz Abreu, que se ocupa de él en la biografía que escribió acerca del poeta, no estimo que este grito sea “pasajero”. Pienso que el grito es duradero, y que persiste, eso sí, modificado, asordinado, retrabajado y hasta sublimado, y que se puede escuchar si uno afina el oído en toda o casi toda su obra de madurez.
Este es otro atractivo secreto de la poesía de Becerra. Impresiona a los jóvenes no sólo por el desparpajo anaforizante de su versolibrismo, por su enorme poder y su libertad asociativos, sino porque de algún modo sus poemas están refractando el aire contestatario de la época. Lo refractan y lo interiorizan. Lo asimilan, lo giran hacia lo interior, y lo vuelven a poner sobre el candelero. Uno de los ejemplos más claros de lo que señalo se encuentra quizás en “Sueño de Navidad”, uno de los poemas finales de Relación de los hechos. Cierto toque terriblista o tremendista, pese a la veladura de la nostalgia, se diría, campea en esta estrofa que no puedo dejar de citar:
Estoy sangrando por los cinco
sentidos,
por el olfato y por el gusto, por el
tacto, por la vista y por el oído,
sangrando por el nacimiento y la
muerte,
estoy sangrando por el color que
no tiene la sangre,
por la hemorragia del vacío, el
salto de cada uno de mis
sentidos,
la antorcha que apago con el oído o con el olfato, con cualquiera
de mis cinco huecos
por donde el aire, la Historia o lo
que sea,
circula libremente.
Haciéndole nudos a la sangre,
comiendo hacia afuera,
vomitando hacia adentro
lo que llamamos la verdad del
mundo.
El poeta, asegura, está buscando argumentos para vivir, y sabe que para encontrarlos tiene que hacerle “nudos” a la sangre, digerir hacia afuera y excretar hacia adentro, en una suerte de torsión vallejiana con el fin de poder enfrentar esa cosa vasta y tremenda llamada la verdad del mundo. Los cinco sentidos sirven para eso. Pero por ellos no sólo circulan el aire, la luz, los olores, los sonidos, la porosidad o la dureza de los materiales, sino un tótem terrible que él denota poniéndole mayúsculas a la palabra Historia. Nadie en sus cinco sentidos puede encerrarse en su habitación y hacer como que no pasa nada, o como que nada le afecta: la Historia está ahí, apenas nombrada, es cierto, pero en calidad de presencia insoslayable. La historia no sólo es una textura de los tiempos: es ese nudo que todos traemos dentro y que jamás podremos “desanudar”.
¿Cómo es que se torna posible vomitar “hacia adentro lo que llamamos la verdad del mundo”? La violencia que este acto implica ya es significativa. Como es significativo que Becerra anote en cursivas la verdad del mundo. Esto introduce una extraña ambigüedad que puede desconcertarnos (y desconcentrarnos) como lectores. La “verdad del mundo” es al mismo tiempo, y de modo imperioso, una verdad primaria, que nos concierne y a la que no podemos escapar, en tanto que somos o estamos en el mundo, como no se cansaba de repetir Heidegger; por otra parte, la verdad del mundo es casi de manera trivial una frase, una simple reunión de palabras que podrían resultar ajenas a cualquier referente real. ¿Se ha evaporado el referente? Esta disyunción no tiene por qué contrariarnos; es el resultado de la complejidad intelectual que se trabaja en la poesía de Becerra. Si el fantasma de Marx encarnaba en los ferrocarrileros mexicanos y en el clima general de la época, el pensamiento universitario proclamaba el llamado giro lingüístico en filosofía. Los estructuralistas, por un lado, y los partidarios de Wittgenstein, por el otro, sin olvidar a los chomskianos de nuevo cuño, todos enseñaban que se habría producido una vuelta hacia el lenguaje, y que esta vuelta sería definitiva en las ciencias humanas. Barthes con sus Elementos de semiología, Eco con su Tratado de semiótica general, Foucault con Las palabras y las cosas, Paz en México con Corriente alterna, los faros intelectuales se habían volcado hacia este descubrimiento del lenguaje como componente primordial de la experiencia del hombre.
El tercer ingrediente que contribuye a la seducción que ejercería Becerra sobre sus lectores y seguidores tiene que ver con esta novedad: él es el primer poeta mexicano que parece asumir como propio el giro lingüístico, quiero decir, que lo interioriza, que lo vuelve carne de su carne y sangre de su sangre. En su trabajo como poeta, en el trance de “inventar” el poema, Becerra exhibe cuando el asunto así lo requiere una peculiar conciencia metalingüística que nadie antes que él poseyó entre nosotros. Esto no sucede con sus poemas de “madurez”; es algo que está desde el principio, desde que comienza a escribir. La mejor prueba de ello la encontramos en “Cosas dispuestas”, uno de los textos que Becerra publicó en revistas a principios de la década de los sesenta. La luz que el poeta necesita para ver a su amada está encendida no en el techo o en el farol de la esquina, sino en las palabras que necesita para evocarla. Cito un fragmento:
Cada palabra es un sitio para
mirarte,
cada palabra es una boca para
acercarme a ti,
[...]
Cada palabra es una lámpara
encendida
para verte cuando tú no estás.
El protagonismo del lenguaje es aquí indiscutible: “... cada silencio nos llevará a la palabra que nos refleja”. La palabra, de tal suerte, aparece como otro modo de acariciar la cintura de la mujer amada o de introducirse en su sueño en una noche que velarían fantasmas. El poeta está convencido que con esto logra un objetivo definitivo, que conquista algo permanente y que no cesará. Es lo que dice, al menos, al concluir: “Así sostendré algo tuyo en el mundo, / así cada palabra quedará marcada para siempre.”
