martes, 6 de diciembre de 2011

Ciudad Francisco Tario

3/Dciembre/2011
Laberinto
Geney Beltrán Félix

“No”, me dije. “No empezaré quejándome del pobrecito Tario a quien nadie leyó en su tiempo. Esto, quejarse, ha sido lugar común de quienes profesamos el culto secreto de Tario”. Pero, por más que uno se niegue al tópico de hurgar en el porqué del olvido a este autor, en cada relectura uno se pregunta: “¿cómo fue que casi nadie se haya dado cuenta?”

No es persuasivo enunciar que los libros de Francisco Tario (México, 1911-Madrid, 1977) se habrían etiquetado sin más como narrativa fantástica, cuando el México de la primera mitad del xx sólo quería —se dice— realismo, ejidatarios, política. ¿Que sus contemporáneos se dejaron engañar por los fantasmas y escenarios ingleses y lo habrían sólo apreciado como, aunque inventivo y de humor siniestro, un epígono de lo fantástico? Nada tan lastimoso para un autor que ser identificado pronta y limitadamente, porque luego los desidiosos repiten elogios y censuras según los hayan lanzado sus antecesores. Sucede: la crítica se deja deslumbrar con lo novedoso (variante dizque iconoclasta pero a fin de cuentas sólo algo distinta de lo conocido) y deja de lado lo original, que por ir, como regula la etimología, hacia los orígenes, puede asumir envolturas en apariencia conservadoras que confunden a los miopes, quienes no advierten lo auténticamente transgresor bajo la superficie. Pero recordemos que el joven Tario no se vio exento de aprobación por sus pares; recordemos que no todos sus textos tienen un talante fantástico. Y uno saca el título de Pedro Páramo, novela todo menos realista, cuyos personajes son almas en pena, o el de Los recuerdos del porvenir, en la que un incidente irreal parte en dos la trama, o el caso de Amparo Dávila, narradora de historias fantásticas editada y premiada por las instituciones del Estado que poco caso hicieron del autor de La noche (1943). Los fantasmas no serían la causa del Enigma Tario.

Lo otro que se dice: que el fenómeno se debe a su vida excéntrica, alejada de grupos, que lo llevó a —de joven— jugar de portero de futbol, luego a administrar cines en Acapulco, y a radicar los últimos años de su vida en la España de sus ancestros y su infancia. Pero entre los 31 y los 40 años Tario publicó mucho, y en 1968, con todo y residir en el extranjero, editó Una violeta de más en uno de los sellos más prestigiados de su tiempo. Además, caramba: murió en 1977. De entonces a ahora ya habría habido tiempo para que, si la personalidad esquiva de un autor obstaculiza la recepción de sus libros, algo hubiera cambiado: a menos que Tario deambule como fantasma en las editoriales y las redacciones de revistas escondiendo sus manuscritos o los ensayos de multitudes de críticos dispuestos a bienquistarlo, no hay manera de explicar su marginación sólo por su temperamento. En 1988 y 1993 se publican los póstumos El caballo asesinado y Jardín secreto; también ese 88 sale una antología de relatos, Entre tus dedos helados; en 1989 se reedita Equinoccio, en 1991 Acapulco en el sueño; en 2003 se compilan sus Cuentos completos (en verdad incompletos) en Lectórum, y en 2004 una selección sucinta en el FCE. La persona de Tario no sería la causa estricta de que su obra apenas ahora empiece a ser reconocida.

Y tampoco es que Tario sea un caso único. Este país tiene excelentes autores cuya obra se ha editado a cuentagotas, o que en su momento fueron desatendidos (Bohórquez, Miret, Campobello). Pero Tario no es otro raro ilustre del montón de raros ilustres que tenemos. Acaso me dirán que, con tal de llevar el péndulo al otro extremo, los tariófilos exageramos; sin embargo, la perplejidad que provoca su parcial olvido tiene que ver con una convicción: al leerlo y releerlo no es difícil concluir que, por su macabra y rebelde imaginación, su escritura de registros ora rabiosos, ora evocativos, sus sabias estrategias de narrador, estamos ante uno de los autores más originales y poderosos del XX, por lo menos de lengua española.

Dejemos así de buscar las razones por las que no se le hubo leído, pues sus libros no han cambiado, sí sus lectores. Preguntémonos por qué a nosotros, ahora, nos parece extraordinario: qué hay en sus libros que responde a las expectativas de un nuevo tiempo.

