Mexicana Cultura Centre
Evodio Escalante
Comienzo con
una evidencia. Por alguna extraña razón que no alcanzo a dilucidar,
aunque se reconoce que Efraín Huerta es uno de los grandes poetas
mexicanos del siglo XX, se ha escrito muy poco en torno a su obra. ¿Cuáles
son sus aportaciones a la poesía mexicana? ¿Cuál es el balance acerca
de su poesía? ¿Qué sigue siendo válido en lo que nos dejó, y cuál es, si
se lo puede decir así, su actualidad? Huerta no sólo está presente en
prácticamente todas las antologías que valen en la poesía mexicana de
nuestros días, sino que es igualmente una referencia vital para muchos
de sus lectores, que no son pocos. ¿Por qué entonces la parquedad de la
crítica? Confieso que la pregunta me supera y que no sabría cómo
responderla. Leí y admiré la poesía de Huerta desde mis años juveniles, y
esta admiración, hoy que releo su Poesía completa, permanece intacta.[1] Pese
a ello, esta es la primera vez que intento un comentario de frente a su
obra. ¿El primero? No en estricto sentido. Hace muchos años, al
redactar un ensayo en torno a Piedra de sol, el archiconocido
poema de Octavio Paz, se me impuso una comparación que resultaba
obligada: el poeta Efraín Huerta. Debo referir el contexto. “Himno entre
ruinas” y Piedra de sol (1957), textos admirables en muchos
sentidos, suscitaban en el crítico que yo era entonces algunos reparos
que no temería en llamar “ideológicos”: me parecía que a fin de cuentas
ambos textos ofrecían una visión conciliatoria y por lo tanto
complaciente de una realidad que en sí misma resultaba abrupta y
desgarradora. Paz, me parecía entonces, disfrazaba el conflicto e
imponía una falsa transparencia como solución de sus textos. En cambio, El Tajín (1963) de Efraín Huerta me parecía un gran poema sin concesiones.
Sé muy bien
que una lectura ideologizada de un poema resulta el día de hoy (si no es
que desde entonces resultaba) altamente falible. Aquel ensayo, que
titulé “El sol y la pirámide. Poesía y verdad en Octavio Paz”, y que
incluí en mi libro de los años ochenta Tercero en discordia,hoy me parece envejecido.[2] No
lo escribiría de nuevo, por supuesto. Y, sin embargo, desde otro punto
de vista muy diferente, sigo creyendo a pie juntillas en la valoración
que entonces arriesgué. Hoy vuelvo a leer Piedra de sol y sin
dejar de reconocer que es uno de los grandes (y más disfrutables) poemas
de Paz, encuentro que hay algo en su estructura que no acaba de
convencerme. ¿Estoy estructuralista? Me explico. Los grandes poemas de
la tradición poética mexicana, empezando por El sueño de sor Juana y terminando con Muerte sin fin de José Gorostiza y con el Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta, sin dejar fuera la Tristissima nox de
Manuel Gutiérrez Nájera, son todos poemas que mantienen un hilo
racional riguroso, están construidos siguiendo un orden mental muy
preciso, muy sólido. No se puede trabajar el poema extenso recurriendo a
una arbitraria asociación de ideas, y esto lo comprobamos si acudimos
por ejemplo a los grandes poemas de Eliot: La tierra baldía y los Cuatro cuartetos. El problema con Piedra de sol es
que no está tramado siguiendo un hilo de pensamiento, una causalidad
racional. Es un poema que aglomera, que acumula, que encima las más
disímiles materias. Un poema ecléctico que incluye figuras mitológicas
tanto europeas como prehispánicas, pasajes de la historia universal y
nacional, de la Guerra de España, pensamientos existencialistas, el tema
de la otredad, invocaciones esotéricas al ser que no alcanza nombre,
etc. Es un verdadero coctel literario, con hermosos y muy convincentes
pasajes, esto es indudable, pero que –más allá del tono sostenido–
carece de una unidad interna. Es un gran poema resuelto, por decirlo así, de manera irracional. En cambio, El Tajín de
Huerta, que es un poema autónomo aunque entiendo igualmente que puede
leerse como una especie de “respuesta” a los poemas de Paz, es un texto
cerrado y riguroso, de una increíble economía. A más de treinta años de
distancia, sigo pensando que en este punto Huerta le dio a Paz una
lección de rigor literario, y que esta lección conserva el día de hoy
toda su vigencia. La flama continúa encendida.