¿Y no es ese el verdadero objetivo del poeta, marcar las palabras para siempre para que el mundo se sostenga y no vuelva a desmoronarse? No exagero acerca del papel preponderante de la conciencia metalingüísica. Un primer asomo de ello, como se vio antes, está en la introducción en cursivas de la frase la verdad del mundo. La frase, de tal suerte, se convierte en una cosa acerca de la que el poeta puede hablar. Hay muchos otros ejemplos de ello. En “La hora y el sitio”, Becerra apunta: “el mundo cabe en una palabra porque el mundo no es una palabra”. En “Betania”, de Relación de los hechos, observa: “el amanecer va posando sus alas sobre los nombres escritos”. En “La otra orilla”, de este mismo libro, reitera su estrategia de convertir a las palabras en cosas acerca de las cuales se puede decir algo. Esto, como es obvio, para lograr acentos poéticos inesperados y de peculiar sutileza. Véase la siguiente estrofa:
Una brisa muy joven sopla sobre
los almendros,
una brisa lejana sopla entre
mis labios,
y es el silencio,
el silencio de la torre de la iglesia
bajo la luz del sol,
el silencio de la palabra iglesia,
el silencio de la palabra
almendro, el silencio de la
palabra brisa.
Quizás equivoco la expresión: no es que en estos versos el poeta hable acerca de ciertas palabras. Es que se invita al lector a escuchar el silencio que manaría de la palabra iglesia, o de la palabra almendra, o de la palabra brisa. A sopesar, en la cámara oscura de la conciencia, lo que hay de silencio en estos sustantivos. De cualquier manera, la palabra iglesia ya no denota una presencia arquitectónica, un monumento público, ahora se ha convertido en un objeto micrológico, casi insustancial: es sólo una palabra de la que el lector deberá extraer el coeficiente de silencio que la acompaña y que la constituye.
En “El azar de las perforaciones” la palabra amor adquiere la consistencia filosa de una herramienta capaz de producir daño: “He utilizado la palabra amor como un bisturí, / y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo amado y en el amante”. En otro poema, “Las reglas del juego”, el lenguaje experimenta una palingenesia inesperada que en otro poeta menos dotado podría lindar con lo inverosímil: “en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar”. ¡Es como si el universo mismo estuviera recomenzando!
En “Épica”, el poeta se torna contemporáneo de los escribas de tiempos de los faraones y se atreve a afirmar: “En estas palabras hay un poco de polvo egipcio...”
Podría ser que en algún momento Becerra se engolosine y llegue a abusar del recurso, como cuando en “La bella durmiente” sentencia: “Nos entregamos por un instante al instante” (?); o como cuando en “Licantropía” insiste, machacón: “y por los pasillos de este lenguaje / se oyen las pisadas de los dioses muertos”. Caídas y elevaciones las hay en todos los poetas. Si en los ejemplos anteriores se diría que desfallece, en “Ulises regresa” se recupera con gloria: “yo he depositado esa frase en el plato donde nos sirven la cabeza del Bautista”.
Como quiera que sea, los asuntos del lenguaje y los de la política tendrían que ir de la mano. Jaime Sabines fue quien de manera más notoria se inconformó no sólo contra el lenguaje en general, sino contra el lenguaje de la poesía. Por eso, in media res, cuando estamos sumergidos en la lectura de Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1964), conmovidos por este canto fúnebre y a la vez rabioso, de protesta contra la muerte, nos estalla en la cara de modo sorpresivo este insulto que es a la vez una denegación: “¡Maldito el que crea que esto es un poema!”. Nos agrede el poeta: erramos si pensamos que lo que estamos leyendo es literatura. Nada de eso. Es el dolor puro, son las sílabas prístinas del dolor, parece subrayar Sabines, no importa que éste se transmita en endecasílabos. También la poesía sale perdiendo en este embate, pues ella, como se sabe desde los tiempos de Homero, es oficio de mentirosos. Y, Sabines, claro está, no es un mentiroso.
José Carlos Becerra repite este gesto adaptándolo a su estilo. En “Sueño de Navidad” se burla del “Arte y su canto de sirenas.” Es cierto que se trata de un texto de tintes terriblistas, que no vacila en afirmar: “Estoy sangrando por los cinco sentidos” (!) También es un texto escrito (y con cólera) en contra de los poetas: “Blasfemen, hasta que vuestra palabra tropiece con aquello que dice; / tírenle piedras a los buitres que se paran en los tejados del alma / y desde allí nos acechan”. Por si quedara alguna duda acerca de los destinatarios de estos versos quemantes, la siguiente estrofa es explícita hasta más no decir. En ella, en efecto, los poetas resultan ser los destinatarios de elegantes piropos: Becerra los llama, entre otras cosas, “charlatanes”, “buscabullas”, “bufones”. El sarcasmo y la ironía campean en esta estrofa final del poema que registra una violencia inaudita dirigida contra los versificadores de todo tipo:
Canten, canten ustedes, poetas,
charlatanes del designio, busca-
bullas del lenguaje, bufones;
abran las llaves de vuestros can-
tos y ahóguense bajo ellas.
Descarrilen la oración de los tem-
plos, dinamiten el idioma de
vuestra ciudad,
logren el corto circuito en el
sueño,
los Honores de la Ordenanza dé-
jenlos sin gasolina en mitad del
desierto.
Blasfemen bajo la lluvia, bajo los
arcos de la alabanza, en los
puentes de la mujer desnuda,
en el coro negro del insomnio.
Un canto, un canto como una
piedra:
un muerto echando a andar su
tumba.
