Jornada Semanal
Mercedes López-Baralt
Con su sabiduría habitual, en La resistencia Ernesto Sábato afirma: “todos los filósofos y artistas, cada vez que han querido alcanzar el absoluto, debieron recurrir a alguna forma del mito o de la poesía.” Así quiero recordar, desde una ciudad de este Caribe que inmortalizó en su obra –San Juan de Puerto Rico– al Gabo. Y así lo celebré recientemente en Una visita a Macondo: manual para leer un mito. El sólo nombrarlo por su apodo, descartando su nombre de pila y su apellido, ya lo instala en el reino de los arquetipos. Porque él mismo es un mito. Pero un mito creador de mitos: como Cervantes con don Quijote, Galdós con Fortunata, Flaubert con Emma Bovary, Dostoievsky con Raskolnikov, Lorca con sus gitanos y Luis Palés Matos con Filí-Melé, Gabriel García Márquez nos ha legado a Macondo, metáfora del trópico, de América Latina, de la locura y la soledad humana. ¿Cuántas veces hemos oído decir, o he dicho yo misma, molesta ante la realidad increíble de nuestro país: “¡Esto es Macondo!”? Pues no somos originales: lo mismo se dice a lo largo y a lo ancho de nuestra América. Pero no se trata sólo de Macondo, sino de la misma novela que lo contiene. Cien años de soledad no sólo es un mito para sus lectores de todo el mundo; funciona como tal.
Del mito propone el tiempo cíclico, las
repeticiones, el regreso al origen, el fin del mundo, las barajas y la
profecía, el anhelo utópico de José Arcadio, la alquimia, la mandala del
árbol de la vida encarnada en el castaño ligado a la muerte del
fundador de Macondo y del coronel Aureliano Buendía, la lucha entre el
bien y el mal... Y dos símbolos dominantes que enmascaran héroes
míticos en combate mortal: el viento y el espejo (Quetzalcóatl y
Tezcatlipoca), reminiscencia de un mito azteca que le viene al Gabo de Piedra de sol, de Octavio Paz, autor también de El laberinto de la soledad, libro cuyo título ya anuncia el de Cien años de soledad.
Pese a su final apocalíptico, la esperanza de un mundo mejor late
agazapada en el párrafo que cierra la novela mayor del Gabo, ya que la
victoria se la lleva el Señor de los vientos, Quetzalcóatl, dios de las
artes y las ciencias:
antes de llegar al verso final [Aureliano Babilonia] ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. [Las cursivas son mías.]
Vale recordar que en la mitología azteca
Quetzalcóatl abolió los sacrificios humanos y repudió la guerra, bandera
enarbolada por Tezcatlipoca. Del pasaje citado destaco no sólo la
alusión al combate entre el viento y el espejo, sino otro detalle que
apunta a la esperanza: la ciudad de los espejos (Macondo) fue desterrada de la memoria de los hombres:
es decir, hay una humanidad mejor que sobrevive el apocalipsis. Dicho
todo esto, no pierdo de vista que la grandeza de la novela está en su
plurivalencia, en la que se abrazan pesimismo y optimismo.
Pero García Márquez nos sorprende siempre. Una de
sus sorpresas es la poesía que recorre las páginas de su obra. Se trata
de una vocación confesa, porque al final de su discurso de aceptación
del Nobel, exalta la poesía como el más grande de sus méritos
literarios: “Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un
homenaje que se rinde a la poesía.”
Termino recordando uno de los poemas que aroman Cien años de soledad,
sobre la nostalgia que palpita tras su alegría sempiterna. El coronel
Buendía pondera con melancolía las humillaciones del tiempo:
No le dolieron las peladuras de cal en las paredes, ni los sucios algodones de telarañas en los rincones, ni el polvo de las begonias, ni las nervaduras del comején en las vigas, ni el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas insidiosas que le tendía la nostalgia. Se sentó en el corredor, envuelto en la manta y sin quitarse las botas, como esperando apenas que escampara, y permaneció toda la tarde viendo llover sobre las begonias.
Querido Gabo: aquí, como en tu tierra, llueve,
llueve torrencialmente, llueve ahora mismo. Y somos muchos los
puertorriqueños que coreamos, cuando nos embelesamos mirando el bálsamo
del agua que nos abraza como una manta líquida: ¡Isabel viendo llover en Macondo! Hasta siempre.
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