Jornada Semanal
Marcos Winocur
I
Las Cartas a un joven poeta
de Rainer María Rilke (1875-1926) fueron publicadas en 1929 por su
destinatario, Franz Xaver Kappus. La primera misiva de Rilke, que abre
el libro luego del prólogo de Kappus, está fechada el 17 de febrero de
1903, hace ciento diez años. Un breve libro que, como pocos, ha
influido en las letras del siglo XX. Desde entonces, entre tantos que han alzado la pluma en nombre de la literatura, difícilmente se encontrará quien lo ignore.
Las Cartas... no se refieren únicamente a
poesía sino que son un documento universal, una reflexión lindante con
la filosofía, elementos para una ética. La pregunta inicial de Kappus
sobre si sus versos son buenos deviene en esta otra: ¿cómo vivir?
El intercambio epistolar fue iniciado entre el
“joven poeta” hacia sus veinte años y Rilke, el “poeta viejo”, frisando
los veintisiete, edad que tenía en 1903. Kappus se decide a escribirle
después de leer uno de sus libros de poemas, “confiándome sin reservas,
tanto como nunca antes ni después lo hice con ningún otro ser”,
confiesa en el prólogo. Tal vez sea por ello, por pudor, que Kappus no
incluyó en el libro el texto de sus propias cartas. Y ha sido un error:
nos ha privado de una clave para comprender a cabalidad al Rilke de
aquellos años.
En efecto, cuando la correspondencia se
prolonga, una parte de cada misiva es explícita y otra alude a lo dicho
en las anteriores, van formando un único cuerpo y aquí nos falta la
mitad, las cartas escritas por uno de los dos corresponsales. Con un
agravante: Kappus es alumno y escribe desde la misma escuela militar
donde Rilke ha cursado estudios años atrás. Creo que esta identidad
hace que Rilke se dirija a un Kappus que Rilke fue, y Kappus a un Rilke
que Kappus quiere ser. Cada uno dialoga con el otro y consigo mismo,
las cartas del joven poeta cobran así un sentido que más nos hace
lamentar la ausencia de esa mitad.
Y hay más. La última misiva publicada en el libro
es de 1908. “Después –Kappus informa en el prólogo– la correspondencia
fue mermando paulatinamente.” Entonces, aun reduciendo el libro a las
escritas por Rilke, ¡faltan cartas! Faltan las posteriores a la última
publicada de 1908. Que no por menos frecuentes han de ser excluidas,
desde luego.
II
Unos tres años antes de comenzar la
correspondencia, Rilke ha escrito el “Réquiem para el poeta Wolf von
Kalckreuth”, suicidado a la edad de diecinueve. Ese hecho lo ha
conmovido profundamente y pienso que influye en nuestro autor para
decidirse a mantener el contacto con Kappus, otro joven poeta. La línea
final del “Réquiem” dice: “¿Quién habla de victorias? El resistir lo es
todo.” Naturalmente, se trata de no esperar de la vida los éxitos y
que ellos la justifiquen, sino más bien un objetivo modesto: oponer
resistencia. ¿A qué o a quién? Al impulso tanático que llevó a Wolf al
suicidio. Se me ocurre que la enseñanza rilkeana conduce a hermanarse
con la muerte a fuer de resistirla cotidianamente. No a descargar sobre
ella el odio. Sabiendo que la última cita le pertenece, dejarla crecer
en la interioridad hasta colmar al individuo que supo resistir la
tentación de convocarla antes de tiempo, y así la muerte sea
consagración de la vida.
Freud, Rilke, Jacobsen, Heidegger, desde luego, la idea de la muerte está flotando en el aire para un siglo XX
temible: el de los conflictos bélicos, incontables entre naciones y al
interior de ellas, y las dos guerras mundiales. La muerte deja de ser
en Europa una idea de psicoanálisis, de poemas, de filosofía o de
literatura, para aterrizar, con violencia y magnitud nunca antes
vistas, en 1914 y en 1939.