El poema de
Huerta es sorprendente no sólo por su consistencia sino porque es el
poema “nihilista” de un militante del comunismo que siempre permaneció
fiel a la figura de Stalin. El marxista que era Huerta se va de
vacaciones y lo que resulta es un poema desencantado en el que acaba
imponiéndose la presencia escalofriante de la nada. Frente a este texto
monumental, el de Paz resulta edulcorado y complaciente, con su
transparencia y su eterno retorno, no importa que simulado. El de Huerta
es implacable y duro como el cristal de roca. Interioriza la pirámide y
trama en su torno una elegía acompañada de rayos y tormenta. Algo
único.
Cito al azar un par de versos: No hay origen. Sólo los anchos y labrados ojos / y las columnas rotas y las plumas agónicas. Estamos ya en la atmósfera amenazante y despiadada del poema:
No hay un imperio, no hay un reino.Tan sólo el caminar sobre su propia sombra,sobre el cadáver de uno mismo,al tiempo que el tiempo se suspendey una orquesta de fuego y aire heridoirrumpe en esta casa de los muertos–y un ave solitaria y un puñal resucitan.
Esta casa de los muertos parece
una premonición de los asesinatos que estaban por venir en esa misma
década de los años sesenta. El poema no necesita ser profético para ser
real, atrozmente real. Hay una “resurrección”, es cierto, pero irónica,
negativa hasta los huesos. Lo que resucita es, primero, un ave solitaria, y después, un puñal…
Somos un país regido por asesinos, parece recordar el poeta. Debajo de
la demagogia y del triunfalismo oficial, lo que se impone es este
primitivismo mexicano que Huerta no disimula sino al contrario. Lo
muestra y lo sostiene frente a nuestros ojos como si se tratara de una
calavera.
La pulsión de muerte como prueba de temple literario. La aceptación cabal de la nada que
nos rodea y a la vez de modo muy preciso nos constituye. ¿De dónde le
viene esto a Huerta? De una fidelidad a la experiencia más personal,
desde luego, y acaso de la cercanía con otro poeta guanajuatense como
él, relegado habitualmente al cajón de los “populacheros”: Antonio
Plaza.
No abundaré en la poesía de Plaza, tan maltratada en general por nuestros poetas de la tradición culta.[3] Diré,
empero, que cierto tono “raspa” y populachero, que esa forma de
entremezclarse con la pobreza, con los llamados “bajos fondos” de la
sociedad, tiene en su poesía un antecedente que en algo puede ayudar a
explicar la de Huerta, siempre que se tenga en cuenta que Huerta forma
filas en la llamada generación de Taller, una generación cuyos
años formativas transcurren durante el sexenio de Lázaro Cárdenas
(1934-40). Se trata sin duda del sexenio más radicalizado de la época de
la post-revolución. Cárdenas impone una retórica socialista y emprende
acciones que benefician a obreros y campesinos. Acoge a los refugiados
españoles, los republicanos que habían perdido la Guerra Civil ante el
avance del Gral. Francisco Franco, que se convierte en dictador.
Nacionaliza el petróleo. Protesta contra la anexión de Austria impuesta
por la Alemania de Adolf Hitler, etc. Es una época combativa. Muchos de
los jóvenes de aquella época no sólo querían cambiar la literatura,
también querían transformar al hombre y al mundo. Entre ellos se
encontraban –menciono a los más notables– Efraín Huerta, Octavio Paz y
José Revueltas. También debería añadir a la lista los nombres de Neftalí
Beltrán, Rafael Solana, José Alvarado y Octavio Novaro, cuando menos.
