Letras Libres
Roberto González Echevarría
Cuando el lector termina de leer el Quijote y cierra el libro, le quedan grabados vívidamente en la memoria el caballero y su escudero. La obra maestra de Cervantes es una novela de personajes, no de argumento sostenido, impulsado por una intriga. Por ello, pintores, desde Daumier a Picasso y muchos otros, se han deleitado en representar a la pareja de protagonistas, usualmente montados en sus animales (personajes en sí mismos también), e ilustradores como Gustave Doré han inscrito en la mente de generaciones imágenes de ellos y otros personajes del libro. Dibujos, pinturas, estatuillas y otras representaciones de don Quijote, basadas puramente en construcciones imaginarias, proliferan. Compiten en número esas imágenes con las de Cristo, la Virgen María, San Francisco de Asís y otros santos populares, que fueron “reales” y vistos por quienes escribieron primero sobre ellos. En Madrid, una impresionante estatua de don Quijote y Sancho se erige en la céntrica Plaza de España como emblema de la esencia de la nación española; el único monumento de esa índole que yo conozca. Esta multiplicación de imágenes se debe a rasgos inherentes a la novela de Cervantes, pero además a una innovación propicia en la historia del arte.
El Quijote apareció en una época cuando la literatura producía no pocos personajes memorables: Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; Hamlet y el rey Lear, de Shakespeare; el avaro y el misántropo, de Molière; Don Juan, de Tirso de Molina; Fedra, de Racine, y Gil Blas, de Lesage. Algunos de ellos, especialmente Hamlet y Don Juan, permanecen, junto a don Quijote, como figuras imperecederas en la tradición de Occidente. La relevancia de dichos personajes debe mucho a la exaltación renacentista del individuo, en oposición a la predilección por alegorías, símbolos o arquetipos en la Edad Media. El hombre de carne y hueso se ubicó en el centro del humanismo, que mostraba, por antonomasia, una estudiada preocupación por lo humano; en consecuencia, surgieron personajes distintivos e idiosincrásicos junto a historias novedosas –como la de don Quijote–, en las cuales manifestaron sus deseos, voluntad y debilidades. Todos estos personajes existen sin asistencia de la intervención divina, aunque no la desafían necesariamente. Algunos (Don Juan me viene inmediatamente a la mente) son pecadores reincidentes; otros, como Hamlet, luchan angustiados en un mundo que parece haber sido olvidado por Dios.
El mundo de don Quijote no ha sido abandonado por Dios; su presencia se siente de forma indirecta a través de los actos de generosidad cristianos de los protagonistas, y de aquellos que los rodean. El cura del pueblo no es puntual en su sacerdocio, la atención a su vecino desquiciado no parece surgir de una doctrina religiosa dada, sino de la más modesta solidaridad humana. La biblioteca de don Quijote no contiene libros devotos. Don Juan, Hamlet y los obsesivos protagonistas de Molière son impulsados por fuertes pasiones como la lujuria, la venganza, el odio a la humanidad y la codicia; la pasión de don Quijote es leer literatura fantasiosa y emular a los héroes caballerescos de las novelas que atesora. La de él es una obsesión mimética: el deseo de convertirse en otro personaje, más cercano a sus ideales, y de alzar el caído mundo en el que vive a la altura del de las novelas de caballería. Este intento por transformarse es lo que ha hecho al libro imperecedero, pues llegar a convertirse en otro parece ser un deseo eterno y universal. Más que una historia impulsada por la trama, la obra maestra de Cervantes se centra en la personalidad de don Quijote y en la de aquellos que conoce a lo largo de su viaje por caminos y campos castellanos.
El cliché “personaje bien desarrollado” se refiere usualmente a uno con diversas características, no todas armonizadas entre sí. El concepto sugiere la acción de dar la vuelta alrededor de una persona para observar sus enteras dimensiones desde todas las perspectivas. Esta idea es particularmente aplicable a los personajes de Cervantes y a otros que surgieron a partir del temprano Renacimiento en consonancia con un movimiento artístico que se remonta a la obra del tratadista del arte Leon Battista Alberti (1404-1472). Fue Alberti el primero en reflexionar acerca de la perspectiva en un breve pero muy influyente libro, De pictura (De la pintura, 1435). El teórico florentino propuso que el tamaño y el volumen de las figuras varían en proporción a la distancia entre estas y el observador, lo cual debía reflejarse en sus representaciones pictóricas y las construcciones arquitectónicas. Esta idea aparentemente sencilla y natural, pero revolucionaria, hizo a la pintura del Renacimiento –especialmente a los retratos– más realista, al representar a personas y objetos en su total volumen, y con rasgos individuales en su dimensión correcta. En el arte medieval, las figuras eran unidimensionales, planas, porque desde la perspectiva de Dios no hay distancias ni tamaños variables. Fueron reemplazadas por las multidimensionales y “profundas” del Renacimiento –y, en realidad, de todo el arte moderno que le sigue hasta el cubismo.
