sábado, 17 de diciembre de 2011

José Agustín, escritor, Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011

17/Diciembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

José Agustín tiene varios récords de precocidad; amó pronto y rabiosamente a las mujeres, se adentró “chavo” en las parrandas, creó un estilo y un lenguaje que proviene “de abajo”, de lo popular, pero sobre todo fue un lector y un escritor precoz. Leyó Lolita de Vladimir Navokov cuando tenía la edad de Lolita y empezó a escribir como poseso cuando rondaba los siete años.

José Agustín (Acapulco, Guerrero, 1944) es el mismo “chaval” que a los 19 años deslumbró a los lectores con una novela dotada de un lenguaje moderno, coloquial y sin censura como La tumba, sólo que ahora es “un viejo con espíritu rebelde”, como él mismo se define.

Así es el personaje de la novela que escribe: La locura de Dios, que se publicará en 2012.

Su rostro moreno está surcado por la vida, su andar es más lento, pero detrás de sus ojos claros y su sonrisa fácil está el joven de siempre, el que retó a la cultura oficial con sus personajes mal hablados y repelentes, el que fue despreciado por la crítica por su lenguaje soez y considerado “un vulgar y jodido”.

El autor de una obra extensa, el que ha ejercido la prosa, el ensayo, la autobiografía, el teatro y el guión para cine, el que ha sido colaborador de revistas y diarios, el que ha hecho radio y televisión, el que ha sido invitado por universidades de prestigio a dar cursos sobre literatura, el autor que se sitúa en la contracultura, recibirá este lunes el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011, en el área de Lingüística y Literatura.

¿José Agustín ha gozado del reconocimiento de las instituciones? Se le pregunta al hombre que reposa en una de las sillas del jardín paradisiaco en su casa de Cuautla, Morelos. Su respuesta es rápida y rotunda. “Tardé muchos años en que me consideraran; durante mucho tiempo me veían como el escritor vulgar y jodido, pero yo seguí escribiendo, no había bronca, pero últimamente me ha ido increíblemente bien, los dos últimos años han sido pletóricos de homenajes y de festejos que me hacen”.

Incluso hace tres meses el autor ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, junto con su amigo Vicente Leñero. “Mi ingreso a la Academia es el colmo. No he estado en ninguna sesión y quién sabe si vaya a asistir a alguna, a mí lo que me importa es tener la beca y la lana que me echan, que me saca de problemas. Es como una jubilación. Siempre me he dedicado a escribir y ahora podría ser más fácil”.

“Sobres para las cartas” es una frase que suelta a botepronto, siempre acepta una foto al pie de la escalera que va a su casa, en su estudio-biblioteca o allí, junto al mural La última cena en la biblioteca del rey Nezahualcóyotl, que pintó su hermano Augusto Ramírez y que José Agustín se detiene a ver para encontrar a John Lennon, Vladimir Nabokov, Albert Einstein, Diego Rivera, Jorge Luis Borges, sor Juana Inés de la Cruz, a sus hermanos y sus primos, a sus tres hijos: Andrés, Jesús y Agustín.

Hay otras frases constantes. Le parecen “mamadas” los comentarios de escritores que dicen sentir temor frente a la hoja en blanco o que aseguran que, mientras escriben, sus personajes los acompañan. Le parece una “ultramamada” y “un reductivismo infame” que a él y otros escritores como Gustavo Sáinz y Parménides García Saldaña Margo Glantz los haya llamado autores de la “literatura de la onda”.

El hijo de un piloto aviador de la extinta Mexicana de Aviación, al que evoca con gran cariño, pues no sólo “soportó” su vida loca sino que además alentó su oficio literario, dice que ha escrito en todos los géneros que quería y que no le falta nada por hacer: “me siento a toda madre; claro, siempre tengo la esperanza de poder hacer mejores cosas, pero tampoco me siento defraudado, ni desilusionado. Me gusta mucho más la prosa, la novela, el relato, pero el teatro lo escribí antes de cumplir 20 años, pero publiqué muy poco, entre ellos está Abolición de la propiedad, no se publicaron porque no les correspondía, yo tampoco hice un gran esfuerzo”, dice.

Un narrador con buena estrella

Para el escritor, publicar ha sido fácil, tuvo a los mejores editores: José Agustín, Joaquín Diez Canedo, Emmanuel Carballo. Ni su primera novela, La tumba, fue una batalla. “Juan José Arreola era un estilista del lenguaje y muy riguroso. Me decía que yo tenía mucho talento pero cada que llevaba algo para leerlo en su taller lo hacía trizas”.

José Agustín relata la historia. Cuenta que el día que cumplió 19 años decidió llevarle a Arreola La tumba y, tras leerla, le dijo: “Su novela es muy publicable, yo la voy a publicar”, a él se le cayeron los calzones, dice. “Era el señor que había editado a Del Paso, a Elizalde, a Pacheco, me dio muchísimo gusto”; pero luego Arreola agregó: “Sin embargo, su novela necesitaba mucho trabajo”.

