domingo, 27 de abril de 2014

Para quien comienza a leer a Octavio Paz

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Jair Cortés

Fue Miguel N. Lira, poeta tlaxcalteca, quien publicó los primeros versos de Octavio Paz en 1933. Luna silvestre fue el título de esa plaquette que inauguraba el oficio del futuro (y único hasta la fecha) Premio Nobel de Literatura mexicano. Sin embargo, estos versos de juventud fueron suprimidos por el mismo autor cuando reunió su obra poética en el volumen Libertad bajo palabra (1935-1957). Respecto a lo anterior, Paz afirmó que:  “Los poemas son objetos verbales inacabados e inacabables. No existe lo que se llama versión definitiva: cada poema es el borrador de otro, que nunca escribiremos… pero hay poetas precoces que pronto dicen lo que tienen que decir y hay poetas tardíos. Yo fui tardío y nada de lo que escribí en mi juventud me satisface; en 1933 publiqué una plaquette, y todo lo que hice durante los diez años siguientes fueron borradores de borradores. Mi primer libro, mi verdadero primer libro, apareció en 1949: Libertad bajo palabra.”
La obra de Octavio Paz es de una inmensidad apabullante. Cualquier lector tiene ante sí una vasta y variada obra que puede invitarlo a sumergirse en ella o bien, puede desconcertarlo, hacerlo naufragar o extraviarse en sus profundas aguas. Cioran decía:  “Pobre de aquel escritor que no cultive su megalomanía, que la vea menguar sin reaccionar, pronto se dará cuenta que uno no se vuelve normal impunemente.” Esta idea ilustra las aspiraciones de Octavio Paz, un megalómano cuya obra cumple y rebasa las expectativas de la tradición literaria de nuestra lengua. A pesar de esta inmensidad, una gran cantidad de lectores acude a los mismos textos: “Piedra de sol”, en el caso de la poesía; o fragmentos de El laberinto de la soledad o La llama doble, cuando hablamos de ensayo. Por otra parte, muy pocos se aventuran a leer La hija de Rapaccini, la única obra de teatro que Octavio Paz escribió, o esa maravilla que cruza la frontera de los géneros titulada El mono gramático.
Lamentablemente, en estos festejos del centenario del natalicio de Octavio Paz, la mayor parte del público mexicano no lee al poeta, se limita a verlo y a escucharlo en los programas televisivos, una dinámica que fomenta ausencia de lectores y, por lo tanto, ausencia de crítica. A quienes estén interesados en abordar la poesía de Paz recomiendo que comiencen por el principio: Libertad bajo palabra, en donde el poeta afronta un amplio horizonte temático y explora las posibilidades formales que van del haikú al poema de largo aliento (al amparo del verso medido, el verso libre, la prosa poética y el cuento). Libertad bajo palabra es el libro capital de Octavio Paz, es la exposición de casi todas las preocupaciones que habrá de tratar en sus siguientes libros: la poesía como actitud crítica y manifestación lingüística del espíritu libertario, el amor y la memoria como elementos para develar la verdadera esencia de la realidad.

García Márquez y la sensualidad de la lengua española

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Antonio Rodríguez Jiménez

Gabriel García Márquez fue para nosotros la revolución de la narrativa. Representó la frescura, la sensualidad, el paladeo de las palabras, las descripciones fantásticas, pero sobre todo la bocanada de aire fresco al idioma español, a nuestra literatura, cuando olía a rancio en el panorama de postguerra y de la dictadura de los años sesenta. Ellos –los que protagonizaron el boom de la literatura hispanoamericana– llegaron como una ola de alegría que le dio placer al idioma, gusto a las palabras y orgullo a una lengua un poco anquilosada en aquella España politizada y estática. Los españoles nos creíamos propietarios de una lengua que hace siglos dejó de ser propiedad exclusiva y se ha ido convirtiendo en el idioma más hablado del mundo –después del chino y del inglés. Ellos llegaron, en un momento de cansancio, con fuerza, como ya lo había hecho antes Pablo Neruda con la poesía o César Vallejo o el propio Octavio Paz. Ellos significaron la renovación, el cambio. La narrativa de García Márquez nos inundó, literalmente. Aquellos Cien años de soledad eran insólitos, sorprendentes y todos nos apresuramos a leerlos cuando los tuvimos en nuestras manos. La novela narraba con pasión la vida de siete generaciones de la familia Buendía en el mágico pueblo de Macondo, y fue tan rotunda que le valió el Premio Rómulo Gallegos en 1972 y el Nobel de Literatura en 1982. No tardaron en multiplicarse las ediciones. Pero también llegó un tal Julio Cortázar que nos dejó anonadados o un Vargas Llosa o un Borges o un Juan Rulfo, o un José Donoso o un Carlos Fuentes, entre otros. Aquella generación arrasó literalmente y todavía seguimos con la boca abierta, pues ninguno de aquellos autores y los libros que crearon ha pasado de moda o se puede decir que están desfasados.
La narrativa española siguió un ritmo propio con Benet, antes Aldecoa, Camilo José Cela, Carmen Martín Gaite, Laforet y los jóvenes que vinieron después, como Mateo Díez, José María Merino, Javier Tomeo, Muñoz Molina, Pérez Reverte, Javier Marías, Vila Matas y muchos otros con libros de tema histórico, psicológico, policíaco, ecos de la Guerra civil, etcétera, pero nunca se superó en nuestra lengua la legión del boom, ni en cuanto a calidad ni en lo referente a frescura. Siempre nos quedamos boquiabiertos mirando la genialidad de estos narradores, como cuando pasó como un ángel de luz la Generación del ‘27. Son fenómenos inigualables y difícilmente superables. Vendrán otros períodos diferentes pero la generación de Gabo ha dejado una huella inigualable, inimitable.
García Márquez ha vendido más de 40 millones de ejemplares en más de treinta idiomas. Sus novelas nos dejaban sorprendidos y podíamos leerlas porque eran reeditadas una y otra vez. Muy pocas personas aficionadas a la literatura no leyeron o releyeron La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1957), La mala hora (1961), Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1985), El general en su laberinto (1989), Del amor y otros demonios (1994) y Memorias de mis putas tristes (2004). Cuando le dieron el Nobel lo celebramos como si se lo hubieran dado a un español, pues era un galardón a nuestra lengua y estábamos orgullosos de él. Sus historias personales, políticas y literarias trascendían como las de Camilo José Cela, pues el colombiano ya era también español, lo mismo que los mexicanos lo sienten suyo o consideran mexicano al argentino Juan Gelman. Cuando hay un idioma común de por medio no hay fronteras de índole alguna.
Ahora se nos fue definitivamente, pero queda lo mejor de él, es decir, su creación. Las personas pasan, envejecen, desaparecen, pero dejan su huella indeleble en la obra. También está vivo Borges en su poesía, en sus cuentos. Veo a Rulfo cuando releo sus textos, Pedro Páramo y El Llano en llamas, o a Cortázar, que lo entendemos hasta en su idioma glíglico de La inmiscusión terrupta, aunque su obra de más impacto es Rayuela. Cuando releemos La muerte de Artemio Cruz vemos resucitar a Carlos Fuentes.
Ahora, pues, todos lloramos la muerte de García Márquez, como hace unos días ocurrió con Gelman o con José Emilio Pacheco, o hace unos años sucedió con Octavio Paz, del que recientemente hemos celebrado el centenario de su nacimiento.
También nos quedarán de García Márquez sus libros de reportajes: Relato de un náufrago (1970), Noticia de un secuestro (1996), Obra periodística completa (1999), o sus memorias Vivir para contarla (2002). Fue un creador que no paró. Amaba el periodismo hasta la extenuación. Se entregaba a sus escritos con su memoria prodigiosa, y como cuentista fue genial: Ojos de perro azul (1955), Los funerales de la Mamá Grande (1962), La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), Doce cuentos peregrinos (1992). Fue grande por su trabajo, por su originalidad y por su amor a la literatura.
Hace unos años leí en alguna parte que un amigo le preguntó a Gabo: “¿Fue tu abuela la que te permitió descubrir que ibas a ser escritor?”, y él, con mucho desparpajo, en tono más serio que burlesco, le contestó: “No, fue Kafka, que, en alemán, contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los diecisiete años La metamorfosis descubrí que iba a ser escritor. Al ver que Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, me dije: Yo no sabía que esto era posible hacerlo. Pero si es así, escribir me interesa.” Así se inicia la vida de este escritor que dejó la universidad para escribir en los periódicos y dar, veinte años después de tomar esa decisión, uno de los mejores libros escritos en el siglo XX, Cien años de soledad. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Sería apasionante saber qué pensaba García Márquez antes de despedirse de este mundo. Se siente miedo, paz, recogimiento, horror, alegría, amor. Ya no podremos preguntarle, pero sí podremos indagar en su obra, acariciarla, recrearla y aprender a amar el idioma español como él lo hizo.

