domingo, 10 de abril de 2016

El Crack o la renovación de la novela mexicana

10/Abril/2016
Confabulario
Leopoldo  Lezama

Mucho se ha especulado sobre cuándo comenzó el movimiento del Crack, si en la célebre lectura del manifiesto y presentación del primer conjunto de novelas en agosto de 1996, o en 1994, cuando Ignacio Padilla, Eloy Urroz y Jorge Volpi publicaron Tres bosquejos del mal. En las oficinas de la dirección del Festival Internacional Cervantino, Jorge Volpi, en entrevista para Confabulario, aclara esta duda: “Todo comenzó en la preparatoria, en el Centro Universitario México a finales de los ochenta. Ahí nos conocimos Eloy Urroz, Ignacio Padilla, Alejandro Estivill y yo. A todos nos interesaba la literatura y escribíamos narrativa, salvo Urroz, que escribía poesía. Entonces escribimos Variaciones a un tema de Faulkner”. Para 1996, ninguno de los fundadores, y los que se integraron posteriormente (Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez Castañeda y Vicente Herrasti) eran escritores desconocidos; todos habían publicado un par de libros, y algunos ya habían sido premiados. El interés de aquellos jóvenes que hacia 1989 se reunían en sesiones literarias sabatinas dio un vuelco cuando sus obras llegaron al entonces director editorial de Planeta, Sandro Cohen, quien rememora su contacto inicial con los libros del Crack: “El manifiesto fue parte del lanzamiento, pero el proyecto venía desde antes. Cuando yo trabajaba en editorial Planeta en tiempos en que estaba frente al Parque hundido, por ahí del año 95, Eloy Urroz, quien había sido mi alumno en las becas INBA-FONAPAZ, me trajo un altero de libros y me dijo: estas novelas forman parte de una empresa literaria, pues nosotros compartimos algunas ideas estéticas y literarias importantes. Y me dijo: hay una novela de Jorge, otra de Ricardo, de Nacho, de Pedro Ángel y una mía, y pues a ver qué te parecen. En eso yo me cambié de trabajo y me fui a Grupo Patria Cultural con todas las novelas. Me las llevé porque ahí no les interesaban”.
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La presentación en grupo y la exposición de sus posturas estéticas desató la incomodidad en un medio que no estaba (ni está) acostumbrado a replantearse la literatura desde sus cimientos. Son numerosos los escritores y críticos que señalaron a los autores del Crack y muchos los calificativos; desde luego, la mayoría iban dirigidos más hacia las personalidades que a sus obras. Cohen recuerda esta etapa de ataques: “Las pedradas comenzaron al interior de Grupo Patria Cultural, porque el hijo del director general, que no era literato ni sabía nada de libros más allá de venderlos, dijo que las novelas eran muy malas. Y yo protegí el proyecto, porque Nueva Imagen estaba moribunda: publicaban libros de Guadalupe Loaeza. Y yo llegué e hice lo que hice antes en Joaquín Mortiz, que fue revivirla con buenas novelas y libros de cuento. Entonces decidimos revivir Nueva Imagen con los libros del Crack, y sí revivió”. A pesar de la buena aceptación de los lectores, relata Cohen, las reacciones llegaron en cascada. “Esto fue por la naturaleza suicida muy mexicana de: si yo no destaco que no destaque nadie. ¿Y éstos quién se creen? ¿Se creen Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia?”
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En pocos años, lo que comenzó como un proyecto, se vio consumado con el reconocimiento general. Jorge Volpi ubica el punto de arranque: “En 1999 me dieron el Premio Biblioteca Breve que había consagrado a varias figuras del Boom. Un año después a Ignacio Padilla le dieron en España el Premio Primavera de Novela por Amphitryon. Entonces la perspectiva sí cambió bastante porque nuestras novelas se empezaron a leer internacionalmente”.
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A lo largo de dos décadas, los escritores del Crack, como en su momento hicieron Rulfo y Fuentes, han dado un rostro a la novela mexicana. Las traducciones hablan por sí mismas, y en los casos de Padilla y Volpi, por ejemplo, sus libros han llegado a más de veinte lenguas.