Arreola era tan riguroso que corrigió línea por línea y página por página. “Cuando la terminamos de revisar, la leyó en el taller de literatura que tenía y decidió publicarla pero me dijo ‘faltan dos mil pesos’, publicarla costaba cuatro mil, fui a ver a mi papá y le dije que se mochara con una lana para la publicación y él me dio lo que faltaba”.

Publicar sus dos siguientes libros fue cuestión sencilla.

“Tuve una suerte extraordinariamente loca, después de La tumba yo estaba trabajando en la revista Claudia con Vicente Leñero y a Gustavo Sáinz, quien acababa de publicar Gazapo, lo mandaron llamar Rafael Jiménez Siles y Emmanuel Carballo para pedirle una autobiografía y un libro”.

Sáinz les platicó que conocía a José Agustín y a Vicente Leñero y se pusieron en contacto con ellos; les pidieron una obra, él les llevó De perfil que quería publicarla con Joaquín Mortíz. “Quería que la editara Joaquín Diez Canedo a quien yo iba a visitar todos los días y quien ya hasta hacía chistes, me decía: ‘Este es el papel para la novela de José Agustín”. Lo que sí publicó Carballo fue su autobiografía en la colección Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos, que incluía trabajos de Carlos Monsiváis, Vicente Leñero, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Salvador Elizondo.

José Agustín hace un alto para atender la puerta de su casa en Cuautla, allí vive con Margarita Bermúdez, la mujer con la que está por cumplir 50 años de casado y con quien procreó tres hijos. Ella viene y le cuenta que quien toca es el plomero, que hay que arreglar el lavadero. Ella fue quien le llevó la máquina de escribir al Palacio Negro de Lecumberri, donde José Agustín estuvo preso siete meses a principios de los años 70. En el encierro escribió su tercera novela, Se está haciendo tarde.

“Estaba en el bote cuando la escribí. La cárcel me hizo escribir en serio; desde que entré a la Procuraduría, a los dos o tres días del arresto, me puse a escribir en la bolsa de papel donde me habían mandado unas tortas; luego mi esposa me llevó una máquina . Escribir fue lo que me salvó la vida. Cuando salí la publiqué”, recuerda José Agustín quien purgó su condena en la crujía H, enfrente de la crujía I, donde estaban los escritores más combativos.

De ahí surgieron sus dos libros autobiográficos y tal vez el deseo de hacer una tragicomedia mexicana que vio la luz en los años 90 y que no tiene ganas de poner al día. “Esos libros tuvieron muy buena fortuna, los editores saben que ahí está una minita, entonces me están jeringue y jeringue, empezando por mi propio hijo Andrés, que es mi editor. ¡Pero hacerlo me da una güeva espantosa!, es un trabajo pesado. Si lo tomo será con gusto porque hay mucho que decir en México. ¡Qué horror 12 años de panismo!”

José Agustín lee a sus contemporáneos, “me brota una curiosidad muy grande ver qué se está haciendo”, pero relee a los que forjaron su oficio: “los autores pesados de mi vida han sido Nabokov, Fitzgerald, Salinger”. De ellos aprendió mucho. “Nunca se sabe para dónde va una historia, pero hay algo que se llama intuición que nos hace verlo y en mi caso es bastante afinada”.

Detesta hablar de ritos para la escritura, le parecen “mamadas”, pero se rige por una disciplina: “empiezo a trabajar como a las 12 del día, le paro a las tres o cuatro para comer, regreso otro rato y así estoy hasta las siete u ocho y, si me pico, pues sigo y si no, ai muere”.

Hace dos años, tras una presentación en Puebla, los jóvenes lectores subieron al templete a pedirle autógrafos, fue tal la presión que José Agustín sufrió una caída de tres metros, se rompió el cráneo y dos costillas, permaneció dos meses y medio en el hospital; el accidente lo paralizó un año.

En ese tiempo estaba escribiendo su novela La locura de Dios que “es un poco la historia de Job”, su protagonista es un señor que grande que te nía muy buena suerte y le iba sensacional en todo “pero de repente su mujer lo deja, sus hijos lo mandan a volar y a él le vale la real chingada y sus cuates le dicen: ‘estás haciendo algo muy mal compadre, porque mira qué karma te traes’, él se niega a aceptarlo, dice: ‘estoy haciendo lo que me corresponde hacer, si Dios me está castigando es que Dios está loco’”.

José Agustín dice que traía un vuelo sensacional, pero se cayó y abandonó la historia hasta el año pasado que la retomó. En ese momento parece que la vida le cambio, comenzaron a hacerle homenajes y fiestas. El accidente fue tan determinante como la cárcel.

“El bote me cambió la vida, tardamos 10 años de casados con mi esposa sin hijos, pero cuando salí de Lecumberri le dije: ‘Margarita, creo que ya es hora de tener hijos’. Salí del bote y nos dedicamos a esa agradable práctica. Al año siguiente nació mi hijo Andrés. Luego llegaron Jesús y Agustín”, dice.

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