La saga que Latinoamérica vivió para existir

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Antonio Valle

Cien años de soledad: ensamble de realidades múltiples
Hace más de tres décadas, escuchaba a “Unión Latina”, concepto en el que un artista fantástico de Juchitán se “incorporaba” con un artefacto ensamblado con un palo y una cuerda tensa que percutía en una tina de aluminio para interpretar algunas piezas musicales cercanas al jazz. Entonces, un querido amigo zapoteco me dijo que este cuadro escénico podría incorporarse a Cien años de soledad. Los críticos que habían designado a la literatura de García Márquez con el nombre de realismo mágico habían dado en el blanco. En los mundos que inventó Gabo no sólo cabían algunas páginas de la vida cotidiana de este pueblo mágico y rebelde, sino de un sinnúmero de aldeas, ranchos, villas, barrios y comunidades que brillaran por su ausencia en el concierto de América Latina hasta que apareció la saga portentosa de García Márquez.
Tal vez el coronel no tenga quien le escriba,
pero los pueblos sí
Los treinta millones de ejemplares que se han impreso de Cien años de soledad hablan del poder de la poesía en un mundo donde impera la ley monopólica de los sistemas audiovisuales. Lo real maravilloso ha sido una de las alternativas estéticas y conceptuales que, después de décadas, ha sido plenamente incorporada a la visión existencial, política y cultural de los latinoamericanos. Una experiencia del poder de seducción y de la esperanza que ha generado la saga de Macondo puede ser ilustrada en la historia de la Unión de Comunidades Indígenas Cien años de Soledad que, a principios de la década de los años ochenta, se organizó en la costa oaxaqueña. En esta organización participaban campesinos, pescadores, productores de un café sabrosísimo, por supuesto indígenas, jornaleros, pequeños propietarios, así como algunos jóvenes libertarios, miembros de las comunidades cristianas y hasta algunos hipsters trotamundos, que en este gran mosaico intercultural se habían propuesto encontrar algunas rutas para definir una identidad comunitaria y regional, que evidentemente habían encontrado inspiración poética, así como en el imaginario social e histórico, en la obra clásica de García Márquez. En 1982, cuando le otorgaron el Premio Nobel a Gabo, en las reuniones que parecían verdaderos arcoíris populares, se reflexionaba en torno a los conceptos de soledad y de aislamiento mediante análisis comparativos con las situaciones que vivían algunos grupos y personajes de Macondo. Esta unión trataba de reinventar un lenguaje nuevo que fuera menos rígido que el discurso marxista, que ya para esas fechas agudizaba su retórica repetitiva que no encontraba correspondencia con la maravillosa realidad que vivían estos pueblos costeños.
Cronistas de indias
Una de las cosas que seguramente causaron asombro en los ciudadanos de estos pueblos y aldeas mágicas (el mismo asombro que causaban en las legiones de lectores de las grandes ciudades) fue saber que la narrativa de García Márquez abrevaba en los textos que habían escrito los primeros conquistadores, frailes, etnólogos, cartógrafos e historiadores que habían llegado a América. Especialmente las descripciones alucinantes que hacían de la orografía y la riqueza de los mundos minerales, vegetales, animales y humanos con los que se toparon en el “nuevo continente”. En el texto que García Márquez leyó al recibir el Premio Nobel destacan algunos elementos y expresiones que encontraban resonancias con la narrativa que los pueblos costeños sostenían con la fuerza de su tradición oral, ya fuera con los relatos de origen precortesiano narrados en zapoteco o en los relatos donde todavía se utilizaban arcaísmos y expresiones usadas por la novela de caballerías o en el Siglo de Oro español. Sin duda, tanto la obra de García Márquez como los relatos sostenidos por la tradición oral, de alguna manera se alimentaban, para nuestro regocijo y asombro, con las crónicas de aquellos remotos conquistadores y humanistas. En este sentido, destacan los textos que escribió el italiano Antonio Pegafetta, quien venía registrando –obviamente empleando palabras y conceptos alucinantes– algunas de las cosas increíbles y asombrosas que observó durante los recorridos que hizo con Magallanes.
Buena parte de los movimientos culturales que se vivieron durante las décadas de los setenta y los ochenta, explícita o implícitamente habían sido contagiados por el entusiasmo que generó lo “real maravilloso”. De esta forma, la obra de García Márquez le daba expresión a un verdadero paraíso de realidades objetivas y subjetivas que los pueblos habían vivido desde tiempos inmemoriales. Por supuesto, este fenómeno no sólo se experimentaba en Oaxaca, sino en toda la región de América Latina y el Caribe. Jugando con el concepto del artista popular de Juchitán, al fin se lograba condensar una vieja aspiración: llevar a cabo la Unión Latina. Por otra parte, la narrativa del maestro colombiano no sólo mostraba el carácter erótico y festivo de los pueblos, sino también el rostro violento y siniestro de un conflicto ancestral que tenía que ver con las formas más rudimentarias y salvajes de ejercer el poder por parte de los caciques y dictadores a nivel regional.
“Oh qué será, qué será...”
Esta canción inolvidable de Chico Boarque hace una síntesis poética de lo real maravilloso que García Márquez inauguró. Sus versos, levemente ácidos, aluden a una situación violenta pero no exenta de belleza: “Oh qué será, qué será, que anda suspirando por las alcobas,/ que anda susurrando en versos y trovas, [...] que está en la romería de mutilados, [...] lo sueñan de mañana las meretrices, [...] es la naturaleza, será que será, que no tiene vergüenza, ni nunca tendrá, porque no tiene juicio.”
Esta composición poética parece la versión brasileira de algún cuento de Gabo.
Pedro Páramo
Dice García Márquez que Pedro Páramo fue la obra que lo ayudó a salir del impasse creativo en el que se encontraba al llegar a México a principios de los años sesenta del siglo pasado. Esta pieza, que posee una historia decisiva en el canon de la narrativa y la poética moderna de los mexicanos, le ofreció las claves, así como el empuje anímico e intelectual, que el maestro necesitaba para dar inicio a los trabajos de creación de Cien años de soledad.
Boom latinoamericano y simultaneidad histórica
Este movimiento tiene como origen el abandono y explotación ancestral de los que la región había sido objeto. Aunque con diferencias culturales y socioeconómicas nacionales y culturales que, por ejemplo, como dice Octavio Paz en torno al proceso nacional, en México se viven simultáneamente distintos tiempos, y por tanto distintas realidades en las que se encuentran algunos mexicanos viviendo en el siglo XXI y otros que comen y se visten de modo parecido a como se hacía en el siglo XVI. Esta es una de las razones por la que los escritores del boom, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, junto a García Márquez, estudiaron las historias no sólo de las comunidades marginadas y de los grupos deprimidos (como se les decía en los ochenta), es decir, de las realidades que sobrevivían en “la más espantosa soledad”, sino que también eran objeto de su narrativa las grandes urbes como París, Montevideo o Ciudad de México. Así, Julio Cortázar en Rayuela, y Carlos Fuentes en La región más transparente, abordan, desde diferentes perspectivas, la soledad, así como los problemas de identidad en la que se encontraban algunos héroes y los hombres comunes y corrientes en las grandes urbes. Mientras que Mario Vargas Llosa, desde una opción política, que hoy llamaríamos neoliberal, ponía bajo asedio y cuestionaba –empleando un lenguaje más realista y menos mágico, pero igualmente poderoso– el atraso endémico de Perú.
No sobra recordar que el boom tuvo importantes precursores artísticos e intelectuales. Entre otros escritores, además de Rulfo, destaca la obra realizada por Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Miguel Ángel Asturias y Octavio Paz, quienes al lado de poetas como Pablo Neruda, Lezama Lima y César Vallejo llevaron a cabo las más audaces tentativas literarias que los autores del boom recuperarán e impulsarán a partir de los sesenta. Sin embargo, los autores del boom no sólo abrevaron en las obras de sus precursores de Centroamérica, el Cono Sur y el Caribe, ya que ellos reconocen y manifiestan en su obra y en su proceso de formación la importancia de novelas como En busca del tiempo perdido, Ulises, La montaña mágica, El extranjero y La náusea, entre otras novelas legendarias. Es el boom el que, a decir de Carlos Fuentes, hace un prodigioso trabajo de síntesis de más de cuatrocientos años de evolución cultural de esta parte del continente, que pretende ordenar y profundizar en “eso” que Álvaro Mutis, poeta y extraordinario narrador, ha calificado como algo que late en el inconsciente colectivo de Latinoamérica –a propósito de Cien años de soledad. En este sentido, la saga literaria de García Márquez aborda las aventuras y desventuras de toda una genealogía de coroneles y dictadores, tema que literalmente podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte, en la que Gabo se sumergió durante muchos años de estudio, lo que sin embargo dio como resultado una singular épica que refería guerras civiles y atentados, así como la violencia ejercida por dictadores y revolucionarios. Al parecer, el nivel más alto que alcanzó el boom de la literatura latinoamericana comenzó a decaer al hacerse público el escándalo (proceso y juicio) que vivió el poeta Heberto Padilla en Cuba.
Literatura y realidad
No parece un exceso decir que la obra literaria –y los buenos oficios políticos y diplomáticos de García Márquez–, además de generar una enorme visibilidad de la durísima situación que vivían muchos pueblos de la región, participó de manera importante en la caída que tuvieron las dictaduras en la región a finales y hasta mediados de los ochenta. De manera significativa se vinieron abajo dictadores y avatares, de Maximino Hernández Martínez, Anastasio Somoza, Fulgencio Batista, Leonidas Trujillo, Efraín Ríos Mont, Hugo Banzer, Manuel Noriega, Rafael Videla y Augusto Pinochet, entre otros. Esta pléyade siniestra ha quedado atrás para dar paso a procesos electorales más o menos democráticos que han generado las condiciones para la alternancia, y para algo que una pinta resumió en una barda de Buenos Aires: “No queremos realidades, exigimos promesas.” Esta frase sintetiza la soledad que, como una ley amarga, vivieron durante décadas muchas naciones del continente.
La lengua de Cervantes y el realismo mágico
Como aquí se ha dicho, las historias de amor y de violencia que encarnaron en los cuentos y novelas del boom venían abriéndose paso desde los relatos que los cronistas de Indias se encargaron de registrar para beneficiar a la memoria universal de la humanidad (aunque también en buena medida colaboraron en la historia universal de la infamia). Con Cervantes compartían no sólo el tiempo histórico, sino el espíritu de la época; por ejemplo, el gusto, el estilo y la necesidad crítica de los libros de caballería, sino también el pensamiento fantástico que en el siglo XVI inauguraba la novela fundacional El Quijote. Así como Cervantes alentó a su novela con los múltiples afluentes culturales que luchaban y se fundían entre sí en el espacio mítico de La Mancha, de igual forma con García Márquez se tramaba una zona imaginaria, pero igual de contundente, llamada Macondo. Desde ahí partían y se multiplicaban historias y relatos del “realismo mágico”.
Dice Gabo que al escribir sólo trataba de hacer creíble nuestra vida, es decir, de volvernos tangibles para alcanzar a ser modernos. En este sentido, Cien años de soledad es la continuación imaginaria del Quijote. No es casual que la etimología de mirar sea, en su raíz latina: “ver con admiración.” Tampoco lo es que el smei-ro indoeuropeo informe que es aquello que –al mirar– hace sonreír. Como dice Ana María Morales, apreciada maestra de literatura fantástica y de lo maravilloso: “A lo mágico le es factible transformar la realidad porque ésta responde a sus mismas leyes, sólo que con relaciones más profundas que evidentes.” Esto explicaría el feliz despliegue que la saga de Gabriel García Márquez ha tenido no sólo en la historia de la literatura, sino especialmente en la vida y el destino de la gente común y maravillosa de nuestros pueblos, gente que ha encontrado ahí el espejo de palabras, amoroso y diáfano, que necesitaba para expresarse y revelarse. Así nació el fin de la soledad en nuestro continente.