La sentencia final tiene su dosis de humor negro. Los poetas quieren dar su canto a rodar, pero cuando mucho lo que logran mover... ¡es la loza de su propio sepulcro! Parecería divertido ver un muerto echando a andar su tumba. Esto es algo, ¡quién lo duda!, un poco más ridículo que lo que hace Sísifo. Que un poeta como Becerra se dirija con esta ferocidad necrológica a los poetas, sus compañeros de raza, declarándolos pobres muertos en vida, es algo pocas veces visto en la poesía mexicana, y permite calibrar la medida en que Becerra sintoniza con el clima contestatario de la época.
También Becerra incursionó, como muchos otros, en el poema del 68. No estimo que “El espejo de piedra”, con sus referencias a la iglesia de Santiago-Tlatelolco y el edificio marmóreo construido por Boari, merezca seleccionarse en una antología. Sin embargo, ahí aparecen dos líneas sin mayor ornato que me parece siguen siendo pavorosamente actuales: “Se llevaron los muertos a quién sabe dónde. / Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad.” Como complemento de este poema, y dentro de la atmósfera persecutoria que se vivió en el país a partir de la Matanza de Tlatelolco, que entre otras cosas, también determinó la desaparición de la revista de poesía El Corno Emplumado que dirigían Margaret Randall y Sergio Mondragón, habría que considerar “El fugitivo”, el texto angustiado de un personaje que huye “como perro mojado” tratando de evadir a la policía.
Toda escritura es testamentaria, afirmaba Derrida. Sin intentar desmentirlo, pero introduciendo un asunto de énfasis, yo diría que el verdadero testamento de José Carlos Becerra se encuentra en el poema que tituló “Ragtime”, justo el que escogió para cerrar Relación de los hechos. Primero que nada habría que indicar que ragtime, que de modo convencional se puede traducir como “tiempo de rag”, el estilo jazzístico que tuvo en Scott Joplin y en Jelly Roll Morton a dos de sus máximos exponentes, también puede significar, si se atiende a la letra, “tiempo de trapo” o bien “tiempo en harapos”. Si Becerra está jugando con los significados, y no me cabe duda que eso es lo que está haciendo, con este título alude a un tiempo “desgarrado”, “harapiento”, hecho “trizas”. ¿No es este acaso el tiempo que nos ha tocado vivir?
No sé si suene exagerado afirmar que al poeta mismo le va idem. ¿Qué puede el poeta? ¿Qué puede el escriba que es José Carlos Becerra? Nada. O bien, muy poco. El poeta es un ser frágil y angustiado, que carece de las certidumbres dogmáticas de los letrados. El simple traspié de un borracho puede dar al traste con sus frases tan minuciosamente escritas, tan cerebralmente concebidas. Este es el tono emocional que recorre el poema: “La noche va arrojando sus coronas al mar, / y la ciudad, apoyada en sus muros, sentada en el polvo, / le dictará al escriba, y el traspiés de un borracho en una calle silenciosa y oscura / partirá en dos su frase.” El poeta no es un creador, no inventa lo pasmoso o lo inverosímil; es tan sólo un escriba, un trabajador obediente que anota en el papel lo que otros le dictan. Esos papeles, para colmo, quizás carecerán de lectores. Escribir parece un acto inútil. Así, con este patetismo que me gustaría llamar auténtico por no decir perturbador, arranca “Ragtime”:
Hablar, tal vez hablar, en los
devoramientos del alba, en las
cenizas frías, en las consta
cias que no habrá de leer nadie;
hablar en el mismo espacio de
una voz que no llegó hasta
estas palabras, que se perdió
en el ruido de una frase como
ésta;
hablar donde respira aquello que
ocultamos,
crímenes que cometieron por
nosotros los hombres de otra
historia, la otra historia de
nosotros mismos.
Un pesimismo escritural se ha instaurado en el núcleo del poeta, y no lo va a abandonar nunca. “He aquí mi parte en este festín del polvo”, añade Becerra, o mejor dicho, el escriba que se ha colado entre los intersticios del poeta y que se ha adueñado de su subjetividad. El poeta no se ha rendido, no, busca salir de sí para encontrar al otro, y esto no es una fórmula. Por eso pide y se diría que hasta suplica: “Contadme un poco de mí: quiero aprender a hablar de ustedes.” Me sorprende la violencia de esta tentativa desesperanzada y sin embargo viva, esta tentativa por asumir la otredad, la comunión con los otros. La famosa frase de Benjamin: “Todo documento de cultura es también un documento de barbarie” se me aparece sin que pueda evitarlo al leer estas líneas. Becerra no ha abandonado la aspiración de una sociedad fraterna y comunitaria, pero no puede cerrar los ojos a la duplicidad de nuestra existencia, y sobre todo, al hecho de que hemos heredado una historia de crímenes y asesinatos de la cual somos cómplices, no importa que involuntarios. Son los hombres de otra historia los que han matado y robado y usurpado el poder arguyendo acaso las mejores ideas, pero esos otros hombres somos también nosotros. Es lo que dice a la letra el texto: “crímenes que cometieron por nosotros los hombres de otra historia, la otra historia de nosotros mismos.” No creo que haya elementos para comprobarlo, pero estos pasajes, con su cauda de irremediable pesimismo, me recuerdan un poco el tono de las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin. La historia no es sino una tormenta de escombros que vienen del pasado y que nos arrolla en el tiempo presente sin que podamos esquivarla. Esto se debe a que los vencedores nunca han dejado de vencer, y a que el testimonio del poeta será sin veracidad. Por eso hasta el absurdo traspié de un borracho en una calle ignorada de la ciudad puede partir en dos la frase escrita por el poeta y dar al traste con el sentido. Hace falta sobrellevarlo. El escriba persistirá, situado como está en los devoramientos del alba. Sabe que hay un mañana. La tarea de la poesía de José Carlos Becerra es recordarnos este destino y esta circunstancia.

