Diciembre/2011NexosAntonio Saborit
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Pocas sorpresas augura el título de estas páginas. Si con algo se identifica a José Emilio Pacheco en el medio literario que él mismo preserva y recrea desde el final de los novecientos cincuenta es con su descreencia en la inamovilidad de una página impresa y su disposición a corregir y reescribir prosas y poemas ya publicados. Sin embargo, de algún modo se olvida que estas metamorfosis son inherentes al mundo de las letras. Desde hace más de cien años, para el caso, leemos la apología del doctor Mier y la relación de lo que le sucedió en Europa entre 1795 y 1805 como si en efecto fueran lo único que no son: sus memorias. Recuérdese que los primeros lectores de
La Regenta nunca se enteraron que la novela tuvo dos primeras ediciones distintas, la original en cinco mil ejemplares de finales de 1884, y su ampliación, ordenada semanas después y en el mismo número de ejemplares porque el editor creyó que el libro podría gustar al público, pero cosa curiosa, parte de la ampliación salió enmendada por el propio Clarín. Lo común es que las metamorfosis ocurran en la mesa en la que un editor se atreve a tasajear el mecanoescrito de
Sons and Lovers, con el consentimiento del autor, o en la que años después otro editor mutila el original de
The Garden of Eden, sin el menor respeto por la memoria de Hemingway. Pero estas metamorfosis incluso llegan a suceder sobre las pruebas de imprenta, como le pasó al Trimalchio que el propio Fitzgerald hizo transitar rumbo a su nueva identidad bajo el título de
The Great Gatsby con numerosos añadidos y correcciones. Son legión los escritores que han empleado como pruebas de imprenta las páginas de revistas y periódicos, las cuales, corregidas, han llegado como originales a la imprenta. Rubén M. Campos, por ejemplo, si bien se quedó con
El Bar en el cajón, lo cierto es que publicó en revistas numerosos adelantos de este estudio sobre la vida literaria en México en 1900 y que eso le permitió formar un mecanoescrito final con las enmiendas precisas. Los primeros lectores de una determinada obra por lo general ignoran que lo son hasta que el libro en el que la conocieron sufre alguna metamorfosis y deja de ser el mismo, como les sucedió a los que pasaron por
La región más transparente antes de que Carlos Fuentes decidiera “aumentarla” en la edición de 1972.
En el caso de Pacheco la experiencia con estas metamorfosis pudo haber comenzado en 1977 con la segunda edición de su primera novela, Morirás lejos. Rafael Pérez Gay sostenía por entonces que la sombra que arrojaban dos títulos de poesía como
Irás y no volverás y
No me preguntes cómo pasa el tiempo “oscurecía” los logros del que en su opinión era el “mejor de sus libros en prosa”. La segunda edición de
Morirás lejos, reescrita “en buena parte” en ocasión de sus primeros diez años, difería de la primera edición en “la claridad y la precisión”, como observó Pérez Gay. Tan amplia o urgente era esta disposición para corregir y reescribir que más adelante, cuando la popularidad del “Inventario” superó efectivamente la de sus poemas, narraciones y ensayos sobre la historia de la literatura mexicana, Pacheco asistió a la multiplicación de las páginas por enmendar. De ahí el no rotundo que daba cada vez que se le mencionaba la pertinencia de trasladar el material de esa columna en
Proceso al formato del libro. Antes que atreverse a ofrecerlas a alguna casa editorial se sentía en la obligación de actualizarlas, cuando menos, y no había tiempo para eso. Por lo demás, el espíritu y el estilo de “Inventario” estaban en las numerosas colaboraciones semanales sobre literatura e historia que a lo largo de varios lustros entregó, primero, al suplemento de la revista Siempre!, y luego al suplemento dominical de
Excélsior.Al fresco de este asedio sobre el gusto por alcanzar una escritura clara y precisa resulta casi increíble que naciera y llegara a crecer hasta alcanzar su desarrollo más pleno el primer mecanoescrito de
Las batallas en el desierto. Pero supongo que Pacheco debió tener los mejores alicientes para concluir este relato en el deseo y en la posibilidad de verlo transitar en cuestión de días de su mesa de trabajo a la más fugaz de las versiones impresas, la del suplemento de un diario, como el que gastaba el
unomásuno. Acaso no me equivoque ni al sugerir que Pacheco compuso una segunda versión de Las batallas en el desierto sobre las páginas de la entrega correspondiente al 7 de junio de 1980 del citado diario, ni que esta segunda metamorfosis sufrió por lo menos una más al llegar, un año después, a la primera edición de
Las batallas en el desierto en
Era. Lo anterior, sin embargo, adquiere una consistencia diferente a la que aporta el pragmático artesano del lenguaje cuando se considera que en la experiencia de Pacheco el roce con otras formas de la inestabilidad de la palabra impresa provino de su trato directo con la investigación y la escritura de la historia.