Gabriel García Márquez la plenitud literaria

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

La crónica es la novela de la realidad.
Gabriel García Márquez

La frontera entre periodismo escrito y literatura carece de estabilidad, es lábil. Hay artículos periodísticos que se transforman en textos literarios y obras literarias que tienen su origen en el ámbito periodístico. Lo primero que cabe preguntarse es si esa frontera realmente existe o si podemos considerar al periodismo impreso un género literario. Hay ejemplos que nos hacen estar a favor de otorgarle esa categoría al lado de la novela, la poesía o el cuento; aunque también los hay en contra. Resulta evidente que no todos los textos periodísticos podrían traspasar esa barrera que ellos mismos crean al carecer de la mínima sensibilidad literaria. Entre las diferentes expresiones que adopta el periodismo, es a través de la crónica y el reportaje por donde más a menudo cruza la frontera que lo convierte en genuina literatura.
Hay autores literarios que ejercen de periodistas como hay articulistas convertidos en literatos. Entre muchos, podemos citar al brasileño Joaquim Machado de Assis, un escritor completo cuyas crónicas representan el testimonio literario de la actualidad de una época; al autor nicaragüense Sergio Ramírez, que hizo de un hecho periodístico una acertada novela, Castigo divino (1988); y a nuestro entrañable Jorge Ibargüengoitia, que forjó con sus artículos colecciones de textos con todo el poder del cuento o el relato (Viajes en la América ignota, 1972; Instrucciones para vivir en México, 1990), además de reflejar los crímenes de las Poquianchis, que fue nota roja en todos los periódicos, en una novela emotiva e irónica (Las muertas, 1977).
Sin embargo, por la repercusión de su obra, Gabriel García Márquez es uno de los ejemplos más significativos de esa transformación del periodista en creador literario. En principio, podemos citar algunos comentarios donde el autor expresa con claridad su opinión en este debate sobre periodismo y literatura: “Estas reflexiones se fundan en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario. […] un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.” (“Periodismo: el mejor oficio del mundo”, Yo no vengo a decir un discurso, 2010.)
El periodismo como aprendizaje
Las dos condiciones más importantes del periodismo:
la creatividad y la práctica.

Gabriel García Márquez
El periodismo contribuye a la formación del estilo literario de García Márquez y se refleja sobre todo en sus primeras novelas y relatos. Una prosa clara y directa, de frases cortas y palabras justas: “En periodismo no se permiten los términos vagos o simples intentos. Hay que saber las palabras y los conceptos precisos.” (Entrevista, El Colombiano, 1997.) Para nuestro autor, el género periodístico más completo es el reportaje porque “requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir.” (2010)
En una ocasión reveló que se había hecho escritor a la fuerza. Al repasar su biografía podemos intuir que se refería a la fuerza de su propia voluntad, “nada mata al escritor –ni siquiera el hambre–, y el escritor que no escribe es sencillamente porque no es escritor” (Entrevista en Visión, 1967; citada por Vargas Llosa en, GGM: Historia de un deicidio, 1971). Para García Márquez dedicarse a la escritura requiere de aplicación constante: “El oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica.” (2010)
A pesar de comenzar a estudiar leyes, pronto dio muestras de sus inclinaciones hacia la escritura. Entre 1947 y 1953 publica diez relatos en el periódico El Espectador; de Bogotá; en ellos ya se vislumbra el embrión de ese universo original que posteriormente se desarrollaría en sus novelas y cuentos (Todos los cuentos, 2012). En 1948 se traslada a Cartagena, donde inicia su trabajo periodístico en El Universal. Escribió sus primeras crónicas en una columna titulada “Punto y aparte”, mientras continuaba con los estudios universitarios que nunca llegó a concluir. En esa época llegó a publicar más de cuarenta textos firmados, además de numerosas notas editoriales y reseñas de noticias anónimas. En un viaje de trabajo conoció a Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda, Germán Vargas y al catalán Ramón Vinyes, escritores del “Grupo de Barranquilla” que le brindaron su amistad y apoyo. En esos tiempos también conoció a Álvaro Mutis, con quien mantuvo relación toda su vida; sobre esta larga amistad es interesante leer el texto “Amigo Mutis”, recogido en Yo no vengo a decir un discurso.
Después de dos años en Cartagena, Fuenmayor le consiguió trabajo en El Heraldo de Barranquilla. Allí dispuso de una columna diaria, “La jirafa”, que firmaba con el seudónimo Septimus –tomado de un personaje de la novela de Virginia Woolf, La señora Dalloway–, donde escribía crónicas sobre sucesos locales. Durante esa época llevaba una vida bohemia y leía compulsivamente los libros de la biblioteca de Álvaro Cepeda (Faulkner, Woolf, Joyce, Hemingway, Dos Passos, Huxley, etcétera).
Entonces se produjo la confirmación definitiva de su vocación literaria y se gestó lo que sería “mi primera obra seria”: La hojarasca. En ella comenzó a escribir sobre Macondo, el escenario mítico donde arraigaría la parte más importante de su obra literaria. Sus artículos y reportajes en Cartagena y Barranquilla están recopilados en el libro Textos costeños. Obra periodística, vol. I(1981).
En 1953 abandona El Heraldo, entra en una crisis laboral y existencial hasta que, un año después, se traslada a Bogotá con el apoyo de Mutis; tiene veintisiete años. Allí consiguió trabajo como reportero en El Espectador, donde hizo crítica de cine y reportajes. García Márquez confiesa que lo que más le gustaba era ser reportero, salir en busca de la noticia, conocer sucesos y personajes diversos. Sin duda, la práctica del reportaje le dio preparación para escribir literatura. Los textos publicados durante su estancia en Bogotá están recogidos en Entre cachacos. Obra periodística, vol. II (1982).
A principios de 1955 gana un concurso de relatos con “Un día después del sábado”. Es un año importante para García Márquez, pues se publica La hojarasca, su primera novela, y en la revista Mito aparece un relato que se había independizado de ella: “Isabel viendo llover en Macondo”. En marzo escribió un reportaje que tuvo gran resonancia en Colombia; lo realizó después de entrevistar a un marinero de la Armada que había permanecido náufrago durante varios días. El autor describió, en catorce entregas, los detalles del suceso en una crónica que se convertiría en un relato de aventuras, lleno de suspenso, emoción y dramatismo, que dejaba en evidencia la corrupción de la Marina colombiana. (Relato de un naufragio, 1970.)
En julio, la dirección del periódico decide enviarlo como corresponsal a Europa. Llega a Ginebra en el mes de julio, luego se traslada a Roma, donde se matriculó en un curso de realizadores del Centro Sperimentale de Cinematografía, y finalmente, en diciembre de ese intenso año, se establece en París. Allí, a raíz del cierre de El Heraldo, subsistió dos años de penurias mientras escribía la que muchos consideramos una de sus obras maestras: El coronel no tiene quien le escriba (1961), relato extenso que narra una historia surgida del desarrollo de su segunda novela, La mala hora.
A mediados de 1957, viaja con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza por los países socialistas. Durante el recorrido, que abarca la mayoría de la Europa del Este, García Márquez escribe una serie de diez artículos que fueron publicados en las revistas Elite de Venezuela, y Cromos, de Bogotá. Todos los textos del reportaje se imprimieron bajo el título común de “90 días en la Cortina de Hierro”, y llevaban encabezamientos tan sugestivos como: “Berlín es un disparate”; “Para una checa las medias de nailon son una joya”; o “U.R.S.S.: 22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola”. En definitiva, un conjunto de relatos amenos, ingeniosos e informativos (De viaje por los países socialistas, 1978). A finales de año, tras una breve estancia en Londres, es requerido por su amigo Mendoza para trabajar en Caracas en la revista Momento; posteriormente colaboró en Venezuela Gráfica y Elite. Durante 1958 también termina una serie de relatos que había comenzado en Europa.
En enero de 1959 triunfa la Revolución cubana, un hecho que ampliaría su concepción del periodismo, hasta entonces de claros matices literarios. García Márquez viaja a Cuba, se entusiasma con la revolución y comienza una etapa de periodismo político. A su regreso vuelve a Colombia y, con Plinio Mendoza, se encarga de la agencia de noticias Prensa Latina en Bogotá. En enero de 1961, después de unas semanas en La Habana, se traslada con su familia a Nueva York. A mediados de año, tras cinco meses de tensión, renuncia a Prensa Latina y viaja con su familia a México. Entran por la frontera de Nuevo Laredo y toman un tren a la capital. Según su biógrafo Gerald Martin, llegan a la estación de Buenavista el lunes 26 de junio, en el andén les esperaba un Álvaro Mutis que ya había pasado por Lecumberri. “Llegamos a Ciudad de México en un atardecer malva, con los últimos veinte dólares y sin nada en el porvenir.” (Una vida, G. Martin, 2009.)
Plenitud literaria
La primera condición del realismo mágico es que sea un hecho
rigurosamente cierto que, sin embargo, parece fantástico.

Gabriel García Márquez

A los pocos días, su amigo García Ponce, que había conocido en Barranquilla, le da la noticia del suicidio de Hemingway; entonces García Márquez escribe un texto que Fernando Benítez publica en el suplemento literario del diario Novedades (“Un hombre ha muerto de muerte natural”). Con su llegada a México, se puede decir que termina una etapa de relación estrecha con el periodismo, aunque siguió escribiendo artículos y en su obra posterior encontramos textos que tienen relación directa con la crónica y el reportaje, como La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986) o Noticia de un secuestro (1996).
En 1962, su novela La mala hora gana un premio literario en Colombia y la Universidad Veracruzana publica el volumen de cuentos Los funerales de la Mamá Grande. En el relato que da título al libro, el autor añade por primera vez a su estilo literario el componente mágico que impregnaría sus obras posteriores.
En sus primeros años en México escribe varios guiones, algunos con Carlos Fuentes y Luis Alcoriza. Sobre lo que el cine supuso en su carrera literaria, García Márquez comenta: “Escribir para el cine, en vez de esterilizarme como novelista, ha ensanchado mis perspectivas. Ahora estoy convencido de que las posibilidades de la novela son ilimitadas.” (Visión, 1967.)
De 1961 a 1965 se produce una etapa de silencio literario en la que el autor recapitula su obra anterior y llega a manifestar a Mutis que no volverá a escribir. Fue un entreacto necesario, un período de meditación sobre su trabajo creativo que desembocó en un encierro de dieciocho meses. En ese tiempo de aislamiento mecanografía un manuscrito de mil trescientas páginas: Cien años de soledad, su obra cumbre. Publicada en Buenos Aires (Sudamericana, 1967), en pocos años se vende medio millón de ejemplares, se traduce a más de veinte idiomas y se convierte en uno de los libros más importantes de la literatura universal. A partir de entonces se suceden nuevos textos entre los que destacan El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1985) y El general en su laberinto (1989), además de volúmenes de relatos, recopilaciones periodísticas y un tomo de memorias (Vivir para contarla, 2002).
García Márquez marca un hito en la literatura latinoamericana. Su manera de escribir fue la chispa que hizo detonar el llamado boom: una descarga lumínica que dio brillo a una generación de escritores y enfocó la mirada de millones de lectores de todo el mundo sobre una expresión narrativa –cargada de sinceridad y magia, de mito y realidad– que sorprendió por lo original de su forma de concebir y desarrollar textos literarios. Ahora, en el momento de su muerte, nos damos cuenta de que esa luz que disipó las sombras que se cernían sobre nuestra literatura mantiene, cincuenta años después, los reflejos del estallido y todos los autores iberoamericanos, que durante este medio siglo han practicado el aventurado oficio de escribir, se siguen iluminando con los focos que entonces se encendieron.