“Un instante con José Carlos Becerra.
El hombre que empezaba a hablar se nos ha ido. Era un poeta, un poeta en el horizonte mayor de esa palabra. Nos habló de su angustia por lo que es y ya no es o acaso casi no fue o si fue no fue exactamente lo que quisimos o soñamos. Fue el amante ideal cuyas mujeres poco supieron de él. Y es que el amor es angustia y la resignación es poesía... Poeta grande en cuya monótona sonoridad escuchamos lo más hondo de la experiencia. Poeta admirable cuya imaginación poderosa y su alta conducta humana nos renueva la fe en el hombre en medio de la desolación cuya muerte me deja. Carlos Pellicer.
México. D. F., Junio 1º de 1970.”

Tres cadáveres de Carlos Fuentes

21/Mayo/2016
El Cultural
Geney Beltrán Félix

El primer cadáver es víctima de un dios indígena. El cuento inicial de Los días enmascarados (1954), libro de debut de Carlos Fuentes a los 26 años, narra la alteración en la vida de un burócrata cuarentón aficionado al arte prehispánico. Filiberto pierde su empleo, su casa y su vida luego de comprar lo que él cree una simple imitación de la escultura del dios maya del agua. Pero no sólo eso. El escrito juvenil de Fuentes inaugura, sí, una obra prolífica y dispareja que se expandió a los géneros de la novela, el ensayo y el teatro, y también abre la interpretación mitológica e histórica de la ficción que se volverá un signo muy visible en sus páginas.

