sábado, 31 de diciembre de 2011

Crítica, Navidad y proflexión

31/Diciembre/2011
Milenio
Heriberto Yépez

En la última década, la lista anual de Sergio González Rodríguez en El Ángel del Reforma se hizo referencia para saber qué leer. Hoy (2011) hay muchas y cada una proclama un puño de lo mejor de cada año. ¿Cómo llegamos a este autoengaño?

Editores descuidaron su sección de reseñas. Ese fue el inicio; luego, la pérdida de liderazgos.

Christopher Domínguez era el crítico literario que daba seguimiento a la nueva literatura mexicana. En la última década declinó el puesto. Y ante la pérdida de credibilidad de las revistas (Letras Libres y Nexos, principalmente); el capricho de los nuevos reseñistas oficiales; la llegada de la blogósfera y las redes sociales (sobre todo, Facebook) y el arribo de la Generación Tierra Adentro-Fonca, saber cuáles eran las mejores novedades literarias mexicanas comenzó a ser cada vez más neblinoso.

¿Quién puede reseñar? ¿Cómo se debe analizar? Son preguntas que las revistas mexicanas no han puesto sobre la mesa. De ahí que cualquiera pretenda hacerlo.

En poesía, por ejemplo, la reseña se hizo semi-poema en prosa para cometer deflexión: evadir el análisis y sustituirlo con pre-estilística (fraseología e imágenes) para no sustentar adjetivos o avalúos, debido a que el comentarista, en realidad, nada tenía qué decir. Caso típico: decenas de reseñas sin una sola cita del libro que ensalzaban (para no evidenciar sus mentiras).

Y en esta década, ante la creciente mediática, de la deflexión prosiguió otro fenómeno retórico aún más penoso: la proflexión.

La proflexión consiste en enunciar de otro (consciente o inconscientemente) aquello que se espera sea enunciado de ti.

Las relaciones públicas hoy dan forma a las listas en redes sociales, webs y revistas, que son ejemplo de recomendaciones sin sustento. Pero con v de vuelta.

El vacío de pensamiento fue cubierto por el intercambio de favores entre amigos, maestros-discípulos y colaboradores de medios, que aprovechan la inexistencia de criterios acerca de cómo reconocer y describir una obra valiosa.

También son responsables los académicos en México y Estados Unidos, quienes para no arriesgar nada —no hay para qué— se mantienen al margen.

Mientras que narradores y poetas, incapaces de redactar el menor análisis, realizan listas por gusto propio o entrevista, y los lectores —complacidos por la reducción de una literatura a un espectáculo de menciones— fingen tomar en cuenta esos censos que, en realidad, sólo cuentan para una comunidad literaria en que yo hago por ti lo que el año entrante espero tú hagas por mí.

Al preguntársele a un lector real por los mejores libros, nunca mencionará novedades. (Eso sólo lo hacen los Peña Nietos del mundo.) Y, sin embargo, ¿no es eso lo que hacen, año tras año, nuestros críticos navideños?

La proflexión es la palabra clave de la nueva acrítica mexicana.

Mis quince libros

31/Diciembre/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Podría uno enunciar el o los motivos que se tienen para tomar en cuenta tal o cual obra, pero incluso si no lo hacemos el título y el autor siempre podrán argumentar a favor suyo.

Se vale estar en contra de todo el fin de año, hasta de las listas que recogen los “libros del año”. Se vale decir que son (como lo son) injustas y arbitrarias; y es pertinente decir igualmente que carecen de autoridad y hasta de buen gusto, pero con un poco de cordialidad y apertura podríamos decir también que no le hacen daño a nadie.

Acabo de leer un texto en El país, firmado por José Luis Pardo, que busca ser una refutación categórica de las listas. Lo compartí por un momento, pero pensándolo mejor creo que se da demasiados e innecesarios golpes de pecho. Porque siendo Pardo justamente uno de los que han hecho posible la famosa lista de libros de fin de año de Babelia, su argumentación suena a un arrepentimiento vano o al menos tardío, por algo que nadie podría reprocharle mayormente: la exposición de un criterio o de una perspectiva que se puede compartir o no, pero que siempre será útil para hacernos una idea del inmenso panorama librero.

Dice Pardo que “la lista es la humillación de la propia idea de crítica, pues lo esencial de la crítica es el análisis, la argumentación, a veces la ironía, siempre el matiz y hasta el tono y el timbre, mientras que quien pide una lista está pidiendo que cese toda argumentación y se deponga toda sutileza, quedando todo reducido a puntuación y orden numérico, sin más posibilidad de explicaciones…”

No veo por qué. Desde luego, la presentación cruda y burda de un listado podría no tener gran fundamento, pero si bien se ve el argumento central son los libros mismos. Podría uno enunciar el o los motivos que se tienen para tomar en cuenta tal o cual obra, pero incluso si no lo hacemos el título y el autor siempre podrán argumentar a favor suyo en manos del lector.

Y dice más el buen Pardo: “A la humillación de la crítica le sigue de cerca la humillación de las obras mismas listadas: dejando aparte lo que la lista supone de mezcla entre churras y merinas (¿qué puede significar, en cuanto a calidad, que un estudio de sociología aparezca antes o después de una novela de aventuras, que ésta supere a un manual de autoayuda o de inteligencia emocional, o que este último puntúe más o menos que un texto clásico del siglo XVIII o quede en mejor o peor lugar que la biografía de un jugador de futbol o de un cantante de moda?), la clasificación —como en los deportes— sugiere que quienes escribieron esos libros lo hicieron como parte de una competición, lo que una vez más reduce la calidad (la condición de “mejor”) a la cantidad: ganancias y pérdidas, como si la finalidad de la escritura y su posible excelencia no residiesen en la obra escrita misma, sino en los puntos que puede acumular, en las deshonras que puede causar a los derrotados o en los trofeos que puede exhibir ante el público. Yo me bajo en ésta, pues, y me declaro en rebeldía: ya no voy a hacer más listas”.

Pues qué pena que se baje del caballo, pero a mí me parece que siempre hay mejores y peores libros, y que por eso mismo es importante contar con un intento de guía, con unas cuantas (aunque discutibles) orientaciones y que mientras más listas haya, mejor. Insisto: no le hacen daño a nadie siempre que se presenten como lo que son: miradas muy personales que pueden o no encontrar reflejo en la lectura de otros.

Con esa convicción —que sin duda me da tranquilidad— propuse hace unos días en el programa de tv Carlos Puig, En quince, el siguiente listado:

1) Herta Müller, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela.

2) Enrique Krauze, Redentores. Ideas y poder en América Latina, Debate.

3) Roberto Calasso, La folie Baudelaire, Anagrama.

4) Daniel Sada, A la vista, Anagrama.

5) Gregor von Rezzori, Edipo en Stalingrado, Sexto piso.

6) Julio Torri, Obra completa, Fondo de Cultura Económica.

7) Jonathan Franzen, Libertad, Salamandra.

8) Haruki Murakami, 1Q84, Tusquets.

9) José María Pérez Gay, La profecía de la memoria, Cal y Arena.

10) Tomas Tranströmer, Deshielo al mediodía, Nórdica.

11) Ignacio Solares, El Jefe Máximo, Alfaguara.

12) Edmundo Paz Soldán, Norte, Mondadori.

13) Michel Houellebecq, El mapa y el territorio, Anagrama.

14) Christopher Domínguez Michael, Profetas del pasado. Quince voces de la historiografía sobre México, Era.

15) Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer, Alfaguara

Mi lista es muy sencilla y no tengo más que suscribirla nuevamente para quien quiera tomar en cuenta estos señalamientos (muy personales) sobre el universo del libro; es algo así como la llamada de atención sin pretensiones que puede uno hacer tumbado en un parque, observando el firmamento, a un acompañante (si se lo tiene): ¿Ya viste esa estrella?

jueves, 29 de diciembre de 2011

La Librería Madero cierra un ciclo y cambia de sede

29/Diciembre/2011
El Universal
Alejandra Hernández

En los últimos 20 años, don Enrique Fuentes Castilla ha animado la Librería Madero. A lo largo de ese tiempo, no sólo ha recomendado y conseguido títulos a sus clientes, también ha conservado y reparado libros antiguos y usados. Una labor que en 2012 ya no llevará a cabo en el número 12 de la calle Madero del Centro Histórico de la ciudad de México, pues la emblemática librería abandonará la que fuera sede de tertulias de refugiados españoles e intelectuales mexicanos.

Desde su creación en 1951 y hasta ahora, la Librería Madero ha sido un recinto en el que se rinde culto a la palabra impresa. Entre sus estantes, que alojan una cuidadosa selección de libros sobre temas y autores mexicanos, se han reunido importantes personajes del arte y la cultura, como el poeta León Felipe y la escritora Margarita Nelken. Su fundador, don Tomás Espresate, refugiado español que llegó a México en 1939, es en sí mismo una figura en el mundo cultural mexicano, pues no sólo animó esa librería a lo largo de muchos años, también apoyó la creación de Era, editorial cuya inicial esconde su apellido o, más bien, el apellido de su hija, Neus Espresate, capitana de Era.

Es José María Espinasa, hijo de un refugiado español, quien refiere el contexto en el que se creó la Librería Madero: “Como sabemos, el exilio español tuvo una enorme importancia en el mundo editorial mexicano. Los refugiados fundaron editoriales, colaboraron en el Fondo de Cultura Económica… Pero también tuvo gran importancia, tal vez menos presente ahora, en el mundo de las librerías: crearon la Librería de Cristal, la Librería Cide, la Librería Madero…”

Después de don Tomás Espresate, la catalana Ana María Cama fue quien se encargó de animar ese emblemático establecimiento. Desde hace 20 años, Fuentes Castilla es quien da vida a ese espacio y a quien le ha tocado enfrentar una de las situaciones más difíciles en la historia de la librería: su cambio de sede.

Para quienes frecuentaban el establecimiento ubicado en el número 12 de la calle Madero, como los escritores Vicente Quirarte y José María Espinasa, es una pena que la librería se mude. Espinasa comentó que lamenta la pérdida de ese punto geográfico, “una avenida que va de Bellas Artes al Zócalo, que es referencia para todo el que conoce la ciudad”.

Don Enrique, sin embargo, se muestra sereno y dice que la librería, su librería, no muere, pues sólo se alojará en otro espacio (en Isabel La Católica esquina San Jerónimo, en contraesquina del Claustro de Sor Juana), mas no cerrará. El librero prefiere no abundar en ese cambio, sólo dice que se irá porque, en efecto, hay problemas. Al parecer se trata de un significativo aumento en la renta.

Como don Enrique no ofreció detalles sobre algún apoyo de las autoridades, se intentó comunicación con Inti Muñoz Santini, director general del Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México -cuyo cometido es gestionar ante particulares y autoridades competentes la ejecución de acciones, obras y servicios que propicien la recuperación, protección y conservación del Centro Histórico-, pero no hubo respuesta.

Juguetería para el amante de México

El escritor Vicente Quirarte, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, refiere su relación con la librería que este 2011 llegó al medio siglo: “No hubiera podido escribir mi libro Elogio de la calle. Una biografía literaria de la ciudad de México sin la ayuda de la Librería Madero y su capitán Enrique Fuentes. Como estudiante de doctorado, tuve siempre su ayuda y su generosidad, su comprensión para pagar al precio que yo podía los libros que necesitaba. Cuando tuve el privilegio de ocupar la dirección de la Biblioteca Nacional, las cosas no cambiaron: Enrique Fuentes nos consiguió rarezas que faltaban en el catálogo de la bibliografía nacional, siempre al precio justo. Esa ética del librero es en él paradigmática. Cuando le he solicitado un libro difícil, me comunica que lo obtuvo, pero que el precio no era justo, y por lo tanto, no quiso conseguírmelo”.