Tres huellas para volver a García Márquez

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

a Camila, Elvira y Gustavo
Gabriel García Márquez ha muerto bajo una incontenible y ecuménica expresión popular de afecto y conmoción. Pasado el mediodía del jueves 17 de abril comenzó a circular, sin premonición alguna, la noticia fúnebre de su fallecimiento, que creció como una hojarasca mediática, como un amasijo de duelos y de evocaciones de sus libros. Cien años de soledad (1967), quizás la obra más celebrada de García Márquez y en la que parece concentrarse su arte narrativo, es presentada también como la novela paradigmática del boom latinoamericano, del llamado realismo mágico, la prueba artística del universalismo del escritor colombiano. Sin embargo, si nos olvidamos un poco de los lugares comunes que se generan bajo esta triangulación entre el boom, el realismo mágico y la universalidad simplificada de una lectura descontextualizada de Cien años de soledad, podríamos invocar otros indicios que nos ayudarían a repensar la complejidad narrativa de la obra del escritor colombiano. Por ejemplo, la tensión evocativa entre olvido, memoria y conciencia histórica; el papel articulador del periodismo en la obra de ficción de García Márquez; las huellas de los relatos y las crónicas de la conquista en el mundo de sus ficciones.
“Frente al pelotón de fusilamiento”:
comienzo entre la muerte y la memoria
¿Es posible leer un clásico latinoamericano como Gabriel García Márquez alejado de las lecturas absolutamente “triunfales” de su obra o de esa crítica literaria casi “paramilitar”que reduce su complejidad narrativa a una simple vinculación ideológica entre el autor y cierto poder político? ¿Cómo salir de la ensoñación acrítica que provoca la figura de Macondo para adentrarse en temas menos “felices”, como la destrucción inevitable de toda civilización o la trágica dialéctica entre memoria y olvido?
Bastaría con analizar, en toda su complejidad artística y mítica, el comienzo de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”, para presentar el tema del olvido, la reminiscencia problemática del pasado en América Latina y de su poder transversal en toda la obra de García Márquez,como lo afirma Ernesto Volkening, a propósito del pasaje en la novela de “la peste del insomnio” y de la posterior peste del olvido: “Ahí está, por ir al grano, el temor de que se esfume el pasado en estado de imbecilidad, una suerte de cretinismo ahistórico, condenado a consumirse”.
En el comienzo de la novela de García Márquez, el coronel Aureliano Buendía detona su propia evocación del pasado como una de las formas por excelencia en la cultura latinoamericana para tomar la palabra: se recuerda para nombrar el mundo y para describir la génesis de una civilización a través de la familia de los Buendía; un recuerdo furtivo en condiciones extremas como el acto que funda el relato mismo y que busca las imágenes que le den sentido a la vida, a la muerte, a la “nada”; imágenes del origen y una evocación de las primeras cosas pero también de la nostalgia infantil por el mundo perdido. En “La muerte del estratega”, de Álvaro Mutis, por ejemplo, esta búsqueda del sentido de la existencia también se expresa en un instante de muerte: “Y ante el vacío que avanzaba hacia él a medida que su sangre escapaba, buscó una razón para haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptación de su nada.”
En el olvido absoluto del pasado está la disolución de la conciencia histórica y la pérdida del sentido de lo real. Evocación y memoria resuenan en la perspectiva de un narrador-testigo de enunciación mítica y que da origen al relato novelesco en Cien años de soledad: la memoria personal, que es también colectiva en lo que evoca, irrumpe en la conciencia del coronel Aureliano Buendía justo en el relámpago de su fusilamiento fallido y con este gesto la novela asegura, desde el inicio, ese tono de epopeya que se despliega a través de los tiempos perplejos de la soledad humana.
“Ficción periodística”: novela y periodismo narrativo
Ha sido documentada por Jacques Gilard la profunda articulación entre periodismo y ficción en la obra de Gabriel García Márquez. Una revisión de lo que salió en la prensa, en los tiempos de Barranquilla, permite saber cuándo hace su aparición el coronel Buendía, cuándo se manifiestan por primera vez (en un personaje que irá diferenciándose) Amaranta y la Mamá Grande, cuándo se le presenta a García Márquez (o cuándo inventa) el letrero “Se tejen palmas fúnebres”, o ver que en 1950 rondaba insistentemente el tema de los sueños recurrentes. En los años de la iniciación periodística de García Márquez se puede leer en sus notas, crónicas y reportajes, algunos de los temas que posteriormente se van a desplegar en sus principales novelas y cuentos, así como cierto punto de vista narrativo de un escritor que comenzaba a manifestarse como profundamente oral y perseverante en su apropiación de relatos populares con cierta carga de inverosimilitud: un fabulador del registro de la vida cotidiana en los diarios que sostiene el peso de su “ficción periodística” mediante un controvertido mapa regional e internacional de temas y anécdotas desfiguradas. Por ejemplo, en febrero de 1950, García Márquez escribe una “nota” que titula “Oradores enjaulados” en la que aborda, con un profundo acento irónico, la noticia delirante de una intervención en tribuna que duró más de seis horas en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Esto no significa que la violencia en Colombia de mediados del siglo XX no hubiera trabajado secretamente en la configuración del universo narrativo de García Márquez. En 1948, García Márquez escribía lo siguiente, también en el periódico, a propósito de la herida de bala por un policía de Braulio Henao Blanco, líder liberal, el 20 de junio, y quien moriría dos días después: “Recto, empinado y magnífico ha caído Braulio Henao Blanco bajo el llameante soplo de la violencia.” Esta violencia política en Colombia, según el mismo Gilard, sería una de las claves para comprender la manera en que la noción de “progreso”entraría en crisis en la imaginación de García Márquez para ser sustituida por esa perspectiva trágica de la destrucción irreversible de una civilización y que culminaría con el arrasamiento de Macondo.
Pero no sólo se expresa en Cien años de soledad la articulación de largo plazo entre periodismo y literatura. Textos como Relato de un náufrago, La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile o Noticias de un secuestro pueden ser leídos como la inversión narrativa de esa “ficción periodística” que García Márquez escribía en sus primeros textos para diarios, es decir, la ficción al servicio del periodismo narrativo, ya sea como reportaje altamente estilizado, como una historia contada por “episodios” o como crónica novelizada.
Las huellas de la conquista
en el recomienzo del Nuevo Mundo
García Márquez, al igual que Juan Rulfo y Álvaro Mutis, cultivó una conciencia narrativa y poética de la historia de su propio país y de América Latina. Esta conciencia encontró también en las crónicas de conquista uno de sus más importantes referentes; una huella de largo plazo que establecería el arco entre historia y ficción, entre conquista y novela, entre el descubrimiento del Nuevo Mundo y la génesis de Macondo. En el discurso con el que recibió el Premio Nobel, en 1982, titulado “La soledad deAmérica Latina”, García Márquez habló de ese pacto de larga duración de la literatura latinoamericana del siglo XX con las crónicas de conquista:
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos.
Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron.
García Márquez encuentra en este relato de conquista del navegante florentino una visión paradisíaca de resonancia asombrosa, animales y seres que al ser interpretados desde la frontera nebulosa entre lo real y la imaginación perdieron sus límites, únicamente para encaminarlos hacia la visión del último de los Buendía que nacería con cola de cochino.¿Cuáles son las figuras más importantes de estas huellas de las narraciones de conquista en la obra de García Márquez? Quizás la imagen rectora de un Nuevo Mundo, la utopía de conquistar otras latitudes, de poblarlas y apropiarse de sus riquezas y de la voluntad de sus seres humanos, se hayan transmutado en la génesis mítica del pueblo de Macondo, en el recuento normalizado de lo inverosímil, en el patrón comparativo entre el mundo propio de Macondo y el mundo que viene de fuera con el gitano Melquiades, con sus inventos y objetos asombrosos en los que se mezcla la magia milenaria y un saber científico popularizado. Evocar secretamente la historia de América Latina y renombrarla en la ficción, como si el mundo terrible que dejó la conquista pudiera ser de nueva cuenta enunciado por primera vez, esto es una mínima parte del inmenso legado de Gabriel García Márquez: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.”


El coronel siempre tendrá quien le escriba

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Juan Manuel Roca

Raras veces en el país aparecen escritores como Gabriel García Márquez, de tan clara coherencia entre la fidelidad a una vocación y la grandeza de una obra. Nunca fue un hombre postergado; desde que sintió su pasión por la literatura y el periodismo se volcó en ellos sin cuartel, en las duras y las maduras, e hizo migrar sus lenguajes de un género a otro. Su futuro de escritor siempre fue un hoy, una suma de futuros ya cumplidos. Porque una y otra vez empezaba de cero frente al papel en blanco.
Son inmensos sus logros. En relación al país no es poca cosa: lo puso como nadie en el mapa de la literatura universal. Su legado a los escritores resulta inobjetable: la constancia como divisa, la obsesión como guía, el riesgo asumido. 
Para mí su mayor conquista pertenece a una verdad reiterada: su ennoblecimiento de la cotidianidad por vías de la poesía, su traducción en imágenes de un país que no han dejado ser, su destreza para crear atmósferas desde el cuento, la novela, las crónicas y reportajes y para reinventar con bríos algo ya inventado, el realismo mágico.
Debo confesar que cierta poética de su narrativa, siendo atractiva, muchas veces me produjo dudas. Y quiero explicar con respeto esta infidencia: cuando de niños vamos a una piñata y el mago saca por primera vez de una chistera un conejo, la sorpresa es total, cuando lo saca en otra oportunidad el asombro disminuye, pero cuando vemos por tercera vez al mago y pensamos “ya va a sacar el conejo” y lo saca, sentimos la decepción del ritual repetido.
Ya Kafka señalaba que si un leopardo irrumpe en un templo es un milagro, pero si se repite es solamente un rito. También debo confesar que siendo la suya una obra tan amplia, esa cercanía al recetario en algunos parajes de su obra no lo disminuye frente a sus prodigios.
Ahí están El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera, muchas páginas de Cien años de soledad y por lo menos una treintena de cuentos extraordinarios que ya quedaron entre los más altos de nuestra lengua.
De toda su magnífica obra, al libro que más regreso es El coronel no tiene quien le escriba, donde habita, me parece, su más logrado personaje. Ese hombre digno, huérfano de hijo, nos recuerda lo que habremos de comer en el país de las promesas, en ese ya legendario y magistral remate de su novela. La narración funciona como una maquinaria de relojería en la plenitud del lenguaje y en su carácter elusivo para contar la historia –muy nuestra– de la espera, del hombre eternamente postergado.
Es la metáfora del olvido. Un hombre y su mujer esperan una seña de un remoto y fantasmal Estado, dos seres entrañables que parecen masticar el tiempo a falta de comida. Conmueve el recurso enajenado de la esposa del coronel: tener que hervir piedras en el fogón para que los vecinos no sepan que no tienen nada que poner en la olla. Pocas veces, desde Hamsun, he leído algo más certero y doloroso sobre el hambre. La novela es también una poderosa requisitoria a la guerra o, mejor aún, a las guerras civiles que asolaron al país.
Estimo cierto lo que afirma Luis Hars. En El coronel... “Hay un aura de cosas no dichas, de medias luces, de silencios elocuentes y milagros secretos.” Algo que comparte este libro con la estética de Juan Rulfo: una poética que canta y cuenta a la vez desde un ascetismo de la lengua. Le basta con decir que un músico del pueblo, al que van a enterrar, es un acontecimiento por ser “el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años”, para así señalar las masacres sin “un inventario de cadáveres”, como calificaba el mismo García Márquez a la llamada novela de la violencia en Colombia.
Le basta con señalar que el cadáver del músico no podrá cruzar frente al cuartel de la policía porque “estamos en estado de sitio” para evocar una época enquistada en la vida colombiana, y todo en medio de un aire enrarecido y pedregoso, de un sueño “con telarañas”.
Es la suya la visión magra de un Caribe que algunos suponen vital y alegre como una sonaja. De un Caribe somnoliento y seco pero con la dignidad opaca del pobre, con personajes que no usan sombrero para no “tener que quitárselo ante nadie”.
Como creo en la existencia real del coronel he fabulado una carta escrita a destiempo, un correo de sombras que es lo más parecido a la vida y al azar.