UN MEXICANO
VÍCTIMA DEL PASADO

De “Chac Mool” quiero llamar la atención sobre un elemento que parecería menor. La historia la conocemos en sus líneas centrales por el diario que el mismo Filiberto escribía; pero es un amigo suyo, el mismo que se encarga de ir a Acapulco y desde ahí transportar su cadáver a la capital del país, quien durante ese trayecto lee el cuaderno del fallecido.
La muerte de Filiberto es sintomática no sólo por la lectura que da sobre el México del medio siglo, sino por el papel que el narrador asume, sin cuestionarse ni cuestionarlo: ser el depositario de la palabra y el cadáver del mexicano; en ese papel entrega la primera a los lectores y el segundo al mismo enemigo Chac Mool.
“Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco”, reporta el narrador en la primera línea. Intermediario a través del cual nos llega la versión de Filiberto, hacia el final, luego de leer el diario, el hombre consigna su interpretación: “pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico”. Hasta ese punto llega su curiosidad por dilucidar los hechos, pues, al llegar a casa de Filiberto, el narrador dice encontrar ahí a “un indio amarillo, en bata, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas...”.
El cuento termina cuando ese extraño ordena al narrador: “Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano”. Al no consignarse otra acción más, es fácil asumir que el amigo de Filiberto obedece. Al lado de su curiosa pasividad, insisto en un detalle: no se desarrollan las interpretaciones del narrador en torno a la veracidad del diario de Filiberto; el encuentro final con el Chac Mool las cancela, y coloca la relación de su amigo en el plano de una realidad maravillosa.
No está de más volver a la descripción que da el narrador: el Chac Mool es un indio de aspecto “repulsivo” por querer alcanzar una apariencia humanizada (en este contexto eso significa europeizada) que esconda su naturaleza pétrea y antigua. El narrador es el portador de prejuicios racistas que el propio texto no coloca en una posición irónica ni crítica; “Chac Mool” traduciría la visión derogatoria del indígena, usual en el mestizo y el criollo, no sólo por creérsele un peligro para la modernidad sino por verlo ambicionar los atributos occidentales.
En el Libro III de la Historia general de las cosas de la Nueva España, fray Bernardino de Sahagún recuenta las creencias religiosas de los antiguos mexicanos. Como es bien sabido, no se limita a consignarlas, sino que las califica como idolatrías; Quetzalcóatl es llamado un “nigromántico”. Para Sahagún, como es lo habitual en su época, no se trata de supersticiones; los dioses antiguos existen, son manifestaciones del demonio. El hecho de que estas prácticas estén recuperadas con ánimo antropológico pero descalificadas desde el mirador católico ratifica una cosa: en la segunda mitad del siglo XVI, el pasado indígena sí estaba vivo, y era visto como un enemigo de la nueva fe.
En 1954, usar un motivo religioso del México antiguo para crear literatura fantástica sólo puede ser visto como una declaración de lo contrario: se trata de un ayer ya muerto, arrasado por cuatro siglos de opresión. Es decir, no funciona como un recurso de la narrativa de terror la idea de que los dioses milenarios estén vivos. La mejor prueba de que el giro maravilloso del texto es un divertimento inofensivo —ingenioso, acaso—, está en que, si bien mantiene los atributos destructores que Sahagún identificaba en los dioses pretéritos, Chac Mool es una experiencia leída, no vivida. No sólo el joven Fuentes habría abrevado de un orbe culto para dar con la idea del cuento, sino que el narrador lee la historia en un diario; la experiencia nos llega mediada. El narrador representa sólo la incredulidad del lector coetáneo ante el fenómeno, y la fábula deviene una simple curiosidad, una observación superficial de la sociedad mexicana del medio siglo XX.
Fuentes se muestra demasiado respetuoso —casi diría: epigonal— de la fórmula del cuento fantástico europeo del XIX, al elegir la solución predecible: cerrar el texto con el encuentro del narrador y Chac Mool, que disuelve la incertidumbre: Filiberto no enloqueció, su testimonio es verídico. Esto vuelve el texto susceptible de una lectura muy adversa: si el verdugo es el indígena y la víctima es el mexicano moderno, el joven Fuentes se vería insensible a la realidad que se hallaba no en los libros de Historia sino en el México real, donde la explotación de la población indígena era, como ha seguido siendo, la norma.

UN VARÓN
VÍCTIMA DE LA MUJER

El segundo cadáver también ha de ser transportado del lugar de su muerte, en el extranjero, a la Ciudad de México, en este caso por su hermana Claudia, quien además funge como narradora. Esto sucede en “Un alma pura”, del segundo libro de cuentos de Fuentes, Cantar de ciegos (1964). El relato es una larga carta mental de Claudia en la que deja ver entre líneas un fuerte vínculo incestuoso. Juan Luis, un joven de clase media alta, dejó México para trabajar en una oficina de la ONU en Suiza. Claudia rememora las explicaciones que él dio para sostener su decisión: “Me dijiste que no aguantabas más los prostíbulos, la enseñanza de memoria, la obligación de ser macho, el patriotismo, la religión de labios para fuera, la falta de buenas películas, la falta de verdaderas mujeres, compañeras de tu misma edad que vivieran contigo...”. No deja de ser reveladora la concepción dramática que aquí se desliza: el personaje rige su conducta no con base en sucesos personales, en encuentros o desencuentros con personas de carne y hueso, sino a raíz de situaciones generales, intangibles... entre las que destaca su ambición de encontrar mujeres que quieran un vínculo sexual permanente pero sin las exigencias del matrimonio. Más que un personaje, en Juan Luis vemos un pretexto para señalar de manera genérica una serie de rasgos premodernos de la sociedad mexicana, pues nunca se ve al joven en una circunstancia específica en que padezca alguna de las hostiles condiciones que enumera. Resulta difícil negar que la visión de lo masculino es contradictoria; parece presentar una crítica del machismo (“No quiero seguir de burdel en burdel”, dice Juan Luis), pero encarna sólo una conveniente variación en la que los deseos de satisfacción sexual del varón están por encima del compromiso emocional. Juan Luis huye de México para coger ya no con prostitutas sino con mujeres liberadas de Europa. Así ocurre con la galería de chicas de que a lo largo de los meses en Suiza Juan Luis va hablando en sus cartas; son retratadas desde una perspectiva supeditada al capricho y la voluntad viriles. Una de ellas “habla demasiado pero me entretiene”; otra es “una estatua porque la puedes observar desde todos los ángulos: la hago girar, desnuda, en el cuarto”.
Cuando por fin se establece como pareja con una chica de nombre Claire, Juan Luis se exhibe inmaduro y esquivo en las decisiones del corazón. Por entonces ella queda embarazada. “Ha sido buena y comprensiva conmigo y a veces hasta la he hecho sufrir; ustedes no se avergonzarán de que quiera compensarla”, argumenta Juan Luis en una carta su determinación de casarse, casi como si se tratara de una concesión graciosa.
El retrato de una masculinidad egoísta, inconsciente de sus privilegios, convive con la revelación del maquiavelismo a distancia de la hermana; a través de su correspondencia ella destruye la relación. La atracción incestuosa de Juan Luis y Claudia habría estado en el fondo de la resolución del primero de dejar México y le habría fijado el patrón de relaciones amorosas; incluso no se escapa la similitud fonética de los nombres: Claire y Claudia. Sin embargo, el recurso del incesto como una pasión subrepticia lo que hace es exonerar al varón de la responsabilidad de sus actos, y transferirla a su hermana. El mecanismo es hábil, pero no deja de ser cuestionable: un varón escribe un cuento en que una mujer relata cómo controló desde lejos la vida sentimental de un varón, a quien prefirió llevar a la muerte antes que compartir con alguien más.