Con gran precisión, el autor de Morir todos los días describe también el valor de la Librería Madero en el entorno cultural del Distrito Federal: “Es de las escasas librerías en la ciudad de México, una verdadera librería porque en ella se encuentran tanto rarezas bibliográficas como libros nuevos, centrados en temas mexicano. Es un hospital de libros, un refugio para el bibliófilo, una juguetería para el amante de México”.

Como señala Quirarte, los libros que conforman el catálogo de la Librería Madero pertenecen principalmente a autores y asuntos mexicanos. En ella, además, sostiene su sitio electrónico, “se compaginan sabiamente libros antiguos y modernos, principalmente de autores y asuntos mexicanos. Pueden encontrarse ejemplares raros y curiosos de los siglos XVI, XVII, XVIII, XIX, XX y XXI. Es una librería no de texto, no de viejo, no general, no técnica, sí de historia de libro antiguo, usado, pero bien conservado, dignificado por la reparación y cuidadosamente seleccionado, libro de circulación actual pero con una selección apropiada, en función de ciertos temas alrededor de México”.

La relación con los compradores

El poeta y ensayista José María Espinasa dice sobre la Librería Madero: “Su ventaja es que uno sabe que puede encontrar ahí no los libros de novedad, no los de oferta, sino los que busca: una joya bibliográfica publicada hace 50 o 60 años, o el libro de un poeta importante publicado hace tres o cuatro. Además, esa librería no se deja llevar por el negocio inmediato; fue concebida como una librería, no como un supermercado”.

A ojos de Espinasa, esa concepción es la que ha permitido que se mantenga una relación cercana entre el propietario y el comprador.

“La Librería Madero cuenta con las características propias de un establecimiento de hace 30 o 40 años. Cuando la persona que atendía sabía lo que tenía, podía establecer una relación con los compradores; una manera de relacionarse con el libro en vías de extinción. Por eso, en ocasiones, uno ni siquiera iba buscando algo preciso. Más bien pensaba en qué encontraría, en qué recomendaría el librero, o a quien se encontraría”.

Esta última expectación nacía porque, como también comenta Espinasa, la Librería Madero ha sido un lugar de reunión. Ahí, dice, uno se encuentra con amigos sin haberse citado, o mantiene conversaciones con desconocidos sobre algún libro.

Enrique Fuentes espera que en enero ya haya concluido el cambio de sede, aunque son muchas cajas las que deben trasladar.

La librería ya no estará ubicada en la calle que le dio su nombre, pero, tal vez, en su nueva sede seguirá resguardando historias de amantes de la palabra impresa.



martes, 27 de diciembre de 2011

Poesía y política

27/Diciembre/2011
Milenio
Cristina Rivera Garza

La pregunta que no es posible dejar de plantearse es qué o cuál será la mejor manera de rendir cuentas sobre lo que acontece ahora

La guerra que pelean una férrea casta de tecnócratas neoliberales contra un grupo de empresarios transnacionales que se dedican a la producción y comercio de sustancias hasta ahora consideradas como ilegales ha sumido a México en una de las etapas más sangrientas de las que se tenga historia desde inicios del siglo XX. Interpretar críticamente estos fenómenos es acaso una de las tareas más urgentes en nuestros días para comprender y, luego entonces, proponer alternativas al estado de creciente crueldad y horror. Pensar críticamente en momentos de dislocamiento y ruina, de violencia extrema y duelo, no es cosa fácil. Como lo asegura Achilles Mbembe en relación al reto de pensar África fuera del eje de la teoría occidental, “lo que la teoría social no ha podido comprender es su tiempo [el tiempo histórico de África] como tiempo vivido, no sincrónica o diacrónicamente, sino en su multiplicidad y en su simultaneidad, su presencia y ausencia, más allá de las perezosas categorías de cambio y permanencia tan socorridas por tantos historiadores”. Contra los muchos estereotipos que, más que explicar, oscurecen la compleja realidad de la vida cotidiana y política de África, Mbembe asegura en On the Postcolony que “las fluctuaciones y la indeterminación de estos países no necesariamente significan una falta de orden. Cada representación de un mundo inestable no puede ser automáticamente subsumida bajo la etiqueta de ‘caos’. Pero, reducida por la ignorancia y la impaciencia, dejándose llevar por cierto delirio verbal, slogans, y en general la impericia lingüística, la literatura al respecto recurre con mucha facilidad a la repetición y el plagiarismo, a las declaraciones dogmáticas y las interpretaciones arrogantes, y las conclusiones superficiales están a la orden del día”.

No se necesita ser un crítico avezado para estar en general de acuerdo con Mbembe en lo que respecta a África e, incluso, en lo que podría tocar a la realidad mexicana de hoy. La pregunta que no es posible dejar de plantearse es, sin embargo, qué o cuál será la mejor manera de rendir cuentas sobre lo que acontece ahora. Heme aquí diciéndolo de nueva cuenta: Contra ese estado de cosas, aquí y allá, la poesía. No pienso, por supuesto, en la práctica versificadora que tiende a encerrarse en la torre de marfil de ciertos lenguajes prestigiosos que poco o nada tienen que ver con lo poético. No pienso, claro está, en el lenguaje imperialista (dar voz a otros) y con frecuencia ramplón que, con la excusa de acercarse a la comunidad que la produce, deja de exigirle a la poesía ese práctica de cuestionamiento del lenguaje que la determina. En lo que pienso mientras trato de elaborar un argumento sobre la urgencia y, por suerte, la presencia de una luminosa poesía política en nuestro medio es, sobre todo, en tres libros publicados recientemente en México. Se trata de Degenerativa, de Alejandro Tarrab; El baile de las condiciones, de Oscar de Pablo; y Hechos diversos, de Mónica Nepote. Es posible que estos tres libros no me hayan ayudado a entender (en el sentido meramente intelectual del término) lo que sucede en el país, pero no me cabe duda que me han acercado de manera punzante y riesgosa, de manera humana y crítica a lo que testifico en mi día a día.

En Degenerativa, un ejercicio casi orgánico de apropiación que resulta en una serie intrigante de variaciones y versiones de un material que ya nunca más podrá ser El Original, Tarrab trabaja de cerca con lecturas y otros artefactos artísticos pero no se olvida de dirigirnos “Hacia las maquiladoras, hacia el abismo de las sepulturas/ se entiende este reducto”. Y el lector de Tarrab puede, si así lo desea, detenerse en el casco de las viejas ciudades “donde puede llorar despierto” hasta las periferias que en mucho se parecen a las fotocopias y los loops donde la experiencia se daña y se difumina y cambia.

En El baile de las condiciones, un título que es una referencia poco discreta a un escrito de Karl Marx de 1844, Óscar de Pablo le da la mano a las condiciones de expresa desigualdad y explotación que caracterizan el mundo de hoy y, sin empacho, con inusual sentido del humor y agilidad lingüística y referencias tanto religiosas como históricas, las saca, en efecto, a bailar. De entre todos, sólo comento ese largo poema alrededor y dentro de la fábrica Modelo, donde los turnos de trabajo se transforman en mareas y los trabajadores, marineros imprevistos de una ciudad vuelta toda océano de químicos y de orina y de hartazgo, resisten el vómito y, sí, piden cerveza en el naufragio.

La poesía de Hechos diversos se produce justo en el lugar de la costura del libro que divide (o junta) las páginas donde se llevan a cabo los ejercicios con la sintaxis y las imágenes (a la izquierda) y aquéllas donde se plasma el lenguaje informativo de las noticias (a la derecha o en la parte inferior de la página, pero siempre en otra tinta). La yuxtaposición, que además involucra hechos ocurridos tanto dentro como fuera de México, trae a colación lo nimio, en efecto, pero también los fenómenos macroeconómicos sin los cuales eso nimio —la violencia doméstica, el nombre que se registra con sangre porque de otra manera se olvida, la mirada sobre el cuerpo desmembrado que alumbra la cámara de un paparazzi— no tendría por qué ser registrado. Lejos del facilismo de la representación directa o de la empatía superficial, Nepote pone a funcionar, y con estilete, el nivel de la investigación del lenguaje. En la primera línea del poema “Las muchachas bailan”, por ejemplo, las preguntas indirectas, que se establecen con el uso del tilde sobre el pronombre interrogativo, se atropellan una a otra a través de comas que, lejos de proponer una respuesta o, incluso un terreno propicio para la respuesta, insisten en la pregunta misma. “Dónde están bailando, dónde las muchachas, todas”. En la tercera línea, aparece, se diría que de la nada o de esas condiciones que ha sacado a bailar De Pablo, el primer imperativo: “Digan”, conmina la poeta. “Digan, dónde las muchachas bailan, dónde levantan las manos pálidas, no sus huesos”. Y en ese “digan”, que es plural, va el lector y va también el que no lee. En ese digan, mucho me temo, vamos todos.

Más podría decirse de estos tres libros, pero el espacio apremia: tres de entre los mejores libros de poesía política del México de hoy. Es decir, tres de entre los mejores libros de poesía que han tocado este país.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Productos indeseables

25/Diciembre/2011
Laberinto
Armando González Torres

La censura es un fenómeno con mala prensa, desacreditada en general, pero vigente. Su eventual utilización en una sociedad moderna estaría estrictamente restringida y tendría como objetivo proteger libertades y derechos, más que valores políticos, morales o religiosos. Sin embargo, la censura tiene fronteras muy porosas y muy frecuentemente se orienta a la persecución de algo considerado indeseable, confundiendo en ello categorías como lo inadmisible en lo jurídico, lo sedicioso en lo político, lo desagradable en lo moral y lo blasfemo en lo religioso. J.M. Coetzee en Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar (Debate, 2007) dice que la censura está gobernada por el ambiguo concepto de lo “indeseable” y responde a esa amenaza induciendo por la fuerza un anti-deseo activo hacia determinado acto o producto. Debido a que la literatura (la buena) utiliza el instrumento social de la palabra con una lógica ajena a la mera comunicación de mensajes, se convierte en un espacio donde pueden surgir numerosos productos indeseables. En su libro, Coetzee trata diversos casos de censura hacia productos indeseables de la literatura (desde el proceso judicial contra D.H. Lawrence debido a la publicación de El amante de Lady Chatterley hasta los fenómenos de coerción a escritores disidentes en la Unión Soviética para que alabaran al tirano, la persecución y vigilancia de autores en Sudáfrica o el debate sobre si debe prohibirse o no la pornografía). La lectura de este mosaico de dramas humanos y razonamientos deslumbrantes de Coetzee corrobora que no es aceptable que haya censura en el arte, aunque eso no debe llevar a ignorar la rentabilidad contemporánea de la provocación y el usufructo estúpido y ominoso que algunos artistas hacen de libertades duramente ganadas a través de siglos de lucha.

La censura, entonces, debe observarse con recelo, pues en ella pueden involucrarse la defensa de derechos legítimos, pero también pasiones punitivas, egos inseguros, pieles demasiado sensibles a la crítica y hasta miedos sexuales. De modo que si, en ciertos casos, la censura debería ser un reflejo jurídico para proteger garantías, a menudo este acto esconde una propensión a ofenderse, es decir, una reacción que implica la poca capacidad de una institución o una persona para dudar de sí misma y, por ende, la poca fortaleza de sus argumentos. Subsisten hoy diversas censuras: la del Estado, que se supone está regulada en la ley; la del mercado, que es implícita y por lo tanto más indetectable y peligrosa, y la nueva e inquietante censura (a balas) de la delincuencia organizada, que tanto acecha al periodismo. Para los artistas, creo que hay pocos tabúes que derribar y la figura mítica de la censura sería una especie de momia a la que, para algunos vividores, todavía resulta conveniente darle golpes; sin embargo, la censura más poderosa sigue siendo la censura interior, esa que nace de la inclinación medrosa, complaciente o cortesana de uno mismo.

