lunes, 27 de enero de 2014

Elementos de deontología

Enero/2014
Letras Libres
Christopher Dominguez Michael

Una de las fatigas del oficio de crítico consiste en su naturaleza deontológica. Es una de esas actividades, no la única sin duda, en las cuales quien la ejerce está obligado a explicar recurrentemente no solo qué es lo que hace sino por qué lo hace y qué debe o no debe hacer. Es decir, un crítico literario explica a cada rato qué es su oficio, cuán distinto o similar es del resto de los escritores (si es que no se pone en duda que lo sea) y en cuáles momentos o circunstancias cambia de naturaleza. En septiembre de 2013, se publicó en el blog El grafólego, hospedado en el sitio web de Letras Libres, un texto titulado “Cinco ideas fijas sobre crítica literaria”* que quisiera comentar en sus cinco apartados, todos ellos propuestos por Jorge Téllez, su autor, para la discusión.
El crítico y el escritor son dos especies distintas
Desde luego que a los escritores que hacemos primordialmente crítica literaria nos ofende que se nos quiera excluir del gremio. La distinción viene de la pereza: se identifica al escritor, bendecido así por el arte, con el creador de poemas y novelas. Quienes hacemos non fiction, para utilizar el método crítico de Barnes & Noble, no seríamos escritores, en la grata compañía de Aristóteles, el Pseudo-Longino, Claude Lévi-Strauss, María Zambrano, E. M. Cioran y casi todos los críticos literarios que no han incurrido en la debilidad de escribir al menos una novela, un puñado de cuentos o algunos poemitas, sino que han decidido ser practicantes de un oficio menor. Me ha interesado desde hace tiempo averiguar los orígenes de la idea de que quien no practica la poesía o la novela no es un creador sino un frustrado, doblemente frustrado (por exhibicionista, supongo) si es crítico literario.
La genealogía del asunto, en los tiempos modernos, parece remontarse al teatro inglés del siglo XVIII cuando el crítico, amafiado a veces con las compañías de actores, a veces con intereses más turbios, ejercía de César en el Coliseo decretando el fracaso de un indefenso autor dramático, cuya obra tronaba, provocando que el público interrumpiese la puesta en escena de manera escandalosa.
Un siguiente episodio es el supuesto asesinato de John Keats quien habría muerto de tristeza porque en 1817 los críticos conservadores de Blackwood’s Magazine y The Quarterly Review despedazaron su Endymion. Shelley y Lord Byron, poetas radicales que sobrevivieron por muy poco tiempo a su joven protegido Keats (muerto de tuberculosis en 1821), propalaron la leyenda de ese “asesinato crítico”. Más tarde –como lo conté aquí en Letras Libres, en enero de 2013– el amasiato entre Sainte-Beuve y Adèle Hugo, esposa del poeta del cual el crítico era íntimo amigo y propagandista, creó otra leyenda: la del crítico asexuado que intentaba robar en el lecho del genio, a través de la mujer, el estro poético del que lo privó la naturaleza, idea maliciosamente sintetizada por Nietzsche contra Sainte-Beuve en algunos de sus fragmentos y aforismos. Después, a Sainte-Beuve le caerá encima nada menos que Proust, un creador portentoso pero que lo había leído muy poco. Lo acusó, con ligereza, de fijarse en la personalidad de los autores y no en su obra, lo que convertiría, de ser cierto pues no lo es, a Sainte-Beuve en el padre de la Escuela del Resentimiento (con sus estudios de género sexual y la desigualdad positiva convertida en estética), compuesta por profesores, ellos sí, muy preocupados en quién escribe los textos y cómo estos reflejan la marginación real o supuesta de quien los escribe.
La leyenda del crítico como frustrado me parece conveniente (para los críticos), pues exhibe una de las dos naturalezas que componen su espíritu: su carácter de forajidos, eunucos o alimañas. Concebir a la crítica como una patología del espíritu es útil para balancear su otra naturaleza, ese carácter judicial que la coloca por encima del resto de la literatura. Si al crítico se le considera el juez (o el abogado, según Marcel Reich-Ranicki) de la literatura, se espera de él que no sea juez y parte, es decir, que evite escribir poemas o novelas, veda que en términos generales los críticos aceptamos tácitamente: Sainte-Beuve, Edmund Wilson y Cyril Connolly no renunciaron a escribir poemas de amor, cuentos y hasta novelas, pero lo hicieron con la mala conciencia de estar ejerciendo una excepción y dejando ver una debilidad.