Hasta siempre, Gabo

27/Abril/2014
Jornada Semanal
Mercedes López-Baralt

Con su sabiduría habitual, en La resistencia Ernesto Sábato afirma: “todos los filósofos y artistas, cada vez que han querido alcanzar el absoluto, debieron recurrir a alguna forma del mito o de la poesía.” Así quiero recordar, desde una ciudad de este Caribe que inmortalizó en su obra –San Juan de Puerto Rico– al Gabo. Y así lo celebré recientemente en Una visita a Macondo: manual para leer un mito. El sólo nombrarlo por su apodo, descartando su nombre de pila y su apellido, ya lo instala en el reino de los arquetipos. Porque él mismo es un mito. Pero un mito creador de mitos: como Cervantes con don Quijote, Galdós con Fortunata, Flaubert con Emma Bovary, Dostoievsky con Raskolnikov, Lorca con sus gitanos y Luis Palés Matos con Filí-Melé, Gabriel García Márquez nos ha legado a Macondo, metáfora del trópico, de América Latina, de la locura y la soledad humana. ¿Cuántas veces hemos oído decir, o he dicho yo misma, molesta ante la realidad increíble de nuestro país: “¡Esto es Macondo!”? Pues no somos originales: lo mismo se dice a lo largo y a lo ancho de nuestra América. Pero no se trata sólo de Macondo, sino de la misma novela que lo contiene. Cien años de soledad no sólo es un mito para sus lectores de todo el mundo; funciona como tal.
Del mito propone el tiempo cíclico, las repeticiones, el regreso al origen, el fin del mundo, las barajas y la profecía, el anhelo utópico de José Arcadio, la alquimia, la mandala del árbol de la vida encarnada en el castaño ligado a la muerte del fundador de Macondo y del coronel Aureliano Buendía, la lucha entre el bien y el mal... Y dos símbolos dominantes que enmascaran héroes míticos en combate mortal: el viento y el espejo (Quetzalcóatl y Tezcatlipoca), reminiscencia de un mito azteca que le viene al Gabo de Piedra de sol, de Octavio Paz, autor también de El laberinto de la soledad, libro cuyo título ya anuncia el de Cien años de soledad. Pese a su final apocalíptico, la esperanza de un mundo mejor late agazapada en el párrafo que cierra la novela mayor del Gabo, ya que la victoria se la lleva el Señor de los vientos, Quetzalcóatl, dios de las artes y las ciencias:
antes de llegar al verso final [Aureliano Babilonia] ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. [Las cursivas son mías.]
Vale recordar que en la mitología azteca Quetzalcóatl abolió los sacrificios humanos y repudió la guerra, bandera enarbolada por Tezcatlipoca. Del pasaje citado destaco no sólo la alusión al combate entre el viento y el espejo, sino otro detalle que apunta a la esperanza: la ciudad de los espejos (Macondo) fue desterrada de la memoria de los hombres: es decir, hay una humanidad mejor que sobrevive el apocalipsis. Dicho todo esto, no pierdo de vista que la grandeza de la novela está en su plurivalencia, en la que se abrazan pesimismo y optimismo.
Pero García Márquez nos sorprende siempre. Una de sus sorpresas es la poesía que recorre las páginas de su obra. Se trata de una vocación confesa, porque al final de su discurso de aceptación del Nobel, exalta la poesía como el más grande de sus méritos literarios: “Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía.”
Termino recordando uno de los poemas que aroman Cien años de soledad, sobre la nostalgia que palpita tras su alegría sempiterna. El coronel Buendía pondera con melancolía las humillaciones del tiempo:
No le dolieron las peladuras de cal en las paredes, ni los sucios algodones de telarañas en los rincones, ni el polvo de las begonias, ni las nervaduras del comején en las vigas, ni el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas insidiosas que le tendía la nostalgia. Se sentó en el corredor, envuelto en la manta y sin quitarse las botas, como esperando apenas que escampara, y permaneció toda la tarde viendo llover sobre las begonias.
Querido Gabo: aquí, como en tu tierra, llueve, llueve torrencialmente, llueve ahora mismo. Y somos muchos los puertorriqueños que coreamos, cuando nos embelesamos mirando el bálsamo del agua que nos abraza como una manta líquida: ¡Isabel viendo llover en Macondo! Hasta siempre.

sábado, 26 de abril de 2014

Despedida

26/Abril/2014
Laberinto
Marco Antonio Campos

a Beatriz Espejo
 
La literatura mexicana fue uno de mis gustos tardíos. Fui mal lector de ella hasta 1977, cuando Vicente Leñero me invitó a colaborar como crítico de libros en la revista Proceso. Por casi ocho años redacté una nota semanal, abocándome en amplia medida a lo mexicano. Desde entonces casi no ha habido día que no lea algo de lo nuestro. Revisando mis años de amistad con Emmanuel Carballo, creo que el lazo inicial y también el lazo fundamental de entendimiento entre nosotros fueron el mutuo fervor por la literatura mexicana y las posibilidades de su promoción.

Fue tardía mi amistad con Emmanuel Carballo. Data de 1983. Lo que me sorprendió de él en aquel entonces fueron las ráfagas de ideas sobre promoción cultural, buen número de las cuales utilicé en mis años de trabajo en la Dirección de Literatura de Difusión Cultural de la UNAM. Me enorgullece haberle pedido y publicado en 1986, en los Textos de Humanidades, la primera edición de su libro de entrevistas Protagonistas de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

Lo que más admiré de Emmanuel Carballo fue, en cierta forma, lo criticable; su pasión por nuestras letras, por un lado, lo llevó a leer lo mejor de ellas y también lo peor, y en otro orden, agotó vastos periodos de su vida en infinitas labores de meticulosidad desesperante, ordenando un mundo de piezas, de fragmentos y fichas para modelar diccionarios, bibliografías y antologías de variada índole. Esa suerte de labores que pocos aplauden y muchos menos leen, y las cuales son piedra de toque para alzar el edificio de una literatura. Carballo fue una pieza de sacrificio en un medio donde lo común es hacer versos como sean y cuentos como salgan. No olvido que muchas de esas horas fueron a costa de su lúcido trabajo creador.

A mí me interesa más la crítica como creación a partir de otro texto; Carballo se inclinó más por la crítica polémica, la cual han ejercido admirablemente entre nosotros Gabriel  Zaid y Evodio Escalante; de su crítica prefiero ante todo sus brillantes textos sobre los ateneístas, que él ayudó a vindicar, y que nos los devolvió y dibujó con claridad meridiana. En sus textos sobre los llamados tres grandes (José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes) recobró, en equilibrio creativo, la grandeza de la obra y la dimensión humana. Pero lo que importa a fin de cuentas es hacer buena o excelente crítica y él la hizo; Carballo batalló, supo batallar con el sable, la flecha, el rifle y el cañón. Como hombre de temperamento, Carballo tocó los extremos; imposible así pasar inadvertido. Desde sus inicios, Carballo se inclinó a decir su verdad, y eso le costó golpes de toda suerte, legales y bajos, o en otra vía, el desdén, la indiferencia, el aislamiento. El crítico, o habla bien de todos y todos lo quieren y pocos lo respetan, o dice lo que él cree con justicia: los elogiados aplauden; los reprobados roen, pican, jalonean, aguijonean. El escritor —declaró en entrevistas Emmanuel Carballo— quiere que le digan siempre más de lo que es: al excelente, grande; al bueno, excelente; al segundón o mediano, bueno. Según se les trate en particular, los escritores suelen decir si hay crítica en México o no. La carrera de crítico deja a mediano y a largo plazo más insatisfacciones que gusto, pero debe asumirse, y así la asumió Carballo; para él el crítico debía ser un aguafiestas.

No está de más recordar que desde los años cincuenta, Carballo se dedicó, paralelamente a sus proyectos ambiciosos, a escribir notas críticas en páginas culturales, suplementos y revistas. Si Xavier Villaurrutia fue el crítico de los años treinta, si José Luis Martínez lo fue de los cuarenta, Carballo lo representó en las décadas de los cincuenta y sesenta. La estafeta la tomó José Emilio Pacheco, pero más como un gran periodista literario, que vio el mundo como un mapa de numerosos signos. Desde los años ochenta, Carballo se dedicó a historiar nuestra literatura.

Imposible imaginar a Carballo asimismo sin su insistente tarea como editor (Empresas Editoriales, Diógenes) y como animador de revistas y suplementos literarios (Ariel, Revista Mexicana de Literatura, El Gallo Ilustrado, Punto). No han habido para él trabajos pequeños siempre y cuando pudiese en ellos darle la mano a los jóvenes.

Su libro central y uno de los libros vértice de la literatura mexicana del siglo XX es Protagonistas de la literatura mexicana. Envidias y recelos, que no dejan de asombrar, impidieron su reedición por casi dos décadas luego de su primera publicación. El silencio y el desdén de quienes se vieron afectados por la crítica de Carballo en los años cincuenta y sesenta contribuyeron a echarle más piedras y tierra a la sepultura aparente. La literatura mexicana fue la que entonces perdió. Como muchos de mi generación, mi lectura de Protagonistas… fue tardía. Una lástima: no es lo mismo leer un libro fundamental a los veinte años que cerca de los cuarenta. Erróneamente se le consideró un mero volumen de entrevistas; además de la entrevista, conviven el ensayo, el artículo, la nota, la pequeña reflexión... Quizá Carballo inauguró en nuestra literatura algo que podríamos llamar, en una aproximación distante, la entrevista–ensayo.