El tiempo que te quede libre

25/Diciembre/2011
Laberinto
David Toscana

Hoy día la excusa más utilizada para no leer es “no tengo tiempo”. Un hombre de negocios lo dirá hasta con orgullo: “No tengo tiempo para esas cosas”. Un político: “Los ciudadanos me eligieron para servirles, no para leer”. Un ama de casa: “¿A qué horas, mi rey? Si la telenovela ya va a comenzar”.

Los estudiantes no leen Don Quijote, ni La Odisea, ni La Ilíada, ni otros clásicos. No, señor, no hay tiempo. Apenas hay que darles un resumen, o libritos de pocas páginas. Benditos esos compendios que resumen las obras en media página. Las batallas en el desierto es un buen libro, pero nos gusta por breve, no por bueno.

La cumbre de la estupidez fue una maestra de mi hija. Para hacer mejor uso del tiempo, en clase de literatura los puso a leer el libro de historia. “Porque así leen y aprenden”, les dijo.

Eso sí, a los chicos les contamos las palabras que leen por minuto. Quizás un día se conviertan en locutores descabezados.

Me intriga saber qué le pasó al tiempo. ¿Por qué se ha vuelto escaso? ¿Corre más veloz que antes?

En el año 1905, allá cuando Einstein nos reveló que el tiempo era cosa relativa, la expectativa de vida en México no llegaba a los veintiséis años. Sólo entre un diez y quince por ciento de la población sobrepasaba los 65 años.

En nuestro siglo, esas cantidades se han triplicado. O, dicho de otro modo, tenemos tres veces más vida para no tener tiempo.

Mi bisabuelo montaba a caballo para viajar de Monterrey al De Efe. Supongo que podían ser hasta diez días de camino. Hoy, en el mismo trayecto por avión, nos enfurecemos si el vuelo se retrasa una hora.

La semana pasada volé de Varsovia a Sao Paulo. Fue un trayecto de quince horas. Cuando llegué, me trataron como a un héroe de guerra. ¿Desde allá? Has de venir agotado. Vamos a llevarte a tu hotel para que reposes. En 1502 no habrán tratado a Américo Vespucio con tanta lisonja cuando llegó a Río de Janeiro.

Además, ¿alguien supone que viajo al otro lado del mundo para meterme en un cuarto de hotel?

En las ciudades se construyen vías rápidas. Tenemos comida rápida. Cargamos con dispositivos electrónicos que nos hacen “aprovechar el tiempo”.

Pero seguimos sin tener tiempo. Y si por ahí nos queda un residuo, siempre podremos desecharlo con un pasatiempo.

A Sao Paulo fui para un congreso de literatura. En la mesa dedicada a los medios digitales, un académico proyectó en la pantalla tres insufribles minutos de un código QR que cambiaba a gran velocidad. Al final dijo con sumo orgullo: “Acaban ustedes de leer La divina comedia”.

Para mí fueron los tres minutos más aburridos de mi vida. Un crítico brasileño lo dijo mejor: “Sólo estoy seguro de que en esos tres minutos no leí La divina comedia”.

En fin, la vida es más larga y sencilla que nunca. Si nos falta tiempo es porque se derrocha todo lo que se tiene en abundancia.

La próxima vez que alguien me diga que no tiene tiempo para leer, recurriré a esa franqueza regiomontana que la gente dice gustar, aunque lo cierto es que la detesta: “Tiempo te sobra, güey. Lo que te falta es cabeza”.

Snobismo (instrucciones de uso)

25/Diciembre/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Durante mucho tiempo, aunque debo decir (para protegerme de algunos reproches) que de muy joven, cuidaba de no acudir a libros que estaban en la boca de todos. Despreciaba un porcentaje importante de las novedades porque suponía que se trataba de libros que, siendo del momento y gozando con frecuencia de una publicidad para mí desproporcionada, no podían ofrecer cosas profundas o realmente trascendentes.

De algún modo, apelaba a las consecuencias de una máxima de Wilde: “Cuando la gente piensa como yo siempre siento que debo estar equivocado”. Esta actitud, fascinante para mí entonces, me obligaba a acercarme al gusto y formas de pensar de las minorías (discursos que a veces, ahora que lo pienso, se ocupaban paradójicamente de las mayorías: ideas cultivadas por muy pocos, como el comunismo, dedicadas a la conducción de las masas).

Pero no sólo en política. También desde luego en materia de arte y literatura resultaba un imperativo alejarme de los gustos predominantes en los círculos donde me desenvolvía.

Por supuesto, con el tiempo descubrí que uno puede tomar partido por la mayoría sin estar (o sentirse) equivocado, lo mismo que cultivar algún principio elitista o muy sofisticado y estar claramente de cabeza. Las filas de la razón no dependen de su número de adeptos.

Sin embargo, no dejan de atraerme (como a mucha gente, legiones en realidad) todas las cosas que se presentan como únicas y exclusivas. Así que para los lectores de Filias, el suplemento del que participé en la pasada Feria del libro de Guadalajara, comenté y recomendé más o menos lo que sigue, a manera de breve instructivo:

Si usted no se cree con el suficiente hígado para sufrir otra decepción como lector, tiene que acercarse —sin ningún género de consideración sentimental hacia los “poco conocidos”, los genios ocultos en las pequeñas trincheras editoriales o los cuasi marginales— a los autores probados, exitosos y reconocidos. Nada de aventurarse con autores recién llegados o pretendidamente novísimos (que luego resultan jóvenes promesas bastante mayorcitos o profesionales de las becas con piel de poetambres).

Ahora bien, si desde su perspectiva las filas de los consagrados no dan tampoco más de sí (porque a fin de cuentas la exprimidora de talento de las grandes editoriales termina pronto su trabajo y sólo resta sostener los productos literarios con grandes pautas publicitarias), entonces es posible que usted necesite urgentemente un viraje en sus preferencias literarias.

En tal caso, el giro puede consistir en un acercamiento a las literaturas minoritarias y exquisitas. Deje atrás a los autores de moda y sus interminables actos de promoción que se parecen cada vez más a los realizados por los personajes del espectáculo. Ingrese sin temores al selecto clan de los happy few que conocen a los más sofisticas y originales autores, las obras más renovadoras, audaces y vanguardistas.

Ésas son las verdaderas cofradías, no las que presumen de leer a escritores millonarios en todos los sentidos (ellos y sus ventas). Conviértase al esnobismo, aunque éste pueda ser entendido como lo vio el magnífico Olivier de Magny, es decir: “Un conjunto de prejuicios que un grupo de personas convierte en estrategia para que el resto de los humanos se sienta eternamente y en todo, carente de elegancia”.

Para alcanzar esta cumbre del elitismo, qué mejor que un diccionario sobre el tema; y qué mejor búsqueda que la de esos autores y obras que, de seguro, andan por ahí, aunque obviamente no en las torres de libros del momento con las que los libreros reciben a los visitantes incautos.

Lo recomendable, en primer lugar, es hacerse del Diccionario de literatura para snobs, de Fabrice Gaignault, obra que alcanzó este 2011 su segunda reedición a cargo de la editorial Impedimenta. Ya con él en la mano, ponga a prueba a los libreros y acérquese a los más delicados manjares literarios que sólo han degustado unos pocos.

Será como procurarse las mejores viandas para esta Navidad degustando textos de Hélène Besete, Nick Tosches, Maurice Sachs, Brion Gysin o Dominique Aury, para mencionar unos cuantos raros y exquisitos que Gaignault ha seleccionado para nutrir el mejor esnobismo que puede existir, el de las letras.

Tedi López compila a los mejores traductores

25/Diciembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Que los poetas traduzcan a los poetas de otras lenguas es una tradición nacional bien cimentada en México, así lo confirma el libro Traslaciones. Poetas traductores 1939-1959, antología compilada por la poeta y ensayista Tedi López Mills, que da cuenta de 20 años de traducción de poesía en México a través de la obra de 33 poetas mexicanos.

El oficio de traductor en México va de la mano de la creación poética. José Emilio Pacheco, Homero Aridjis, Carlos Montemayor, Mónica Mansour, Elisa Ramírez, José Luis Rivas, Alberto Blanco, Luis Cortés Bargalló, Pura López Colomé, Fabio Morábito, Verónica Volkow, Jorge Esquinca, Pedro Serrano y Gerardo Beltrán, entre otros, son poetas consumados al mismo tiempo que traductores de primer nivel.

Así ha quedado de manifiesto en el libro Traslaciones. Poetas traductores 1939-1959, publicado por el Fondo de Cultura Económica, una obra que le da continuidad a la compilación que hicieron Marco Antonio Montes y Ana Luisa Vega, con el título El surco y la brasa. Traductores mexicanos, el cual reunió a 38 traductores, desde Alfonso Reyes hasta Homero Aridjis, con lo que abarcaba 58 años.

Tedi López Mills asegura que su libro es una continuación y un homenaje, pero se centra sólo en poetas traductores, mientras que en el libro de Montes de Oca había incluso narradores, ahí estaban Juan José Arreola, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis, Sergio Pitol y Juan García Ponce, aunque mantiene el propósito de mostrar que México es un país de grandes traductores.

“Esta es una tradición nacional. Octavio Paz da un gran ejemplo de la traducción, incluso tiene un libro entero de traducción y era un excelente traductor. También el de José Emilio es un caso ejemplar, es un traductor fenomenal, ha hecho una labor increíble con los cuatro cuartetos de T. S Elliot -un libro que espero que algún día vea la luz-; quise meterlo a él en la antología porque me parece un ejemplo de traducción y casi una especie de pater familias”, señala la poeta.

Doble oficio

La solicitud que hizo Tedi López Mills a cada uno de los poetas-traductores fue que le dieran 20 páginas de sus traducciones preferidas, por eso concibe esta antología como una obra de pequeñas antologías que elaboraron cada uno de los poetas, una especie de canon literario de los poetas nacidos en los años 40 y también de los nacidos en los 50.

“Mi certeza es que además de ser una antología de traducciones, es una gran antología de poesía”.

En ese camino largo y complicado -porque no sólo es reunir las traducciones sino, y sobre todo, conseguir los derechos de todos los poemas traducidos-, la autora de Horas y Muerte en la rúa Augusta -con el que ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 2009-, también descubrió que la generación de los años 50 es eminentemente una generación de poetas traductores.

“Casi todos los nacidos en esa época traducen; es el caso de Pura López Colomé, que es tremendo; José Luis Rivas, que también ha traducido mucho; Luis Cortés Bargalló, Alberto Blanco, Pedro Serrano, Carlos López Beltrán, hay casos llamativos de gente que ha traducido una barbaridad de poesía; por eso digo que hay tradición de poetas traductores, habrá que ver cómo es la de los años 60 y los 70. En la de los 40 está Homero Aridjis, Elsa Cross, Gloria Gervitz, David Huerta, es todo un abanico de nombres y preferencias literarias”, dice.

Esa antología, que reúne a 33 poetas nacidos entre 1939 (José Emilio Pacheco) y 1959 (Alfonso D´Aquino), también pone de manifiesto que la traducción empieza como una forma de entusiasmo, de querer compartir lo que se lee y luego ya encuentra espacio para ser publicada.