VÍCTIMAS
DE UN MÉXICO ABSTRACTO

El expediente resulta similar. En cuentos separados por una década, Fuentes narra las historias de dos cadáveres que son llevados por sus deudos a su último destino. Cada uno ha visto su vida vulnerada por los hechos de otros personajes; en ningún caso se asoma el menor proceso de introspección que permita suponer una escisión de la conciencia o una pauta de responsabilidad moral. Tanto Filiberto como Juan Luis se notan víctimas de fuerzas ajenas. En los dos casos, México es una entidad abstracta, más que una realidad concreta. “Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos”, diserta un amigo de Filiberto explicando las formas del sincretismo religioso en la historia nacional. Juan Luis define a México como un lugar donde, “si sólo quieres vivir, eres un traidor en potencia... es un país sin libertad de ser uno mismo”.
No es raro en Fuentes que sus personajes parezcan devenir profesores de Historia patria, voceros de las ideas sobre lo mexicano tan caras a las generaciones intelectuales de la primera mitad del siglo XX. A ratos parecería que, más que un narrador a la Balzac, interesado en las tensiones y conflictos de personajes en contextos sociales mutables, Fuentes se vería más como un dieciochesco autor de apólogos, no filosóficos como en Voltaire, sino mitohistóricos. La interpretación de la experiencia personal siempre tendrá su raíz en los modos inveterados del devenir nacional; los personajes no son individuos sino profesionales de la mexicanidad.
Esto no sólo se refiere a dos cuentos. Si un problema hay en la ficción de Fuentes, es su debilidad ante la relectura. El interés que provoca en la adolescencia, al leer
Las buenas conciencias o Aura, no se ve reiterado en la adultez ante tantos tomos carentes de profundidad dramática, escritos en una prosa prolija y flácida y con una visión esquemática de la realidad, ya sea Los años con Laura Díaz o La Silla del Águila, ya hablemos de Agua quemada o La voluntad y la fortuna. El tercer cadáver es, así, la concepción mitohistórica de la ficción que hay en Carlos Fuentes, una visión impostada y conservadora que se sostiene no en una confrontación crítica de la realidad sino en su exoneración, al colocar en el pasado o en la otredad la causa de todo infortunio. Una voluntad escritural inagotable y disciplinada no tuvo de su lado una trascendente aprehensión de los pulsos complejos de la existencia humana independientemente del código postal de sus personajes. Es la de Fuentes una voz literaria envejecida, ya caduca en el territorio de la ficción mexicana.

lunes, 16 de mayo de 2016

El estilo literario en Fernando del Paso

15/Mayo/2016
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

I

El humorismo en la literatura ha fecundado productos notables aun antes de que, como tal y bajo la acepción moderna del término, la crítica hubiera estado dispuesta a reconocerlo. Como actitud vital y filosófica, tiende a desentenderse de las rígidas ideas que una visión unívoca de la realidad obliga siempre a asumir.
En la literatura mexicana no abundan los ejemplos de obras humorísticas o de autores dedicados en exclusiva a su cultivo. En escasos atisbos del teatro prehispánico, en ciertos poemas de Nezahaulcóyotl, sobrenadando algunas crónicas de conquista (de manera casi siempre involuntaria) y, por supuesto, en la comedia novohispana y en los poemas jocosos de la monja jerónima, la presencia del elemento lúdico, sin ser flagrante, resulta más o menos evidente. Por su parte, la vena humorística de Fernández de Lizardi y de cierta novela decimonónica (verbigracia, El hombre de la situación, de Manuel Payno) sirven apenas de contrapunto a nuestro Romanticismo y Realismo plomizos y demasiado corrugados, en términos generales, pues son gaviotas que no hicieron verano los retratos costumbristas y caricaturescos de autores como Ángel de Campo o López Portillo y Rojas.
Hacia el siglo xx el panorama cambia, sin duda, pero no de manera sustancial, si bien la poesía estridentista y ciertas cabriolas calemburescas en la obra de Villaurrutia acusan un tratamiento formal casual e irreverente, juguetón e insumiso; por su parte, Tablada, Novo, Efraín Huerta y Gerardo Deniz son poetas vigesémicos (autores del siglo XX, como decimonónicos son los del siglo anterior) por cuya obra atraviesan, a veces, gatos agazapados en su sonrisa oblicua.
En prosa la cosecha es más abundante, sin perder de vista, como queda sugerido, que la nuestra es una literatura casi siempre seria, cuando no solemne o dramatizante. Fuera de ese notable cuento de Rulfo, obra maestra de la narrativa breve amena y con el personaje cínico mejor trazado en nuestra historia literaria, el Lucas Lucatero de “Anacleto Morones”; de la obra de Jorge Ibargüengoitia y Carlos Monsiváis; de la prosa desternillante y al mismo tiempo concisa e irónica de Julio Torri; del regocijo, otra vez, de Salvador Novo y el ánimo desenfadado de Tito Monterroso; de algunas crónicas y cuentos de Juan Villoro y de los atrabilarios artículos de Guillermo Sheridan, son pocos los autores dispuestos a desenfundar el alma de su cripta de responsabilidades sabihondas para enjuagarla en el espacio relativizador del humor, caldo en que se escalda la lengua todo discurso unívoco y donde pierde pie la piedad que no sabe ser indolente y la risa que no entiende de sufrimientos ambiguos.