Además de ser un libro que se abre por numerosas puertas, hay un aspecto en el que creo que pocos han reparado: las entrevistas con Vasconcelos, Guzmán, Torri y Rafael F. Muñoz fueron las últimas que les hicieron, o casi. En cierta manera son de cada uno, de viva voz, su testamento y epitafio literarios. Entre otras cosas esto nos permite hilar de los autores las puntas del tejido: entre lo primero y lo último que escribieron y opinaron. Quien quiera trabajar sobre los verdaderos creadores del México moderno, los ateneístas, deberá consultar necesariamente este libro, dé el crédito o no y ponga la idea como de él o no, como ya ha ocurrido en el pasado. Sin Emmanuel Carballo al árbol de los ateneístas le faltarían ramas y follaje.

No está de más recordar que en los años sesenta, que fue la década más rica de Carballo, editó no solo Protagonistas de la literatura mexicana, sino también su amplia antología del cuento mexicano, que ha adaptado a lo largo de los años para su divulgación en México y en el extranjero, y escribió su Diario Público 1966–1968, que rehízo innumerables veces.

Al conversar, Emmanuel siempre tenía para los interlocutores que quería o estimaba una opinión amable y generosa. Pocos días antes de su muerte me habló por teléfono para comentarme un poema mío que había salido en la Revista Biblioteca de México. Desde hacía años, al telefonearnos quedábamos de vernos sabiendo que no iba a suceder pero sabiendo, asimismo, que eso no lastimaba en nada lo entrañable de nuestra amistad, porque a fin de cuentas, como acostumbraba decirle, en los más de treinta años de conocerlo, siempre lo vi como un crítico excepcional y como uno de mis mejores amigos, un gran hermano mayor.

domingo, 20 de abril de 2014

Otoño en Praga

20/Abril/2014
Confabulario
Milan Kundera

Era el otoño de 1968, tres meses después de que el ejército ruso ocupó Checoslovaquia. Rusia no estaba en capacidad de dominar de inmediato a la sociedad checa, sumergida en la angustia pero con una cierta libertad por unos cuantos meses más. La Unión de Escritores, acusada por los rusos de ser el fogón de la contrarrevolución, conservaba todavía sus casas, editaba sus revistas, acogía a sus invitados. Fue entonces cuando vinieron a Praga, invitados por ella, tres novelistas latinoamericanos: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Vinieron discretamente, en su calidad de escritores. Para ver. Para comprender. Para alentar a sus colegas checos. Pasé con ellos una semana inolvidable. Nos hicimos amigos. Y justo después de su partida pude leer, todavía en pruebas de imprenta, la traducción checa de Cien años de soledad.

Fue el primer libro de Gabo que leí. Y quedé deslumbrado: pensé en el anatema que el surrealismo había lanzado sobre el arte de la novela al que había estigmatizado como antipoético, y cerrado por completo a la libre imaginación. Y resulta que la novela de García Márquez no era más que eso: imaginación libre. Una de las más grandes obras de la poesía que conozco, en cada una de cuyas frases brillaba la fantasía, y cada una era una sorpresa, maravillosamente: una respuesta contundente al menosprecio por la novela proclamado en el Manifiesto del Surrealismo. (Y al mismo tiempo un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a su aliento de un extremo al otro siglo).

Fue la confirmación a mi antigua certidumbre de que la poesía y el lirismo no son nociones hermanas, sino que deben mantenerse a larga distancia la una de la otra. Pues la poesía de Gabo no tiene nada que ver con el lirismo. No se confiesa, no abre su alma, sino que permanece ebrio por el mundo objetivo que eleva hacia una esfera en la que todo es a la vez real, inverosímil y mágico. (Es por la intensidad de su poesía como por la virulencia de su antilirismo que la obra de Gabo se distingue tan radicalmente de la novela contemporánea en Europa).

No he podido olvidar aquel triple encuentro: Praga ocupada por el ejército ruso, la visita de Gabo y sus dos amigos, y las primeras pruebas de la traducción checa de Cien años de soledad. Leí esa novela en una sola jornada, y de inmediato le escribí un posfacio, que recibí impreso en las siguientes pruebas, pero que nunca fue publicado. Qué azar maravilloso: el posfacio de Cien años de soledad fue mi primer texto prohibido (a causa de mi nombre) por los nuevos amos del país. Esa prohibición dio inicio a la segunda mitad de mi vida, que es la de un escritor proscrito en su propio país. Años después, cuando me fui de Checoslovaquia en un pequeño Renault-5, no pude llevar nada conmigo; ningún mueble, por supuesto; ni siquiera mi ropa. Mi biblioteca se redujo a unos cincuenta libros, y el archivo personal de mis propios escritos me pareció entonces tan inútil que los tiré a la basura. Sin embargo, el posfacio para Cien años de soledad lo llevé cuidadosamente conmigo en pruebas de imprenta, como un amuleto protector. Con ese mismo sentimiento leí luego todos los libros de Gabo. No sólo me maravilló su belleza, sino además creí escuchar la voz de un amigo que sólo podía ver de vez en cuando pero cada vez más querido.

Y algo más: cuando pienso en el arte de la novela, su historia se me figura como un camino en tres etapas: la primera, la más larga, inaugurada por Rabelais; la segunda, que es la del siglo XIX, y la tercera, la de la novela moderna, que creo fue inaugurada por mis compatriotas centroeuropeos Kafka y Musil, y alcanzó su apogeo en América Latina y fue encarnado en mi imaginación por aquellos tres hombres cuarentones, muy guapos, muy viriles, con quienes viví en los amargos días de Praga una felicidad improbable, vigilada por las metralletas del ejército ruso.

Kundera me dio este texto por los 75 años de Gabo en 2002. Originalmente se publicó en la revista Cambio, donde yo era editor (Julio Aguilar)

La generosidad del clásico

20/Abril/2014
Confabulario
Mauricio Montiel Figueiras

Durante algunos años, un grupo de amigos adquirimos la costumbre de comer con Gabriel García Márquez en un restaurante veracruzano del sur de la ciudad de México donde los meseros tenían ya preparada una botella de su whisky favorito. Las comidas, celebradas con cierta regularidad, fueron el legado más entrañable de nuestra labor en la primera etapa de la edición mexicana de Cambio, en cuyas dos sedes —las instalaciones de Televisa Santa Fe y luego un edificio de la colonia Del Valle— pudimos convivir con frecuencia con el autor de Cien años de soledad, que se despojaba de la investidura del Nobel y se arremangaba literal y literariamente la camisa para trabajar codo con codo con editores y reporteros. (Recuerdo la tarde que un colega argentino invirtió en una oficina para rehacer, con ayuda de Gabo, una crónica sobre un centro de desintoxicación ubicado en la costa del Pacífico. Recuerdo las correcciones e indicaciones marcadas con lápiz rojo que transformaron el texto en un mapa con la ruta hacia la mejor solución posible: una verdadera lección de narrativa periodística, incluso de narrativa a secas). A nuestras comidas García Márquez solía llegar solo, precedido por una sonrisa afable (“¿Qué hay, cómo les va?”), aunque en ocasiones lo acompañaba Mercedes, su mujer, una conversadora tan espléndida, inquisitiva y sagaz como él. Quizá no sobra decir que el convite discurría igual que una carambola temática que iba del periodismo a la política, del anecdotario íntimo al cotilleo cultural, del cine a la televisión para terminar en la literatura, ese puerto donde Gabo recalaba a sus anchas con la curiosidad del lector auténtico. (A mediados de febrero de 2007, antes de que arrancaran las celebraciones por sus ochenta años, le obsequié Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. La mirada se le iluminó y, al leer en la solapa que Haruki Murakami nació en 1949, me dijo con picardía: “¡Pero si sólo es un muchacho!”) A veces, al escuchar ese timbre colombiano que más de cuatro décadas de vida mexicana no pudieron borrar, pensaba en lo que un amigo respondió cuando le comenté que me habían contratado como editor de cultura de Cambio: “¿Vas a estar con García Márquez? ¡Qué envidia! Es como si trabajaras con Charles Dickens o William Faulkner”. Poco a poco esta observación me llevó a caer en la cuenta de que, en efecto, departir con un clásico vivo era una circunstancia única, invaluable, más aun si se trataba de un clásico que no escatimaba generosidad con quienes lo rodeaban.

Dos breves anécdotas ilustran este afán generoso que se extendía a la esfera no sólo personal sino profesional. Como ocurría casi siempre durante nuestras reuniones en el restaurante veracruzano, los comensales de otras mesas identificaban a García Márquez y esperaban el momento del postre para abordarlo y pedirle que se retratara con ellos o les diera un autógrafo. (“Firmo libros aunque no sean míos, pero esto nunca”, explicó alguna vez a una fan que le extendió un trozo de papel.) En una ocasión, una joven se le acercó con un ejemplar de Cien años de soledad y con voz nerviosa le dijo que se llamaba Úrsula porque sus padres eran admiradores de la novela y habían querido honrar a la mujer de José Arcadio Buendía; en respuesta obtuvo una sonrisa ancha, fulgurante, y un beso en el dorso de la mano. En otra ocasión, en medio de una plática sobre el mundo editorial, un amigo al que yo había invitado le preguntó a rajatabla: “Y a todo esto, ¿cómo se definiría usted: como escritor o como periodista?”, a lo que Gabo contestó sin titubear: “Pues como periodista, claro”. Ambos gestos sintetizan para mí el espíritu dadivoso de un autor que, además de asumir que ya hay varias estirpes de lectores formadas específicamente con Cien años de soledad que sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra, admitía la deuda con una disciplina que contribuyó a afinar su pluma: “El periodismo merece no sólo una nueva gramática, sino también una nueva pedagogía y una nueva ética del oficio, y ser visto como lo que es sin reconocimiento oficial: un género literario mayor de edad, como la poesía, el teatro y tantos otros”.