Tedi López afirma que cuando uno traduce lo hace porque ese poeta le gusta a uno muchísimo y quiere compartirlo con los demás, pero además que la traducción también tiene algo de saqueo. “Uno siempre quiere que se le pegue algo, como si uno quisiera que se le contagiara lo que uno admira mucho en ese texto original. En general, los poetas que empiezan a traducir no lo hacen con la seguridad de que va haber alguien que lo publique, es como un oficio secreto que se va armando de forma paralela con la obra propia”.

Distintas maneras de trabajar

Aunque no cree que haya una variedad infinita de formas de traducir, hay procedimientos en los traductores contenidos en esta antología. López Mills dice que hay traductores que son literales y se convierten como portavoces del texto original; pero hay traductores que prefieren crear un texto alternativo.

“Es interesante ver cómo resuelve cada traductor el problema de un original, ese es el reto principal del traductor, que hay desgraciadamente un original”, agrega la poeta que acaba de terminar un libro de ensayos El libro de las explicaciones, que reúne textos sobre el pesimismo, los gatos, los nombres, la paternidad, la maternidad, la política y la compasión, un libro que podría publicarse en 2012 bajo el sello Almadía.

Traslaciones. Poetas traductores 1939-1959 es una antología diversa, hay una selección de poesía griega, italiana, francesa, checa, polaca y por supuesto inglesa, pues igual que en el libro compilado por Marco Antonio Montes de Oca, el idioma más traducido es el inglés; también hay una constante en los poetas más traducidos: Eugenio Montale, Fernando Pessoa y Wallace Stevens.

Con todo, es un libro único que no tiene obras semejantes en la tradición de Estados Unidos y Francia. “Sería interesante hacer un estudio de qué tanto los poetas francés o estadounidenses traducen a otros poetas e incluso en el caso de España, ver qué tanto los poetas españoles traducen poesía; en todo caso los poetas mexicanos son muy traductores de poesía, es como una tradición nacional que me parece maravillosa”.

Y si ella se encargó de darle continuidad a lo que hizo Montes de Oca, alguien más podría emprender los siguientes 20 años de traducción hecha por poetas, de autores nacidos en los años 60 y 70.

“Sería una investigación interesantísima, me gustaría encargarme de eso, pero no creo que se pueda hacer, son libros my caros porque hay que pagar los derechos de cada uno de los poemas. Por otro lado, tengo la sospecha de que la generación de los 60 no ha traducido tanto como la de los 70, muchos de esos traductores congregados en las revistas de Hugo Gola, que fue un gran maestro”.

jueves, 22 de diciembre de 2011

“La novela, arte para que la humanidad se conozca”

21/Diciembre/2011
La Nación GDA-Argentina | El Universal

BUENOS AIRES.- La novela está tan viva como un niño feliz, se encuentra en pleno auge en todo el mundo y ha eclipsado a los restantes géneros literarios hasta convertirse en “un arte global” a través del cual la humanidad se comunica y se pone en contacto.

Lo dice el turco Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura en 2006, quien se encuentra en Buenos Aires para presentar su último libro, El novelista ingenuo y sentimental, publicado por Mondadori.

Allí se reúnen las conferencias que dictó en 2009 en el seminario Norton de la Universidad de Harvard. Se trata de ensayos que revelan secretos de la técnica del autor, así como sus preferencias literarias.

La plática con Pamuk se realizó en el hotel Alvear, donde se alojó estos días. Es un hombre más alto de lo que uno suponía, delgado, elegante, curioso y ligeramente hiperkinético. Al terminar la charla y la sesión de fotos, caminó a grandes zancadas por la habitación, como para descargar una energía sobreabundante.

¿Cree que la novela tiene futuro? En ese caso, ¿piensa que tienen más campo los novelistas “ingenuos”, que sólo cuentan historias, o los experimentales o “sentimentales”, como los llama en su libro?

Todos los días alguien me llama desde un diario y me dice: “Señor Pamuk, estamos preparando una nota sobre el fin de la novela. ¿Qué piensa de eso?” Bueno, esto es lo que yo pienso: al contrario de los falsos rumores, el arte de la novela está muy vivo. Le está yendo muy bien. La novela disfruta de la vida como un niño feliz. Está haciendo travesuras, como un acróbata. Las novelas han marginado a otras formas de literatura, y ahora son un arte global. Mis editores en Shanghai me dicen que todos los días les llegan cientos de originales de autores jóvenes que quieren expresarse. La humanidad se comunica a través de las novelas. Creo que los autores se comportan tanto ingenua como sentimentalmente de una forma simultánea.

¿En cuál de sus novelas conjugó mejor al ingenuo y al intelectual que hay en usted?

En Me llamo Rojo. Espero que los lectores argentinos la hayan disfrutado. La abordé de manera muy espontánea, muy infantil. Estaba contando historias por el solo hecho de contarlas. Pero también es una novela planificada, que trata de entender las formas orientales de ver las cosas, cómo se aborda la realidad.

¿Se escriben muchas novelas “sin sustancia”?

Creo que las novelas deben tener núcleos, centros secretos. Una buena novela literaria es la búsqueda del sentido de la vida. Una buena novela debe decirnos si el sentido de la vida es la familia, la amistad, la comunidad, las luchas políticas, la ética. Cuando leemos a Tolstoi o a Thomas Mann creemos saber lo que es la vida. Las novelas deben juzgarse por el modo en que nos dan información importante respecto de la vida. ¿Qué hacer con nuestras vidas? Es una cuestión ética, filosófica y hasta religiosa.

¿Las novelas populares tienen un centro, incluso las populares tienen un mensaje, un centro?

Cuando leemos una novela de detectives, lo secreto no es el sentido de la vida, sino quién es el asesino. Una vez que sabemos quién es el asesino ya no quedan misterios, mientras que la novela literaria hace del sentido de la vida su secreto.

En la Argentina se lanzan alrededor de 25 mil títulos cada año. ¿Piensa que esta superabundancia es positiva o negativa?

Más libros nunca es una mala noticia. Demasiados libros significa que tenemos una base más amplia para que aparezcan los libros verdaderamente importantes.

En tiempos de crisis europea, ¿sigue usted creyendo que sería buena idea la incorporación de Turquía al mercado común?

No, no lo creo. Yo promoví con entusiasmo el acceso de Turquía a la Unión Europea. Fracasamos porque tanto los nacionalistas europeos, como Sarkozy y Merkel, como los nacionalistas turcos bloquearon ese intento. Lo lamento, pero no me pongo a llorar. Ahora, antes de seguir promocionando la integración, espero que los europeos resuelvan sus propios problemas.

La Argentina y Turquía sufrieron reiterados golpes militares en las décadas de los 60 y 70. ¿Cómo recuerda aquellos tiempos?

Me sentí muy cerca de ciertos sentimientos que ustedes experimentaron. Muchísimas personas sufrieron también en Turquía durante los golpes de Estado. Tengo muchos amigos que fueron a la cárcel. Valientemente abrazaron causas políticas durante su juventud, pero mientras ellos lo hacían yo era un muchacho más bien solitario que pasaba sus horas leyendo a Virginia Woolf o a Vladimir Nabokov en lugar de los autores políticos que se leían en las décadas del 60 o el 70. No pertenecía a ninguna comunidad ni a ningún grupo político. Quizá me sienta un poco culpable por esto.

Muchas veces dijo que haber leído a Borges lo ayudó a concebir sus novelas. ¿En qué sentido? Usted y él tienen estilos muy distintos...

Borges no me enseñó estilo, sino la metafísica de la literatura. De Borges, y también de Italo Calvino, aprendí a entender la literatura clásica islámica evitando el drama religioso. Después utilicé esa literatura clásica en mis novelas. Ayer fui a la Fundación y María Kodama me guió, muy gentilmente, entre las pertenencias de Borges. También Borges me enseñó a ser yo mismo, a confiar en mi propia visión de la literatura. Cuando uno se encuentra en las periferias, y no en el centro del mundo, como él, lo importante es mantener el punto de vista. Borges nunca traicionó su concepción de la alta literatura con la excusa del localismo o las cuestiones políticas.

¿Mejoraron las condiciones políticas que en un momento lo decidieron a salir de Turquía?

Sí, las cosas están más relajadas para mí ahora, porque hay libertad de expresión. La democracia está encontrando la armonía, una convivencia en la que unos y otros no tienen por qué matarse.

¿Le parece que el mundo se encamina hacia un encuentro o más bien hacia un choque de culturas?

No lo sé, pero por supuesto que defiendo la armonía. No creo en las teorías de Samuel Huntington. Quien crea eso ayuda a materializar el conflicto y a que mueran personas. Quienes no creemos en Huntington escribimos libros como los míos. No queremos que muera nadie.

¿Qué es lo que más le gusta de Estambul?

Es un tema infinito. Me gusta porque es un índice maravilloso de mis memorias. Cada edificio, cada calle, me hace acordar mis días felices y mis días infelices, mis celos y mis amores. Hace 55 años que vivo allí. Hubo un periodo de 25 años en que ni siquiera salí de la ciudad: era un perfecto niño de provincias. Amo esa ciudad porque es diferente. Me gusta por el estrecho del Bósforo, ideal contra las depresiones. Allí se ven los colores del mar y de los botes. Mi padre era capaz de reconocerlos por el sonido de sus sirenas. Me gusta pertenecer a mi ciudad. Me gustan sus arrabales, las casas de madera. Me gusta de Estambul incluso aquello que todavía no conozco.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Benítez, “fundador del nuevo periodismo cultural mexicano”

19/Diciembre/2011
El Universal
Yanet Aguiar Sosa

José Emilio Pacheco afirmó que la memoria de México tiene un alta deuda con Fernando Benítez, pero dijo que para hacerle justicia al que calificó como el “gran empresario cultural de la segunda mitad del siglo XX mexicano” ve problemas irremontables, entre ellos que ya no hay suplementos culturales y que la obra de Benítez es amplia e inabarcable por los inumerables libros y suplementos que hizo.

Más simpático que de costumbre, el poeta, narrador y traductor que junto con Carlos Fuentes, Vicente Rojo, Fernando Canales y Carlos Slim, fueron los invitados al Homenaje a Fernando Benítez, titulado “Benítez en la cultura”, que tuvo lugar en la sala principal del Palacio de Bellas Artes este domingo, propuso como lo hace la Procuraduría, varias “líneas de investigación”, entre ellas releer los suplementos como la gran empresa democratizadora que continuó el trabajo de muchas generaciones.

“Siempre me ha conmovido pensar que Fernando Benítez fue el continuador de Ignacio Manuel Altamirano, quien sobre la Patria en ruinas luchó por levantar el edificio de las letras y las artes como una barrera contra olas de sangre y de barbarie. Ya que la sangre y la barbarie han vuelto a ser nuestro pan de cada día, la tentación de la desesperación es muy grande, nada sirvió de nada, la inmensa tarea resultó inútil; México es un país mucho peor de lo que era en 1961”, señaló Pacheco.

El poeta, que calificó a Fernando Benítez (1912-2000) como “el fundador del nuevo periodismo mexicano”, dijo que hoy en día “la cultura ha vuelto a ser lo que era antes de Fernando Benítez el patito feo, la paginita escondida entre las secciones de espectáculos” y aseguró que el resultado no pesa sólo sobre la literatura sino sobre el pensamiento. “Nunca pensamos que se pudiera dar un Peña Nieto, es consecuencia de este deterioro”.

Pacheco dijo, entonces, que un candidato que no lee no puede tener lenguaje y si no tiene lenguaje no puede pensar y no puede pensar en las necesidades de este país. “Pobre, no quisiera ensañarme con ningún caído pero me parece una verdadera desgracia para la cultura de este país”.

Recuerdos y anécdotas

Los invitados recordaron el año de 1961, cuando a Fernando Benítez le pidieron la renuncia al suplemento “México en la cultura” que editó durante 13 años en el diario Novedades y al que varios renunciaron con él en un gesto insólito e irrepetido en la historia del periodismo mexicano.

