domingo, 18 de diciembre de 2011

Orhan Pamuk: “Las novelas tienen la intensidad de una experiencia religiosa”

18/Diciembre/2011
Milenio Semanal
Elisa Montesinos

NUEVA YORK.- Todavía requiere de protección policial cuando regresa a su país, aunque cada vez menos. El escritor turco, Premio Nobel de Literatura 2006 y autor de novelas como Me llamo rojo (2003), Estambul (2005) y El Museo de la inocencia (2009), va saliendo de una de sus clases en la Universidad de Columbia, donde reside parte del año. Orhan Pamuk (Estambul, 1952), jovial, altísimo, de impecable negro, pelo cano, anteojos y voz reposada, se sienta en una oficina de la universidad para responder a esta entrevista. A unos pasos de aquí, en la biblioteca Butler, fue donde encontró su voz como escritor, con una pequeña ayuda de Borges. “Quería escribir novelas usando las historias islámicas premodernas, pero no sabía cómo hacerlo. Borges, su metafísica de la literatura y sus historias me ayudaron a revisitar las alegorías clásicas de la literatura sufí. Aprendí mucho de él. En Me llamo rojo y El libro negro uso estas historias clásicas antiguas a mi manera, las cambio, las rescribo. Y eso viene de mis lecturas de Borges”.

Vive entre Estambul, las múltiples ciudades que recorre por sus viajes como escritor, y Nueva York, donde enseña literatura comparada un semestre al año porque, según él, tiene la fortuna de recordar todos los libros que leyó en su adolescencia. “No enseño nada que haya aprendido en alguna universidad, sino lo que aprendí leyendo”. Tampoco enseña escritura creativa porque su lengua materna no es el inglés, sino el turco. Para él, un escritor se define como autodidacta, y es claro que no es posible crear escritores. “Lo que hace a un escritor es el talento. Aunque se enseñen todas las técnicas, si la persona no tiene talento no será un buen escritor; pero los departamentos de escritura creativa no son sólo para los Dostoievskys o los Tolstois”, dice riendo, y hace gala de un humor oscuro, tan oscuro y natural como la amargura de su ciudad natal, la que lo sigue deslumbrando hasta ahora, y que recorría desde joven en largas caminatas. Primero la pintó, hasta que un día dejó los pinceles, el lienzo y los estudios de arquitectura, y comenzó a escribirla. “Las ciudades forman nuestra personalidad. Dependerá de si es una ciudad feliz, si es una ciudad rica o con historia o, como Estambul, melancólica y triste debido a la desintegración del imperio otomano. Hacemos las ciudades, pero ellas nos forman también a nosotros”.

Toda su vida —con excepción de los últimos seis años— vivió allí. “Ahí aprendí lo que sé del mundo. Conocí la ley, la rabia, los celos, todos los sentimientos humanos. Conocí a miles de personas. La ciudad es casi como mi cuerpo. En realidad no es que mi tema sea Estambul, sino la humanidad que conocí en ella”, dice en un inglés duro pero comprensible.

La primera vez que vino a Nueva York fue en 1985. Su ex esposa se encontraba haciendo un doctorado; él tenía 33 años y se sorprendió al encontrar su primer libro (El orgullo de Cevded Bey, 1982) en la biblioteca de la universidad —por aquel entonces sólo había publicado dos novelas—. “Me sentí muy orgulloso; también me dieron una estupenda oficina en el departamento turco, compartida con otro profesor que no la estaba usando. Escribí la mitad de El libro negro allí”. Seis años atrás, cuando las presiones políticas se hicieron intolerables y fue acusado de insultar a la identidad turca, por lo cual recibió amenazas de muerte, se vio obligado a dejar su país de manera definitiva. Tuvo ofrecimientos de varias universidades estadunidenses, pero decidió volver a Columbia: “Me gustan las bibliotecas de la universidad y me gusta Nueva York; no sé para qué la gente va a Harvard si existe esta universidad en Nueva York”, dice, volviendo a reír.