Resulta significativo que García Márquez se iniciara casi al mismo tiempo en las actividades que constituirían los dos grandes hemisferios de su obra: en 1947, a los veinte años, publicó su primer cuento (“La tercera resignación”) en El Espectador de Bogotá y, apenas un año después, en 1948, entró a trabajar en El Universal de Cartagena. (La dedicación habla por sí sola: en 1954 fue contratado por El Espectador y se convirtió de inmediato en el reportero más popular). La hermandad entre literatura y periodismo fructificó en tres libros que, separados entre sí por poco más de una década, evidencian la concisión aprendida en distintas redacciones: Relato de un náufrago (1970), recopilación de una famosa serie de reportajes acerca del marino Velasco aparecida en El Espectador en 1955; Crónica de una muerte anunciada (1981), que J. M. Coetzee describe inmejorablemente como “una importante contribución al canon garciamarquiano: una narración ajustada y cautivadora y, a la vez, una lección magistral y pasmosa sobre el modo de hilar varias historias —varias verdades— en torno de los mismos sucesos”; y Noticia de un secuestro (1996), reportaje novelado alrededor de los raptos colectivos efectuados por narcotraficantes con la idea de impedir que la Asamblea Constituyente aprobara la extradición de colombianos a Estados Unidos. En este tríptico, unificado no sólo por un estilo plenamente identificable sino por el uso y la reinvención de géneros informativos, sobresale Crónica de una muerte anunciada, prototipo de hibridación donde una fórmula verbal adoptada del periodismo (“Me dijo”) se vuelve el ritornello que echa a andar un insólito artefacto literario: la tragedia de bordes griegos de un personaje que ignora su destino en medio de una comunidad que ya lo da por difunto: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Así empieza un tour de force en el que el realismo mágico se trastoca en una magia realista que nos convence nuevamente de lo inverosímil. A fin de cuentas, como recuerda Coetzee, “el propio García Márquez ha dicho que su llamado realismo mágico no consiste más que en narrar con seriedad historias difíciles de creer, un truco que aprendió de su abuela en Cartagena, y que lo que los extranjeros encuentran difícil de creer en sus relatos es muchas veces normal en la realidad latinoamericana”.

Algún día, en una de nuestras comidas en ese restaurante del sur del D. F., me habría gustado preguntarle a Gabriel García Márquez si en verdad juzgaba que las lluvias de mariposas amarillas, para poner un ejemplo canónico, eran comunes en México o Colombia. Intuyo la sonrisa generosa que habría iluminado su rostro, la respuesta que evocaría la réplica a un lector que captó un tempo musical en El coronel no tiene quien le escriba: “A los escritores intuitivos no nos conviene explorar demasiado estos misterios técnicos, pues en este oficio de ciegos no hay nada más peligroso que perder la inocencia”.

Nuestro Gabo

20/Abril/2014
Confabulario
Monica Lavín

Qué afortunados fuimos de seguirle los pasos a Gabriel García Márquez, de vivir en su siglo, de ser testigos de sus primeros libros y tener en nuestras manos la primera edición de Cien años de soledad. Y leerla y deslumbrarnos con el mundo que nos revelaba y la manera de hacerlo. Qué magia de los tiempos conocer a Úrsula, Amaranta, a los Buendía, a Fermina Daza, a Florentino Ariza casi al mismo tiempo que su autor les soplaba vida en palabras. Leímos a un contemporáneo y lo vimos sonreír y disfrutamos su afabilidad siempre, sus maneras caribeñas, su desparpajo, su devoción a la narrativa. Todo lo que nos permitió llamarle el Gabo, como si nos perteneciera. Fue nuestra luz literaria. Imposible que el jurado tuviera alguna duda cuando el Premio Nobel lo recibió él. Había hecho un mundo de palabras para que los demás nos miráramos  en su imaginación desbordada, en su mirada nutrida de mitos y magia y familias donde el mestizaje abonó una de las sensibilidades más sobresalientes del siglo XX. Mago de las palabras, ya no podemos ver el hielo sin pensar que fue un gran asombro para quienes lo contemplaron por primera vez en latitudes donde era impensable su estado. El hielo y el azoro: el prodigio.

García Márquez fue capaz de cosechar todos nuestros asombros. Y tenderlos al sol, y que aletearan al calor lleno de mar y distancia y sueños fluviales. Literatura líquida tan de sangre como de navegaciones. Un ahogado más hermoso del mundo para resumir, con la extraordinaria elección de las palabras que se paladean con todos los sentidos, la forja de un mito y con ello la estatura que alcanza nuestra fragilidad. Hombres que encallan en tierra con su melancolía de mares profundos y sus sueños de anémonas. Un cuento como un diamante que cada vez que releo, y lo hago en voz alta por el puro disfrute sonoro y rítmico con que se va desgranando la historia, me emociono con la fracción de siglos que los hombres retienen el aliento para ver caer al ahogado que ya se llama Esteban y tiene lazos con todos y tiene una historia y será la razón por las que las casas estarán limpias y grandes y airadas y se sembrarán flores porque es el pueblo de Esteban y Esteban es de ellos. Un chorro de luz que es agua en el departamento de Madrid donde los chicos estrenan barco y remos, y las aletas y visores, porque el mar les queda lejos.  De los focos sale aquel chorro que será diversión y ahogo, y cascadas por las ventanas y río por la calzada.

Toda desmesura en García Márquez es la justa contraparte de nuestros miedos, de nuestra vida que aletea brevemente. Qué afortunados fuimos en leer El amor en los tiempos del cólera cuando los hombres soñaban otros  mundos y ejercían el poder del dinero y del deseo pero sus amores los hacían encallar en la parte más tierna y frágil de sí mismos. Un cartero y una mujer inalcanzable. Qué afortunados que con sus palabras y su mirada y su Cartagena y sus historias nos hiciera sentir habitantes de una visión del mundo, hermanos de historia, de nuestro pasado indígena y la colonización europea. Latinoamérica se nos volvió tierra que podíamos recorrer a vuelta de página con la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, los Doce cuentos peregrinos. Ya nunca fuimos los mismos como lectores después de Cien años de soledad. A los libros les exigíamos la misma emoción, cadencia, posibilidad de abrirlos como un baúl de sueños, de mundos fundados, de historias heredadas. Gabo fue nuestro faro, palabras para llenarnos la boca de gozo, orgullosos de saberlo escritor en nuestra lengua tan florida, musical, inmensa y natural bajo su talento y empeño. Un hombre que nos llenó el mundo de mundos y que aún con el dolor de su partida nos dejó emoción lectora para siempre. Para los afortunados de todos los tiempos.

El reportero García Márquez

20/Abril/2014
Confabulario
Magali Tercero

En 1976, Gabriel García Márquez dijo a Radio Habana que no empezó siendo periodista por necesidad o por azar, sino porque “lo que quería era ser periodista”. Es decir, su vocación, el llamado como lo llamó George Bernanos alguna vez, siempre fue la de periodista. En 1991, según cita Antonio Lucas, escribió: “Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista aunque se vea poco. Pero tienen una cantidad de investigación y de comprobación de datos y de rigor histórico, de fidelidad a los hechos, que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos, [porque] el método de investigación y de manejo de la información y los hechos es de periodista”. En los años setenta del siglo pasado se hablaba tanto de periodismo novelado como de historia novelada, y muchos libros se vendían bajo esa etiqueta. También se hablaba, como todavía se hace en España, de periodismo literario.

¿No es asombroso que el Premio Nobel de 1982 se refiriera a sus novelas como “reportajes novelados”? La etiqueta puede sonar a coquetería, en cierto modo natural en un Nobel, de no ser porque, tres años después de la declaración citada, en 1994, el escritor y periodista creó en Cartagena de Indias, Colombia, la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, rebautizada el año pasado como Fundación Gabriel García Márquez para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Aún así: ¿de verdad Cien años de soledad es un reportaje novelado? Cuando menciono esto en público algunos se escandalizan. Quizá porque juntas las dos palabras, “reportaje” y “novelado”, suenan casi arcaicas, por no decir que en estos tiempos carecen de prestigio, lo cual no sucedía cuando García Márquez era un apasionado periodista joven, deseoso de transformar el diario, de unir periodismo y literatura usando técnicas narrativas en la escritura de textos periodísticos.

En el México de los setenta y ochenta del siglo XX, los periodistas y escritores Ricardo Garibay, Jorge Ibargüengoitia, Vicente Leñero y José Agustín, entre otros, nos entregaron grandes crónicas y/o reportajes novelados, aunque es más probable que ellos se sintieran parte de la corriente norteamericana del Nuevo Periodismo. Pero volvamos al García Márquez de 20 o 21 años, al de finales de los cuarenta, que no imaginaba que otro periodista, el argentino Rodolfo Walsh, escribiría en 1957 un reportaje de largo aliento, magistral es verdad, titulado Operación masacre. Volvamos al García Márquez que escribía poesía y cuento, publicados en El Espectador de Bogotá y otros diarios donde trabajó, así como formidables reportajes, el gran género olvidado como lo consideraba el autor de “El mejor oficio del mundo”, un discurso pronunciado en la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en 1996. En esta pieza ya estaba presente el gran maestro del periodismo que con su Fundación creó un movimiento narrativo entre los periodistas iberoamericanos. De hecho, se convirtió rápidamente en “el” manual de periodismo de la época.

Su primer reportaje fue “Los habitantes de la ciudad”, publicado en 1948. Más adelante, en 1955, publicó “Caracas sin agua”, texto que le ha valido tanto análisis académicos como el desarrollo del concepto “diarismo mágico” y el estudio de la hipérbole en el periodismo, por parte del costarricense Néfer Muñoz, periodista con una maestría en estudios latinoamericanos y periodismo de la Universidad de Nueva York  (UNY), y un doctorado de literatura en Harvard. De la tesis de doctorado de Muñoz, Novelando en el periódico y reporteando en la novela de América Latina (2013), provienen los argumentos desarrollados en el artículo “Las exageraciones en el periodismo de García Márquez”, publicado, el 17 de abril pasado, en la página web de la BBC Broadcasting House (http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2014/04/130422_garcia_marquez_diarismo_magico_ob_nm.shtml).

Nuevo periodismo y nuevo nuevo periodismo

El cruce entre periodismo y literatura, el género anfibio de la crónica y del periodismo narrativo en general, es habitual en el mundo de la escritura, aunque ha ido cambiando de nombre en las últimas décadas. Lo que fue el Nuevo Periodismo en el Estados Unidos de los sesenta, es hoy, de acuerdo con el editor y director del programa de periodismo de la UNY, Robert S. Boynton, el Nuevo Nuevo Periodismo. No hay nada nuevo bajo el sol pero sí es nueva, en cada época, la forma en que las generaciones abordan la realidad. Se sabe que Flaubert mismo viajó a un pueblo vecino al suyo para presenciar, en la plaza principal, el discurso de un político. Quiso registrar todos los detalles con objeto de crear una escena de ficción. Y al revés, el narrador Jack London, autor de al menos 25 novelas que escribió tres libros de non fiction, reporteó intensamente, e hizo periodismo de inmersión si se quiere, para escribir un libro sobre el East End Londres: La gente del abismo (The People of the Abyss, 1903). Allí advierte lo siguiente: “Lo que relato en este volumen me sucedió en el verano de 1902. Descendí al submundo londinense con una actitud mental semejante a la de un explorador”. En cuanto a Gabriel García Márquez, incontables testigos relatan que fue un observador riguroso de la realidad, enseñanza trasmitida, junto al señalamiento de la importancia de la ética en periodismo, en la primera época de la FNPI, a los jóvenes talleristas iberoamericanos que acudían a mejorar su oficio siendo ya periodistas en ejercicio. Durante sus cursos hablaba de contar historias reales, algo que muchos discípulos suyos, periodistas nacidos a partir de los setenta le aprendieron, y enseñan, en los múltiples talleres impartidos en América Latina y España.