Carlos Fuentes recordó al Benítez seductor, gran amigo, provocador, interesado en los pueblos de México, como lo dejó de manifiesto en varios de sus libros en especial Los indios de México. Refirió sus estancias por Tonantzintla, donde escribía sus libros alejado de todo y sólo cerca de las estrellas, oportunidad que le daba su amigo Guillermo de Haro.

Carlos Fuentes celebró en Fernando Benítez su afán por querer documentar al “México olvidado”. Dijo que a huicholes y tepehuanes, coras y tzotziles, mixtecos y mazatecos, el autor los miraba con objetividad pero era partícipe de una especie de subjetividad conflictiva, los indios eran suyos, son nuestros y serán ajenos, Benítez sentía que no podía ser un mexicano completo (sin) ellos, aunque ellos viviesen totalmente indiferentes a él.

“Fernando escribió sobre los indios sabiendo que muchos de ellos se estaban muriendo poco a poco, víctimas del abuso, la injusticia, la soledad, la miseria y el alcohol. La pregunta de Benítez nos concierne hoy mismo a todos: ¿Cómo mantener los valores del mundo indígena? ¿Pueden mantenerse los valores del mundo indígena lado a lado con los avances del progreso moderno y la norma nacional del mestizaje?”, señaló Carlos Fuentes y dijo que es muy importante recordarlo “en un año electoral tan difícil como éste”.

El narrador aseguró que la otra gran tarea del historiador y periodista fue crear el periodismo cultural moderno en México. “Benítez dio formato y contenido a una vida cultural que emergía del conocimiento de sí misma, que fue la hazaña cultural de la Revolución y se dirigió al conocimiento del mundo”.

Ante una sala principal que aplaudió en varios momentos las tareas culturales de Benítez, Vicente Rojo, quien fue muchos años el diseñador editorial de varios de los suplementos que dirigió Benítez, recordó las tareas del periodista: “A lo largo de su vida como escritor y maestro tuvo la cualidad de unir la protesta civil a la crítica cultural, postura que refrendó en cada nuevo proyecto”.

Mientras, Fernando Canales, quien fue gerente de Novedades recordó su amistad con Benítez y cómo fue testigo de su apertura a temas sociales. El empresario Carlos Slim evocó los años de amistad y los viajes que hicieron juntos, su sabiduría y su cultura, su generosidad y simpatía, su pasión por las letras y las mujeres, su amor por los pueblos indios y su ciudad.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Orhan Pamuk: “Las novelas tienen la intensidad de una experiencia religiosa”

18/Diciembre/2011
Milenio Semanal
Elisa Montesinos

NUEVA YORK.- Todavía requiere de protección policial cuando regresa a su país, aunque cada vez menos. El escritor turco, Premio Nobel de Literatura 2006 y autor de novelas como Me llamo rojo (2003), Estambul (2005) y El Museo de la inocencia (2009), va saliendo de una de sus clases en la Universidad de Columbia, donde reside parte del año. Orhan Pamuk (Estambul, 1952), jovial, altísimo, de impecable negro, pelo cano, anteojos y voz reposada, se sienta en una oficina de la universidad para responder a esta entrevista. A unos pasos de aquí, en la biblioteca Butler, fue donde encontró su voz como escritor, con una pequeña ayuda de Borges. “Quería escribir novelas usando las historias islámicas premodernas, pero no sabía cómo hacerlo. Borges, su metafísica de la literatura y sus historias me ayudaron a revisitar las alegorías clásicas de la literatura sufí. Aprendí mucho de él. En Me llamo rojo y El libro negro uso estas historias clásicas antiguas a mi manera, las cambio, las rescribo. Y eso viene de mis lecturas de Borges”.

Vive entre Estambul, las múltiples ciudades que recorre por sus viajes como escritor, y Nueva York, donde enseña literatura comparada un semestre al año porque, según él, tiene la fortuna de recordar todos los libros que leyó en su adolescencia. “No enseño nada que haya aprendido en alguna universidad, sino lo que aprendí leyendo”. Tampoco enseña escritura creativa porque su lengua materna no es el inglés, sino el turco. Para él, un escritor se define como autodidacta, y es claro que no es posible crear escritores. “Lo que hace a un escritor es el talento. Aunque se enseñen todas las técnicas, si la persona no tiene talento no será un buen escritor; pero los departamentos de escritura creativa no son sólo para los Dostoievskys o los Tolstois”, dice riendo, y hace gala de un humor oscuro, tan oscuro y natural como la amargura de su ciudad natal, la que lo sigue deslumbrando hasta ahora, y que recorría desde joven en largas caminatas. Primero la pintó, hasta que un día dejó los pinceles, el lienzo y los estudios de arquitectura, y comenzó a escribirla. “Las ciudades forman nuestra personalidad. Dependerá de si es una ciudad feliz, si es una ciudad rica o con historia o, como Estambul, melancólica y triste debido a la desintegración del imperio otomano. Hacemos las ciudades, pero ellas nos forman también a nosotros”.

Toda su vida —con excepción de los últimos seis años— vivió allí. “Ahí aprendí lo que sé del mundo. Conocí la ley, la rabia, los celos, todos los sentimientos humanos. Conocí a miles de personas. La ciudad es casi como mi cuerpo. En realidad no es que mi tema sea Estambul, sino la humanidad que conocí en ella”, dice en un inglés duro pero comprensible.

La primera vez que vino a Nueva York fue en 1985. Su ex esposa se encontraba haciendo un doctorado; él tenía 33 años y se sorprendió al encontrar su primer libro (El orgullo de Cevded Bey, 1982) en la biblioteca de la universidad —por aquel entonces sólo había publicado dos novelas—. “Me sentí muy orgulloso; también me dieron una estupenda oficina en el departamento turco, compartida con otro profesor que no la estaba usando. Escribí la mitad de El libro negro allí”. Seis años atrás, cuando las presiones políticas se hicieron intolerables y fue acusado de insultar a la identidad turca, por lo cual recibió amenazas de muerte, se vio obligado a dejar su país de manera definitiva. Tuvo ofrecimientos de varias universidades estadunidenses, pero decidió volver a Columbia: “Me gustan las bibliotecas de la universidad y me gusta Nueva York; no sé para qué la gente va a Harvard si existe esta universidad en Nueva York”, dice, volviendo a reír.

BUSCANDO EL CENTRO

En octubre pasado fue publicada la versión en español de su libro de ensayos El novelista ingenuo y el sentimental (Mondadori), en el que reúne una serie de conferencias sobre literatura que ofreció en Harvard, en las que —siguiendo a Schiller— hace la distinción entre el escritor ingenuo (espontáneo, seguro de sí mismo, dictado por los dioses) y el sentimental (reflexivo, incómodo, conciente de su oficio) y desarrolla una teoría sobre la novela. Ha estado en Brasil y México, y acaba de realizar su primera gira por el Cono Sur. Ha leído a los grandes de la literatura latinoamericana (menciona a Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa) y se ha encantado con Pablo Neruda.

EM: Respecto a Vargas Llosa, en El novelista ingenuo y el sentimental usted dice que él “es uno de los escritores latinoamericanos más realista”, y que “detrás de su singular voz hay una dolorosa conciencia de no pertenecer al centro”.

OP: En el artículo en cuestión me pregunto si hay un centro de la literatura mundial. Y me respondo que sí, que hay escritores en el centro y fuera del centro, como Vargas Llosa, como yo o como García Márquez. Nosotros comenzamos en la periferia, en los bordes de la cultura occidental. Es un tema importante para mí. Mi novela Nieve trata del sentimiento provinciano de no pertenecer al centro.

EM: En ese libro, en esa serie de conferencias, dice que para usted escribir una novela es buscar un centro, otro tipo de centro.

OP: Te daré un ejemplo de Borges. Él escribió un ensayo sobre Herman Melville, donde describe la forma en que leyó Moby Dick. Primero dice que era una novela realista sobre cazadores de ballenas; después piensa que es una novela dostoievskiana sobre el capitán loco Ahab; luego lo niega y dice que es otra cosa. La novela siempre es un misterio. Cuando leemos una buena novela nos preguntamos: ¿cuál es el tema? ¿Por qué el autor escribió esto? ¿Por qué nos está contando esta historia en vez de otra? Buscamos un sentido trascendente detrás de las palabras. Las novelas son estructuras profundas que implican un sentido que no podemos ver en la vida real. Por eso las leemos, porque tienen la intensidad de una experiencia religiosa.

EL MUSEO DE LA INOCENCIA

Este tipo de éxtasis, de rapto, Pamuk lo siente también en los museos, sobre todo los pequeños y desconocidos. Como un desafío más respecto a los tenues límites entre ficción y realidad, el autor está pronto a inaugurar su propio museo en Turquía. Uno muy especial, ya que lleva la ficción al campo de lo real y viceversa. Se llamará igual que su libro El museo de la inocencia, y será conformado por una obsesiva colección de los objetos que reunió el protagonista Kemal para recordar a su amada y que de una forma u otra recrean la vida del país entre 1975 y 2000.

“Él visitaba museos porque eso le daba consuelo; sufre porque ha perdido muchas cosas por amor: sus amigos, su familia, la sociedad a la que pertenece, y está solo. En los museos encuentra felicidad”, dice. Los mismos objetos que en la historia coleccionaba Kemal, los coleccionó Pamuk durante años; estaba empeñado en escribir una historia a partir de ellos. La idea de exhibir estos objetos lo ha acompañado por casi 15 años, y se materializará a comienzos del próximo año, cuando el museo de cuatro pisos abra sus puertas. “Antes de escribir el libro compré el edificio y comencé a comprar los objetos. La historia de Kemal abarca casi 30 años de la historia de Estambul; yo hice un museo de ese período. Están todos los objetos cotidianos: cigarros, boletos para el cine, fotografías, pasaportes, documentos de identidad, seguros; todos los objetos que una persona necesita para sobrevivir en cualquier ciudad. Y eso será exhibido en el museo. Como novelista siempre he pensado que me comporto como un archivista”.

Quizás por eso la conversación se realiza en una oficina del piso de Arqueología, y algunos de los objetos de su museo fueron especialmente construidos por artistas. Pero con su carácter rotundo insiste en que no quiere hablar de algo que todavía no existe.

Antes de despedirnos nos sacamos una foto. Ya está acostumbrado: el resto de la gente en Columbia suele reconocerlo y acercársele, aunque no tanto como en su ciudad natal. Cuenta una anécdota de la época del Nobel: tenía entonces problemas con la vista y le habían prohibido los flashes, pero fue imposible detener la avalancha de fotógrafos que le cayó encima desde entonces. Así, ha desarrollado mecanismos como escapar por el otro ascensor o por las escaleras, como hace esta noche para evitar que le tomen más fotos.

Gelman, el árbol de la poesía

18/Diciembre/2011
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

Luego de numerosas antologías, por fin se reúne la obra poética de Juan Gelman (Poesía reunida, FCE, México, 2011). Digo la obra poética y no sólo los poemas, porque estos dos volúmenes que suman más de mil 400 páginas significan también las diversas etapas en la vida del poeta, sus pensamientos y sus obras, sus sueños y sus batallas, sus derrotas y sus anhelos, pero más que nada la fidelidad a la poesía, el continuo batallar con las palabras, sus encuentros y desencuentros, sus revelaciones y sus enigmas. La poesía, ese “árbol sin hojas que da sombra”, como la define Gelman, nos ofrece aquí hojas, miles de hojas con sus soles y su tiempo, hojas que no sólo dan sombra sino asombran, dan fe de la porfía y el emperrado corazón que desde Violín y otras cuestiones sigue amorando, porque esta es y será la publicación de su poesía reunida hasta el momento en que se hizo el acopio de sus poemas, pero no la poesía completa de Gelman, que no cesa ni cesará hasta que algo más fuerte que su voluntad y su voz insumisa la detenga.

