domingo, 9 de febrero de 2014

Bonifaz, el poeta

9/Febrero/2014
Confabulario
Bulmaro Reyes Coria

Está bien: Rubén Bonifaz Nuño es el autor. Pero también fue el amigo. El autor de versos. El autor de introducciones. El autor de versiones rítmicas y notas a textos latinos y griegos. El autor de estudios acerca de cultura mesoamericana y para la descolonización de México. El sabio del siglo XX que discutía con los más eruditos tanto acerca del mundo antiguo como de la más reciente actualidad. En síntesis: el poeta, el filólogo, pero también el universitario plenamente institucional y, por lo que a mí respecta, el amigo. Aquí, en su honor, recordaré solamente algunos rasgos del poeta.

El poeta, es inobjetable. Acaso inobjetable como todos los poetas. Los estudios que de él conozco, en su mayoría tesis de licenciatura y doctorado, se erigen unos como los fuertes de su grandeza; otros como las declaraciones de sus obviedades; otros y otros y otros como los iconoclastas de las figuras que aquél juró no haber construido.

En este lugar, acaso la consideración de mayor peso sería aquella que calificara o descalificara la calidad del poeta. Él se llamaba a sí mismo máquina de hacer versos. Y era, en verdad, una máquina de hacer versos, y lo fue hasta su muerte, como aquí contaré. Solamente falta que descubra con qué calidad componía versos, aunque lo único que quiero decir es que no era cortador de líneas; era, en latín, versor, el que da vuelta, el que da vuelta al renglón no en cualquier lugar para parecer poeta, sino bajo normas establecidas: hacedor de vueltas sonoras, o como él las llamaba, “masas de sonidos”.

Hoy por hoy, del mismo modo que escucho infinidad de géneros musicales, así leo infinidad de géneros poéticos sujetables a semejante modo de apreciación: aquellos que son alabados por éstos son desdeñados por los de más allá, sea que se hayan regido por las normas, sea que por derecho propio se hayan liberado de ellas; los amados por unos son detestados por otros, y viceversa. Rubén, juzgo, escogió el camino difícil, y lo remarcó de tanto andarlo para que otros pudiéramos seguirlo; es decir, creó bajo normas, igual que Dante. Sin duda, ambos obedecieron a cierto régimen de la retórica grecolatina, dado que al escribir sonetos, los dividían en dos o máximo cuatro partes, atendiendo a la argumentación: en la primera —escojo un ejemplo al azar— establecían el tema; en la segunda exponían lo adverso; en la tercera conciliaban la contienda, y en la cuarta regresaban a triunfar por la primera. Así, para ilustración del caso, en Rubén (1) puede sentirse el afanoso pecho femenino, (2) cuyos lazos perdidos, (3) habrán de reconquistarse (4) mediante el poder de la palabra (“Estudios”, V), el cual se percibe soberbiamente soberano desde el primer verso hasta el último: hermosa tú eres, nostálgicos lechos, tórtola blanda, mansa mi voz, sólo por lanzar en su nombre algunos dardos que van directos al corazón de la mujer, de una mujer que no los huye, sino que obviamente los espera desde antes del canto.

Y como él es absolutamente respetuoso de las normas gramaticales —lo digo en presente porque su escritura no ha muerto—, cuando siento que mis alumnos de latín en la carrera de lengua y literaturas hispánicas andan flacos en ortografía, les llevo algunos versos o algún párrafo de Bonifaz.

Tengo duda. Veo cómo escribe él. Lo copio. ¿Quieren aprender a usar el punto? Apréndanse de memoria la puntuación de tales palabras, como estas que por primera vez presento: Estás sola y recuerdas. Pasan lentos los segundos. El alma se oscurece. Y a tu memoria vuelve tu belleza. Las cuales, en el conjunto de que forman parte, han de leerse de otro modo, algo así como Estás sola y recuerdas … pasan lentos // los segundos … el alma se oscurece // y a tu memoria vuelve tu belleza, pero sólo en su conjunto (Tres poemas de antes, “Cuando caigan los años”, 1).

Éste es ejemplo menor de los numerosísimos que al azar pueden aducirse como prueba de que en realidad a él le era fácil dejar fluir las palabras por los cauces de la mejor escritura. Para mí, déjenme repetir la frase hoy por hoy, es él la autoridad en el manejo de la lengua española que bien puede erigirse en modelo para la enseñanza, que tanta falta nos hace, del español en México, dados, por una parte, su sencillez sintáctica, el uso de vocabulario al alcance de todos, la imitación de los factores de la vida cotidiana, y, por otra, la sencillez gramatical, de modo que la gran mayoría de sus versos pueden presentarse en prosa; por ejemplo, estos:
Cuando caigan los años, y agonice
 sobre el reloj más viejo la insegura
paz de tu corazón, con ansia dura
 te acordarás de la canción que hice
                                                                                                                                                           (Tres poemas de antes, “Cuando caigan los años”, 1).

Así leídos, haciendo los cortes, se escuchan las masas de sonido a que me refería, en cuatro perfectos endecasílabos con rima -ice -ura -ura -ice. Pero leyendo de corrido, respetándose, naturalmente, la puntuación, los profesores podrán descubrir aquí, en camino abierto, una lección insuperable de prosa, sin que se escuche la rima, que en tal género es ridícula: Cuando caigan los años, y agonice sobre el reloj más viejo la insegura paz de tu corazón, con ansia dura te acordarás de la canción que hice. Leída como prosa, perdónenme el adjetivo, esta hermosa oración como ni en Cervantes he percibido, a nadie le extrañará nada si nadie dice nada, porque es clara y correcta: ahí está el sujeto, ahí está el verbo, ahí todo en su lugar, dando cumplimiento a la definición que de sintaxis me dio a mí Rubén: “cada chango a su mecate”.

Semejante maestría de Rubén no es lo que me asombra. Me acostumbré a su ritmo. Me acostumbré a que miente. Me arroban, masoquistamente, el desdén —para expresarlo mejor—, el desprecio, la burla, la humillación incluso con que creaba en segundos lo que a mí me ha sido imposible en días de esforzado riesgo. Me molestaba, más aún, que de voz viva Rubén me dijera: “Maestro, es muy fácil: usted sabe cosas, tiene palabras: déjelas fluir”.

Quería, más bien me mandó —ignoro las razones— que compusiera cincuenta sonetos. Comencé. Lo intenté. Me esforcé. Escribí unos diez. Tal deseo-mandato me llegó muy tarde y cuando sin misericordia a él lo arruinaba la fuerza de sus debilidades. Ojalá para muchos otros sea oportuno: intentar sonetos, que ejemplos sobran.

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