En el mundo anglosajón, durante los años victorianos, se soñó con un ideal puritano de crítico ideal (pienso en un olvidado como George Saintsbury, quien lo encarnó) que debía vivir retirado en el campo o en el campus, sin conocer a los autores y no teniendo con ellos otro trato que su lectura. Su contacto con el mundo era el cartero y si, por azares de la vida, había sido condiscípulo en la primaria de algún novelista o primo en segundo grado de una poetisa, debía abstenerse de escribir sobre ellos. La promiscuidad política y erótica de las repúblicas de las letras latinas, forjadas a imagen y semejanza de la pandillera literatura francesa, como la llamó Jorge Luis Borges, hizo imposible o patética la importación de esa idealidad. En España, Argentina, Francia o México, los críticos literarios hemos estado contaminados por la endogamia, la política militante de izquierda o derecha y por la política cultural, cuyo imán (el dinero público) provoca más discusiones y denuestos que los propios libros o las ideologías combatientes.
En Inglaterra misma ese modelo quedó pronto rebasado por el grupo de Bloomsbury, para el cual el mundo moderno había empezado en algún día de febrero de 1910 con el “bunga bunga” de Virginia Woolf, y lo moderno traía entre sus antigüedades que los novelistas y los poetas continuasen haciendo crítica literaria, siguiendo la tradición de Diderot, Balzac, Dostoievski, “Clarín”. Es decir, para todos los efectos, no solo Woolf sino Octavio Paz, John Updike, André Gide, Mario Vargas Llosa, Ezra Pound, T. S. Eliot, Gabriel Zaid, Jorge Luis Borges, Thomas Mann, Juan García Ponce han sido no solo narradores y poetas, sino críticos literarios más frecuentes que ocasionales. Más interesante sería hacer la lista de los prosistas y versificadores o libreversistas que nunca han incurrido en la crítica literaria.
Muy pronto quedó acotado el papel del crítico literario profesional, obligado a competir con los “modernistas”, por un lado, y con los profesores, por el otro. Aunque los “críticos puros” a veces dieron clases, como lo hicieron Sainte-Beuve y Wilson, empezaron a competir con universitarios de tiempo completo que no solo cumplían en las aulas y hacían la tarea filológica, sino que la compartían con su público en los periódicos y las revistas: los E. R. Curtius, los George Steiner, los Harold Bloom. Pero, ¿a qué lado pertenecía, por ejemplo, un Lionel Trilling: a la Universidad de Columbia o al público al cual orientaba libremente con sus libros y artículos? A los dos, ciertamente: acaso fue el último de los grandes críticos, con el francés Albert Thibaudet, muerto precozmente en 1936, en ejercer lo mismo en la revista literaria que en la universidad sin que a nadie se le ocurriese cuestionarse la naturalidad de su trabajo en uno y en otro frente. Pero llegaron los años sesenta del siglo pasado y las revistas naturales del viejo crítico, como La Nouvelle Revue Française, Sur, Horizon, Partisan Review y otras de las hechas por los intelectuales de Nueva York, la Revista de Occidente, El Hijo Pródigo y su sucesión mexicana, fueron desapareciendo. Ante ese fenómeno, nació The New York Review of Books hace cincuenta años, logrando hacer aquello en que los franceses fracasaron: reclutar profesores y enseñarles a escribir bien para el público literario. En México pudo continuar la vieja tradición, renovada, gracias a Plural y Vuelta: a Paz le fastidiaba que nadie se dedicara a estudiar la influencia, como modelo a imitar, que este par de revistas tuvieron, al menos, en Francia y en España. Pregúntenselo a Pierre Nora o a Fernando Savater.
Ante los decálogos de ideas fijas, aclaro, una vez más, que un crítico literario es un tipo de escritor sometido a casi todas las exigencias artísticas e intelectuales sufridas por los poetas y los novelistas, a las cuales se agrega una particularidad importante: el crítico ejerce el juicio sobre las obras del resto de los escritores, obligación central de la que están exentos aquellos. ¿Es ese otro lenguaje? No lo creo, porque a diferencia del crítico de pintura (o de danza o de cine) utiliza, para criticar, el mismo instrumento (las palabras, la literatura) para expresarse que la materia de su crítica. El problema es que es el mismo lenguaje, justamente.