De Violín y otras cuestiones hasta El emperrado corazón amora puede uno, como lector, visualizar un camino sinuoso, complejo en el discurso gelmánico que, como el Río Guadiana, se pierde para emerger más adelante con sus novedades anunciadas o no, renovado, dispuesto a ser el mismo y otro. Ese rasgo tan distintivo de Gelman que le habla a Juan de sus otros Juanes, que los impulsa a ser distintos y autónomos, niños de sí mismos, niños en un juego maduro donde se aprende a cantar como pájaros o, desde, y en el balbuceo, de la garganta que no se traiciona a la hora de nombrar de corazón lo que se quiere o no. La poesía reunida de Juan nos ofrece la oportunidad de asomarnos a su horizonte vital, a dejarnos perder en el entramado de una búsqueda que no termina porque está forjada con insatisfacción e inconformidad de los grandes poetas, de los autores que no escriben con estilo sino con lenguaje. Una escritura hecha con base en interrogantes, de desgarrones y de éxtasis dialogales, de relatos fundacionales. Los otros de Juan se gelmanizan, pero cada cual por su camino, con respiración propia, con dudas y circunstancias auténticas, en una historia donde me parece encontrar a un hombre, un mismo hombre que refiere el poeta:

Cómo decir un hombre claramente,
barajarle los lunes, las canciones,
y es algo más que una corbata, un miedo,
una pared donde el amor estalla.
De pronto un hombre es tierra conmovida.
Es la esperanza andando en pantalones.
Son las manos peleando contra el tiempo.
Así eras Juan. Por eso te llamabas
Juan, como todo lo que sufre y crea.

Gelman no acepta el término heterónimo, a mí no me satisface llamar seudónimo a Sidney West, prefiero buscarle un término que me aproxime más a mi sentir, al personaje que funde a Whitman con el Borges de “El Sur”; prefiero pues llamarlos alterónimos, y suponer que en cualquier momento puede hacer su aparición ese gringo y sus lamentos, en verdad notables por su enjundia y su visibilidad.

En Gelman Con mover está cercano a Com poner, por ello sus Com posiciones son parte del mismo o semejante Sentir con, y de Poner con, de componer con. Esa especie de complicidad y de fusión en el sentimiento con el otro o con los otros. Sus Com Posiciones pueden ser diálogos imaginativos con grandes poetas antiguos que se actualizan a través de la gelmanización. Llegan al lector como voces creativas que se desmarcan de sus orígenes, pero que no pierden sus referentes genealógicos en el ejercicio de ser no siendo, o del no saber sabiendo de San Juan de la Cruz. Cada libro que compone esta Poesía reunida es una marca diferente de un canto de múltiples registros, de voces ensambladas a pájaros de diversos plumajes, de distintos humores. Aves que salen o se posan en ese mismo árbol sin hojas que da sombra, es decir, que conmueve, nos consuela, nos pregunta.

Gelman disloca los acontecimientos para crear espacios abiertos a cualquier posibilidad: “Así vendrán tristumbres, la madre general, las deudas del olvido” (“La sed”) , o “Allí pasó mañana. Tiembla de siempre en nunca más.” (“Vínculos.”) La invocación del futuro en un ayer que no debió ocurrir de la manera como se vivió, sino en la forma como se escribe en el presente. “La lengua del dolido jadea de amores indecibles, apenas entrevistos, como fuegos que le acechan la boca y ningún daño apaga y arden en lo que no será.” (“Interrupciones.”) Pero lo más trascendente de esta posición indeclinable del poeta y del hombre de principios, del individuo ético que asume su responsabilidad ante la palabra hasta las últimas consecuencias, es no contagiar el hecho poético con la ideología, no sujetar las búsquedas estéticas a la moral que rige su posición política-ideológica, su insistente y denodado esfuerzo por extraer la verdad del pasado, por su reclamo de justicia. No obstante, dicha actitud ética se refleja en los contenidos de su poesía, habla a través de sus versos y de su respiración, de sus tonos. Mas no la conforma como una poesía política, pedagógica o moralista; por el contrario, la conciencia de los motivos que avivan la pena por los ausentes y por los débiles, por lo que debía y no fue, empuja hacia la liberación de lo poético atendiendo únicamente a la responsabilidad de sus propios impulsos, de la revelación de sus enigmas, de la aparición del conjuro en la forma y el momento en que la propia sed de decir lo exige, la poesía responde a sí misma:

La emoción entre mi vida y
la conciencia de mi vida
es una continuidad que no me pertenece.
“Torcazas”

Insuficiencia del existir y precariedad en el decir, mueca de ironía y de burlón silencio en la negación oximorónica de todo lo que no nos pertenece, y por lo mismo nuestro. Negar afirmando, afirmar negando, a la manera como lo hicieron los místicos y barrocos. Gelman ya lo apuntaba en sus poemas de 1961, en su “Arte poética”: “Entre tantos oficios ejerzo este que no es mío [...] A este oficio me obligan los dolores ajenos [...] todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.” Nada es tan lógico como el hablar de los niños, nada tan sincero como su forma de nombrar la realidad, de concebir la función de la lengua, tan cercano al sentir y al imaginar, a la noción del tiempo y de la vida, en donde la muerte no tiene ni tendrá lugar, como lo sugería Dylan Thomas, y el amor es simplemente energía para el juego o para la vida que es juego. La ternura de Gelman parece provenir de un diálogo con sus hijos y sus nietos, con el Juan que goza descubriendo las suertes que se pueden realizar con las palabras por sus contigüidades y sus continuidades, por sus contextos y sus pretextos, por sus trastocamientos y errancias.

Insisto, Gelman es un poeta de no pocos registros. Su obra no se circunscribe a una propuesta estética determinada, a un estilo o una voz específicos, sino a épocas diversas en las que han brotado contenidos y formas distintas, pero sin perder vínculos con el pasado, sin abandonar recursos técnicos de otras circunstancias, de escrituras que se deslizan en otras direcciones emotivas y racionales. Leitmotivs, marcas, señales, signos, imágenes, indicios, guiños, pueden también hallarse en poemas que poco tienen en común con libros gestados en diversos tiempos en la vida y situaciones del autor. Por lo mismo, la poesía de Gelman no cae en un solo gusto, no encaja en una misma lectura. Lo que en un libro o en unos versos figura como sugerencia o esbozo, en otros poemarios se despliega sin concesiones, radical y consciente de sus riesgos: recurrencia de neologismos, marcas tipográficas, efectos fonéticos; eso, en lo formal. Presencia del dolor, pérdida, ausencia, exilio, dimensión de lo sagrado, sobrevivencia, búsqueda de “las dimensiones olvidadas de la lengua”, como en Dibaxu (1985). Hallo en la poesía de Juan una recurrencia de fondo y un humor sutil para tragarla, para enfrentar la derrota: “Nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos,/ rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.” (“Arte poética”); “a gelmanear a gelmanear les digo/ a conocer a los más bellos/ los que vencieron con su derrota” (“Héroes”, en Cólera buey, 1962-1968). La inutilidad del nacer, pero más del morir, o como dice Juan que dijo su nieto Iván, peor hubiera sido no haber nacido. La memoria del dolor y el dolor de la memoria. La derrota está en el nombrar, en el decir lo que es pero ya no es, en el pronunciar la palabra pájaro para decir libertad y dejar un hueco en la palabra, un silencio que exige otra palabra para denominar el deseo, para hacer la luz.

Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene
cuerpo, no tiene corazón y
en su hálito de niña pasa o puede pasar
y habla de lo que siempre no habla
[…]
Un día sabrá que existieron como ella misma,
entre lo imaginario y lo real.
¡Ah, vida, qué mañana/cuando termines de escribir!
“¿Cómo?”

Se agradece una edición así, sencilla, ligera aunque de grandes dimensiones, sobria, elegante, sin anuncios ni presentaciones, estudios previos, prefacios o prólogos; así, con una poesía que se presenta de primera intención a sí misma, dispuesta a ser leída y vivida, apropiada, amorada.

Gracias, Juan, por enseñarnos esta lengua gelmánica, hecha para no claudicar ni dar reposo a la memoria, tampoco a la alteronimia, a esa marcha que nombras “Atrasalante en su porfía” con todos tus otros que también son un nosotros.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Lo que Peña Nieto quiso decir (y nadie se dio cuenta)

17/Diciembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Cuando en la FIL a Peña Nieto le preguntaron por tres libros que lo han influido, se dijo que su cantinfleo mostró que no lee. Lo que mostraré es que sus críticos tampoco saben leer.

EPN inició hablando de la Biblia. Dijo que lo “marcaron” pasajes. No dijo cuáles. Por un lapsus posterior podemos saber que uno de ellos fue la mortal traición de Caín contra Abel.

Luego atribuyó La silla del águila a Krauze.

Enrique P.N. cambió al autor real por Enrique Krauze, tal como en la novela Carlos Fuentes cambia 1994 por 2020, el TLC por una represalia de USA, y para narrar cómo Carlos Salinas mató a Colosio les da otro nombre.

Lo de EPN fue un largo lapsus freudiano en que al improvisar asociaciones se filtraron contenidos de su inconsciente y pensamiento privado. Sus errores revelan.

Luego no pudo recordar el título de un libro de Krauze —La presidencia imperial— y su “antítesis” (Las grandes mentiras de Krauze de Manuel López Gallo), y dijo frases como “el nombre del título de este libro” y “las mentiras sobre el libro de este libro” que no son mera estupidez sino señales de que ocurrían desplazamientos inconscientes en su discurso.

Ya muy dentro del lapsus mencionó a La hija pródiga y “Caín y Abel” (sic) (Kane y Abel) y ya no pudo titular al otro libro de esta trilogía de Jeffrey Archer.

La hija pródiga se trata de la vida de la hija de Abel, Florentyna Kane, hasta ser electa presidenta, y Richard Kane, un hombre guapo, de buena cuna y decidido a llegar a la cima.

El libro innombrable es Shall we tell the president? sobre un agente del FBI que debe impedir el asesinato de la presidenta.

También de Archer son La carrera hacia el poder y El impostor (sobre un hombre al que se culpa de un asesinato), entre otros bestsellers de conspiración, adversidad, constancia y ambición.

Después de aludir a Archer, EPN dijo que lo último que estaba leyendo es La inoportuna muerte del presidente (autor no recordado: Alfredo Acle Tomasini). Sobre la muerte de un presidente mexicano y maquiavélica sucesión.

Luego aclara que “otro que le gustó mucho también” es (sin nombrar: El seductor de la patria) de Enrique Serna “sobre este personaje polémico que fue Santa Anna y que hace de manera novelada”. Interesante la relación no-velada de EPN y Santa Anna.

En conclusión:

1) Casi todos los libros que EPN mencionó velada o no-veladamente se tratan de muertes de presidentes o candidatos, escaladas de poder o intrigas siniestras.

2) Los perfiles de muchos de esos personajes son similares a él.

3) La cantidad de errores apunta a que hay un pensamiento privado que emergió simbólicamente —vía omisiones, alusiones y confusiones— y que fue la lucha subconsciente entre la represión y expresión de ese flujo lo que provocó el lapsus en general.

Dejo al lector sacar otras conclusiones.

José Agustín, escritor, Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011

17/Diciembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

José Agustín tiene varios récords de precocidad; amó pronto y rabiosamente a las mujeres, se adentró “chavo” en las parrandas, creó un estilo y un lenguaje que proviene “de abajo”, de lo popular, pero sobre todo fue un lector y un escritor precoz. Leyó Lolita de Vladimir Navokov cuando tenía la edad de Lolita y empezó a escribir como poseso cuando rondaba los siete años.

