Laberinto
José Emilio Pacheco
En la década de los setenta, el Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias catalogó a Cien años de soledad como un plagio de La búsqueda de lo absoluto de Balzac. Sus declaraciones desataron la ira de los amigos y lectores del colombiano, y el ataque de la prensa al escritor septuagenario. No obstante, más allá de los dicterios, nadie había llevado a cabo una justa reflexión sobre ese tema a partir de lo estrictamente literario. Presentamos el texto con que el escritor mexicano puso las cosas en su lugar
La nueva comedia de las equivocaciones empezó el sábado 19 de junio [de 1971] y se ha prolongado una semana. En la historia del periodismo nacional nunca antes una noticia literaria había ocupado las ocho columnas de una primera plana. La “Extra”, como se llama en el habla de la ciudad a la segunda edición de Últimas Noticias, informó: “Asturias acusa de plagio a García Márquez. Cien años de soledad es una grosera copia de una novela de Balzac”.
El Premio Nobel de Literatura 1967 fue entrevistado en Madrid por el periódico Triunfo. Dijo a Luis Chao que la novela de García Márquez plagiaba La búsqueda de lo absoluto. Le Monde citó a Triunfo. France Press divulgó por todas partes lo que decía Le Monde. El mismo 19 de junio en la propia “Extra” Carlos Fuentes señaló lo absurdo de la acusación y sin proponérselo inició el deporte practicado en los siete días siguientes: “Péguele a Asturias”.
Guillermo Ochoa interrogó por teléfono a García Márquez el martes 22. Se limitó a reír y a callar con la certeza de que ante sus críticos la única respuesta posible de un escritor es su
obra. Pero en todo el ámbito de la lengua española se ha alzado un
clamor unánime contra Asturias. Poco antes de su muerte, Witold
Gombrowicz protestó contra el lenguaje brutal y sin el menor asomo de respeto humano que se emplea en las controversias literarias. Lo que se ha dicho contra Asturias es un buen ejemplo: “viejo chocho, gagá, ablandado, idiota, ignorante, rencoroso y plagiario a su vez del Tirano Banderas de Valle Inclán en El Señor Presidente.”
Me había resistido a opinar sobre el tema porque considero indefendible la apresurada tesis de Asturias y me repugna sumarme a la cargada contra un escritor de 72 años que, de un tiempo a esta parte, ha visto levantarse en contra suya el favor y el prestigio de que gozó en otros tiempos. Sin embargo el escándalo prosigue. Ayer, viernes 25, arremetieron el diario Informaciones de Madrid y el escritor dominicano Juan Bosch, que equiparó a García Márquez con Cervantes y a su novela con el Quijote. Ya es tiempo de hacer una modesta propo- sición para que se devuelva este asunto al limbo del que nunca debió haber salido.
La corriente de la época milita en desfavor de Asturias. Él representa lo pasado, lo establecido, lo oficial, todo aquello que es obligado detestar: recibió el Nobel en tanto que Jean–Paul Sartre lo rechazó, aceptó ser embajador de un gobierno genocida, en tanto que García Márquez rehusó un puesto consular en Barcelona...
Atareados en decir que Asturias es un viejo cho- cho (y todos seremos viejos chochos a menos que la muerte nos dé oportuna licencia), nadie se ha tomado la molestia de comparar ambos libros. La algarabía es jubilosamente contemplada por aquellos sacristanes del antiintelectualismo que se desviven presentando a los escritores como bufones envidio- sos, peleoneros, serviles, enredados en pleitos de comadres y por completo ajenos a la trágica realidad de nuestros días.
Honore de Balzac nació en 1799, un siglo antes que Asturias. En 1834, entre La duquesa de Langeais y Papá Goriot, escribió La búsqueda de lo absoluto. En la organización final de La comedia humana esta novela figura entre Los estudios filosóficos. La edición mexicana traducida por Aurelio Garzón del Camino la incluye en el tomo XIV, páginas 525–689.