Muy
diferentes entre sí, Huerta, Paz y Revueltas comparten una semilla de
radicalismo socialista a la que siempre habrán de permanecer fieles. El
primer libro importante de Huerta, Los hombres del alba (1944),
no puede entenderse a cabalidad sin este contexto revolucionario, no
importa que la realidad que evocan los poemas sea atroz y hasta un poco
desesperanzada. Uno de los poemas más recordables de Huerta, “La
muchacha ebria”, pertenece a este volumen, pero también está aquí su
famosa “Declaración de odio”, en que el poeta se nos revela como un
personaje herido de muerte y de amor por la ciudad de México. Unión de
contrarios: amor y desprecio en una sola copa. El gran poeta urbano que
es Huerta, insuperado hasta el día de hoy, realiza una tremebunda
radiografía del significado que tiene esta ciudad que se nos impone como
el hocico de una enorme boa constrictor. Pero habrá un mundo mejor, por
supuesto. Este es el verdadero nervio que anima la poetización
emprendida por Huerta.
Los hombres del alba es
un libro magistral, dicho de otro modo, una obra maestra. Bastaría este
título para asegurarle a su autor un lugar destacado dentro de nuestra
memoria literaria. Sus descripciones laceran. Los habitantes de la gran
ciudad estamos enfermos y a la vez adoloridos por todo lo que nos falta.
Estos, los que él mismo designa como los hombres del alba, son
en el colmo de la contradicción “los más abandonados, / más locos, más
valientes, los más puros.” Continúa la radiografía, nunca edulcorada:
“Sé que aman la noche y sus lecciones escalofriantes. / Sé de la lluvia
nocturna cayendo / como sobre cadáveres. / Sé que ellos construyen con
sus huesos / un sereno monumento a la angustia.”
Los años
sesenta son para Huerta un verdadero renacimiento y de cierto modo un
cambio de piel. Brotan durante esa década, no sólo El Tajín,
antes mencionado, sino otros grandes poemas entre los que destaca la
serie de los “Responsos”. El poema que le dedica a Darío, “Responso por
un poeta descuartizado”, es excepcional. Lo mismo hay que decir del
homenaje que un hombre desconocido rinde a la tumba de Stalin en la
Plaza Roja de Moscú (“Un hombre solitario”), convincente y conmovedor
más allá de que los crímenes del dictador soviético nos sigan pareciendo
repugnantes, o bien de las “Sílabas por el maxilar de Franz Kafka.”
Todavía mejor, si es que esto es posible, me parece el “Borrador para
un testamento.” Quien quiera saber qué cosa fue la generación de Taller, cuál
era el temple de la época, cómo vivían sus días y sus noches hasta que
llegaba el amanecer estos jóvenes de corazón ardiente, tendrá que acudir
a este texto fundamental. Es uno de los poemas más intensos de nuestro
siglo XX. Sólo a partir de este poema puede entenderse lo que significa
en México pertenecer a una generación poética. Quizás desde entonces no
ha habido de verdad otra generación en nuestro país. O sea, un grupo de jóvenes amotinados capaz de generar un mundo, y de identificarse de corazón con ese mundo
que generan con su actitud. Poner el mundo y transformar el mundo no
son sino dos caras distintas de una misma vitalidad armada, subversiva,
beligerante. Esto es lo que explica, al menos en parte, la devoción que
experimentaron los infrarrealistas por Efraín Huerta durante la
década de los años setenta y de la que han dejado varios testimonios,
todos ellos por escrito. Evoco al respecto algunos poemas de Mario
Santiago Papasquiaro y por supuesto la extraordinaria novela Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.[4]
Valdría la
pena intentar un análisis verso por verso de este texto excepcional.
Dejo la tarea pendiente y me limito a indicar que ni la generación del
Ateneo de la Juventud (Vasconcelos, Caso, Reyes, Martín Luis Guzmán) ni
la de Contemporáneos (Gorostiza, Villaurrutia, Torres Bodet, Ortiz de
Montellano, Owen y Novo) cuentan con un documento de identidad de este
calibre y naturaleza. “Borrador para un testamento” es ya un poema
histórico al que tendremos que regresar cada vez que intentemos
reconstruir el pulso de la generación de Taller.