Como se sabe, don Quijote es flaco y Sancho gordo, y en la novela se nos informa también sobre el volumen y talla de otros individuos. La apariencia de los personajes refleja su ánimo, su comportamiento y sus deseos. Don Quijote es melancólico, parco y reflexivo; Sancho es extrovertido, glotón y actúa impulsado por su deseo de comer y de mejorar su posición económica. La barriga, la barba y el trasero de Sancho aparecen a menudo en la novela. Al demacrado cuerpo de Don Quijote lo aporrean puños, piedras y palos: pierde un pedazo de oreja y varios dientes. Las funciones fisiológicas del par son significativas; ambos vomitan y defecan en el transcurso de la novela. Los defectos físicos son esenciales en la definición de los personajes: Sancho y Maritornes, la prostituta de la venta, huelen mal; Ginés de Pasamonte, el galeote y luego titiritero, es bizco; el ventero es zurdo (considerado, entonces, un defecto); Sansón Carrasco es bajo y de cara redonda; la duquesa tiene úlceras supurantes en las piernas. La belleza física es también un factor determinante: Dorotea, Luscinda y Zoraida son hermosísimas y virtuosas.
La plenitud corporal de los protagonistas refleja la redondez de sus personalidades. Don Quijote está poseído por su deseo de convertirse en caballero andante, preferentemente en Amadís de Gaula. Sin embargo, no desdeña las recomendaciones prácticas del primer ventero de que debe llevar algunas camisas limpias y un poco de dinero, y hace caso a veces a las advertencias de su escudero. Su relación con Sancho, un campesino analfabeto, le inclina a ser amable, comprensivo y generoso en su trato con los demás que no lo entienden. Sancho no solo es gordo, sino verdaderamente voluminoso, y está especialmente preocupado por su bienestar físico. Sin embargo, lidia con su desvariado amo con admirable sabiduría y tacto. Sancho es capaz de admitir que don Quijote está loco, pero también que es más que eso y merece respeto. Sancho muestra lealtad y consideración por don Quijote, y la muerte del caballero lo entristece profundamente. Así como don Quijote no es un hidalgo ordinario, Sancho no es un campesino común. Uno de los triunfos de la novela de Cervantes es el de retratar a un simple rústico como un ser humano plenamente formado, con razón natural suficiente para hacerles frente a los retos de la vida, y la inteligencia y compasión para lidiar con los caprichos de don Quijote y los aprietos en los que se ve comprometido por culpa suya.
La complexión de don Quijote es más compleja. Él es el primer protagonista loco de la literatura occidental, y su insania lo hace sublime y ridículo al mismo tiempo. Su sublimidad se basa en la sensación que tiene el lector de que las acciones y creencias de don Quijote acontecen en un nivel moral por encima del mundo ordinario en el cual él (y el lector) vive. Los individuos, por supuesto, deben conducir sus vidas según altos ideales de pureza, constancia y devoción, como aquellos que el caballero andante don Quijote intenta emular. Deben también ser honorables en su trato con otros y valientes, como lo es el caballero. La resignación y perseverancia de don Quijote ante repetidos fracasos y desaires son dignas de admiración. Lo sublime en él también se debe a su altruismo y generosidad para con otros, no solo para con Sancho. Don Quijote es sincero en su deseo de salvar a Andrés de su abusivo amo, y encuentra virtudes en el bandido Roque Guinart, a pesar de que desaprueba su vida entregada al crimen. Sin embargo, don Quijote es también un personaje ridículo, que anda enfundado en una armadura arcaica, inútil e incómoda, y además con una bacía de barbero plantada en la cabeza. En la oscuridad de la noche, confunde a una prostituta fea y maloliente con una princesa, y la alaba valiéndose de fórmulas poéticas pasadas de moda. Cuando se encuentra con el duque y la duquesa sufre una caída embarazosa de Rocinante, y es víctima de sus insistentes burlas, y hasta resulta asaltado por gatos que le dejan feos arañazos en la cara.