Nacimiento de la Fundación Gabriel García Márquez

La FNPI nació en 1994. La fundó Gabriel García Márquez con el objetivo, hecho explícito, tanto en el discurso de arranque de actividades de 1995, como en el discurso arriba mencionado, “El mejor oficio del mundo”: “El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. […] Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano”. En resumen, el propósito era promover “la excelencia, la ética y la innovación en el periodismo”.

Entre otros elementos, el escritor que consideró a la crónica como “la novela de la realidad”, comentaba a sus alumnos que si él hubiera tenido su edad habría elegido la crónica como género porque, en primer lugar, la realidad es tan interesante como la ficción y, en segundo término, a ellos les estaba tocando vivir (corrían los noventa) una época particularmente llena de acontecimientos. El narrador formidable que fue García Márquez buscó dejar claros algunos principios, entre ellos lo fundamental de actuar con rigor cuando se investigan los datos fácticos. Recuperar, por ejemplo, el lugar que había perdido el reportaje, el género estrella del periodismo, mismo que habría que seguir impulsando porque es “el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir”. Los primeros maestros —los veteranos Alma Guillermoprieto, Tomás Eloy Martínez, el propio García Márquez y, más adelante, Ryszard Kapuscinski—, se dedicarían a mostrarles los secretos del oficio mediante ejercicios prácticos para los que ya eran periodistas.

Como Jack London, García Márquez publicó, además de gran cantidad de novelas, tres libros fundamentales de reportaje: Relato de un náufrago (1970), La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986) y Noticia de un secuestro (1997). El primero, escrito en primera persona después de minuciosas, larguísimas entrevistas, es la historia del marino Luis Alejandro Velasco, reconstruida por el autor detalle a detalle (http://bdigital.bnjm.cu/docs/libros/PROCE3106/Relato%20de%20un%20naufrago.pdf). Tal como narra García Márquez, ni Velasco ni él sabían que su trabajo en común destaparía una historia de contrabando y ocultamiento por parte de la Marina de guerra de Colombia, mandándolo a él al exilio y al marinero a la exclusión por parte de su gobierno.

Además de estos títulos, existe una antología de textos periodísticos de Gabriel García Márquez editada por la FNPI, que deberían ser libro de texto en las escuelas de periodismo.

Una escuela mexicana inspirada en la FNPI

A la vuelta de los años, veinte para ser exactos, la FNPI es la impulsora de un movimiento muy interesante para el periodismo actual. En México existe ya una escuela práctica de periodismo, Taller Arteluz, fundada por la periodista Blanca Juárez y la fotógraga Grace Navarro hace casi cuatro años (Navarro se dedica a otros proyectos en este momento). “Taller ARTELUZ fue planeado a mediados de 2009 en reuniones donde coincidíamos periodistas y fotógrafos con el pretexto que fuera. Siempre terminábamos hablando de que los editores se quejaban de que no había periodistas jóvenes que estuvieran bien preparados, de cómo en Colombia existía la FNPI. Algunos periodistas mexicanos contaban su experiencia en los talleres a los que habían asistido. Un día, tomando café con mi amiga fotógrafa, le comenté la idea de impartir talleres de periodismo y fotografía con el fin de que quienes tuvieran más experiencia pudieran compartirla con los jóvenes o con otros periodistas y fotógrafos. Y me dijo: creo que deberíamos hacerlo. Con el apoyo de algunos amigos, convoqué a periodistas, fotógrafos y escritores para que impartieran los primeros talleres, todos estaban dispuestos a compartir su experiencia, sólo faltaba la contraparte: ¿qué tan dispuestos estaban los periodistas a aprender de otros periodistas? Con mucho valor, con nada de dinero pero con ganas infinitas de hacerlo, en noviembre de 2009 fundamos Taller Arteluz y lanzamos la convocatoria para diez talleres de periodismo, fotografía y literatura. Los talleres iniciarían en enero de 2010. Felipe Soto Viterbo, Magali Tercero, Eduardo Antonio Parra, Gabriel Bauducco, Federico Gama, Daniel Aguilar, entre otros, fueron los primeros talleristas”, cuenta Juárez.

Después vendrían muchos otros, entre ellos los propios maestros de la FNPI, como Alberto Salcedo Ramos, Julio Villanueva Chang y Diego Fonseca, entre otros. El tema de este texto no es la situación actual del periodismo mexicano, sino Gabriel García Márquez el periodista, a quien debemos reconocer su segunda gran obra: la gran escuela práctica de periodismo encarnada en la Fundación que hoy lleva su nombre. Por supuesto, hay en México numerosos periodistas que no fueron formados en la FNPI y están haciendo excelente periodismo narrativo en otros ámbitos. Lo que es innegable es que en nuestro país se vive un boom inédito. Surgen revistas aquí y allá, leídas por jóvenes cada vez más apasionados del periodismo escrito con herramientas narrativas y sentido ético de la investigación y postura que deben vislumbrarse en sus textos. En un momento como el actual, complejo, con gran deterioro social y presencia inocultable del crimen organizado, resulta muy importante.
20/Abril/2014
Confabulario
Ana Clavel

La memoria, esa cámara fotográfica

“Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas”, escribió el enorme —en muchos sentidos— Julio Cortázar. Con ello, Cortázar parece cifrar en la imagen de la magdalena de Proust ese disparador voluntarioso de los recuerdos, como si la memoria fuera una cámara fotográfica sui generis. Porque si bien el estímulo que desata las oleadas de la memoria surge de un sabor, un olor, una melodía, también es cierto que la imagen desatada que se nos viene a la mente a la hora que la memoria discurre sus magdalenas, es un cuadro vivo, una imagen visual, una fotografía refulgente. Y guardamos en nuestro interior tesoros fotográficos, iridiscentes, en blanco y negro, en sepia, álbumes de la memoria secreta y fragante como si acabáramos de cortarlos o de captar sus imágenes el día de ayer. Entonces surgen las palabras para recrear ese mundo, los siete volúmenes, las siete páginas, las siete líneas para recuperar el tiempo perdido y a la vez precioso para cada quien.

No conocí a Gabriel García Márquez en persona y la verdad es que pienso que no fue necesario. A un escritor se le conoce por sus libros. Pero he aquí algunas de las fotografías de mi álbum personal, de mi relación filial con ese prodigio de belleza y verdad inagotables que es su obra.

Fotografía primera

Me recuerdo de 16 años, tendida sobre la cama y resuelta a no abandonarla, tal era la magia, el hechizo, el hipnotismo que ejercía sobre mí un libro que me había prestado un amigo del bachillerato. El libro se llamaba Cien años de soledad y como nunca hasta ese entonces con otra obra, abrevé de él sin parar, hasta las cuatro de la tarde del día siguiente en que concluí, maravillada, su lectura. Entonces no sabía que sería escritora y mucho menos que me invitarían a participar en esta suerte de exequias a García Márquez, él que siempre me pareció eterno. Pero ese primer encuentro sería, sin yo saberlo, trascendental para mi educación literaria y escritural: el mundo revelado con la fuerza y la veleidad de las palabras y su desbordarse en un ritmo mítico y fundacional. Hasta aquel momento había leído atolondradamente, como suelen ser las lecturas de la adolescencia, lo mismo a Herman Hesse que a Thomas Mann, a Rulfo que a Dante Alighieri. Pero la revelación fulgurante de los Cien años fue un golpe en la médula de los sentidos: un caudal de belleza en el río del lenguaje. ¿Cómo no sumergirse en su magia primordial de aguas amnióticas y renovadas?

Fotografía cuarta

En mi curso de “Estrategias visuales de la escritura” que impartía hace unos años en el Claustro de Sor Juana, acostumbraba pedir a mis estudiantes que leyeran ese portento de estructura y trama que es Crónica de una muerte anunciada, en la que cuadro por cuadro, “vemos” literalmente la trágica muerte de Santiago Nasar a manos de un pueblo que se confabuló para convertirlo en chivo expiatorio de sus pasiones. También acostumbro leerles a mis estudiantes un fragmento de la introducción de García Márquez a Cómo se cuenta un cuento que dice así:

“El otro día, hojeando una revista Life, encontré una foto enorme. Es una foto del entierro de Hirohito. En ella aparece la nueva emperatriz, la esposa de Akihito. Está lloviendo. Al fondo, fuera de foco, se ven los guardias con impermeables blancos, y más al fondo la multitud con paraguas, periódicos y trapos en la cabeza; y en el centro de la foto, en un segundo plano, la emperatriz sola, muy delgada, totalmente vestida de negro, con un velo negro y un paraguas negro. Vi aquella foto maravillosa y lo primero que me vino al corazón fue que allí había una historia. Una historia que, por supuesto, no es la de la muerte del emperador, la que está contando la foto […]. Se me quedó esa idea en la cabeza y ha seguido ahí, dando vueltas. Ya eliminé el fondo, descarté por completo los guardias vestidos de blanco, la gente… Por un momento me quedé únicamente con la imagen de la emperatriz bajo la lluvia, pero muy pronto la descarté también. Y entonces lo único que me quedó fue el paraguas. Estoy absolutamente convencido de que en ese paraguas hay una historia”.

Y entonces he podido constatar en los rostros de mis estudiantes la magia y el asombro que es capaz de suscitar García Márquez con la sola promesa de una historia que aún no ha sido escrita.

Fotografía séptima

El otoño del patriarca puede sonar como un enunciado seductor y hasta poético pero es en realidad el título de un libro que encierra la parodia atroz del poder de vida y muerte —sobre todo de muerte— de nuestros caudillos y dictadores muy a la latinoamericana. Cuando Gabriel García Márquez cumplió 82 años, alguien tuvo la idea de usar el nombre de ese libro para organizarle un homenaje. Supongo que ese alguien no había leído en realidad el libro y le pareció adecuado por la edad y la importancia del autor: todo un patriarca de nuestras letras. Pero a unas horas de la partida de este escritor generoso como pocos, estoy muy lejos de contemplar la instantánea fotográfica con la que concluye la novela homónima, donde las muchedumbres frenéticas se echaban a las calles cantando himnos de júbilo por la noticia de la muerte del patriarca, quien yacía picoteado por los democráticos zopilotes o gallinazos, “ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”. Por el contrario, tengo la certeza de que Gabriel García Márquez seguirá cada vez más presente en la memoria literaria colectiva, latinoamericana y universal. Cada quien sus magdalenas de la memoria, pero de verdad creo que la obra de García Márquez nunca llegará a su otoño.