Luvina 67
Verano
Sergio Téllez-Pon
De lo que es parte, trozo, fragmento
Baudelio Lara
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Los primeros momentos de los Siete Días. El ensayo nació de fragmentos, pedazos retomados de aquí y allá, mal remendados. Los Pensamientos
de Pascal, como se sabe, en realidad eran notas, proyecciones de
ensayos que pensaba desarrollar. El acto frustrado se volvió acto
creativo: nació entonces el género de la fragmentación. ¿Y qué otra cosa
es el Zibaldone, de Giacomo Leopardi, sino fragmentos? Antes
de ellos, también Montaigne había tomado un poco de aquí, una pizca de
allá y un poco más de
acullá, cual hechicera que vierte todo al
cazo para obtener la pócima, y entonces presentó sus fragmentos como
Modestas Disertaciones. Y todavía más, al principio de una de sus
autobiografías, Yeats escribe: «Mis primeras memorias son fragmentarias y
aisladas y contemporáneas, como si uno recordase algunos de los
primeros momentos de los Siete Días. Es como si el tiempo no hubiese
sido aún creado, pues todos los sentimientos en relación con emociones y
lugares carecen de secuencia». Fragmentarios, aislados, contemporáneos y
deslumbrantes son también los textos mínimos de Azorín y de Julio
Torri. En nuestros días, y en la lengua española, Piglia ha publicado
algunas notas literarias de su diario (Formas breves), deshilvanadas, así como Vila-Matas ha hecho lo propio en su Dietario voluble. En Todo es otro
(Fondo Editorial Tierra Adentro, 2002), Heriberto Yépez aboga por el
ensayo fragmentado, el cual no tiene que ser «rectilíneo», desarrollarse
a lo largo de párrafos y párrafos, aunque, eso sí, sin dejar de ser
lúcido, ofrece varias posibilidades de lectura y, lo más importante,
incluso las ideas pueden sobreponerse o contradecirse. Los fragmentos,
pues, como ideas en estado puro. Una vuelta a los días de la creación.
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Despacio: dé espacio a sus ideas.
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Ulises, perdido como andas, ¿cómo sabes si no estás ya en Ítaca?
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Según Kafka, la gripe es «la enfermedad profesional de los
viajantes». ¡Lo dice él, que era un viajero como lo pedía Morand (un
Morand avant la lettre): el viajero alrededor de su alcoba!
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Por lo regular, leo más cuando viajo en metro. ¿Por qué no harán lo
mismo todas las personas que se van viendo a sí mismas o ven sin mirar
el paisaje a través del cristal? El viaje, cualquier viaje, ya lo
dijeron viajeros notables, puede ser una actividad muy productiva.
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El tiempo se encarga de hacer móviles las ideas fijas.
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Siglo xxi: Siglo de las Luces Apagadas.
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Sólo la enfermedad nos hace reparar en partes del cuerpo que obviábamos.
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Así son las ideas: nos invitan a tomar conciencia. Hay que tomarlas con ciencia.
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Puesto que las cosas de calidad están dirigidas a un público
específico (y, por lo tanto, minoritario), las drogas sólo pueden ser
para unos cuantos privilegiados.
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Del amor al odio el paso es más corto.
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Una de las grandes paradojas de mi vegetarianismo es que no puedo
comer piña porque me produce agruras; en cambio, por prescripción
médica, debería comer regularmente un bistec de hígado para
contrarrestar los problemas de la vista.
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23 de enero de 1981
No hay historia que contar: yo nací hasta el día siguiente.
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El flâneur que
visite Nueva York se encontrará con estructuras y andamios en las
fachadas de muchos edificios de sobria arquitectura. Siempre están
restaurando uno tras otro, y luego el de al lado. La Ciudad de los
Rascacielos es, en realidad,
la Ciudad de los Andamios —o sin andamios no hay rascacielos.
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Esa actitud de aferrarse a la vida es lo que bien puede llamarse decrepitud.
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Qué poco esfuerzo tiene que hacer la gente para decepcionarnos.
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No conforme con la extenuante vida social, la modernidad impone una agitada vida virtual.
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Uno nunca puede resistir la tentación de volver a hacerlo.
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Escuchar a Strauss y Wagner es asistir a los más prolongados orgasmos sin necesidad del cuerpo del otro.
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El escritor es una suerte de gran Narciso que se ahoga en las aguas fastuosamente revueltas de la hoja en blanco.
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Si los narradores leyeran a todos los poetas que Roberto Bolaño cita en Los detectives salvajes(incluyendo a todos los del Manifiesto Estridentista), otro sería el destino de la narrativa y, por qué no, el de la poesía.
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Para salir de los agobios de las lecturas obligatorias (que para la
tarea, que para un poema, que para una reseña, que para un ensayo...),
reivindico mi placer por la lectura y vuelvo a los libros que leo sólo
por leer.
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La literatura es algo demasiado serio como para no reírse de ella.