En Dovai, en el Flandes francés, Balzac sitúa la
historia de Baltasar Claes, un discípulo de Lavoisier. A los 49 años,
tras quince de matrimonio con Josefina Temnick, Claes habla con un
polaco errante y se obsesiona por cumplir el sueño de
los alquimistas: hallar lo absoluto, el principio que da unidad a todos
los elementos, “la sustancia común a todo lo criado y modificada por una fuerza única”. Al encontrarla Claes podrá transmutar el plomo en oro,
competir con la naturaleza y repetirla. (Como se sabe, hoy las
transmutaciones se realizan por medio del bombardeo de los elementos en
el ciclo- trón y en el reactor nuclear. La búsqueda alquímica que permitiría a los seres humanos igualar a los dioses concluyó fáusticamente en los infiernos de Hiroshima y Nagasaki.)
Los
experimentos de Claes lo conducen al nau- fragio de su vida familiar y a
la ruina total. Termina apedreado en la calle como un brujo. Moribundo,
se incorpora en el lecho para repetir el “eureka” de Arquímedes. Expira con un terrible gemido mientras su yerno lee en un periódico que el polaco errante vendió a otra persona el secreto de lo absoluto.
El deber de un crítico para con un autor es leer su libro de principio a fin y palabra por palabra. Quienes,
según Asturias, “han denunciado en América y Berlín las semejanzas
entre las dos novelas” son incapaces de penetrar la sintaxis española o aplicaron la llamada “lectura dinámica” al dominio de la crítica. Allí debiera estar prohibido un método que antes del triunfo de la terminología sobre el lenguaje se llamaba simplemente “ojeadita” (con o sin hache). O bien abandonaron Cien años de soledad en la página 125 y dejaron para otra ocasión las 226 restantes.
Porque la única semejanza entre Balzac y García Márquez, tan remota que cancela hasta la simple sospecha de plagio, es la historia del primer José Arcadio Buendía, una entre muchas que forman esta novela. Las demás no tienen nada que ver con La búsqueda de lo absoluto ni con ninguna otra narración balzaciana.
Como se recordará, el fundador de Macondo queda deslumbrado por lo que el gitano Melquiades llama “la octava maravilla de los sabios alquimistas de Babilonia”: el imán. José Arcadio supone que el imán le servirá para sacar oro de la tierra. Sin embargo lo único que logra extraer es una armadura oxidada. En otra vuelta de los gitanos José Arcadio descubre
las posibilidades incendiarias de la lupa gigante. Trata de emplearla
como arma de guerra y sufre graves quemaduras. Más tarde obtiene de Melquiades algunos viejos mapas, un astrolabio, una brújula y un sextante. Se encierra al fondo de su casa y emprende arduos experimentos al final de los cuales descubre que la tierra es redonda.
En otras aventuras José Arcadio logra que vuele la canastilla de su hija Amaranta y quiere aprovecharlo para obtener una prueba científica de la existencia de Dios. Antes de que lo avasalle el frenesí del pensamiento, trata de aplicar los principios del péndulo a todo aquello capaz de moverse. Por último, entre 44 hombres lo amarran a un castaño del patio y, delirando en latín y discutiendo de teleología, permanece macerado por el sol y la lluvia. Su muerte provoca una silenciosa tormenta de flores amarillas.
Con esta simple guía puede probarse en el cotejo de
ambos libros qué absurda e infundada es la acusación de plagio, como
indicó desde un principio Carlos Fuentes. Por lo demás, si al juzgar a
Asturias tenemos presentes sus errores y flaquezas, no olvidemos tampoco lo que Luis Harss escribió en Los nuestros, antes del premio y antes de la embajada: “Asturias
ha hecho de su obra una especie de tribunal de apelaciones, refugio de
los humildes con sus penas anónimas, templo de piedad y justicia donde claman las voces de los desposeídos. Y él, solidario y fraterno, los ha escuchado siempre”.
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*Junio 26 de 1971. Publicado con autorización de Cristina Pacheco.
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