Estas dos cualidades antitéticas, la sublimidad y la ridiculez, se funden y confunden en muchos momentos, pero de la forma más honda tal vez cuando don Quijote pronuncia su discurso sobre la Edad de Oro ante un grupo de atónitos cabreros. Cargada de clichés, pero declamada con convicción y brío, la retórica del discurso contrasta con su desconcertado y rústico público en una escena que tiene mucho de la comedia baja. No obstante, hay algo profundamente apropiado en el discurso y su contexto, tanto los oyentes como el escenario. Los cabreros, que viven una vida simple, ocupados en sus rutinarios quehaceres, son amables y generosos. Invitan a don Quijote y a Sancho a compartir con ellos su sencilla cena de carne y vino, y escuchan cortésmente las incomprensibles palabras del delirante hidalgo. Los cabreros existen en la Edad de Oro que don Quijote describe en un arrebato de nostalgia humanística –nostalgia por la remota edad clásica–. Ellos constituyen una Edad de Oro en el presente, no en el pasado que evoca don Quijote en su absurdo discurso. Lo sublime y lo ridículo conviven en esta escena genial, cómica y conmovedora a la vez.
La profunda y perdurable fama y vigencia de la obra maestra de Cervantes se debe, en parte, a esta rara combinación de características contrastantes que encarna y dramatiza su protagonista. Los grandes personajes cómicos de Rabelais y Molière son, en última instancia, serios o graciosos. Los héroes trágicos de Shakespeare, Macbeth, Lear y, sobre todo, Hamlet, son más complicados, por supuesto, y nos asombran todavía con sus dramáticos dilemas y trágicos desenlaces a los que llegan. Pero no hay casi nada cómico y mucho menos ridículo en ellos. Shakespeare reserva el humor para sus personajes cómicos, como Falstaff. Cervantes, por su parte, dota a don Quijote de una seriedad del más alto orden y de una comicidad del más bajo nivel. Sancho posee también ambas cualidades, aunque en dosis distintas. Cervantes ofreció a generaciones de lectores una imagen posible de sí mismos que incluía tanto lo sublime como lo ridículo, un penetrante sentido moderno del ser que no volvió a surgir otra vez, sino hasta La metamorfosis, de Kafka. Frente al espejo, todos somos don Quijote.
Cervantes es famoso, además, por haber agotado en el Quijote todas las posibilidades técnicas y teóricas de la novela como género. Entre estas se encuentran, a saber: el redescubrimiento de manuscritos que deben ser traducidos, historias contadas desde múltiples puntos de vista, un narrador que se refiere a su propia obra en la ficción, la visita del protagonista a una imprenta en la que se está estampando una versión apócrifa del Quijote, personajes en la segunda parte de su novela que han leído la primera, y protagonistas conscientes de que han sido representados en un libro. A qué seguir. Pocas innovaciones quedan para los escritores modernos que se creen experimentales. Gabriel García Márquez dijo alguna vez en un tono admirativo y resignado: “Todo está ya en Cervantes.” Una característica destacada de su obra fue la creación de personajes menores de relieve, logrados algunas veces con una simple pincelada, como el galeote (i, 22) que es un seductor en serie, y que por su breve discurso de un solo párrafo podemos deducir que es un estudiante de derecho preso por haber sostenido amoríos con cuatro mujeres al mismo tiempo, dos de las cuales eran primas –un Don Juan letrado, incestuoso y desafiante.
Si contar cuentos parece ser una actividad universal, la invención de seres imaginarios (personas, animales, objetos animados) es uno de sus principales componentes, de lo cual Cervantes nos hace conscientes. Los humanos inventamos a Dios y a dioses; a infantiles compañeros ficticios de juego; redes mitológicas vastas y complejas, pletóricas de deidades caprichosas; y los medios actuales ofrecen héroes con complicados mundos hipotéticos como Superman, Batman, Luke Skywalker y Harry Potter. Fantasmas, vampiros y bestias peludas habitan los pavores, pánicos y pesadillas de todos. Algunas tétricas figuras imaginarias, como los zombis, son invenciones culturales colectivas. En Occidente, la literatura está poblada de personajes célebres, desde figuras bíblicas como Moisés y David, hasta Aquiles y Ulises en la edad clásica, y Robinson Crusoe, Madame Bovary, Sherlock Holmes, Huckleberry Finn o Gatsby en la moderna. Crear personajes que se asemejen a seres humanos reales es una tarea profunda y difícil. Es como hacer el papel de Dios al crear a los hombres. Mary Shelley en Frankenstein y Jorge Luis Borges en su poema “El Golem” y en el cuento “Las ruinas circulares” han contemplado las perturbadoras derivaciones de semejante proyecto. Reflejo y reflexión de esta tendencia en los orígenes de la literatura es el que una de las principales actividades de los personajes en el Quijote sea, precisamente, la creación de otros personajes, tanto como la creación de sí mismos.