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Un grupo, una tradición, una postura
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Más allá de asumir la herencia de una élite cultural, al Crack le interesa el procesamiento y la formación de novelas con nuevos parámetros de escritura. Y si esta tentativa empató con el Boom en la búsqueda de nuevas formas expresivas, se aleja de sus afanes identitarios, o de aquella intención de tratar “los temas de América con un lenguaje americano”. No obstante, su deuda con figuras como Jorge Luis Borges y Carlos Fuentes es grande. Con el prosista mexicano, particularmente, hay un intercambio muy estrecho. Pedro Ángel Palou escribió en “Pequeño diccionario del Crack”: “Gracias a él se acabaron los complejos de inferioridad. La generosidad literaria sin ambages, sin pretensión alguna. También a él le extrajeron el corazón en la pirámide de los criollismos. ¿Un mito puede estar vivo? Fuentes nos enseña a reescribir nuestros mitos, y él mismo se reescribe, nos obliga a reconocerlo como si fuera nuevo”. El autor de Terra Nostra, asimismo, reconoce la importancia del Crack en la historia de nuestra narrativa. En su ensayo “Estirpe de novelistas”, escribe: “Las prohibiciones nacionalistas del pasado fueron superadas, pos-Elizondo, por el grupo autodenominado el Crack”. Y en su último libro de ensayo, La gran novela latinoamericana, Fuentes incluye a los narradores mexicanos en el canon de la gran novela latinoamericana de las últimas décadas: “La del Crack es la primera generación literaria que se da un nombre después del Boom. Hizo bien en establecer un espacio, no para negar una tradición sino para hacernos ver que había una nueva creación”.
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En cuanto a la literatura mexicana, Jorge Volpi apunta en su postmanifesto: “Contra la banalidad del nacionalismo y las etiquetas. Al menos en este punto la lucha no ha variado”. Y si algún nacionalismo acuñó el Crack, es el de una tradición de lo que ellos consideraron lo más logrado, lo más hondo de la literatura mexicana (el grupo Contemporáneos, los narradores de la Generación de Medio Siglo). Sandro Cohen también habla de las influencias: “Iban por la corriente de Borges, García Márquez, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Vargas Llosa, desde luego Cortázar, y la gente que quería reinventar la novela latinoamericana. Y eso cae muy mal en un ambiente mediocre”. No se buscó el gran púbico sino un tipo de lector. Ante lo efímero, el afán de trascendencia, ante la liviandad de lo establecido, la apertura. Y si lo comercial se ha obstinado en homogeneizar y empobrecer las voces literarias, el Crack apostó por la diversificación, la riqueza expresiva, la exploración del lenguaje. Esta praxis buscó contrarrestar la superficialidad de lo que Ignacio Padilla llamó la “literatura-Gerber” (“papilla-embauca-ingenuos”), pues cualquier directriz impuesta desde márgenes comerciales no podría generar una verdadera estética. El término de “novela profunda” de John Brushwood, y que según él, en México lo inicia la publicación de Al filo del agua de Agustín Yáñez en 1947 (y cuyo estado magistral llegaría en 1955 con Pedro Páramo), en realidad los escritores del Crack lo asumen de una manera más amplia: se trata de “Escribir una literatura de calidad; obras totalizantes… y lingüísticamente renovadoras; libros que apuesten por todos los riesgos, sin concesiones”, versa el manifiesto de 1996. También recuerda Cohen, que al presentar las novelas en Planeta, Urroz marcó muy bien el tipo de trabajos que entregaba: “Y me dijo Eloy: rechazamos la literatura fácil, que en aquel momento se llamaba la literatura light. Ellos se declaraban en contra de esto, porque era toda la moda y ya les daba salpullido los libros light que todo mundo pedía. Y ellos querían hacer una literatura, no difícil, pero sí con todas las complejidades necesarias para expresar una realidad”.