No creo, además, que la crítica y la creación sean equivalentes. Primero está la creación. Lo creí de joven hasta que Tomás Segovia me desengañó. Albert Béguin o Mario Praz fueron, como escritores, muy superiores a muchos de los románticos augurales y tardíos que comentaron, pero sin las obras de Novalis o Swinburne las suyas no existirían. Ello no quiere decir que los críticos no puedan ser estilistas formidables o arrojados pensadores o teoréticos fantasistas, siempre y cuando no olviden que deben predicar con un doble ejemplo: escribir mejor que aquellos a quienes denuestan y no olvidar nunca que están obligados, aun en la más nimia de sus labores, a tocar tierra con el rigor histórico y filológico.
Y si el de la crítica no es otro lenguaje, sí es, evidentemente, otro temperamento: el crítico, para empezar, modula su vanidad de distinta manera y no suele pedirle a sus amigos novelistas y poetas que escriban sobre él, aunque desee las mismas glorias del resto del gremio y padezca de similares miserias.
Vuelvo a mi breve recorrido histórico: el mal estaba hecho y el viejo crítico condenado hacia 1965. Un estupendo crítico literario formado en la academia como Frank Kermode no podía sino ver a Connolly como un viejo y no muy rico amateur a quien se dio el lujo de menospreciar. Pero todavía faltaba la estocada: el llamado giro lingüístico y sus estructuralismos hicieron del profesor-crítico literario un fabricante de teorías. La teoría literaria, curioso engendro que, manufacturado desde las ciencias sociales, reivindicaba la autonomía total del texto, al gusto de ignorantes como Jacques Derrida (¿qué otra cosa puede decirse de alguien que piensa que es lo mismo un cuento de Wilde, un anuncio de lavadoras, un soneto de Ronsard o una novela de Severo Sarduy?), desplazó a la vieja crítica literaria al basurero de la historia junto con la historia literaria, su sirvienta. Ello no quiere decir, por supuesto, que algunos de los hallazgos de aquellos teoréticos, haciendo malabarismos con las ciencias duras, y muchas de sus equivocaciones, no hayan sido en extremo estimulantes para el conocimiento de lo literario, como los de Lévi-Strauss y Michel Foucault lo fueron. El ejemplo lo puso, ya se sabe, Roland Barthes, otro buen escritor que huía de las teorías y las escuelas y los seminarios que había fundado cuando lo atropellaron en París. Un Gilles Deleuze, por ejemplo, predijo muchos de los aspectos de la sociedad informática del siglo XXI. Lamento que lo haya hecho en una prosa tan abominable como abominable fue la prosa de otro profeta actualmente menos acreditado: Auguste Comte.
Escribir reseñas me convierte en crítico literario
El predominio de la teoría literaria provocó que los gramatólogos acabasen pensando lo mismo que los periodistas más burdos: que ejercer la crítica literaria era hacer reseñas de libros, la fajina del periodismo de la cual la víctima se libraba solo ascendiendo a poeta, a novelista o a comentarista político. A ese cruel destino de personaje de Maupassant muchos fueron condenados y hubo criticastros que se dieron (y se dan) importancia poniéndole estrellitas a las novelas. Desde luego que todos los críticos tenemos amigos prudentes y bienintencionados quienes nos preguntan qué deben leer entre las novedades editoriales (no siempre representativas de la literatura contemporánea), y a quienes tratamos de contestarles con cortesía, orientándolos lo mejor que se pueda. En el crítico literario (por su segunda naturaleza) siempre hay, nos guste o no, un pedagogo.
Pero creer que la esencia de la crítica es hacer reseñas es limitar al crítico literario a la más elemental de sus funciones, la de decidir si un libro es bueno, malo o regular, echando por tierra todo lo que hay de cultura general y percepción estética y conocimiento histórico en una nota de Sainte-Beuve, de Woolf, de Borges, de Eliot o de Steiner, para poner cuatro ejemplos de crítico literario: “el puro”, la que también escribe novelas, un comentarista filosófico del cuento (para llamar de alguna manera al argentino), aquel que es un gran poeta o el que se ha formado en las principales universidades de Occidente.