José Agustín (Acapulco, Guerrero, 1944) es el mismo “chaval” que a los 19 años deslumbró a los lectores con una novela dotada de un lenguaje moderno, coloquial y sin censura como La tumba, sólo que ahora es “un viejo con espíritu rebelde”, como él mismo se define.

Así es el personaje de la novela que escribe: La locura de Dios, que se publicará en 2012.

Su rostro moreno está surcado por la vida, su andar es más lento, pero detrás de sus ojos claros y su sonrisa fácil está el joven de siempre, el que retó a la cultura oficial con sus personajes mal hablados y repelentes, el que fue despreciado por la crítica por su lenguaje soez y considerado “un vulgar y jodido”.

El autor de una obra extensa, el que ha ejercido la prosa, el ensayo, la autobiografía, el teatro y el guión para cine, el que ha sido colaborador de revistas y diarios, el que ha hecho radio y televisión, el que ha sido invitado por universidades de prestigio a dar cursos sobre literatura, el autor que se sitúa en la contracultura, recibirá este lunes el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011, en el área de Lingüística y Literatura.

¿José Agustín ha gozado del reconocimiento de las instituciones? Se le pregunta al hombre que reposa en una de las sillas del jardín paradisiaco en su casa de Cuautla, Morelos. Su respuesta es rápida y rotunda. “Tardé muchos años en que me consideraran; durante mucho tiempo me veían como el escritor vulgar y jodido, pero yo seguí escribiendo, no había bronca, pero últimamente me ha ido increíblemente bien, los dos últimos años han sido pletóricos de homenajes y de festejos que me hacen”.

Incluso hace tres meses el autor ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, junto con su amigo Vicente Leñero. “Mi ingreso a la Academia es el colmo. No he estado en ninguna sesión y quién sabe si vaya a asistir a alguna, a mí lo que me importa es tener la beca y la lana que me echan, que me saca de problemas. Es como una jubilación. Siempre me he dedicado a escribir y ahora podría ser más fácil”.

“Sobres para las cartas” es una frase que suelta a botepronto, siempre acepta una foto al pie de la escalera que va a su casa, en su estudio-biblioteca o allí, junto al mural La última cena en la biblioteca del rey Nezahualcóyotl, que pintó su hermano Augusto Ramírez y que José Agustín se detiene a ver para encontrar a John Lennon, Vladimir Nabokov, Albert Einstein, Diego Rivera, Jorge Luis Borges, sor Juana Inés de la Cruz, a sus hermanos y sus primos, a sus tres hijos: Andrés, Jesús y Agustín.

Hay otras frases constantes. Le parecen “mamadas” los comentarios de escritores que dicen sentir temor frente a la hoja en blanco o que aseguran que, mientras escriben, sus personajes los acompañan. Le parece una “ultramamada” y “un reductivismo infame” que a él y otros escritores como Gustavo Sáinz y Parménides García Saldaña Margo Glantz los haya llamado autores de la “literatura de la onda”.

El hijo de un piloto aviador de la extinta Mexicana de Aviación, al que evoca con gran cariño, pues no sólo “soportó” su vida loca sino que además alentó su oficio literario, dice que ha escrito en todos los géneros que quería y que no le falta nada por hacer: “me siento a toda madre; claro, siempre tengo la esperanza de poder hacer mejores cosas, pero tampoco me siento defraudado, ni desilusionado. Me gusta mucho más la prosa, la novela, el relato, pero el teatro lo escribí antes de cumplir 20 años, pero publiqué muy poco, entre ellos está Abolición de la propiedad, no se publicaron porque no les correspondía, yo tampoco hice un gran esfuerzo”, dice.

Un narrador con buena estrella

Para el escritor, publicar ha sido fácil, tuvo a los mejores editores: José Agustín, Joaquín Diez Canedo, Emmanuel Carballo. Ni su primera novela, La tumba, fue una batalla. “Juan José Arreola era un estilista del lenguaje y muy riguroso. Me decía que yo tenía mucho talento pero cada que llevaba algo para leerlo en su taller lo hacía trizas”.

José Agustín relata la historia. Cuenta que el día que cumplió 19 años decidió llevarle a Arreola La tumba y, tras leerla, le dijo: “Su novela es muy publicable, yo la voy a publicar”, a él se le cayeron los calzones, dice. “Era el señor que había editado a Del Paso, a Elizalde, a Pacheco, me dio muchísimo gusto”; pero luego Arreola agregó: “Sin embargo, su novela necesitaba mucho trabajo”.

Arreola era tan riguroso que corrigió línea por línea y página por página. “Cuando la terminamos de revisar, la leyó en el taller de literatura que tenía y decidió publicarla pero me dijo ‘faltan dos mil pesos’, publicarla costaba cuatro mil, fui a ver a mi papá y le dije que se mochara con una lana para la publicación y él me dio lo que faltaba”.

Publicar sus dos siguientes libros fue cuestión sencilla.

“Tuve una suerte extraordinariamente loca, después de La tumba yo estaba trabajando en la revista Claudia con Vicente Leñero y a Gustavo Sáinz, quien acababa de publicar Gazapo, lo mandaron llamar Rafael Jiménez Siles y Emmanuel Carballo para pedirle una autobiografía y un libro”.

Sáinz les platicó que conocía a José Agustín y a Vicente Leñero y se pusieron en contacto con ellos; les pidieron una obra, él les llevó De perfil que quería publicarla con Joaquín Mortíz. “Quería que la editara Joaquín Diez Canedo a quien yo iba a visitar todos los días y quien ya hasta hacía chistes, me decía: ‘Este es el papel para la novela de José Agustín”. Lo que sí publicó Carballo fue su autobiografía en la colección Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos, que incluía trabajos de Carlos Monsiváis, Vicente Leñero, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Salvador Elizondo.

José Agustín hace un alto para atender la puerta de su casa en Cuautla, allí vive con Margarita Bermúdez, la mujer con la que está por cumplir 50 años de casado y con quien procreó tres hijos. Ella viene y le cuenta que quien toca es el plomero, que hay que arreglar el lavadero. Ella fue quien le llevó la máquina de escribir al Palacio Negro de Lecumberri, donde José Agustín estuvo preso siete meses a principios de los años 70. En el encierro escribió su tercera novela, Se está haciendo tarde.

“Estaba en el bote cuando la escribí. La cárcel me hizo escribir en serio; desde que entré a la Procuraduría, a los dos o tres días del arresto, me puse a escribir en la bolsa de papel donde me habían mandado unas tortas; luego mi esposa me llevó una máquina . Escribir fue lo que me salvó la vida. Cuando salí la publiqué”, recuerda José Agustín quien purgó su condena en la crujía H, enfrente de la crujía I, donde estaban los escritores más combativos.

De ahí surgieron sus dos libros autobiográficos y tal vez el deseo de hacer una tragicomedia mexicana que vio la luz en los años 90 y que no tiene ganas de poner al día. “Esos libros tuvieron muy buena fortuna, los editores saben que ahí está una minita, entonces me están jeringue y jeringue, empezando por mi propio hijo Andrés, que es mi editor. ¡Pero hacerlo me da una güeva espantosa!, es un trabajo pesado. Si lo tomo será con gusto porque hay mucho que decir en México. ¡Qué horror 12 años de panismo!”

José Agustín lee a sus contemporáneos, “me brota una curiosidad muy grande ver qué se está haciendo”, pero relee a los que forjaron su oficio: “los autores pesados de mi vida han sido Nabokov, Fitzgerald, Salinger”. De ellos aprendió mucho. “Nunca se sabe para dónde va una historia, pero hay algo que se llama intuición que nos hace verlo y en mi caso es bastante afinada”.

Detesta hablar de ritos para la escritura, le parecen “mamadas”, pero se rige por una disciplina: “empiezo a trabajar como a las 12 del día, le paro a las tres o cuatro para comer, regreso otro rato y así estoy hasta las siete u ocho y, si me pico, pues sigo y si no, ai muere”.

Hace dos años, tras una presentación en Puebla, los jóvenes lectores subieron al templete a pedirle autógrafos, fue tal la presión que José Agustín sufrió una caída de tres metros, se rompió el cráneo y dos costillas, permaneció dos meses y medio en el hospital; el accidente lo paralizó un año.

En ese tiempo estaba escribiendo su novela La locura de Dios que “es un poco la historia de Job”, su protagonista es un señor que grande que te nía muy buena suerte y le iba sensacional en todo “pero de repente su mujer lo deja, sus hijos lo mandan a volar y a él le vale la real chingada y sus cuates le dicen: ‘estás haciendo algo muy mal compadre, porque mira qué karma te traes’, él se niega a aceptarlo, dice: ‘estoy haciendo lo que me corresponde hacer, si Dios me está castigando es que Dios está loco’”.

José Agustín dice que traía un vuelo sensacional, pero se cayó y abandonó la historia hasta el año pasado que la retomó. En ese momento parece que la vida le cambio, comenzaron a hacerle homenajes y fiestas. El accidente fue tan determinante como la cárcel.

“El bote me cambió la vida, tardamos 10 años de casados con mi esposa sin hijos, pero cuando salí de Lecumberri le dije: ‘Margarita, creo que ya es hora de tener hijos’. Salí del bote y nos dedicamos a esa agradable práctica. Al año siguiente nació mi hijo Andrés. Luego llegaron Jesús y Agustín”, dice.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Metamorfosis de Las batallas en el desierto

Diciembre/2011
Nexos
Antonio Saborit

1
Pocas sorpresas augura el título de estas páginas. Si con algo se identifica a José Emilio Pacheco en el medio literario que él mismo preserva y recrea desde el final de los novecientos cincuenta es con su descreencia en la inamovilidad de una página impresa y su disposición a corregir y reescribir prosas y poemas ya publicados. Sin embargo, de algún modo se olvida que estas metamorfosis son inherentes al mundo de las letras. Desde hace más de cien años, para el caso, leemos la apología del doctor Mier y la relación de lo que le sucedió en Europa entre 1795 y 1805 como si en efecto fueran lo único que no son: sus memorias. Recuérdese que los primeros lectores de La Regenta nunca se enteraron que la novela tuvo dos primeras ediciones distintas, la original en cinco mil ejemplares de finales de 1884, y su ampliación, ordenada semanas después y en el mismo número de ejemplares porque el editor creyó que el libro podría gustar al público, pero cosa curiosa, parte de la ampliación salió enmendada por el propio Clarín. Lo común es que las metamorfosis ocurran en la mesa en la que un editor se atreve a tasajear el mecanoescrito de Sons and Lovers, con el consentimiento del autor, o en la que años después otro editor mutila el original de The Garden of Eden, sin el menor respeto por la memoria de Hemingway. Pero estas metamorfosis incluso llegan a suceder sobre las pruebas de imprenta, como le pasó al Trimalchio que el propio Fitzgerald hizo transitar rumbo a su nueva identidad bajo el título de The Great Gatsby con numerosos añadidos y correcciones. Son legión los escritores que han empleado como pruebas de imprenta las páginas de revistas y periódicos, las cuales, corregidas, han llegado como originales a la imprenta. Rubén M. Campos, por ejemplo, si bien se quedó con El Bar en el cajón, lo cierto es que publicó en revistas numerosos adelantos de este estudio sobre la vida literaria en México en 1900 y que eso le permitió formar un mecanoescrito final con las enmiendas precisas. Los primeros lectores de una determinada obra por lo general ignoran que lo son hasta que el libro en el que la conocieron sufre alguna metamorfosis y deja de ser el mismo, como les sucedió a los que pasaron por La región más transparente antes de que Carlos Fuentes decidiera “aumentarla” en la edición de 1972.