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Cuando Jorge Volpi ganó el Premio Biblioteca Breve de Novela, uno de los jurados (que lo había sido también en la antigua época), Guillermo Cabrera Infante, calificó a En busca de Klingsor como una obra maestra de “la ciencia fusión”: una novela que había logrado reunir con brillantez la ciencia, la historia y la literatura. Al hacer un recuento de estos elogios, Volpi es modesto: “La verdad no sé si logré eso. Pero sí puedo decir que En busca de Klingsor fue una novela muy planeada y con mucha investigación detrás”.
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El Crack: una novelística
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¿Qué clase de libros se presentaron como parte de esta novedosa corriente narrativa? Sandro Cohen recupera la impresión que le causaron las novelas: “A mí me gustaron mucho porque no se parecen entre sí para nada; estilísticamente son muy diversas. Lo que tienen en común, a diferencia de lo que se hacía en esa época, es que cada obra de ellos es un universo que funcionaba autónomamente. La literatura light es un pegoste, una realidad prefabricada y eso es como las cajas de chocolates de Sanborns. Si quieres hacer un regalo, no le pienses mucho: vas a Sanborns, compras una caja de chocolates y eso lo regalas. Y ellos sembraron su propia cocoa; cosecharon su propio producto con sus propios terminados y su propio empaque”.
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Tanto en Si volviesen sus majestades, de Padilla, como en Memorias de los días de Palou, encontramos obras asentadas en leyes estructurales propias. Las Rémoras de Eloy Urroz y La conspiración idiota de Chávez Castañeda experimentan con la concepción de mundos cerrados, ya sea desde la invención de personajes y lugares (Las Rémoras), o en la reconstrucción del pasado por medio de la memoria colectiva. El temperamento melancólico, de Volpi, también exige una lógica propia en los delirios del cineasta Carl Gustav Gruber, quien desea realizar su obra maestra sobre el Juicio final. Todas son novelas que esbozan su propia cosmología y delimitan sus reglas de juego. Sobre el tema compartido más evidente, lo apocalíptico, Jorge Volpi reflexiona: “Era lógico que esto nos preocupara, pero yo pensaría desde una óptica más social, pues vivimos la crisis de finales de los noventa. Y es que a todos nos tocó un país sumido en una grave crisis financiera y política. Son los años del declive del PRI y el alzamiento zapatista. Y esta sensación de catástrofe se vio reflejada en nuestras novelas”.
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Más allá del caótico telón de fondo, en el imaginario del Crack hallamos el gran motivo de la invención. Esta novelística (para rescatar un término del Boom), a lo largo de una producción voraz y casi siempre inclasificable, está constantemente reflexionando sobre la naturaleza de la escritura: se trata de volver a la creación como esencia y principio activo de la empresa narrativa.
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Volpi: la transgresión evolutiva
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Jorge Volpi habla de sus obsesiones más recurrentes: las posibilidades del ejercicio novelístico, los laberintos multiformes de la mente, la historia, la locura. Recordamos que esta última, es el motivo de su primera novela: “Antes de A pesar del oscuro silencio —acota Volpi— hice una novela que jamás publiqué. Me atraía Jorge Cuesta pero también el personaje que fue Lupe Marín. Me interesaba la circunstancia de un hombre que se plantea la escritura como su carta última ante la vida, que en este caso fue el ‘Canto a un dios mineral’”. Mencionamos que en este relato hay un estilo lírico, deslumbrante, que roza el sopor de la demencia: “Cada palabra, cuidadosamente destilada, urde más que una herida; en ella —un límite cercano al precipicio—, ha depositado su lucidez y su llanto”, escribe acerca del gran poema de Cuesta. Ahondamos en el estilo, en la manera íntima de empatar con estados alterados de la conciencia: “Fuera del tiempo, fuera de la razón. Su debilidad, por llamarla de algún modo, consistía en haberse sustraído al devenir”. Y a la pregunta de por qué no escribe poesía, Volpi sonríe: “No lo sé. Lo que sí puedo decir es que mis temáticas poco a poco las he ido abandonando. Pero la locura es algo a lo que seguramente siempre voy a volver”.