Hacer la
revolución, cambiar al mundo y a la literatura. Creerlo en serio,
involucrar médula y huesos en la ingente tarea. Pero igualmente reírse
del intento. Conservar el hilo dorado de la ironía que permite que el
guerrero se desligue de su responsabilidad histórica y ría, por un
momento, al menos. Huerta puede tocar una cuerda que de algún modo lo
emparenta con Renato Leduc, una cuerda irónico-humorística. El mejor
ejemplo de ello no son los desafortunados “poemínimos”, que hicieron
época y que arrasaron con la fuerza de una moda, pero que han
contribuido con el paso del tiempo a que nos quede la imagen de un
Efraín Huerta hasta cierto punto frívolo y muy menor. En mi opinión, los
“poemínimos” le dieron a Huerta una notoriedad instantánea pero
perniciosa. El verdadero Huerta humorista y libérrimo en su uso del
lenguaje no está en esas miniaturas sino en el “Manifiesto nalgaísta”.
Texto deliberadamente lépero y no apto para nuestra tiesa academia de la
lengua, pero que me parece habrá de perdurar en nuestra conciencia.
Lépero y contestatario. Huerta se burla en este poema lo mismo del
apetito sexual que de la insoportable solemnidad de los poetas mexicanos
que se toman demasiado en serio –debí escribir, de los poetas mexicanos
a secas. Cito casi al azar este fragmento para mostrarlo:
¡Aleluya! ¡Aleluya!Poetas elotes tiernos calaveritas apaleadasPoetas inmensos reyes del eliotazgoBaratarios y pancistasGrandísimos quijotes de su tiznadísima chingamusa (…)
Con instinto
alburero, Huerta le da un repaso paródico lo mismo a López Velarde que a
Darío, lo mismo a Octavio Paz que a Pablo Neruda y González Martínez.
La influencia (entonces) devastadora de T. S. Eliot espejea en esos poetas elotes tiernos. Lo de reyes del eliotazgo bien
podría ser una referencia burlesca a la hegemonía de don Alfonso Reyes
que tendría que correr parejas con la de las becas y los mecenazgos
trans-sexenales tan al uso en nuestra República de las Letras. Hasta la
venerada Gertrude Stein se cuela en cierto momento en el poema cuando
Huerta descubre estupefacto que una nalga es una nalga una nalga una nalga una nalga.
Nadie ha
desacralizado como Huerta (no olvido el antecedente de Leduc) la poesía
mexicana enferma de solemnidad y de pedantería. No vayamos al Olimpo de
los insoportables y de los exquisitos, vayamos mejor al nalgatorio que
todo lo recompensa:
Sabedlo nalgaístas próceres y mendigosPor abajoNadie tendrá derecho a lo superfluoPor arribaMientras alguien carezca de lo estrictoPor abajo…
Pero aunque
estimo que el “Manifiesto nalgaísta” es una de las aportaciones notables
de Huerta al repertorio poético mexicano, no creo que sea éste el gran
poema libérrimo del autor, sino las “Barbas para desatar la lujuria”,
también incluido como el anterior por primera vez en libro en Transa poética.[5] Un
coloquialismo paródico de inspiración joyceana, este podría ser el
calificativo inicial que propondríamos para designar este texto juguetón
y al mismo tiempo provocador. ¿Coloquialismo de inspiración joyceana?
Por supuesto, Efraín Huerta era un gran lector y conocía bien el Ulises de
James Joyce, tanto o mejor que, hay que decirlo, Salvador Novo. Hacia
1926-27, como se recordará, dos jóvenes poetas mexicanos de avanzada,
Xavier Villaurrutia y el propio Novo, lanzarían la revista Ulises,
con la que pretendían insertarse de pleno en la ola de la vanguardia
más alta, con referencia a los franceses, por supuesto, pero
anteponiendo el ejemplo seminal de Joyce. De Joyce toman el nombre de la
revista, como de Joyce tomará Salvador Novo inspiración para escribir
algunos de sus poemas más arriesgados de la época, basados todos ellos
en la libre asociación de las ideas. Me refiero a Never ever (1935), texto eminentemente experimental en el que leemos versos merecedores de aguda atención:
Never ever clever lever sever ah la rimaimagina plombagina borra roba imposiblementetreinta no más hola papa hola mamáel divorcio extemporáneo muchísimamenteduradero duradero duradero invernaderopudridero delantero esmero espero espuro espurio…
Que los psicoanalistas nos aclaren qué puede significar esta eminente referencia a la madre: imagina plombagina–¿imagina la vagina de plomo,
quiso decir el poeta justo cuando cumple treinta años de edad y ya se
siente viejo y corroído, y traído a tierra, además, por el peso del
plomo materno? ¿Y qué podría ser eso del pudridero delantero? ¿Será que el macho tiene algo que es puro y a la vez espurio?