En el caso de Pacheco la experiencia con estas metamorfosis pudo haber comenzado en 1977 con la segunda edición de su primera novela, Morirás lejos. Rafael Pérez Gay sostenía por entonces que la sombra que arrojaban dos títulos de poesía como Irás y no volverás y No me preguntes cómo pasa el tiempo “oscurecía” los logros del que en su opinión era el “mejor de sus libros en prosa”. La segunda edición de Morirás lejos, reescrita “en buena parte” en ocasión de sus primeros diez años, difería de la primera edición en “la claridad y la precisión”, como observó Pérez Gay. Tan amplia o urgente era esta disposición para corregir y reescribir que más adelante, cuando la popularidad del “Inventario” superó efectivamente la de sus poemas, narraciones y ensayos sobre la historia de la literatura mexicana, Pacheco asistió a la multiplicación de las páginas por enmendar. De ahí el no rotundo que daba cada vez que se le mencionaba la pertinencia de trasladar el material de esa columna en Proceso al formato del libro. Antes que atreverse a ofrecerlas a alguna casa editorial se sentía en la obligación de actualizarlas, cuando menos, y no había tiempo para eso. Por lo demás, el espíritu y el estilo de “Inventario” estaban en las numerosas colaboraciones semanales sobre literatura e historia que a lo largo de varios lustros entregó, primero, al suplemento de la revista Siempre!, y luego al suplemento dominical de Excélsior.

Al fresco de este asedio sobre el gusto por alcanzar una escritura clara y precisa resulta casi increíble que naciera y llegara a crecer hasta alcanzar su desarrollo más pleno el primer mecanoescrito de Las batallas en el desierto. Pero supongo que Pacheco debió tener los mejores alicientes para concluir este relato en el deseo y en la posibilidad de verlo transitar en cuestión de días de su mesa de trabajo a la más fugaz de las versiones impresas, la del suplemento de un diario, como el que gastaba el unomásuno. Acaso no me equivoque ni al sugerir que Pacheco compuso una segunda versión de Las batallas en el desierto sobre las páginas de la entrega correspondiente al 7 de junio de 1980 del citado diario, ni que esta segunda metamorfosis sufrió por lo menos una más al llegar, un año después, a la primera edición de Las batallas en el desierto en Era. Lo anterior, sin embargo, adquiere una consistencia diferente a la que aporta el pragmático artesano del lenguaje cuando se considera que en la experiencia de Pacheco el roce con otras formas de la inestabilidad de la palabra impresa provino de su trato directo con la investigación y la escritura de la historia.

2
Este aspecto de la actividad intelectual de Pacheco se conoce más bien poco o mal. Es cierto que Pacheco empezó a desplegar su pasión por la historia literaria y cultural en diversas publicaciones periódicas —las cuales guardan series enteras de notas y ensayos que por las razones antes expuestas hasta el momento no han saltado al formato del libro— pero también lo hizo en varios proyectos de carácter bibliográfico. Es el caso de la selección y dos de los prólogos del diario público de Salvador Novo (La vida en México en los periodos presidenciales de Cárdenas, Ávila Camacho y Alemán) así como de una antología sobre Alfonso Reyes (Universidad, política y pueblo, 1967), y tres más sobre poesía: La poesía mexicana del siglo XIX (1965), Poesía en movimiento (1966) y Antología del modernismo (1884-1921) (1970), la segunda de las cuales formó junto con Octavio Paz, Alí Chumacero y Homero Aridjis. Pero también es cierto que Pacheco encontró un espacio para desarrollar esta misma pasión con nuevas y mejores herramientas cuando en agosto de 1972 Enrique Florescano lo invitó a sumarse a la joven planta de académicos del Departamento de Investigaciones Históricas del INAH. Ahí editó —junto con Gabriel Zaid— la obra poética del malogrado José Carlos Becerra, El otoño recorre las islas (1973), prologó El uso de la palabra de Rosario Castellanos (1975) y tradujo Epistola: In Carcere et Vinculis de Oscar Wilde (1975). No era el mejor de los mundos posibles, para nada, aunque así hoy lo pueda parecer gracias al empeño silencioso, constante y serio de otros como Pacheco —a los que imagino asomados a su propia ventana en una amplia fachada, igual que el legendario cartel de la casa Joaquín Mortiz que trazó Abel Quezada—. Y sin embargo de la pavorosa chicalada del lenguaje público de esos años alcanzaron a surgir tanto de las letras como de las ciencias sociales una centena de obras que hoy, antes que una nómina de honor, es una escuela de sobrevivencia, la verdadera imagen de una lima para un preso.

Pacheco hizo equipo con Héctor Aguilar Camín, José Joaquín Blanco, Nicole Giron y Carlos Monsiváis en el Departamento de Investigaciones Históricas, se concentró en el final del siglo XIX y las primeras décadas del XX, vio en la recuperación y edición de textos una tarea no sólo impostergable sino ineludible para alguien agobiado por la inestabilidad del lenguaje. En y de ese espacio son la selección, notas y prólogo al volumen que circuló con el nombre Diario de Federico Gamboa, 1892-1939, un trabajo esencial en el replanteamiento de nuestra historia cultural y literaria —publicado en el mismo año en que apareció la segunda edición de Morirás lejos; de ahí su traducción de Edouard Jaguer sobre Remedios Varo (1980) y también otra antología, Poesía modernista: una antología general (1982). En y de ese espacio es también el libro titulado Las batallas en el desierto, pues no sólo me consta que Aguilar Camín se interesaba entonces en escribir una historia narrativa de la vida en México en el periodo presidencial de Miguel Alemán, materia del tercero y último de los volúmenes de Salvador Novo editado por Pacheco, sino además que entre los muy diversos modelos narrativos que Aguilar Camín consideraba y discutía para este proyecto en veremos con Blanco, Giron, Monsiváis y Pacheco estaba Gloria y ensueño de William Manchester y una novela que ahora, al cabo de treinta años, he creído reconocer por momentos en las páginas de Las batallas en el desierto, la novela de E. L. Doctorow, Ragtime.

Los cuatro tomos de Manchester empezaron a circular en México en 1976, bajo el sello de Grijalbo, en traducción de Rafael Andreu Aznar. La novela de Doctorow, en traducción de Marta Pessarrrodona, también llegó a México bajo el sello de Grijalbo y también arribó a nuestras librerías en el año de 1976. Pero para entonces estos títulos era bien conocidos entre los miembros del Seminario de Historia de la Cultura Nacional, coordinado por Pacheco, del Departamento de Investigaciones Históricas. Y sin embargo no creo haber leído un solo comentario sobre Las batallas en el desierto, en estos treinta años, que sugiera un vínculo ni entre las enumeraciones históricas empleadas por Doctorow y Pacheco, ni entre la mirada del Little Boy en Ragtime y la del narrador de Las batallas en el desierto.

3
Pero volvamos a la metamorfosis. Son tantas las novedades que contiene la edición conmemorativa de Las batallas en el desierto que acaso valga la pena hacer notar por lo menos que se trata de la cuarta metamorfosis.

Ahí permanecen las dos breves frases del epígrafe que a la vez son las primeras de la novela del escritor inglés L. P. Hartley, The Go-Between. Epígrafe que en realidad debió ser el primero en cambiar puesto que Hartley no escribió dos frases separadas por un punto y seguido, sino una sola frase dividida por dos puntos (The past is a foreign country: they do things differently there). Una errata que convoca un sentido diferente, según trataré de exponer en un momento. Por lo demás, el texto está plagado de novedades, que por previsibles que sean, familiarizados como estamos con el deseo de Pacheco de alcanzar la mayor precisión y claridad posibles, no pierden su carácter de novedades de sentido: como el “impensable año dos mil” por 1980, el que desapareciera la alusión al fraude electoral a Henríquez Guzmán, el que el padre de Carlos pasara de 42 a 48 años, el que en la familia del narrador antes hubiera “dirigentes” cristeros y hoy sólo se trate de cristeros, el que Héctor, el hermano mayor de Carlos, deje de ser “industrial” para volverse un mero cincuentón, o que el mismo hermano se libre de la cárcel y no de Lecumberri, como hace treinta años, o el cambio al final del relato.

Las novedades también aparecen alrededor del texto, en los elementos materiales que rodean y prolongan al relato “por presentarlo, en el sentido habitual de la palabra, pero también en su sentido más fuerte: por darle presencia, por asegurar su existencia en el mundo, su ‘recepción’ y su consumación, bajo la forma... de un libro”. Y lo que nos dicen estos umbrales, como los llama Gérard Genette —de quien es el entrecomillado anterior—, me temo sean los que inducen una lectura diferente de Las batallas en el desierto.
La nueva portada de Las batallas en el desierto, resuelta en torno a una dramática fotografía de un cilindrero apostado sobre la avenida Juárez, asocia el nombre de Pacheco y el título del libro a la ciudad de México y al fotógrafo emblemático de ese espacio durante los novecientos cuarenta y cincuenta, Nacho López. En cambio, la portada con la que este libro salió en mayo de 1981 en busca de sus primeros lectores estaba resuelta sobre un sobrio fondo blanco, su punto focal era la figura sedente de una mujer enmarcada por un fino rectángulo ligeramente descolgado alrededor del cual se leían: el nombre del autor, en la parte alta de la portada, por encima de la línea que en realidad demarca uno de los lados menores del rectángulo; el título, abajo del autor, en el interior de la parte alta del rectángulo; y el sello editorial, en la esquina inferior derecha, a manera de contrapeso de la misma viñeta que, por la esquina inferior izquierda, desbordaba el marco del rectángulo y rebasaba la superficie de la portada. Dije que el punto focal de esta portada era una figura sedente, pero debo ser más preciso. Lo era (es) sin lugar a duda la franja negra que se estampó sobre los ojos de esta mujer a fin de preservar o incluso hasta proteger su identidad. Completaban el acceso original una dedicatoria a dos personas, una ausente, la otra no, la cual ahora creció a cuatro, tres de ellas ausentes, y el ya mencionado epígrafe. Estoy dispuesto a conceder que exagero, pero no que puse a modo los hechos: la muerte de Mariana pasa a un segundo plano, se diluye en verdad sobre la eficacia del fondo urbano, como el humo de una vieja máquina de ferrocarril al pasar por debajo del puente de Nonoalco. Por varias razones pude haber recordado Ragtime. (¿Y Fitzgerald?, se me preguntará. En el capítulo cuatro hay una paráfrasis de las primeras líneas de la novela de Gatsby y nada comentas.) Pero una de las razones por las que recordé Ragtime al releer esta nueva edición de los infortunios del niño Carlos es porque los umbrales ponen el énfasis de Las batallas en el desierto en el escenario —y si algún personaje ineludible aparece en la novela de Doctorow es precisamente la ciudad de Nueva York en el tiempo, es decir, en el pasado, en este otro país.

El apunte que empezó con la inestabilidad de la palabra escrita ahí debe terminar. El epígrafe de Hartley, en esta metamorfosis de Las batallas en el desierto, con la errata que fragmentó en dos la que originalmente era una frase, invita ahora a recordar una versión previa del país extranjero o ajeno, pero tan vinculada a la cultura literaria del siglo XX como la de The Go-Between. Está en El judío de Malta de Marlowe, pero para efectos narrativos en realidad se encuentra en el epígrafe de un poema de T. S. Eliot así como en dos novelas de Hemingway, y sobre todo funciona para esta cuarta metamorfosis de Las batallas en el desierto: “Pero sucedió en otro país, y además la dama está muerta”.