II

Una de las voces más vigorosas de la literatura mexicana contemporánea es, sin duda, la de Fernando del Paso, autor repartido en una no muy abundante cantidad de obras diversas –desde el poema eventual y el artículo originalísimo hasta la novela policíaca o el ensayo quijotesco– y concentrado en tres novelas fundamentales de la narrativa hispánica: José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del imperio (1987).

Es posible que la tercera de ellas sea una de las mejores novelas históricas de nuestra tradición literaria, pero no cabe duda que la segunda, por sus incuestionables méritos lingüísticos, porque es un monumental ejercicio de la ficción como arte de ingenio y, cabe decirlo, por el desolador panorama descrito en el primer apartado, es la más acabada novela humorística mexicana, la única que entronca directamente en nuestra lengua con el ápice que, en este y en muchos sentidos, representa el Quijote de Cervantes.

III

La historia de México es una de las preocupaciones esenciales de la narrativa de Del Paso, aunque su obra no se plantee a sí misma como una empresa de reconstrucción histórica al estilo decimonónico de Galdós. Producto de su interés por ese México cruzado de mitos que devienen Historia y hechos cuyo origen hay que buscar en creencias milenarias, José Trigo, su primer trabajo novelístico, se apropia de una ciudad (México, DFf) y de un barrio particular (Nonoalco-Tlatelolco) para desarrollar la vida y la imaginación de un ferrocarrilero mexicano al que rastrea afanosamente el narrador, desamparado Juan Preciado en busca de su páramo. Así como la experimentación formal de la narración y ciertos barruntos de barroquismo verbal son la cuota de ludibrio que declara esta novela, la rica y milimétrica exuberancia narrativa del monólogo de Carlota es muestra incuestionable de la audacia formal que alcanza la prosa delpasiana en Noticias del imperio: “Me embarazó el Mariscal Aquiles Bazaine con su bastón de mariscal. Me embarazó Napoleón con el pomo de su espada. Me embarazó el General Tomás Mejía con un acto largo y lleno de espinas. Me embarazó un ángel con unas alas de plumas de quetzal que tenía, entre las piernas, una serpiente forrada con plumas de colibrí. Y quedé preñada de viento y de vacíos, de quimeras y de ausencias. Voy a tener un hijo, Maximiliano, del peyote, un hijo del cacomixtle, un hijo del tepezcuintle, un hijo de la mariguana, un hijo de la chingada.”

