Milenio
Ariel González Jiménez
Cartagena es una ciudad más pequeña de lo que uno —viniendo de una ciudad monstruosa en tamaño y en muchas otras cosas, como la capital mexicana— puede imaginar con un mapa al lado; pero también más hermosa de lo que prometen sus imágenes turísticas en internet. Al final, entonces, es una población caribeña que hace cumplir sobradamente aquello de que “lo pequeño es hermoso”.
La idea (que autores como Mark Twain sembraron en todos los itinerarios posibles) de que no hay como viajar con otra persona para saber si la odias o la amas es cierta, sin duda. Ahora bien, en mi caso, viajando solo, únicamente he tenido oportunidad de odiarme por no haber conocido antes Cartagena, si bien sé que han sido las circunstancias y no mis deseos los que han privado para tamaña falta.
Entre la Sudamérica más profunda y la Norteamérica que compartimos con Canadá y esa poderosa nación que, por lo mismo, se hace llamar como toda la región, existen sitios que representan esas inmediaciones donde todo es diferente, tal vez porque lo viejo y lo nuevo de la América que conocemos está siempre reconstituyéndose, huyendo de los extremos.
Un lugar así es sumamente propicio para el intercambio de ideas. Ello bastaría para felicitar a los organizadores del Hay Festival de Cartagena de Indias, y a eso hay que añadir que su exitoso encuentro de escritores se ha convertido ya en una tradición regida por la maravilla de la diversidad de talentos, humores y perspectivas. Las voces que de todas partes del mundo se dan cita en este espacio construyen un diálogo literario de alcance global, y eso no es poco.
Desde luego, queda lugar también bastante espacio para la amistad y la generosidad de los participantes, entre ellos y hacia un público ejemplar que los sigue y escucha con sorprendente y genuino interés. Las razones de este entusiasmo pueden ser muchas, pero al fin solo cabe remitirse a los autores y sus obras, a sus planteamientos y
propuestas, que se conectan de muy variadas formas con lo que los lectores esperan.
Por supuesto, esto no es el mundo cotidiano que viven los autores, lectores y sus obras: es un momento, una pausa, un festival, una fiesta que cuando termina debe dejar en todos la ansiedad por la que sigue y un sinnúmero de inquietudes que puedan ser procesadas después.
En una conversación Ricardo Piglia me hacía notar que los escritores se ocupan principalmente de —además de su literatura, claro está— ejercer el análisis y la crítica en torno de distintos asuntos públicos, pero que dicen poco o casi nada de su oficio y de los problemas que enfrentan sus obras para llegar a los mercados locales e internacionales.
Y ocurre también, me dice Piglia, que a los festivales y ferias “llegan los escritores, pero no llegan los libros”. Es decir, muchas veces el autor es, debido a la penosa circulación de sus obras más allá de su propio país, un forastero que llega sin cartas credenciales. Esto, en medio de las nuevas tecnologías, las redes sociales y todos los mecanismos de globalización, es algo muy común.
Lo que le sorprende a Piglia —y tiene toda la razón— es que antes de que fuéramos tan globales los libros de las principales editoriales de la región y de otras incluso pequeñas circulaban con más facilidad. De algún modo, estábamos mejor enterados de lo que se publicaba en la región, de las novedades que estaban calando entre los lectores o aquellas que estaban provocando nuevos temas, estilos y hasta transformaciones radicales; y lo mismo para el caso de España, a donde no dejábamos de mirar por obvias razones. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cuándo la globalización literaria quedó en manos de unas cuantas editoriales no muy globales, por lo demás?
Sus palabras, le comenté a Piglia, se confirman por un hecho: antes, hasta en las librerías de viejo encontrábamos sellos editoriales como Claridad, Losada, Norma, etcétera, y ahora ese tipo de librería se nutre, por lo menos en México, básicamente de saldos de best sellers y otros desperdicios. Pero si vamos a las librerías convencionales, la conclusión es igual o peor: nunca hubo más uniformidad y pobreza en materia de distribución editorial que en nuestros días, especialmente para los libros de los escritores latinoamericanos.
El caso es que los buenos libros de Iberoamérica, en tiempo y forma, no están llegando allende las fronteras de los países en que son producidos. Y para darnos cuenta de eso, desde luego, no es necesario ir a Cartagena de Indias sino a cualquier librería de Chile, Perú, Argentina o México, pero no deja de ser simbólico que una charla sobre este tema pueda tener lugar precisamente aquí, donde pareciera que todas nuestras raíces hispanoamericanas afloran y se magnifican espléndidamente. Después de todo, Cartagena también dio gloria a Bolívar, y si hay un espíritu bolivariano que debamos promover (perdonarán los chavistas, que han explotado hasta el delirio este término), seguro pasa por el libro.
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