¿Qué hará Rilke? La respuesta está nítida en las Cartas...,
y será el eje central de su vida: revalorizar la soledad. Es la vuelta
del individuo sobre sí mismo para salvarse y a la vez explorar
riquezas descuidadas como son los recuerdos de la infancia. Y sobre
todo, la huida de un mundo invivible. La primera guerra mundial fue, en
palabras de Karl Kraus, “el ensayo del fin del mundo” al cual todos
estuvieron invitados. Rilke rehúsa asistir y hace de la interioridad su
escudo. Llama a recuperarla: “somos solitarios”, insiste en las Cartas...
Así, ella pertenece a la naturaleza humana, no sólo protegerá de las
contingencias, sino que es la autenticidad misma: “reconocer que somos
solitarios, más: partir de ello”, subraya.
III
¿Está Rilke consciente de su inútil búsqueda, la
casa paterna que nunca tuvo ni tendrá? De sus viajes, de sus múltiples
cambios de domicilio, surgen provisorios paraderos pero no el hogar.
Así, el niño y el adolescente se proyectan sobre quien, continúa su
poema “Harbstag”, sigue solo y solo quedará, reducido a leer desvelado y
escribir largas cartas...
Ni primavera, ni amor, ni ruidos. En una página de su manuscrito El testamento,
Rilke da cuenta de esos peligrosos enemigos. Desde luego, no son los
únicos: la guerra, la “ciega zarpa de la guerra”, que tanto llega a
movilizarlo para la reserva como le impide desplazarse a París, su
ciudad amada. Y también las visitas no deseadas, y todas son no
deseadas. Y ciertos estados anímicos como “el disgusto por lo no
realizado”, y la lista no se agota.
Pide una tregua, declara que su trabajo está en
contradicción con su vida. Es a no dudarlo una neurastenia. Pero
bienvenida sea si se salda con las páginas escritas por Rilke. Por ese
motivo, las personas cercanas, que lo conocen y lo quieren, como Lou
Andreas Salomé, lo disuaden de consultar psicólogos. Su neurastenia,
como la de tantos grandes creadores, no ha de ser atacada con terapias
castrantes; sólo es preciso encontrar las vías de convivencia, de
hacerla cómplice.
Puede pensarse que el solitario lo está incluso en
medio de una multitud por su capacidad de abstraerse. Pero nuestro
autor va más allá y concibe la soledad como hecho físico aconsejable no
sólo a los poetas, sino a los jóvenes en general frente a la
experiencia de las experiencias: el amor. Es algo que de pronto se les
da y no están preparados para recibir, y sólo podrán lograrlo a través
de un largo período de profundo y acrecentado aislarse. Rilke no habla
aquí de la soledad como naturaleza del hombre, sino del hecho físico
del enclaustramiento como requisito del aprendizaje amoroso. Y nuestro
autor agrega: “Perderse en el otro en la entrega y en la unión (en
todas las formas) no es todavía para los jóvenes, y en esto yerran muy a
menudo y muy gravemente (la impaciencia es propia de su naturaleza).”
Es un Rilke poco menos que monástico, difícilmente compatible con la
época altamente erotizada que nos toca vivir. Y en cuanto a la soledad
diagnosticada para el creador, de lo cual se ocupa largamente en las Cartas..., nuestros tiempos la hacen pedazos con la literatura light
por un lado y, por el otro, con el incesante parloteo de los medios.
Como ruido, la sierra que desvelaba al poeta elevada a la enésima
potencia. Como metralla mental, ni hablar.
Por lo demás, la soledad fue sentada en el
banquillo de los acusados. Será en la generación siguiente cuando otro
grande de la lengua alemana, Thomas Bernhard, quien respeta y valora la
obra de Rilke, consagre su novelística a develar los resultados
actuales de la soledad. Claro, se trata de la impuesta al individuo
desde el exterior. No la que proviene de una libre elección, sino del
agobiante mundo actual. Y esos resultados son dos: locura y suicidio.
Así los personajes de Thomas Bernhard, quien, por lo demás, fue un
solitario recalcitrante.
Ahora bien, la soledad del poeta es para Rilke tan
esencial como creativa, alcanzando el desarrollo más alto de la
condición humana, soledad distinta de quien se retrae y se encierra para
esquivar los “golpes de la vida”. Todos nacemos solitarios, algunos
pocos llegan a poetas o artistas, se desprende del pensamiento
rilkeano. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. De todos modos,
el panorama es múltiple y diverso. La soledad como naturaleza del
hombre es un planteo inicial genérico. Y luego: el sujeto fóbico del
psicoanálisis, el suicida o el caído en la locura a causa de la soledad
que multiplicó sus fantasmas, tal los personajes de Thomas Bernhard. Y
se agregan las propuestas rilkeanas: el aislamiento físico para el
joven, el creador que se descubre tal en la hora más solitaria... No
estoy seguro de que las fronteras entre todas estén muy claras. Sin
contar textos como el Eclesiastés que, hace ya varios milenios, ataca
por el lado social: “Más valen dos que uno solo porque logran mejor
fruto de su trabajo. Si uno cae, el otro lo levanta pero ¡ay del solo
que si cae no tiene quién lo levante!” Idea sintetizada en un proverbio
latino: Vae soli!, es decir: “¡Ay, del hombre solo!”
IV
No, no será el ideal rilkeano de la soledad el que sea protagonista de su siglo XX,
sino más bien lo contrario, la ruptura de ésta. Y a tales fines,
paradójicamente, será nuestro poeta quien deje las herramientas listas.
Todo esto viene a cuento de uno de los acontecimientos nodales del
siglo XX en Europa, que de los hombres hizo
robots para convertirlos en carne de cañón, mientras a unos cuantos
los llevó a apartarse del mundo, lo más lejos posible de ese reino de
la muerte que se había abierto en Europa.
La primera guerra mundial con las trincheras como
cementerio, de los soldados envenenados con gases, está ausente de la
obra literaria fundamental de Rilke, y a nadie en su sano juicio se le
ocurriría demandarle nada a este gran velador de la soledad, cuya misión
fue preservar la vida del espíritu, alejándola de la locura colectiva
que llevó a morir a millones. De todos modos, la guerra golpea a las
puertas del escritor. Así lo documenta la correspondencia cursada,
entre otros, con Romain Rolland, el abanderado de la causa pacifista.
En El testamento, Rilke habla de “la funesta guerra que ha
desnaturalizado al mundo por muchas generaciones”. Y explica cómo, en
cuanto a él se refiere, ha cortado brutalmente su obra creativa en
momentos que se disponía a continuar sus Elegías de Duino,
obra clave de la poética universal. “Finalmente –agrega Rilke–, cuando
la guerra había pasado ya a convertirse en el difuso desorden de las
sacudidas revolucionarias”, pudo cambiar de morada y reiniciar su vida
en condiciones más favorables fuera de Alemania.
Aquí viene lo notable. Un ser tan fervientemente
intimista, tan fuera de la política como nuestro autor, recibe, años
después de su muerte, una sorprendente acogida: “el resistir lo es todo”
salta del poema sobre aquel joven suicida que hemos citado, para
devenir consigna de grupos civiles y militares que conspiran contra
Hitler en Alemania, en los años treinta y cuarenta (Otto Dörr Zegers,
traductor de textos de Rilke, “Proyecto Patrimonio”, Santiago de
Chile). Y quienes, precisamente, ante el ascenso de la doctrina nazi
del exterminio, ante la imparable entronización del Führer como
caudillo del pueblo alemán, se dicen: “¿Quién habla de victorias?” y a
renglón seguido se contestan: “El resistir lo es todo”, que así deviene
consigna.
Ese resistir a la pulsión tanática en el poema se
hace herramienta política. Y ésta pide que se restituya su lugar a la
vida. Es extraordinario comprobar cómo, bajo ese común anhelo, el
espíritu poético cobra una virtud trascendente, cómo los frutos de la
soledad pueden llegar a devenir causa en el ámbito que menos pudiera
imaginarse.
Rilke es un poeta de luz existencial. La vida
“tiene razón en todos los casos”, dirá. Y se me ocurre que también
tiene razón la vida cuando nos trae la muerte. A ésta, la individual,
la de cada hombre como ser biológico, nuestro autor le da la bienvenida y
la festeja. Contra la otra, la del exterminio, sus palabras fueron
recogidas para el “no” al nazismo, y así han horadado el futuro.