¿Qué tenemos? Esther Seligson enumera: “una fluida y ágil capacidad de descripción, un exquisito dejo poético casi irónico en sus imágenes, un gusto acucioso por los detalles [...] inusitados, mínimos, nimios en apariencia pero que pueden retratar intensamente a un personaje. Una festiva conciencia de lo que de grotesco existe en la especie humana [...]. Un sentido del humor que exacerba lo absurdo y ridículo de la humanidad”. Cuando lo leí por primera vez, hace unos seis años, creí ver que con esos elementos Tario —así como Kafka, según Kundera, adelantaría el Holocausto— atinaba a escribir el futuro (nuestro presente), sobre todo con La noche, Aquí abajo (1943) y Equinoccio (1946). Al hablar no de individuos sino de fantasmas, como Rulfo lo haría luego con almas en pena, habría levantado el acta de defunción de esa entelequia llamada México que los gobiernos posrevolucionarios buscaban mantener creíble. Su corrosiva y casi nihilista radicalidad adelantaría el convulso estado mental que hoy identifica a la vida mexicana: el país, destruido en su sentido de comunidad por la violencia, la impunidad, la desigualdad y la injusticia, es ya ese ámbito desolador en el que la esperanza es demagogia y el futuro ha sido cancelado, de tal modo que las alteraciones psíquicas que provocan el horror que encontramos en las noticias de los periódicos y la televisión, y la violencia que vemos en la calle, no son sino la concreta reiteración de los estados concienciales que envuelven a los personajes de Tario, quien así sería el primer evangelista del apocalipsis mexicano. Su operación de negar geografía y época contenía una lectura indirecta sobre su país y tiempo: que los sueños de prosperidad del Milagro Mexicano, las aspiraciones de nuestra burguesía, la oratoria de los políticos, terminarían en nada: no impedirían el cumplimiento de la vocación por el desastre no de la nación sino de la especie.

Sigo hallando un temple visionario en estos escritos, pero eso acaso tenga que ver con otro asunto: ahora también vivimos un momento de inquietud, rebeldía y visceralidad, que al no encontrar canales políticos para manifestarse, puede elegir no los de la crueldad y la violencia, según se ha hecho costumbre, sino, como supondría la enseñanza de Tario, los de la imaginación, la distopía y el desencanto, rasgos legibles en narradores de lo que he llamado la Generación de la Crisis, la de nacidos entre dos fechas traumáticas de la historia reciente: 1968 y 1985.

Las críticas de Azuela al carrancismo o de Cuesta al cardenismo, aunque duras, incluían optimismo: al afirmar, desde lo opuesto, el aquí y el ahora mexicano, esos exámenes sugerían diálogo, posibilidad, mejora. Tario sería tajante: no hay solución para los problemas de México porque no la hay para la existencia. El desencanto furioso, la apatía inconforme ante la cosa pública que se ha venido dejando ver en las nuevas multitudes del continente estarían cercanos a la percepción radical de Tario: los políticos mienten, los banqueros roban, el destino común es la muerte. Ni para qué soñar con resolver los dilemas de la nación: dejemos de lado las abstracciones y sólo obedezcamos a la apetencia de los cuerpos. El hedonismo contra los chantajes de la patria. Se lee en Equinoccio: “No soy hombre de consejos, pero quisiera advertirte una cosa: mira pasar las nubes, bajar las golondrinas, saltar la espuma en las rocas; mira llover, levantarse la arena con el viento; mira, mira muy bien a una mujer desnuda. Es lo más saludable”.

O, más directo aún: “Hemos de morirnos, ven. Déjame que te desnude”.

La obra de Tario así no tiene un territorio realista porque dibuja una ciudad de contornos plurales: desesperanzada, existencialmente agónica, cínica y espectral, porosamente voluble en sus mutaciones anímicas y sensibles, y al mismo tiempo con un futuro hedonista: ciudad que, abandonados los dogmas, se entregaría al disfrute de los instantes porque sólo creerá en el cuerpo y en el presente. Así entiendo por qué lo hemos venido leyendo con entusiasmo: sin hablar de los hechos de nuestro tiempo, su ficción traía los mapas de esas movedizas regiones mentales que venimos encontrando ahora. Su obra nos es reconocible porque desde antes de leerla la hemos estado habitando.

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