Lamento encontrarme con notas donde queriendo espantar ideas fijas sobre la crítica literaria se ofrecen a cambio respuestas bobas y relativistas. Téllez concede lastimosamente, sobre la reseña, que “la importancia que le damos al género –si es que le hemos dado alguna– impide ver la cercanía que hay entre la reseña y otros discursos como el periodismo cultural y la publicidad”. Pues no se qué reseñas lea Téllez como para confundirlas con una y otra cosa. Yo leo reseñas de Borges o de Zadie Smith, verdaderas obras de crítica literaria. Lo repito, deontológicamente: la reseña es la expresión mínima de extensión de un arte mayor, la crítica. La crítica literaria se expresa preferentemente a través del polimorfo ensayo, aunque lo ha hecho a través del tratado histórico, la fenomenología filosófica, la disertación académica, la poesía (Alexander Pope), el aforismo (los casos son numerosos) y un largo etcétera, pero es la más bella de las artes porque es aquella donde distinguir el trigo de la cizaña tiene más mérito, como decía Logan Pearsall Smith.
Leer a escritores difíciles me hace mejor lector, y por lo tanto mejor crítico
El enunciado es una verdad absoluta y ponerlo en duda es una necedad que lastima a quien la profirió. “Solo lo difícil es estimulante”, dijo José Lezama Lima y muchos otros han repetido esa obviedad que, por lo visto, debe repetirse. Creo improbable que alguien que no haya intentado leer una novela imposible como El hombre sin atributos, descifrar a Góngora o los Cantos de Pound, aprender a leer aunque sea una lengua extranjera sea un buen lector de literatura y pueda solazarse con la sencillez de un haiku, de un poema de Cummings, de una canción medieval, de una novelita libertina del XVIII, de un epitafio griego.
Se necesita formación académica para ser crítico literario
No, contesta correctamente Téllez. Pero debió agregar que la mayoría de los grandes críticos literarios no despreciaron la formación académica y algunos de ellos ejercieron la enseñanza y la erudición impecablemente y evadieron, lo cual es esencial, la servidumbre a las modas teóricas e ideológicas que les imponían o sus jefes de departamento o sus estudiantes. Los malos críticos literarios académicos suelen ser los que fueron, sucesivamente, existencialistas, marxistas de varias obediencias, estructuros, le hicieron hasta de psicoanalistas, agotaron los estudios de género y siguen tan campantes diciendo y publicando lo mismo pero diferente, al servicio del público actual. El otro día, en la Universidad de Chicago, escuché una conferencia molera, como diría el “Tuca” Ferreti, de Julia Kristeva sobre las humanidades y su futuro. Hizo votos la gran dama porque la buena onda del humanismo, incluyente y generoso, educase a nuestros jóvenes alejándolos del terrorismo y las drogas. Un profesor de la India, impaciente, le preguntó por qué defendía el humanismo que ella y su generación execraban. “Ah”, contestó imperturbable esa bella señora de setenta años que parece más china que búlgara, “es que aquel humanismo era pernicioso hasta que llegamos nosotros para cambiarle su razón de ser”. Si no le gusta mi humanismo, parafraseando a Groucho Marx, no se preocupe, tengo otro.
Curtius se sirvió de Jaspers, pero no se convirtió en una marioneta de los jasperianos de la misma manera en que Auerbach hizo de Mimesis una liberación personal, casi poética. Barthes, ya se sabe, huyó del Frankenstein que inventó. Debe decirse, a su vez, que los críticos literarios educados en la escuela libre de la lectura y de la escritura de poesía o narrativa llegaron a conclusiones luminosas similares a las de los catedráticos, por otro camino, no sé si más corto o más largo.
La crítica literaria en internet se ha trivializado
Era previsible que esta enumeración terminara en el parto de los montes. Irónicamente, Téllez contesta que desde 1580 todo se ha trivializado poniéndose del lado de quienes, como yo, tomamos con cautela toda pretensión monopólica de hacer de nuestra época la dueña de todas las desgracias. Cada medio e invento, desde la imprenta, supone una amenaza para la seriedad del mundo: máquina de vapor, ferrocarril, telégrafo, gramófono, luz eléctrica, fotografía, cine y televisión, fibra óptica, computadora personal, teléfono inteligente y lo que se acumule esta semana. