domingo, 15 de junio de 2014

Un rasgo oculto de Efraín Huerta

Junio/2014
Nexos
Carlos Ulises Mata

1932, el año de sus 18 (había nacido en 1914, el 18 de junio), fue un año crucial en la vida del poeta Efraín Huerta.
Nacido Efrén Huerta Romo, en Silao, Guanajuato, en la fecha indicada, en 1932 el escritor adoptó el nombre con el que firmó todos sus libros y el que figura en la lápida que cubre su tumba. Lo hizo a sugerencia de su amigo Rafael Solana, quien, sobre la base de una razón literaria, lo convenció de la mejoría eufónica que significaba pasar de un hexasílabo de pronunciación algo hueca (efrénhuertarrómo) a un pentasílabo de mayor viveza y concisión (efraínhuérta).
Ese mismo año, con toda exactitud en “Irapuato-15-9-932”, el joven Huerta fecha su primer poema, escrito al reverso de una hoja membretada del despacho de su padre —“Lic. José M. Huerta / Guadalupe 17 (antes 21) / Irapuato, Gto.”—. El poema se llama “Tarde provinciana” y hay en sus versos la huella delatora de su frecuentación de Ramón López Velarde:
Toca la campana
el toque de oración.
Hay en mi calleja
silencio y unción.1
También en 1932, Huerta comienza a escribir con regularidad en El Estudiante y, al cierre de éste, en 1934, en el periódico La Lucha, ambos editados en Irapuato, ciudad a la que regresaba a visitar a su padre. Desde 1930 vivía en la ciudad de México, a donde se trasladó con la intención de inscribirse en la Academia de San Carlos para estudiar dibujo, lo cual no consiguió, por lo que al fin ingresó a la preparatoria en San Ildefonso. Según su propio testimonio, en aquellas modestas publicaciones colaboró con crónicas, con “una columna de tipo satírico” y, claro, con poemas, siendo en El Estudiante en donde debió de aparecer el primero suyo puesto en letras de imprenta, cuya identificación precisa está por hacerse, aunque ya pueda decirse —gracias a las indagaciones de Emiliano Delgadillo— que no fue “El Bajío”, como llegó a asegurar el poeta, repiten todas las bibliografías, y consta incluso en su Poesía completa (1ª ed., 1988, 3ª ed., 2014, FCE).
En una carta de “enero 23” de 1934 a su novia Mireya Bravo (se casaría con ella en 1941), Efraín Huerta —lleno ya entonces su mundo de libros y afanes de escritura—, le entrega un emocionado parte de novedades:
¿Te acuerdas de mis primeras andanzas periodísticas en El Estudiante? Pues bien, como ese periódico está bien muerto, ya que Manuel se fue a Guanajuato, su hermano trabaja ahora en otro, La Lucha, semanario también de crítica municipal y sus artículos queman y estorban a todo el mundo, desde el Presidente Municipal, jueces, ediles y paisanos. En el próximo número saldrá algo mío. Me exigen que hable de mis temas favoritos: calles, edificios, monumentos, etc. Hoy mismo escribo el artículo, con más ánimo todavía si es que hoy tengo carta tuya.
La lectura de ese pasaje epistolar —citado también por Briones en su libro— nos deja una impresión alucinante: no había cumplido Efraín Huerta aún los 20 años y ya su escasa obra, y la divulgación entre sus amigos de sus gustos, habían configurado en torno suyo el prestigio de “escritor de la ciudad”.
Como lo señaló Octavio Paz en el emocionado escrito de despedida que le dedicó en 1982, atribuir a Huerta esa etiqueta, con ser exacto, es una simplificación que oculta otras facetas relevantes de su obra y deja sin analizar la preeminencia en la tesitura urbana de otros autores, de Propercio a Baudelaire. José Emilio Pacheco puntualiza mejor que nadie el asunto al observar que Huerta fue “poeta de la ciudad entre los treinta y los cincuenta”, que “se despide de ella en 1956” con “Buenos días a Diana Cazadora” y “Avenida Juárez”, y que tras ese momento se convierte en “el primer poeta de la nueva realidad que, en todo sentido, no tiene nombre y llamamos por sus siglas burocráticas DF”.
Muy lejos de esa aproximación desesperanzada a la catástrofe citadina actual, a la que Huerta se anticipó y cuyo registro poético se inicia en Los hombres del alba (1944), se sitúan los tres textos que se presentan: “Estética de la calle”, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores”, que no fueron incluidos en El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta (FCE, 2014), de reciente aparición. En esa compilación se reúnen 176 textos, entre crónicas urbanas; artículos sobre libros, autores, cine y arte; piezas polémicas; prólogos y entrevistas publicados de 1936 a 1980 en periódicos y revistas, y una parte de ellos luego republicados en compilaciones que circularon en medios muy restringidos o están agotadas, lo cual hace de ellos escritos prácticamente desconocidos, como desconocido y otro es el Efraín Huerta que descubren.
Publicado en El Estudiante, “Quincenal estudiantil de información”, en uno de sus dos números de septiembre de 1933, “Estética de la calle” es el escrito en prosa de Efraín Huerta más antiguo que se ha documentado; el recorte de donde se transcribió apareció doblado entre las páginas de un libro que guarda su hija Andrea. Situado literariamente en una de las cuatro ciudades del Bajío —Silao, León, Guanajuato e Irapuato— en donde Huerta residió antes de instalarse en México, previa estancia en Querétaro, “Estética de la calle” recoge con una espontaneidad no exenta de candor las expansiones líricas de un joven de 18 años que se emociona de emocionarse y de descubrir que tiene la facultad natural para reconocer maravillas en la más humilde avenida de una ciudad pequeña: “¡Tan poético es el tema que suministra un irapuatense saltando cualquiera esquina inundada con un palo para tender ropa!”.