Dislocado como el propio discurso de Carlota, el humorismo de Del Paso se abre paso entre dos de sus pasiones –la historia y la medicina– y se convierte en pleno protagonista de su prosa sólo en Palinuro de México. Sicalíptico, surrealista, desorbitado, metafísico, panteísta, el ingenio desaforado de esta novela se mueve libremente desde la anécdota misma hasta el constante juego de palabras, constituyendo una lección y una reacción de alergia frente a la escasa alegría verbal de nuestra narrativa, lo mismo que un ameno homenaje a esos grandes humoristas librescos (Cervantes, Sterne, Rabelais) cuya desmesura es disfraz de la maniática minuciosidad de su minimalismo literario.
A veces, el texto involucra objetos concretos en el juego desconstructor de la ceremonia humorística y hace pensar en el ludibrio a lo Ramón Gómez de la Serna, en esa prosopopeya donde el factor humano involucra la enfermedad y el deceso de las cosas, como ocurre en el capítulo octavo de la novela, “La muerte de nuestro espejo”: “Estefanía quiso plancharme una camisa y se encontró con que teníamos que operar a nuestra plancha Juana de un cortocircuito en el estómago. No habían pasado tres días cuando a nuestros saleros gemelos les dio retención de agua y a nuestra televisión Admiral le sobrevino un ataque de daltonismo y comenzó a confundir todos los colores.”
En otras ocasiones el delirio y el exceso son de naturaleza rabelaisiana, de una exquisita obscenidad cuajada en la desmesura, reinvención de equilibrios a partir de la exaltación sexual y digestiva. En “La Priapiada”, capítulo de la segunda parte del libro, los personajes masculinos que lo protagonizan (Molkas, Fabrizio y Palinuro) se enfrascan en una competencia de virilidad sustentada en las dimensiones de sus miembros, cuya apología avanza (obviamente in crescendi) en parlamentos alternativos destinados a preconizar las virtudes, longitudes y ventajas de sus respectivos órganos: “Yo lo que puedo decirles es que mi verga representa la degeneración del Manierismo en el estilo serpentinata. Yo tengo la verga tan larga –dijo Molkas– que cuando nací el doctor la confundió con el cordón umbilical y por poco me lo corta. Eso no es nada –dijo Palinuro–, yo tengo la verga tan larga que tengo tatuado en ella el texto completo, inexpurgado, del Kama Sutra. Pero como está en alfabeto Braille tiene que leerse con los dedos.”
Si existe una naturaleza gentilicia en la aproximación humorística a la realidad real o literaria, el jugueteo de Del Paso subraya, desde el título de la novela, que sus escarceos y bromas reafirman la mexicanidad de su historia, que lo es menos por un prurito cívico que por la elaborada imaginería de su condición de enorme albur verbal. Pero la novela no se entiende sólo como una muestra o mera ilustración de un recurso o un discurso autóctono, pues su clave y prodigioso procedimiento cuasi escénico es el de la subversión: de la palabra, del acto de contar, de la realidad percibida, del cuerpo y sus numerosas funciones, de la huidiza naturaleza del amor (que con humor se paga, pues su fiesta verbal parece asentarse en la adoración de Estefanía). Además, el cuidadoso caos de sus 700 páginas, en su promesa de inventario, de querer agotarlo todo y abarcar la totalidad del instante, persigue, como observa Adolfo Castañón, “emancipar al lenguaje de las tutelas de la verosimilitud”.

IV

Bach en fuga (la novela es tan musical como el Gargantúa, de Rabelais, que juega interminablemente con las modulaciones y registros del francés de la rue), suculento refrigerio de un banquete libresco, Palinuro de México es una novela profundamente corporal, profusa como un organismo vivo y en actividad delirante. Del Paso estudió medicina, como el escritor francés, pero eso explica sólo en parte la fisiología del libro, que es de naturaleza erudita de un modo más amplio, diríase renacentista, pues la sabiduría literaria que rebosa reviste perfiles botánicos y zoológicos, pero asimismo históricos, geográficos, mitológicos o pictóricos, casi siempre aderezados por la lengua franca del humor.

Porque amplia y caudalosa es su naturaleza, el Palinuro cabe en esa vieja clasificación que denominaba a estos textos totales como novelas-río, pero parece convenirle más el término de libro-mundo, un cosmos ilusorio pues parece, más bien, un caos desmesurado y febril a la manera del que constituye el Ulises, de Joyce, novela con la que comparte la atmósfera lúdica, su aleccionadora combinación de exquisitez y vulgaridad, el intento desesperado por decirlo todo.
Las imágenes que genera la vasta maquinaria verbal de la novela de Fernando del Paso son muchas veces de ascendencia surrealista: músicos que crecen en los kioskos, quesos “dóciles”, vinos “que se ruborizan”, “pensamientos envasados” y estornudos con logotipo. El libro se atarea plena y placenteramente describiendo lo que es y no es Estefanía, la prima amada, lo mismo que el abuelo Francisco o, en un par de capítulos, las anómalas y delirantes agencias de publicidad que recuerdan otro oficio practicado por el autor, oficio de tinieblas que ejerció sólo en la juventud pues su creatividad se resistió a ser secuestrada por criterios meramente mercantiles y no literarios.
Otro rasgo hipnótico de la escritura de esta novela hiperbólica es la manera natural con que pasa de una proposición concreta y precisa a una abstracción igualmente rigurosa pero desaforada: “Estefanía nunca tuvo un metro setenta y cinco de estatura, cuarenta y tres escarabajos sagrados de ancho o veinte esmeraldas de profundidad.” Su prosa progresiva se comporta a veces como una espiral que va agregando notas a la elegía, a la oda sinfónica de Estefanía, columna vertebral, asidero emotivo del libro. Asimismo, son numerosos los contrapuntos que la escritura ofrece en su poliédrico proce-dimiento narrativo, de modo que de un capítulo a otro, como ocurre también en Joyce, la técnica se altera sin el menor escrúpulo, si bien el ritmo poético, el aluvión de metáforas y las enumeraciones ensimismadas siguen constituyendo el soporte estructural del vastísimo mural en homenaje al mundo que alienta en la novela.

v

Palinuro de México es un libro de paréntesis y parentescos interminables, una obra donde la palabra es cuerpo, verbo encarnado; donde el incesto es tentación garciamarquiana y la digresión un desternillante guiño a Sterne y la escatología revelación de Rabelais y la riqueza verbal y la ocurrencia infinita bacilos propios de la buena leche de Joyce: después de todo, la Vía Láctea es, como sugiere el libro, resultado de una masturbación de Dios.

Nada mejor que celebrar a Fernando del Paso, en sus ochenta años y a propósito de su flamante Premio Cervantes, de la mejor manera posible: releyendo la incesante pertinencia de su obra