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La historia y sus episodios oscuros también desfilan en esta maniobra de ficcionalización: en la llamada trilogía del siglo XX (En busca de Klingsor, El fin de la locura y No será la tierra), la historia aparece como un conjunto de episodios reconfigurados por la imaginación, ya sea en la ocupación de la Alemania nazi por los Estados Unidos, en la Francia de 1968 o en los años de la caída de la ex Unión Soviética. En un pasaje de En busca de Klingsor, el físico y agente Francis Bacon duda sobre el suicidio de Herman Göring: “¿Algún día llegaremos a saber realmente la verdad? Sólo tenemos la verdad que somos capaces de creer”. Y si esta “verdad” que fluye en la espesa corriente de la historia depende del carácter de certeza que le otorgamos, ¿no es también entonces un constructo? ¿No acaso se cree en la historia como se cree en los gigantes y en los molinos de viento? Al leer No será la tierra nos queda la sensación de haber llegado al lugar donde todos los caminos se cruzan. Estamos ante una novela mayor, el canto intelectual del derrumbe de un siglo. En esta obra monumental y polifónica (como habían invocado los ideales del Crack), se mezcla el drama de un siglo agonizante con el de la caída de sus grandes ideales. Queda la certeza de que la pérdida de valores humanos ha llegado a su estado más crítico. ¿Y qué resta sino reimaginar la historia? ¿Qué se puede hacer sino trastocar la tragedia de una civilización que se consume con el la imaginación que se esfuerza en reedificarla? Aquí nos adentramos en la visión de un novelista que ha merodeado los subterráneos de la historia moderna: “A esta etapa se la ha llamado así: un réquiem. Y pienso que es la historia del siglo XX, pero también la posibilidad de observarla desde diversos puntos de vista, de ironizar, de jugar. Y quizás sí, No será la tierra sea una de mis mayores tentativas”. Volpi escribió una de las grandes novelas sobre el triunfo del capitalismo, y lo hizo mediante un conjuro que va de la intimidad de la historia a la intimidad del espíritu humano: porque si la historia logra reescribirse bajo el filtro de la estética, entonces algo subsistirá, algo brillará de los escombros.
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La batalla por la calidad
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Si uno atiende las contraportadas de los libros publicados en 1996, leemos el anuncio de una nueva corriente que está “transformando la literatura mexicana”. Sandro Cohen admite: “Eso fue culpa mía. Yo escribí los textos de las cuartas y todo lo que salió en la editorial en los años que yo estuve. Era muy consciente del aspecto mercadotécnico porque había que vender los libros, porque era una empresa privada y también se trataba de vender los libros con textos que no fueran mentirosos y a la vez llamaran la atención de lo que era el Crack”.
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¿Cómo se venden novelas de calidad en un hábitat editorial donde priva casi exclusivamente lo comercial o lo coyuntural? Cohen cuenta su propia experiencia: “Presenté las novelas porque había que presentarlas. Había que vender cada proyecto, porque si los vendedores decían que no, no se publicaban los libros. La gente menos culta es la que toma la última decisión. Así era en Grupo Patria. No así en Planeta: ahí tenía el apoyo total de mi jefe. ¿Cómo le hice entonces? Pues vendí el producto: no son libros fáciles pero el hecho de presentarlos en grupo creará un impacto mercadotécnico positivo. Y vendimos. Yo era el editor y en el caso del Crack fui una imposición estética”. Jorge Volpi también recuerda cómo se vivía entonces el mundo editorial y la dirección que ellos tomaron: “Estábamos en contra de autores como Ángeles Mastretta e Isabel Allende, no por parecernos escritores fallidos, sino porque eran malos epígonos de García Márquez. También estaba el Realismo sucio norteamericano, y nosotros íbamos en otra dirección”.
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Eloy Urroz ha subrayado que después de 1975, tras la publicación de Terra Nostra, Segundo sueño y Palinuro de México, “obras capitales de nuestras letras”, en los años posteriores, específicamente en los ochenta y principios de los noventa, (y por supuesto enumera excepciones notables: Sada, García Ponce, Ruy Sánchez, entre otros), no hubo una novela mexicana que se le equiparara a Rayuela, Paradiso, Sobre héroes y tumbas, Cien años de soledad. Y aclara que si algo puede valorarse del Crack, es no tanto haber escrito las grandes novelas de la literatura latinoamericana, sino “haber deseado” escribirlas. Es inevitable pensar en autores de esos años: David Martín del Campo, Jesús Gardea, David Toscana, Daniel Sada. Repasamos estos nombres con Jorge Volpi: “De estos que mencionas tengo muchas afinidades. Con David Toscana, por ejemplo, tengo una gran relación tanto personal como con sus novelas. A Sada lo he leído con mucho interés”. Cohen contextualiza la producción novelística en los años del Crack: “Estaba Daniel Sada… Y por ejemplo, Enrique Serna con unos años menos, cabría perfectamente en el Crack porque es de esa solidez y es dueño de su pluma.”