Que los secuaces de Lacan nos amparen en este trance. Aunque no olvido
la transgresión que implica comenzar un poema con vocablos tomados del
inglés, me parece que Efraín Huerta saca todavía mejor provecho de la
lección de la libre asociación joyceana cuando escribe sus “Barbas para
desatar la lujuria”. El arranque sencillamente es magnífico:
So espléndido, chilló Ricardo(Bloom) y se afeitó la negra y mulliganosa barba de cinco mesesalors cayeron catedrales de moscas piando misericordiay fotos de Cecilia enseñándolo todo la muy cínica;la expulsaron y después la dejaron entrarmientras Ricardo (Bloom bum bum van a filmar Ulises)se ahoga en un buche de agua en la Casa del Lagoy su barba de alquitrán va y vieney el rector papá Chávez protesta cuando esa maldita barbade no sé qué coño me recuerday la estatua del gran pirata apestaban a pólvora.
El sarcasmo
no cesa, ni tampoco la autodenigración festiva del ser propio, de la
identidad masculina que puede orinar sobre sus propios huesos: Porque
ya hemos llegado, so hermanos / oh hermanos en el páramo de dólares de
Joarez Avenue, / vamos a ver, queridos, que cada quien se la saque y
orine sobre su propia tumba (…) / porque ha sonado la hora del trasero
divino de Cecilia / y todo lo demás / Y después ya podremos hablar de
todo lo que usted guste / y por ende hasta de Paz…
La parodia
alcanza no sólo el trasero de una mujer muy apetecible que se ha dejado
fotografiar desnuda, sino al inmaculado poeta Octavio Paz, que tendría
que verse reflejado quizás no para bien en esta burla. Pero nadie se
alarme: en el texto igualmente comparecen Jaime Sabines y José Emilio
Pacheco, y el pintor Rufino Tamayo y Paz otra vez –quién le manda ser la
figura hegemónica. Como se ve, Huerta no deja títere con cabeza.
Mientras Octavio Paz ha ido a buscar las fuentes del poema crítico en Mallarmé, como consta en algunos pasajes de El arco y la lira, Huerta ha acudido a un modelo más inmediato (y menos esotérico): James Joyce.[6] La
crítica del lenguaje puede estar bien en el poeta ensimismado, en el
poeta que hurga en las entrañas del significante, y que se queda ahí,
como un buzo de lo absoluto, pero a Huerta lo que le interesa es la
crítica social, la crítica de su mundo y de su tiempo. Si para hacerlo
hay que ejercer violencia contra el lenguaje, ¡mucho mejor! Transcribo
un fragmento para ilustrarlo:
Olvidé mi epitafio pri pri pritafioprio prio prio cardenal pajarracopájaro cardenal (¿bailamos madre?)juntos arrejuntados revueltosnuncios cristeros miramonescómo quieres tu dogma ¿frío o al tiempo?militarazgo sotanazgoy ardientes monjas de abismal trasero
Salvo
algunos sonetos autodenigratorios de Novo, y algunos avances de Leduc,
nadie como Efraín Huerta había abordado con tal desparpajo (y disfrute)
el tema del deseo sexual. Si el “Manifiesto nalgaísta” (incluidos los
homenajes al alburero mexicano) era ya una declaratoria al respecto,
“Barbas para desatar la lujuria” es una culminación. El prodigio de la
libre asociación sigue en su apogeo, las palabras en libertad alcanzan
combinatorias excepcionales y siempre inesperadas:
Introito ad altare Deicierra el pico y ámame mujer de espeso sueñosenos maduros trigo dura entrepiernaaxilas adivinanza nerviosos hombrosrefulge lengua oh trasero sucumbelléname de barbas escándalo soy el cadáverla entraña cementerio semen municipal(…)dame redonda estrepitosa realidadesbelto palomar húmeda heridasuena resuena clarinadacobíjame oh caderas oh salivasilenciosa vencida resucitada muertabien muerta bajo labios bajo dientesbajo la piel guitarraay amada así sea
La carga de sexismo es inevitable (la época era otra). Deja de hablar, mujer, y coge. La
carga de violencia anti-femenina es contundente y no hay que tratar de
aminorarla con eufemismos. A la mujer se la entiende como cuerpo, como
plétora del placer, y es mejor que cierre el pico –una mujer
hablantina es la frivolidad pura. Incluso la idea de la mujer que
“muere”, así sea por instantes, en virtud de la posesión sexual es un
poco excesiva, aunque no deja de ser en el fondo verdadera. Remite al
dominio de lo real. Amas a la mujer para matarla, la embistes con tu
arma erecta para aniquilarla, para partirla en dos, y siempre fracasas
en el intento. La pulsión de muerte como el verdadero resorte de la
posesión carnal, que se renueva y renace en la derrota misma. Puritanos y
toda suerte de hipócritas, apártense.