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Un personaje de Bolaño dice:
—El arte está enloquecido.
Creo que el arte no enloquece, sino sus creadores; por eso, debió decir:
—El arte me ha enloquecido.
En otras palabras:
—El arte me ha convertido en lo que he sido.
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Una plaga de bichos raros azota mi biblioteca. Me uno a la
destrucción que hacen de mis libros sólo para vengarme por lo que las
letras han hecho de mí: un iluso que al leer pretende dejar de serlo.
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Leo sin fluidez. Las palabras me detienen. Recurro al diccionario
cada vez que dudo del significado real de una palabra. Me doy cuenta de
que sólo tenía en mente una vaga idea de lo que en realidad
significaban. Sólo tenía significados connotativos.
Así habré leído por tanto tiempo...
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Desde que lo recuerdo, siempre he tenido una letra de puño espantosa:
combino la manuscrita y la de molde con muy mala habilidad para dibujar
bien las formas de las letras. Pero hace poco me sorprendí al leer un
reportaje en el que, según decían unos especialistas, los jóvenes —y los
que vengan— irán perdiendo la capacidad motora de sus manos gracias al
teclado de la computadora, pero también por los controles remotos y
máquinas de videojuegos, por lo cual su letra de puño será cada vez más
ilegible. Por paradójico que se antoje, iremos a la época de piedra:
jeroglíficos, códices, imágenes rupestres para hacernos entender entre
los humanos y así dejar testimonio de nuestro paso por la tierra. En un
futuro no muy lejano, una materia indispensable desde la educación
básica será la paleografía.
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La crítica literaria muchas veces amonesta la
disparidad de la obra poética de un autor; la considera desigual y
por eso enjuicia al poeta severamente. Olvida que hay algo aún más
grave: la monotonía, el mismo tono, cuando la poesía no es desigual sino
extremadamente parecida y las mismas palabras expresan siempre el mismo
sentimiento; el mismo tono se mantiene en casi todos los poemas de tal
manera que parece que se ha leído uno solo. Ni buena ni mala poesía,
porque no puede haber ni una ni otra donde el poeta no se permita
sobresalto alguno.
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No intento decir nada nuevo. La paráfrasis
es mi figura retórica predilecta.
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Me explico: abundo, me pierdo en la longitud del texto, me repito y
acabo por contradecirme. No especulo ni supongo: afirmo, y con esa misma
contundencia me desdigo.
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Soy intolerante al plural mayestático.
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La condena: escribir, escribir irremediablemente.
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¿Qué lee Hamlet? Es la pregunta que ha querido contestar toda la
literatura posterior a Shakespeare. «Palabras, palabras, palabras...».
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La simple categorización. Harold Bloom, al inicio de su libro Ensayistas y profetas. El canon del ensayo
(2005; Páginas de Espuma, 2010), en el que impone su canon de
ensayistas (desde la Biblia hasta Camus, pasando por Montaigne, Johnson,
Boswell y Freud), escribe: «Lo que tienen en común los veinte
[ensayistas] es que pertenecen a una categoría literaria que desafía a
la simple categorización». Esas palabras suenan extrañas en alguien que
lo único que ha hecho en los últimos tiempos es justamente fomentar las
categorizaciones simples: lo mismo en el Canon occidental (1994) que en Cuentos y cuentistas. El canon del cuento.
En realidad, toda la literatura desafía la simple categorización, es
decir, rechaza el establecimiento de un canon, la imposición de una
lectura, la diversidad literaria abolida al verla —y hacerla ver— como
un sistema cerrado («Esto es lo que debe leerse»). El establecimiento de
un canon es alarmante, pero cuando se comete contra el ensayo, esto es,
contra las ideas, debería considerarse un crimen de lesa humanidad.
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Nuestro ensayo. A diferencia de las antologías de poesía y narrativa, las de ensayo en México son escasas, a saber: la clásica El ensayo mexicano moderno (dos tomos, fce, 1971), de José Luis Martínez; Ensayo literario mexicano (unam / uv / Aldus, 2001), de Federico Patán, Evodio Escalante y Hernán Lara Zavala; Los mejores ensayos mexicanos (Planeta, 2005), compilada por Antonio Saborit y Ana Marimón, y El hacha puesta en la raíz
(Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006), que prepararon Verónica Murguía
y Geney Beltrán Félix. Entre todas abarcan poco más de un siglo del
ensayo en la literatura mexicana. Gracias a ellas es posible apreciar
claramente la paulatina transformación de nuestro ensayo: del rigor
formal a formas ensayísticas más libres, un desarrollo menos estricto
que desemboca en un ensayo más libérrimo, más radical, anfibio, sin
necesidad de apegarse a infranqueables postulados, principalmente
académicos. De esa manera es como el ensayo empieza a ganarse su lugar
como género literario, mientras que otros géneros, en particular la
narrativa, hoy en día se están retroalimentado de él.