BUSCANDO EL CENTRO

En octubre pasado fue publicada la versión en español de su libro de ensayos El novelista ingenuo y el sentimental (Mondadori), en el que reúne una serie de conferencias sobre literatura que ofreció en Harvard, en las que —siguiendo a Schiller— hace la distinción entre el escritor ingenuo (espontáneo, seguro de sí mismo, dictado por los dioses) y el sentimental (reflexivo, incómodo, conciente de su oficio) y desarrolla una teoría sobre la novela. Ha estado en Brasil y México, y acaba de realizar su primera gira por el Cono Sur. Ha leído a los grandes de la literatura latinoamericana (menciona a Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa) y se ha encantado con Pablo Neruda.

EM: Respecto a Vargas Llosa, en El novelista ingenuo y el sentimental usted dice que él “es uno de los escritores latinoamericanos más realista”, y que “detrás de su singular voz hay una dolorosa conciencia de no pertenecer al centro”.

OP: En el artículo en cuestión me pregunto si hay un centro de la literatura mundial. Y me respondo que sí, que hay escritores en el centro y fuera del centro, como Vargas Llosa, como yo o como García Márquez. Nosotros comenzamos en la periferia, en los bordes de la cultura occidental. Es un tema importante para mí. Mi novela Nieve trata del sentimiento provinciano de no pertenecer al centro.

EM: En ese libro, en esa serie de conferencias, dice que para usted escribir una novela es buscar un centro, otro tipo de centro.

OP: Te daré un ejemplo de Borges. Él escribió un ensayo sobre Herman Melville, donde describe la forma en que leyó Moby Dick. Primero dice que era una novela realista sobre cazadores de ballenas; después piensa que es una novela dostoievskiana sobre el capitán loco Ahab; luego lo niega y dice que es otra cosa. La novela siempre es un misterio. Cuando leemos una buena novela nos preguntamos: ¿cuál es el tema? ¿Por qué el autor escribió esto? ¿Por qué nos está contando esta historia en vez de otra? Buscamos un sentido trascendente detrás de las palabras. Las novelas son estructuras profundas que implican un sentido que no podemos ver en la vida real. Por eso las leemos, porque tienen la intensidad de una experiencia religiosa.

EL MUSEO DE LA INOCENCIA

Este tipo de éxtasis, de rapto, Pamuk lo siente también en los museos, sobre todo los pequeños y desconocidos. Como un desafío más respecto a los tenues límites entre ficción y realidad, el autor está pronto a inaugurar su propio museo en Turquía. Uno muy especial, ya que lleva la ficción al campo de lo real y viceversa. Se llamará igual que su libro El museo de la inocencia, y será conformado por una obsesiva colección de los objetos que reunió el protagonista Kemal para recordar a su amada y que de una forma u otra recrean la vida del país entre 1975 y 2000.

“Él visitaba museos porque eso le daba consuelo; sufre porque ha perdido muchas cosas por amor: sus amigos, su familia, la sociedad a la que pertenece, y está solo. En los museos encuentra felicidad”, dice. Los mismos objetos que en la historia coleccionaba Kemal, los coleccionó Pamuk durante años; estaba empeñado en escribir una historia a partir de ellos. La idea de exhibir estos objetos lo ha acompañado por casi 15 años, y se materializará a comienzos del próximo año, cuando el museo de cuatro pisos abra sus puertas. “Antes de escribir el libro compré el edificio y comencé a comprar los objetos. La historia de Kemal abarca casi 30 años de la historia de Estambul; yo hice un museo de ese período. Están todos los objetos cotidianos: cigarros, boletos para el cine, fotografías, pasaportes, documentos de identidad, seguros; todos los objetos que una persona necesita para sobrevivir en cualquier ciudad. Y eso será exhibido en el museo. Como novelista siempre he pensado que me comporto como un archivista”.

Quizás por eso la conversación se realiza en una oficina del piso de Arqueología, y algunos de los objetos de su museo fueron especialmente construidos por artistas. Pero con su carácter rotundo insiste en que no quiere hablar de algo que todavía no existe.

Antes de despedirnos nos sacamos una foto. Ya está acostumbrado: el resto de la gente en Columbia suele reconocerlo y acercársele, aunque no tanto como en su ciudad natal. Cuenta una anécdota de la época del Nobel: tenía entonces problemas con la vista y le habían prohibido los flashes, pero fue imposible detener la avalancha de fotógrafos que le cayó encima desde entonces. Así, ha desarrollado mecanismos como escapar por el otro ascensor o por las escaleras, como hace esta noche para evitar que le tomen más fotos.

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