sábado, 10 de diciembre de 2011

Sociedad, realidad y lectura

10/Diciembre/2011
Laberinto
Juan Domingo Argüelles

Creo que, desde hace muchos años, hemos venido sosteniendo nociones falsamente líricas y sentimentales sobre la práctica de la lectura, en lugar de exigirnos una visión objetiva que cruce datos duros e informaciones fidedignas sobre lo social, lo económico, lo laboral, lo educativo y lo familiar, que son elementos fundamentales que inciden, de manera decisiva, en el fenómeno de la lectura.

Por ello me parece relevante el instrumento preparado por la Fundación Mexicana para el Fomento de la Lectura, A. C. (FunLectura), Lectura, capacidades ciudadanas y desarrollo en México (2011), que se presentó en la 25 Feria Internacional del Libro de Guadalajara el 28 de noviembre, pues ofrece los resultados de una visión integral, muy lejos del fetichismo, el cliché y la sensiblería.

Este estudio recoge y organiza informaciones diversas sobre la lectura y cruza los datos con elementos sociales, económicos, familiares y de otros entornos, para mostrar que hay muchos aspectos que inciden o repercuten en la adquisición y el desarrollo de las capacidades de leer y escribir. En este sentido, lo importante es que no ve la lectura como una abstracción, sino dentro de la comprensión integral de un fenómeno que involucra el nivel económico, la cohesión social, la equidad (o la inequidad), el ambiente familiar, la desigualdad de oportunidades, el ingreso per cápita, la baja escolarización y otros componentes.

Abstraer la lectura de los problemas sociales es no entender absolutamente nada. Obviar las causas de la falta de lectura autónoma es, también, no ir a ningún lado en esta materia. Pero así hemos andado, desde hace años. Dando palos de ciego, porque creemos que la lectura es sólo y únicamente la lectura, cuando en realidad la lectura es muchas más cosas que simplemente leer libros, y tiene, además, implicaciones que rebasan las prácticas canónicas de la cultura escrita.

A decir de José Ángel Quintanilla D’Acosta y Lorenzo Gómez Morín Fuentes, “el estudio Lectura, capacidades ciudadanas y desarrollo en México es una aportación de FunLectura de acuerdo con la línea estratégica relacionada con la generación de información sobre el impacto —positivo— de la cultura escrita en el desarrollo social y democrático de nuestro país”.

Me parece que, luego de muchos años de andar dando palos de ciego, por fin tenemos un documento que muestra, perfectamente, algo que he venido sosteniendo desde hace años y en varios libros: que el denominado “problema de la lectura” va más allá de la lectura. Y si no lo queremos entender, continuaremos con los pésimos programas y campañas que no saben distinguir lo estético de lo social.

Por otra parte, este estudio me permite insistir en algunas reflexiones que pueden sustentarse en sus conclusiones. Por principio de cuentas, seguimos manteniendo una idea arcaica de la lectura, que se torna utopía en un mundo nada utópico, y que mientras más utópicos seamos, más nos alejaremos de la realidad. Todo cambia en este mundo, y de buen o mal grado lo aceptamos, pero quién sabe por qué peregrina razón creemos que la lectura es inmutable.

Nuestra defensa de la lectura se ha convertido, curiosamente, en una defensa del papel, o del libro en papel, y no de los contenidos. Esta defensa —lo voy a decir sin rodeos— me parece reaccionaria, absolutamente conservadora, porque es una reacción contra una realidad que no queremos aceptar.

Nos quejamos de las pantallas y ponemos el grito en el cielo porque los muchachos casi no leen libros en papel, pero no nos quejamos del teléfono celular, el iPhone, el iPad, la laptop, etcétera. Queremos un retorno fanático al ayer, pero sólo en ciertas cosas. Hemos estado huyendo de la realidad de un modo más que evidente, y no queremos admitir que, lo mismo en la lectura que en otras cosas, el presente nos alcanzó y nos ha rebasado.

