Laberinto
Marco Antonio Campos
a Beatriz Espejo
Fue tardía mi amistad con Emmanuel Carballo. Data de 1983. Lo que me sorprendió de él en aquel entonces fueron las ráfagas de ideas sobre promoción cultural, buen número de las cuales utilicé en mis años de trabajo en la Dirección de Literatura de Difusión Cultural de la UNAM. Me enorgullece haberle pedido y publicado en 1986, en los Textos de Humanidades, la primera edición de su libro de entrevistas Protagonistas de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
Lo que más admiré de Emmanuel Carballo fue, en cierta forma, lo criticable; su pasión por nuestras letras, por un lado, lo llevó a leer lo mejor de ellas y también lo peor, y en otro orden, agotó vastos periodos de su vida en infinitas labores de meticulosidad desesperante, ordenando un mundo de piezas, de fragmentos y fichas para modelar diccionarios, bibliografías y antologías de variada índole. Esa suerte de labores que pocos aplauden y muchos menos leen, y las cuales son piedra de toque para alzar el edificio de una literatura. Carballo fue una pieza de sacrificio en un medio donde lo común es hacer versos como sean y cuentos como salgan. No olvido que muchas de esas horas fueron a costa de su lúcido trabajo creador.
A mí me interesa más la crítica como creación a partir de otro texto; Carballo se inclinó más por la crítica polémica, la cual han ejercido admirablemente entre nosotros Gabriel Zaid y Evodio Escalante; de su crítica prefiero ante todo sus brillantes textos sobre los ateneístas, que él ayudó a vindicar, y que nos los devolvió y dibujó con claridad meridiana. En sus textos sobre los llamados tres grandes (José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes) recobró, en equilibrio creativo, la grandeza de la obra y la dimensión humana. Pero lo que importa a fin de cuentas es hacer buena o excelente crítica y él la hizo; Carballo batalló, supo batallar con el sable, la flecha, el rifle y el cañón. Como hombre de temperamento, Carballo tocó los extremos; imposible así pasar inadvertido. Desde sus inicios, Carballo se inclinó a decir su verdad, y eso le costó golpes de toda suerte, legales y bajos, o en otra vía, el desdén, la indiferencia, el aislamiento. El crítico, o habla bien de todos y todos lo quieren y pocos lo respetan, o dice lo que él cree con justicia: los elogiados aplauden; los reprobados roen, pican, jalonean, aguijonean. El escritor —declaró en entrevistas Emmanuel Carballo— quiere que le digan siempre más de lo que es: al excelente, grande; al bueno, excelente; al segundón o mediano, bueno. Según se les trate en particular, los escritores suelen decir si hay crítica en México o no. La carrera de crítico deja a mediano y a largo plazo más insatisfacciones que gusto, pero debe asumirse, y así la asumió Carballo; para él el crítico debía ser un aguafiestas.
No está de más recordar que desde los años cincuenta, Carballo se dedicó, paralelamente a sus proyectos ambiciosos, a escribir notas críticas en páginas culturales, suplementos y revistas. Si Xavier Villaurrutia fue el crítico de los años treinta, si José Luis Martínez lo fue de los cuarenta, Carballo lo representó en las décadas de los cincuenta y sesenta. La estafeta la tomó José Emilio Pacheco, pero más como un gran periodista literario, que vio el mundo como un mapa de numerosos signos. Desde los años ochenta, Carballo se dedicó a historiar nuestra literatura.
Imposible imaginar a Carballo asimismo sin su insistente tarea como editor (Empresas Editoriales, Diógenes) y como animador de revistas y suplementos literarios (Ariel, Revista Mexicana de Literatura, El Gallo Ilustrado, Punto). No han habido para él trabajos pequeños siempre y cuando pudiese en ellos darle la mano a los jóvenes.
Su libro central y uno de los libros vértice de la literatura mexicana del siglo XX es Protagonistas de la literatura mexicana. Envidias y recelos, que no dejan de asombrar, impidieron su reedición por casi dos décadas luego de su primera publicación. El silencio y el desdén de quienes se vieron afectados por la crítica de Carballo en los años cincuenta y sesenta contribuyeron a echarle más piedras y tierra a la sepultura aparente. La literatura mexicana fue la que entonces perdió. Como muchos de mi generación, mi lectura de Protagonistas… fue tardía. Una lástima: no es lo mismo leer un libro fundamental a los veinte años que cerca de los cuarenta. Erróneamente se le consideró un mero volumen de entrevistas; además de la entrevista, conviven el ensayo, el artículo, la nota, la pequeña reflexión... Quizá Carballo inauguró en nuestra literatura algo que podríamos llamar, en una aproximación distante, la entrevista–ensayo.
Además de ser un libro que se abre por numerosas puertas, hay un aspecto en el que creo que pocos han reparado: las entrevistas con Vasconcelos, Guzmán, Torri y Rafael F. Muñoz fueron las últimas que les hicieron, o casi. En cierta manera son de cada uno, de viva voz, su testamento y epitafio literarios. Entre otras cosas esto nos permite hilar de los autores las puntas del tejido: entre lo primero y lo último que escribieron y opinaron. Quien quiera trabajar sobre los verdaderos creadores del México moderno, los ateneístas, deberá consultar necesariamente este libro, dé el crédito o no y ponga la idea como de él o no, como ya ha ocurrido en el pasado. Sin Emmanuel Carballo al árbol de los ateneístas le faltarían ramas y follaje.
No está de más recordar que en los años sesenta, que fue la década más rica de Carballo, editó no solo Protagonistas de la literatura mexicana, sino también su amplia antología del cuento mexicano, que ha adaptado a lo largo de los años para su divulgación en México y en el extranjero, y escribió su Diario Público 1966–1968, que rehízo innumerables veces.
Al conversar, Emmanuel siempre tenía para los interlocutores que quería o estimaba una opinión amable y generosa. Pocos días antes de su muerte me habló por teléfono para comentarme un poema mío que había salido en la Revista Biblioteca de México. Desde hacía años, al telefonearnos quedábamos de vernos sabiendo que no iba a suceder pero sabiendo, asimismo, que eso no lastimaba en nada lo entrañable de nuestra amistad, porque a fin de cuentas, como acostumbraba decirle, en los más de treinta años de conocerlo, siempre lo vi como un crítico excepcional y como uno de mis mejores amigos, un gran hermano mayor.
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