También, y sin incurrir en la impostación, el breve escrito es el homenaje que el incipiente poeta le dedica, otra vez, a López Velarde, a quien llama en el segundo párrafo “el poeta de la voz sonámbula y picante”, y en cuya estela inscribe sus ensayos de adjetivación desusada (“las campanas centaveras”, “la desconcertante vía”, “las visiones acertadamente desérticas”), sus notas de humor implícito y hasta la sinceridad de su confesión final.
A su vez, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores” se publicaron juntos en la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional, el 4 de mayo de 1947, acompañados de un dibujo de Raúl Anguiano. Apenas un mes antes, Huerta se había integrado al brillante equipo de colaboradores formado por Fernando Benítez para lanzar la nueva etapa de esa publicación —estaban ahí Max Aub, Juan Rejano, Salvador Moreno y tres “Antonios”: Acevedo Escobedo, Rodríguez y Magaña Esquivel—. Desde el número 1 (6 de abril de ese año) y hasta el 281 (17 de agosto de 1952) Huerta tuvo a su cargo en el influyente suplemento dominical la sección —de una página completa— “Close-up de nuestro cine”, calificada por Gustavo García como “uno de los sueños de la crítica de cine en México”, al tener “el espacio suficiente para extenderse ensayando, sin atenerse a la cartelera sino a las mil reflexiones a que se presta el cine”. Huerta aprovechó de forma óptima ese privilegio al incluir en su sección artículos críticos, reseñas, comentarios de actualidad, colaboraciones solicitadas, traducciones de textos tomados de revistas norteamericanas, inglesas, italianas y francesas (hechas en muchos casos por él) y, en generoso despliegue, fotogramas de sus películas preferidas y fotografías de sus estrellas favoritas (algunas con cariñosas dedicatorias: “Best wishes to EH: Gale Sondergaard”).
Deudor también, a su modo, de las crónicas de El minutero, en las que la anécdota se adelgaza a favor de la elaboración de retratos memorables (“Francisco Díaz de León, con su sonrisa a flor de espíritu, sin su acordeón de gratos recuerdos”) y del registro atmosférico de sensaciones (“Allá a lo lejos, una carcajada atruena la espaciosa Plaza de la República. Naturalmente, es Rafael Heliodoro Valle”), “Atardeceres de la Feria” es una amabilísima —en todos los sentidos— divagación hecha también de pequeñas noticias, de guiños privados y de una casi voluptuosa, aunque sobreentendida, declaración de afecto a la ciudad, a sus sitios y ciclos emblemáticos: “Allí queda la Feria del Libro, magistral y única, calumniada, zaherida, necesaria siempre”.
Al fin, “Fe de errores”, firmada con el pseudónimo El Periquillo, asociado desde 1940 a la actividad periodística de Huerta, es algo más que una curiosidad: basta situarse en la fecha de su publicación (mayo de 1947) para tomar conciencia de que sus traviesos apuntes son un anuncio en prosa y con 22 años de antelación de los célebres poemínimos, el primero de los cuales —“Mansa hipérbole”: “Los lunes, miércoles y viernes/ Soy un indigente sexual;/ Lo mismo que los martes,/ Los jueves y los sábados./ Los domingos descanso”— su autor fechó el 29 de mayo de 1969, al incluirlo en Los eróticos y otros poemas (1974).
Y no se trata de ver moros aforísticos con tranchete poético. Los apuntes de “Fe de errores” están compuestos con exactamente los mismos recursos retóricos que más adelante utilizó Huerta para elaborar los poemínimos: el juego de palabras; la alteración humorística de frases proverbiales; el uso del doble sentido; las alusiones privadas a los amigos y la invención de “neohuertismos”. Así, según El Periquillo, al apoltronado corrector de pruebas todo mundo lo llama “corruptor de pruebas”; a los amantes de los libros conviene aplicar “el tremendo adjetivo de libróvoros”; a Rafael, que busca al editor Botas para pedirle un dato, un amigo le aconseja evitar que le den “dato por liebre”. Siguiendo esa línea creativa, en una sección de 1951 llamada “Aforismos del Periquillo”, Huerta acabará por componer poemínimos estrictos, salvo por el hecho de estar en prosa y no en versos. Por ejemplo: “¡Sonetófagos de todos los países, moríos!”, idéntico a “Arenguita” (divulgado en 1986), que dice: “Paranoicos/ De todos/ Los/ Matices/ ¡Uníos!” (y como ése, otros tantos).
Como Octavio Paz y José Revueltas; como Alberto Quintero Álvarez, Enrique Guerrero Larrañaga, María del Carmen Millán y como María Félix también, Efraín Huerta llega en 2014 a su primer centenario natal. No es una casualidad que sobre cada uno de sus compañeros de efeméride secular el poeta de Silao haya escrito una reseña elogiosa, un artículo de reivindicación, un comentario generoso, una conferencia, un poema y hasta una declaración de rendición amorosa. No lo es porque, como Salvador Novo y Alfonso Reyes, durante cinco décadas Huerta se allanó alegremente al precepto atribuido a Plinio el Viejo, que nadie ha localizado en texto alguno y sin embargo explica sus miles de páginas en prosa que siguen en espera de ser descubiertas: Nulle dies sine linea. O dicho en prosa huertiana: yo ni en domingo dejo de escribir.

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