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Este aspecto de la actividad intelectual de Pacheco se conoce más bien poco o mal. Es cierto que Pacheco empezó a desplegar su pasión por la historia literaria y cultural en diversas publicaciones periódicas —las cuales guardan series enteras de notas y ensayos que por las razones antes expuestas hasta el momento no han saltado al formato del libro— pero también lo hizo en varios proyectos de carácter bibliográfico. Es el caso de la selección y dos de los prólogos del diario público de Salvador Novo (
La vida en México en los periodos presidenciales de Cárdenas, Ávila Camacho y Alemán) así como de una antología sobre Alfonso Reyes (
Universidad, política y pueblo, 1967), y tres más sobre poesía:
La poesía mexicana del siglo XIX (1965),
Poesía en movimiento (1966) y
Antología del modernismo (1884-1921) (1970), la segunda de las cuales formó junto con Octavio Paz, Alí Chumacero y Homero Aridjis. Pero también es cierto que Pacheco encontró un espacio para desarrollar esta misma pasión con nuevas y mejores herramientas cuando en agosto de 1972 Enrique Florescano lo invitó a sumarse a la joven planta de académicos del Departamento de Investigaciones Históricas del INAH. Ahí editó —junto con Gabriel Zaid— la obra poética del malogrado José Carlos Becerra,
El otoño recorre las islas (1973), prologó
El uso de la palabra de Rosario Castellanos (1975) y tradujo
Epistola:
In Carcere et Vinculis de Oscar Wilde (1975). No era el mejor de los mundos posibles, para nada, aunque así hoy lo pueda parecer gracias al empeño silencioso, constante y serio de otros como Pacheco —a los que imagino asomados a su propia ventana en una amplia fachada, igual que el legendario cartel de la casa Joaquín Mortiz que trazó Abel Quezada—. Y sin embargo de la pavorosa chicalada del lenguaje público de esos años alcanzaron a surgir tanto de las letras como de las ciencias sociales una centena de obras que hoy, antes que una nómina de honor, es una escuela de sobrevivencia, la verdadera imagen de una lima para un preso.
Pacheco hizo equipo con Héctor Aguilar Camín, José Joaquín Blanco, Nicole Giron y Carlos Monsiváis en el Departamento de Investigaciones Históricas, se concentró en el final del siglo XIX y las primeras décadas del XX, vio en la recuperación y edición de textos una tarea no sólo impostergable sino ineludible para alguien agobiado por la inestabilidad del lenguaje. En y de ese espacio son la selección, notas y prólogo al volumen que circuló con el nombre
Diario de Federico Gamboa, 1892-1939, un trabajo esencial en el replanteamiento de nuestra historia cultural y literaria —publicado en el mismo año en que apareció la segunda edición de
Morirás lejos; de ahí su traducción de Edouard Jaguer sobre
Remedios Varo (1980) y también otra antología,
Poesía modernista: una antología general (1982). En y de ese espacio es también el libro titulado Las batallas en el desierto, pues no sólo me consta que Aguilar Camín se interesaba entonces en escribir una historia narrativa de la vida en México en el periodo presidencial de Miguel Alemán, materia del tercero y último de los volúmenes de Salvador Novo editado por Pacheco, sino además que entre los muy diversos modelos narrativos que Aguilar Camín consideraba y discutía para este proyecto en veremos con Blanco, Giron, Monsiváis y Pacheco estaba
Gloria y ensueño de William Manchester y una novela que ahora, al cabo de treinta años, he creído reconocer por momentos en las páginas de
Las batallas en el desierto, la novela de E. L. Doctorow, Ragtime.
Los cuatro tomos de Manchester empezaron a circular en México en 1976, bajo el sello de Grijalbo, en traducción de Rafael Andreu Aznar. La novela de Doctorow, en traducción de Marta Pessarrrodona, también llegó a México bajo el sello de Grijalbo y también arribó a nuestras librerías en el año de 1976. Pero para entonces estos títulos era bien conocidos entre los miembros del Seminario de Historia de la Cultura Nacional, coordinado por Pacheco, del Departamento de Investigaciones Históricas. Y sin embargo no creo haber leído un solo comentario sobre
Las batallas en el desierto, en estos treinta años, que sugiera un vínculo ni entre las enumeraciones históricas empleadas por Doctorow y Pacheco, ni entre la mirada del
Little Boy en
Ragtime y la del narrador de
Las batallas en el desierto. 3
Pero volvamos a la metamorfosis. Son tantas las novedades que contiene la edición conmemorativa de
Las batallas en el desierto que acaso valga la pena hacer notar por lo menos que se trata de la cuarta metamorfosis.