Si queremos que, en el asunto de la lectura, las cosas comiencen a cambiar, deberíamos por principio no dejar todo en manos de los teóricos y especialistas de ideas fijas sobre la lectura; esos que creen que el problema de la lectura es únicamente un problema de lectura. Evadirse de la realidad no parece muy inteligente. Saul Bellow dijo: “Puede que la humanidad no soporte demasiada realidad, pero tampoco es capaz de aguantar demasiada irrealidad, demasiados insultos a la verdad”.

Si queremos que más gente lea, tenemos que comenzar por abandonar nuestros tópicos utópicos y nuestras peroratas autocomplacientes sobre la lectura y centrarnos en la realidad, más allá de la lectura. Hoy son muchos los que creen que la lectura es como una escoba para barrer la ignorancia y restablecer el orden moral y social, pero sin prestarles demasiada atención a esos ambientes inhóspitos y a esas circunstancias horrendas en donde la escoba bibliográfica sirve para muy poco.

En cuanto a las clases de literatura en las escuelas, no hay demasiado que esperar. Hemos hecho de la literatura una falsa ciencia y, como dijera el psiquiatra Roger Gentis, hoy somos “prisioneros de los mitos, las ilusiones y todos los tabúes que rodean el saber y la cultura”. Bellow hizo un diagnóstico preciso en 1975: “La enseñanza de la literatura ha sido un desastre. Entre el estudiante y su libro de lectura se extiende una sombría zona de preparación, un absoluto cenagal. Debe atravesar todo ese fango cultural antes de que pueda abrir su Moby Dick y leer: ‘Llamadme Ismael’. Han hecho que se sienta ignorante frente a las obras maestras, indigno de ellas; está asustado y quizás hastiado de ese libro para cuya lectura está tan poco facultado. Y en caso de que tenga éxito, ese método produce licenciados que son capaces de decir por qué el Pequod zarpa el día de Navidad por la mañana. La propia novela queda sustituida por lo que las personas ‘cultas’ pueden decir de ella. Algunos profesores encuentran ese discurso culto mucho más interesante que las novelas propiamente dichas”. Y todo esto sigue igual a como lo dejó Bellow hace 36 años.

Queremos que los muchachos lean a Salgari, Verne, Dumas y Zévaco, nada más porque nosotros crecimos con ellos y nos hicimos lectores gracias a sus fantasías. Pero estos autores ya no entusiasman así como así a los nuevos lectores. No queremos entender que los lectores, como la lectura, han cambiado, y que Salgari, Verne, Dumas y Zévaco, sobredimensionados incluso, estaban bien para aquellos tiempos y nada más. Dejémonos ya de estos falsos romanticismos; mejor leamos nosotros —para entender algo— los libros que están leyendo los adolescentes y que los tienen febrilmente excitados. Al menos sabríamos por qué están leyendo lo que nosotros despreciamos.

Nuestro activismo en pro de la lectura se ha convertido en una paradójica cruzada religiosamente laica contra los no lectores y los lectores no canónicos, pero no queremos ver la realidad porque ésta nubla nuestro mito arcaico.

En los últimos años, a partir del placer de leer se confeccionó una bandera política, burocrática y empresarial de la obligación de la lectura, que resulta muy redituable por cualquier lado que se le vea, pues quién va a salir a decir que leer no es cosa buena. Hoy todo el mundo habla de la asignatura de leer. Lo mismo muchos empresarios que no saben deletrear la palabra lectura que los políticos de toda laya, siempre avispados y en campaña, en busca de votos y puestos públicos, que no leen ni la tapa del cereal, pero que prometen solucionar, por ejemplo, el problema de los “ninis”, ¡incorporándolos a la policía o poniéndolos a leer! Y ésta es la gran farsa —el simulacro rentable y políticamente correcto— que todos ellos se han montado con el tema de los libros. (Por cierto, se insulta a los muchachos llamándolos “ninis” porque ni estudian ni trabajan: como si las opciones de estudio y de empleo fuesen abundantes.)

Resulta por lo menos absurdo que quienes diseñan programas y campañas de lectura no sepan nada sobre el concepto social del arte, la cultura y la educación, ni comprendan la noción básica, psicológica y filosófica, del principio del placer. Por eso se la pasan hablando, con enfática sensiblería cuando no con torpe cursilería en tonos como éstos: “¡Ah, qué maravillosa es la lectura, no comprendo cómo alguien no quiere leer!”; “¡ay, qué divina, no saben de lo que se pierden!”; “¡qué éxtasis más maravilloso… y pensar que hay gente que no lee!”; etcétera.

Lo que no comprenden muchas personas es que la lectura es maravillosa y es divina y es orgásmica para aquellos que han tenido las oportunidades y los accesos a la educación, el arte y la cultura, gracias a componentes económicos y sociales favorecedores. Lo que no comprenden es que leer no es únicamente un acto volitivo, sino sobre todo una adquisición cultural en un medio favorable.

Dejémonos ya de cuentos chinos con este tema del que todo el mundo es especialista y quiere manejar el asunto como si se tratara de un simple acto de voluntad. La lectura es un bien individual y una conquista íntima, pero es también una práctica social que se favorece o se inhibe según sean los ámbitos particulares.

Algunos expertos consideran la falta de lectura como una patología, pero, curiosamente, como los malos psicólogos, creen que la enfermedad sólo está en la cabeza del paciente y no en las relaciones con su medio. De ahí que la pedagogía terapéutica de la lectura sólo se enfoque a lo individual, sin importarle en absoluto lo social, con el consabido resultado de que el enfermo no pueda salir jamás de su esquizofrenia.

El propósito del fomento y la promoción de la lectura no puede ser únicamente el voluntarismo de hacer “mejores lectores” desde el punto de vista técnico. Ser simples consumidores y en casos extremos consumistas de libros no es un ideal que me parezca muy recomendable, ello a despecho de las conveniencias de editores, agentes literarios, distribuidores, libreros y, por supuesto, autores.

Lo que se fortalece o se construye con la lectura es ciudadanía: una ciudadanía, por cierto, más apta, más inteligente, más consciente de su realidad, más plena en sus capacidades y aptitudes frente a muchas cosas, incluso frente a los libros, fetiches hoy por hoy, y desde hace varios siglos, pero en realidad simples instrumentos.

Lo importante no es el libro, sino su contenido; lo importante no es que esté en papel, sino su potencia, y lo más importante es lo que nosotros, lectores, hacemos con los libros. Son demasiados los teóricos retóricos de la lectura que ignoran que, aunque no todo esté en los genes, muchas habilidades y aptitudes (entre ellas, la lectura y la escritura) que dominamos en ambientes propicios, las transmitimos, como legado atávico, a nuestros descendientes luego de un largo y profundo proceso cultural. (Incluso en las especies animales, los aprendizajes ancestrales transforman sus costumbres y marcan sus desarrollos de capacidades innatas.)

Y cuando digo “ambientes propicios”, lo mismo me refiero a los que favorecen las virtudes que a los que alientan todo lo contrario. La mayor parte de los nativos digitales no han necesitado ir a ninguna escuela para desarrollar su alfabetización digital. Sus habilidades, y debilidades, están en su ambiente y las tienen como algo natural ahí donde todo el mundo ejercita prácticas espontáneas de computación lo mismo con el iPhone que con el iPad y demás artilugios.

Gabriel Zaid tiene razón y lo advirtió desde hace años: “No llegarán muy lejos los programas destinados a que lean los alumnos de un maestro que no lee. Les falta lo fundamental: el ejemplo”. Y les falta algo más, yo agregaría: entender que un programa de lectura no consiste en obligar a leer a todo el mundo para beneficio de las estadísticas, pero para perjuicio del placer.

Hoy, en México, ¿por quién doblan las campañas? ¿A quién queremos engañar con programas y campañas que echan mano de los modelos analfabetos para invitar a leer? Es natural que los que llevan a cabo estas estrategias fatales se acaben engañando hasta a sí mismos, porque no han entendido que leer no es únicamente cosa de querer hacerlo.

El estudio de FunLectura sienta las bases para una comprensión mejor de la realidad de la lectura, porque apela a esas otras realidades más apremiantes a las que —nos guste o no— se subordinan prácticas, ocios y quehaceres menos urgentes (y a veces incluso bastante lujosos), como por ejemplo la lectura.

