domingo, 12 de abril de 2015

Su poesía atemporal

11/Abril/2015
Laberinto
Claudia Hernández de Valle–Arizpe

En el concierto de voces de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, Isabel Fraire tiene una obra de “carácter espacial; de poemas alados, evanescentes, huidizos”, escribió Juan García Ponce. En efecto, ello salta a la vista de cualquier lector atento de su obra: su poesía forma y borra. El viento —escribe ella— forma y borra por igual, olas, cordilleras y rostros. La nada y el absoluto, así como tener y no tener son otros binomios que permean su trabajo, encaminado, creo yo, al inevitable recordatorio del dominio absoluto de vida y muerte; de nacer y morir.

La suya es una poesía en la que junto a la vastedad del orden cósmico, ahí donde “todo gira” y “se suceden los mundos”, palpita también la pequeñez que relativiza nuestra humana existencia, nuestra condición finita, nuestras debilidades y dependencias, apegos y necesidades, sin importarle, por ejemplo, que quede expuesta la condición mujeril de quien ama y parece girar en torno al objeto amado, como cuando escribe: “No tengo otra manera de moverme/ que envuelta en tu mirada”. Esa suerte de latido cósmico que encontramos en sus libros la acerca a otros poetas y, entre los mexicanos, a Octavio Paz. Un tránsito de lo individual a lo universal los define a ambos en su escritura. Despersonalizan y universalizan, y al hacerlo comulgan con un mayor número de lectores.

Por otra parte, su poesía está inscrita en un tiempo cíclico. Insiste en “El mismo momento” y en “El mismo lugar”. El regreso parece inevitable; el regreso a las ciudades, a los objetos, a las palabras. Las personas nos repetimos en hábitos y en gestos. El gesto puede ser un hábito. En uno de sus mejores poemas, “La Ciudad Luz”, Fraire escribió seis partes para un solo canto a París. Más allá de la ubicación precisa, de lo geográfico, se trata de una crítica al siglo XX que agoniza pero que, al mismo tiempo, no acaba de nacer. Es un poema que retoma la cotidianidad y la heroicidad en el mismo gesto de la sobrevivencia diaria: comulgan aquí la mendicidad, la indiferencia, el terrorismo, la prisa, junto a la belleza (en la superficie; en la ciudad exterior) y el subsuelo (en el metro; como la caverna que es, también, la modernidad). Es, sin duda, un poema vigente.

A pesar de la enorme importancia que tiene la disposición de las palabras, de cada palabra en la página, Juan García Ponce también señaló con acierto que no se trata, en el caso de la de Fraire, de una poesía tipográfica que busque ser objeto visual. Es cierto, pero también es verdad que ella logra que las palabras se vean de una manera diáfana y distinta por los espacios que abre entre ellas, por los escalones que median entre unas y otras, por las repeticiones expresas, por las prosopopeyas: “Las casas con los ojos abiertos” y, en fin, por los silencios que van enarbolando. El silencio, entonces, creo que está dado en los textos, pero no por ello la autora de Poemas en el regazo de la muerte, Irse para volver y Atando cabos, entre otros libros, deja de nombrarlo explícitamente. Es silencio, seguramente, una de las palabras que con mayor frecuencia escribe. ¿A qué poeta no le obsesiona el silencio? ¿A qué compositor no le preocupa? Ya dijo Mozart que “la verdadera música es la que se haya entre las notas”. Es difícil no relacionar el silencio con el latido cósmico que mencionaba yo antes. Ambos llevan al origen, el mayor, quizá, de todos los silencios. Y si de origen hablamos, hay que referirse necesariamente al ritmo dado, entre otras cosas, en poesía, por la repetición de palabras, por las recurrencias fónicas que recrean el tiempo original; no histórico sino mítico; cotidiano y visionario a un tiempo, presente en toda poesía verdadera.


La lectura de la obra completa de Isabel Fraire, de su poesía reunida, nos sitúa ante una voz diversa e interesante en la que caben la fijeza y el movimiento. En la fijeza, la contemplación. En el movimiento, el viaje. Sus viñetas de diferentes ciudades: Londres, Nueva York, Chicago, París, Washington, Managua o el D.F. nos revelan una mirada en una voz que no se sacia. Ambas, voz y mirada, despliegan precisión y crítica. Logran imágenes contundentes que exhiben la pobreza, el abuso, lo grotesco, lo incomprensible de la modernidad, de un siglo XX que la poeta exalta pero también exhibe en su imparable deterioro. Compromiso social, filiación política, afinidad electiva, selección temática, voluntad de riesgo al decir; todo ello está en sus versos. Una poesía en la que asienta que aunque “normalmente llueve de arriba para abajo”, “a veces llueve de lado” y “que lo que llueve de lado a veces son lágrimas/ y a veces son esquirlas”. Versos éstos, del poema “V” de Atando cabos, sobre la guerra en El Salvador, pero que, por su universalidad, dan voz a una realidad actual; la realidad de cualquier país en el que la violencia, la injusticia y el crimen son el pan de cada día. Como toda poesía grande, la de Isabel Fraire es atemporal.

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