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El legado
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¿Qué nos legó el Crack? Sandro Cohen hace un esfuerzo por sintetizar medio siglo de literatura latinoamericana: “Yo les agradezco el haber sacado la novela mexicana del congelador comercial light. Por un lado fue una época nefasta para la literatura; por otro lado, pudiéramos decir que bajó la novela de la incomprensión que se había originado en los años 60 y 70, con una serie de novelas ilegibles. Porque después del éxito del Boom, hubo una especie de Contra-Boom que buscaba enrarecer exageradamente los ambientes narrativos. Mientras más difícil se escribiera, más inteligente se era: y eso es un error, se hicieron novelas horribles. También hubo novelas muy buenas: Mempo Giardinelli, por ejemplo. Cuando publicó Luna caliente fue un gran respiro y con veinte años menos, Mempo también pudo ser un craquero”. Entonces, si existieron buenas novelas en la época del Crack, ¿qué los diferencia del resto? Cohen tiene una respuesta para esto: “Las novelas del Crack son legibles: no son fáciles; pueden ser densas, como Si volviesen sus majestades. Pero la gran diferencia es que con los escritores del Crack se gozan las dificultades, hacen que sean legibles, comprensibles y gozables. No tienen ese complejo de inferioridad frente al Boom que llevó a muchos a hacer novelas súper complejas que nada más ellos entendieron. Sabían que eran buenos escritores”.
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Pasa una ambulancia, en el departamento ubicado a unas calles del Ángel de la Independencia se hace un silencio. El editor medita en voz alta sobre lo que hace un gran novelista: “Hace falta un gran escritor para que no se lo trague la moda: cualquier tema es bueno, pero si no es un buen escritor, el tema se lo puede tragar por entero. Hablamos de narcotráfico, de feminicidios, lo que quieras. Un buen escritor se va a meter en ese mundo pero va a recrear otro mundo a partir del que está evocando. Fíjate en Volpi, fíjate en Urroz. Pero eso es un gran escritor”.
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Insiste Cohen en que hoy en día se hacen novelas de coyuntura, reportajes políticos a los que se le pegan algunas fotos y se presentan como literatura de vanguardia: “¡A otro con ese cuento!”, exclama. Jorge Volpi también da su punto de vista sobre la literatura coyuntural y la tendencia de editoriales y novelistas a perseguir ciertas temáticas: “Pienso que es normal que se escriba sobre feminicidios, migrantes, narcotráfico, porque es lo que a los escritores les ha tocado vivir. El problema no está en los temas, porque se pueden hacer buenas novelas con esos temas”.
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En su oficina de la dirección del Festival Cervantino, Volpi tiene sueño: admite que no duerme mucho y que la burocracia, como la academia, quita tiempo de escritura. Habla del reciente fallecimiento de su padre y que esta profunda conmoción es un impulso para la elaboración de una futura novela. Admite también que su madre le ha hecho notar que en sus novelas todas las historias de amor son malogradas. Han pasado veinte años. ¿Qué piensa del Crack?
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—Ya envejecimos. Ya no somos los mismos. Pero creo que seguimos conservando la pasión por la novela.
—Usted va a la mitad del camino.
—Ojalá así sea.
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Ya es casi de noche, aún vital a pesar de la extensa charla, Sandro Cohen expone lo que a su criterio, es el aporte fundamental de los escritores del Crack: “Me da mucho gusto que no hayan defraudado no sólo a mí sino al país y al idioma. Creo que son muy dignos representantes del mundo creativo del idioma castellano”.

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