Ahí permanecen las dos breves frases del epígrafe que a la vez son las primeras de la novela del escritor inglés L. P. Hartley,
The Go-Between. Epígrafe que en realidad debió ser el primero en cambiar puesto que Hartley no escribió dos frases separadas por un punto y seguido, sino una sola frase dividida por dos puntos (
The past is a foreign country: they do things differently there). Una errata que convoca un sentido diferente, según trataré de exponer en un momento. Por lo demás, el texto está plagado de novedades, que por previsibles que sean, familiarizados como estamos con el deseo de Pacheco de alcanzar la mayor precisión y claridad posibles, no pierden su carácter de novedades de sentido: como el “impensable año dos mil” por 1980, el que desapareciera la alusión al fraude electoral a Henríquez Guzmán, el que el padre de Carlos pasara de 42 a 48 años, el que en la familia del narrador antes hubiera “dirigentes” cristeros y hoy sólo se trate de cristeros, el que Héctor, el hermano mayor de Carlos, deje de ser “industrial” para volverse un mero cincuentón, o que el mismo hermano se libre de la cárcel y no de Lecumberri, como hace treinta años, o el cambio al final del relato.
Las novedades también aparecen alrededor del texto, en los elementos materiales que rodean y prolongan al relato “por presentarlo, en el sentido habitual de la palabra, pero también en su sentido más fuerte: por darle presencia, por asegurar su existencia en el mundo, su ‘recepción’ y su consumación, bajo la forma... de un libro”. Y lo que nos dicen estos umbrales, como los llama Gérard Genette —de quien es el entrecomillado anterior—, me temo sean los que inducen una lectura diferente de
Las batallas en el desierto.
La nueva portada de
Las batallas en el desierto, resuelta en torno a una dramática fotografía de un cilindrero apostado sobre la avenida Juárez, asocia el nombre de Pacheco y el título del libro a la ciudad de México y al fotógrafo emblemático de ese espacio durante los novecientos cuarenta y cincuenta, Nacho López. En cambio, la portada con la que este libro salió en mayo de 1981 en busca de sus primeros lectores estaba resuelta sobre un sobrio fondo blanco, su punto focal era la figura sedente de una mujer enmarcada por un fino rectángulo ligeramente descolgado alrededor del cual se leían: el nombre del autor, en la parte alta de la portada, por encima de la línea que en realidad demarca uno de los lados menores del rectángulo; el título, abajo del autor, en el interior de la parte alta del rectángulo; y el sello editorial, en la esquina inferior derecha, a manera de contrapeso de la misma viñeta que, por la esquina inferior izquierda, desbordaba el marco del rectángulo y rebasaba la superficie de la portada. Dije que el punto focal de esta portada era una figura sedente, pero debo ser más preciso. Lo era (es) sin lugar a duda la franja negra que se estampó sobre los ojos de esta mujer a fin de preservar o incluso hasta proteger su identidad. Completaban el acceso original una dedicatoria a dos personas, una ausente, la otra no, la cual ahora creció a cuatro, tres de ellas ausentes, y el ya mencionado epígrafe. Estoy dispuesto a conceder que exagero, pero no que puse a modo los hechos: la muerte de Mariana pasa a un segundo plano, se diluye en verdad sobre la eficacia del fondo urbano, como el humo de una vieja máquina de ferrocarril al pasar por debajo del puente de Nonoalco. Por varias razones pude haber recordado
Ragtime. (¿Y Fitzgerald?, se me preguntará. En el capítulo cuatro hay una paráfrasis de las primeras líneas de la novela de Gatsby y nada comentas.) Pero una de las razones por las que recordé
Ragtime al releer esta nueva edición de los infortunios del niño Carlos es porque los umbrales ponen el énfasis de
Las batallas en el desierto en el escenario —y si algún personaje ineludible aparece en la novela de Doctorow es precisamente la ciudad de Nueva York en el tiempo, es decir, en el pasado, en este otro país.
El apunte que empezó con la inestabilidad de la palabra escrita ahí debe terminar. El epígrafe de Hartley, en esta metamorfosis de
Las batallas en el desierto, con la errata que fragmentó en dos la que originalmente era una frase, invita ahora a recordar una versión previa del país extranjero o ajeno, pero tan vinculada a la cultura literaria del siglo XX como la de
The Go-Between. Está en
El judío de Malta de Marlowe, pero para efectos narrativos en realidad se encuentra en el epígrafe de un poema de T. S. Eliot así como en dos novelas de Hemingway, y sobre todo funciona para esta cuarta metamorfosis de
Las batallas en el desierto: “Pero sucedió en otro país, y además la dama está muerta”.