jueves, 30 de enero de 2014

Prosa de Poeta

30/Enero/2014
Milenio
Jorge F. Hernández

No sobrarán los párrafos para intentar honrar con gratitud a José Emilio Pacheco. Aunque parezca imposible de precisar, quizá el vado de
su ausencia late como un inmenso cielo de madrugada donde todos los versos de su poesía, los muchos goznes de su labor editorial, los cuidadosos ensayos de luz pura, la delicada labor de lector y editor quedan como estrellas sobre un inmenso manto de prosa. Terciopelo negro que parece inabarcable, es un espacio ancho de página tras página, párrafo a párrafo de crónicas, relatos que son cuentos, novelas que son voces y paisajes en sí mismos y eso que llaman poemas en prosa. Intento deslindar que otras voces se ocupen de cuadricular la sustancia y consistencia de su poesía a secas, que para los lectores miles que lo admiramos a pie representaba un mural de versos sobre el instante y las eternidades, poemas de lo inmediato y de lo inmarcesible, poesía que abrevaba de otros grandes poetas que parecían memorizados por su mirada enciclopédica, y poesía de lo circunstancial o cotidiano que se palpaba por la inquebrantable humildad de un hombre bueno que intentaba con éxito confirmar ante nosotros que la poesía ocurre como milagro de fugaz mirada, o bien simplemente no ocurre, como quien obvia el recuerdo de un beso.
Pacheco, como otros poetas incandescentes, descubría desde la primera idea el impulso que define —incluso inconscientemente— si eso que ya quiere ser escrito ha de verterse en verso o bien convertirse en conversación o cuento que se narra como quien habla en voz alta lo que quizá sintió en murmullos de la noche. Son los materiales del sueño y la madeja donde se enreda la nostalgia por todo y todos los que ya no son, las ciudades que se derrumban, la microhistoria personal de los desahucios que, pudiendo convertirse en sílabas hiladas por la métrica del poema, parecen mejor desfilar como párrafos de un relato que ha de completarse con la memoria instantánea de quien lo lea. Todos los oficios del escritor que ha de dedicarse al cultivo constante de la lectura, a la generosa corrección y edición de la palabra ajena, a las antologías que emprende su afán precisamente porque no existen en las bibliotecas, y a los empeños o sacrificios que exigen los inventarios del diario vivir o la arquitectura de publicaciones periódicas se volvieron así, en Pacheco, el inmenso telar de donde salían sus cuentos, novelas y poemas en prosa.
En noviembre de 1979, mi compañero Gonzalo Canseco me regala en la preparatoria el breve y por lo leído-releído, interminable volumen titulado El principio del placer, serie del Volador, editorial Joaquín Mortiz, y el mundo cambia para siempre. Después vendrá todo un siglo de soledad, los paseos por las regiones que en algún ayer fueron transparentes, los versos tallados en la piedra del sol y no pocos nocturnos como música callada de una vida que con solo leer esos cuentos aspiraba, si bien no a plagiarlos de una vez por todas o al menos memorizarlos como propios, sí y por lo menos a que así pasaran décadas poder seguir leyéndolos con el idéntico azoro que provocaron desde su primera lectura. El placer desde el principio fue conciliar el asombro con el descubrimiento de que esa media docena de cuentos no solo era maravilla que se vale por sí misma, sino reto para cualquier ingenuo que se atreva a seguirlos como modelo. El placer desde el principio fue leer esos cuentos intentando descifrar el trinomio cuadrado perfecto de esas historias como metáfora cuadriculada de una tauromaquia literaria donde citar-templar y mandar equivalen al planteamiento-nudo y desenlace. Escribir es torear, lancear con palabras la embestida de cada historia y el secreto del temple en el invisible e invaluable oficio de saber desescribir las palabras que le sobran a las historias, los diálogos que podrían adormecer la sobremesa donde alguien relata la increíble historia de un barco fantasma, las simultáneas pérdidas de la inocencia, los recuerdos que son humo, los escalofríos que se pierden entre los árboles de un bosque. El placer desde el principio fue imaginar que algún día el autor de los cuentos de El principio del placer firmara un ejemplar para sellar el círculo de correspondencias, el pacto que completa los relatos con la lectura donde se funden imaginaciones respectivas, quizá sin soñar que incluso el autor se convierta en amigo entrañable y que el tiempo permitirá informarle al paso de las décadas que han llegado ya los nuevos lectores de esos mismos relatos en los ojos de mis hijos, hipnotizados al descubrir con renovada admiración los mismos laberintos que uno ya no olvidará jamás.
Al vuelo, parece que puedo recitar de memoria la prosa del poeta que narra el retrato de un joven que espera impaciente todas las tardes la llegada de una mujer soñada en un piso de la calle de Alcalá. Bastan pocas líneas para convencernos de que es uno mismo quien aguarda cada tarde la repetición del encuentro con esa dama que ya no ha de llegar a la última cita. El año es 1936, y quien llega es el bedel del Museo del Prado con el recado de que La Maja Desnuda ha de ser ya para siempre eterna pintura de Goya, sin permiso para ir de visitas por la calle y que será ella quien se condena a esperarnos, como un espectro o presencial real de un recuerdo, sin necesidad de definirla como plebeya o duquesa, pues “para ti esa muchacha era Madrid y era el mundo todo”, y al regresar a solas al piso donde uno la esperaba todas las tardes solo han de hallarse las ruinas de una guerra.
Luego vendría la filiación inquebrantable con las novelas de José Emilio, y con ella la identificación casi musical con todas Las batallas en el desierto o las consignas de Morirás lejos, y no alcanzan los párrafos para la larga nómina del Inventario semanal, ocasional, consuetudinario con el que palabra a palabra se labró el entrañable espacio sideral de la prosa de poeta, el cielo de tantas estrellas donde se queda su sonrisa. Allí, donde hoy reina silencio.

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