La
invocación final de Gorostiza, cundo le impreca a la putilla de rubor
helado: “¡anda, vámonos al diablo!”, la retoma Huerta en un contexto
mucho más relajado, en un contexto de baile y borrachera (siempre
anti-imperialista) que no tenemos por qué despreciar:
Circúndame noche de barbas cuervos buitresbarras estrellas dólares águilas calvas(…)Ataúlfobebamos como asnosbebamos so espléndidos amigosarrodíllensecatedrales impías góticos coñossaludy pazmisericordia¡Vámonos al carajo!
Es verdad
que no siempre mantiene Huerta este temple arrollador y prodigioso.
Referí muy de paso la perniciosa moda de los “poemínimos”; habría que
reconocer que sus poemas “soviéticos” son muy de ocasión y producen el
día de hoy un poco de pena ajena. ¿A quién se le ocurre, en un poema
escrito so pretexto de brindar por la eterna amistad de los pueblos
mexicano y soviético, y en medio de alabanzas explícitas a Cárdenas y
Stalin, afirmar que “El hombre es para el hombre el ser supremo”?
(¡sic!) Cenizas por todos lados.El antropocentrismo más burdo y
elemental, y también más escandaloso, al servicio de la idolatría
marxista. La cursilería ideológica de la época stalinista tiene un verso
maestro que no puedo dejar de citar, un verso de alabanza (¿a quién más
podía ser?) a los queridos camaradas soviéticos: Con ellos vino al mundo la verdadera noción del alba…
Mejor hagamos como que no hemos leído. O como que esos poemas no se
escribieron jamás. Pero, sobre todo, que esto no nos impida volver a los
grandes poemas de Huerta, esos que siguen ardiendo con una llama
portentosa que el paso del tiempo no ha logrado apagar.
Obra citada:
[1]Efraín Huerta, Poesía completa. Edición de Martí Soler. México, Fondo de Cultura Económica, 1988, 603 pp.
[2]Evodio Escalante, Tercero en discordia. México, UAM-Iztapalapa, 1982, pp. 35-56.
[3]Remito
a los curiosos lectores al espléndido soneto de Plaza titulado “Nada”,
texto de alcances filosofantes de un poeta que, entre otras cosas,
conocía el pensamiento de Ludwig Feuerbach.
[4]Efraín
Huerta escribe un poema acaso con la intención de dejar testimonio del
respeto que su figura inspiraba en varios jóvenes poetas
latinoamericanos entre los que se encontrarían Hernán Lavín Cerda,
Roberto Bolaño, Bruno Montané, Fernando Nieto Cadena, Enrique
Verástegui, Jorge Pimentel, y, entre otros, los mexicanos Orlando
Guillén y Mario Santiago. El texto se llama “De los desnudos será…” y se
incluyó en Circuito interior (1977). Véase Efraín Huerta, Poesía completa, pp. 386-89.
[5]Efraín Huerta, Transa poética. México, Ediciones Era, 1980.
[6]En lo que se refiere a Mallarmé, remito a Octavio Paz, El arco y la lira.
México, Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 270-76. Mallarmé me
parece “esotérico” porque a fin de cuentas, y por arriesgados que
parezcan, sus poemas permanecen siempre dentro de la imantación
simbolista.
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