El primero, por supuesto, es Alonso Quijano, el hidalgo que se convierte en don Quijote. El anodino aristócrata rural de mediana edad, consumido por las novelas de caballería, decide volverse caballero andante. Así, se da a sí mismo un nuevo nombre, don Quijote de la Mancha; repara una vieja armadura que pertenecía a sus ancestros, y se lanza a una vida de aventuras. Inventa, además, a otro personaje, su amada Dulcinea, que es, en realidad, una joven de su comarca de la cual había estado enamorado alguna vez. Don Quijote también da nombre al caballo que lo lleva en sus viajes, Rocinante, y luego compromete a un campesino local, Sancho Panza, a que sea su escudero. El pobre hombre, un analfabeto que jamás ha oído hablar de novelas de caballería, tiene que improvisar su propio papel basándose en lo que aprende de su amo. En el camino, don Quijote convierte a gente común en personajes de las novelas de caballería, provocando su asombro, frecuentemente con desastrosas y divertidas consecuencias.
Pronto, otros personajes comienzan a inventar a sus propios personajes. El cura y el barbero intentan hacerse pasar por una princesa en aprietos y su escudero, pero avergonzados persuaden a Dorotea de que ella interprete el rol de la princesa. Esta se convierte en la princesa Micomicona, quien está en peligro de ver su reino usurpado por el gigante Pandafilando de la Fosca Vista, un malandrín que inventa sobre la marcha para inducir a don Quijote a que la acompañe en su viaje de regreso al reino Micomicón, donde supone que él pueda derrotar al rufián. En la venta, donde todos se detienen para pasar la noche, Pandafilando se le aparece a don Quijote en una pesadilla. El caballero atraviesa al gigante con su espada, pero realmente perfora los odres de vino que el ventero había colgado en la habitación. Estos personajes imaginarios, creados por los mismos personajes en la novela, aparecen todos en la primera parte del Quijote.
En la segunda parte, la creación de personajes por otros personajes es una de las actividades principales de la trama. Sansón Carrasco, un estudiante universitario que ha leído la primera parte, convence a don Quijote de emprender otra misión, esencialmente, recrear sus pasadas aventuras. Su plan es representar a otro caballero errante, interceptar y retar a don Quijote y vencerlo, y así curarlo de su delirio. Carrasco toma el rol del Caballero de los Espejos, pero es vencido por don Quijote. Finalmente, Carrasco derrota a don Quijote bajo el disfraz del Caballero de la Blanca Luna.
El creador de personajes menos hábil es Sancho. Para encubrir la mentira que dijo de haber visitado a Dulcinea, intenta hacer creer a su amo que una campesina con quien se topan en el camino es la amada del caballero, a pesar de que la moza es fea, habla en un lenguaje soez y apesta a ajos crudos. Sancho se ve forzado a sostener la mentira y dice que es Dulcinea, pero encantada por los malignos hechiceros que persiguen a don Quijote, cambiando constantemente la apariencia de las cosas. Esta Dulcinea encantada será la ruina de Sancho durante el resto de la novela. Aparece en la cueva de Montesinos en su basto atuendo campesino y le pide un préstamo a don Quijote; su papel como belleza deslumbrante lo asumirá un joven atractivo en el sofisticado desfile del bosque organizado por el duque y sus criados, quienes anuncian que Dulcinea no regresará a su estado original a menos que Sancho se propine 3,300 latigazos en su propio trasero desnudo.
El mayordomo del duque, un bromista consumado que creó a Dulcinea travesti en el bosque, organiza también la aventura de Barataria, cuando Sancho es nombrado gobernador de una isla ficticia. El mayordomo inventa una multitud de personajes y dirige un vasto elenco secundario. Planea también el papel de Altisidora, una bella damisela que se comporta como una Dido rechazada por su amante Eneas, el desafortunado don Quijote, y monta un estrambótico funeral fingido cuando ella “muere”, previsiblemente, de amor por el caballero.
Al arribar don Quijote a su innominado “lugar de la Mancha”, deja atrás a todos estos personajes ficticios o metaficticios y abandona su propio rol, que él mismo había inventado, para morir como Alonso Quijano; se apresta ahora para asumir una vida real, por lo menos la vida real del más allá, en términos cristianos. Sansón y Sancho, implicados en su ficción, le suplican que no deje de ser don Quijote y que no se muera, pero el hidalgo sabe que la farsa ha llegado a su fin.
Sin embargo, Quijano, al morir, no puede borrar del todo a su caballero inventado. Cervantes tampoco. Don Quijote sobrevive en la imaginación colectiva no solo de lectores, sino también de las millones de personas que nunca han siquiera tenido en las manos la novela de Cervantes. Al cerrar el libro, el hidalgo se ha convertido en un ser tan real o más que muchos de nuestros prójimos.
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