Si no hacemos caso a esta información, seguiremos con el meroliquismo (sentimental) de siempre y con la frustración previsible. Hacemos mucho ruido sobre la lectura y obtenemos pocas nueces. Esto seguirá así mientras no comprendamos el trasfondo social que hay en la lectura, en el arte, en la cultura, en la educación y, en general, en toda nuestra vida. No es que todo sea un determinismo absoluto, pero por supuesto tampoco es un exclusivo asunto de voluntad.

En conclusión, si no fundamentamos nuestros programas, mecanismos, campañas, estrategias y métodos de lectura en las evidencias de la realidad, podemos muy bien seguir en las mismas: quejándonos, como siempre, de esto que llamamos el “problema de la lectura”, durante los años, los lustros o las décadas que nos queden de vida, con el riesgo, bastante gracioso, de que un día asistamos a la desaparición de los libros pero no a la extinción de los expertos en lectura.

Políticos al ataque

Los políticos, incluidos los que hablan mucho de la necesidad de leer, son, por lo general, analfabetos funcionales. Cada vez que los periodistas (algunos tampoco leen mucho, pero están informados de quién ha escrito qué) los ponen a prueba, los políticos meten la pata.

Son proverbiales las barbaridades de Vicente Fox, el presidente que inventó al mítico escritor José Luis Borgues y que les atribuyó el premio Nobel a Carlos Fuentes y a un tal Borges, probablemente también apócrifo.

Una diputada de la Asamblea de Representantes del DF, presidenta de la Comisión de Incultura, atribuyó obras de Tennessee Williams, Eliot y García Márquez a José Emilio Pacheco.

Ahora el priísta Enrique Peña Nieto (a quien muchos ya ven como el próximo presidente de México) atribuyó una obra de Carlos Fuentes a Enrique Krauze y fue incapaz de mencionar el título de un tercer libro de los que, supuestamente, han sido importantes en su vida, además de la Biblia. Y Ernesto Cordero, el precandidato del PAN, para no quedarse atrás, dijo que ha leído a una ficticia escritora (¿colombiana, chilena, peruana?) llamada Isabel Restrepo.

¿De qué nos sorprendemos? El problema no es sólo de lectura, sino, en general, de incultura, des-educación, tontería, hipocresía y corrupción. Los políticos “lectores” tampoco han sido muy distintos en sus actos. José López Portillo y Pacheco era incluso escritor. Y así nos fue en el lopezportillato.

La incultura (y, con ella, la falta de lectura) vuelve a evidenciar un problema mayor que es social, económico, educativo y cultural en un país que, demagógicamente, ha hecho del libro un cliché totémico. Gabriel Zaid ha dicho que el problema de la lectura está en los universitarios que no leen, aunque digan que leen.

Después de los generales Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho, con excepción de Ruiz Cortines, todos los presidentes de México han hecho estudios superiores: Alemán, López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la Madrid, Salinas, Zedillo, Fox y Calderón. Y todos han echado loas al libro y enfatizado que la lectura es una “palanca para el desarrollo”. ¿Pero hay alguien que crea, de veras, que más allá de sus discursos, los políticos leen otra cosa que no sea sus estados de cuenta?

Lo que no se quiere entender ni aceptar es que la lectura en México no puede estar mejor que el país mismo. En el Índice de percepción de la corrupción en 2011, de Transparencia Internacional, México ocupa el lugar número 100, con 3 puntos IPC, empatado con Burkina Faso, Gabón, Malawi, Surinam y Tanzania, entre otros, en contraste con Nueva Zelanda (9.5), Dinamarca (9.4), Finlandia (9.4) y Suecia (9.3) que ocupan los cuatro primeros lugares en no corrupción y muy altos índices en lectura.

Cuando entendamos que estos datos duros tienen su equivalencia en los índices culturales, pero también en el PIB, el empleo, la educación, la seguridad y, en general, el desarrollo humano, entonces habremos entendido algo.

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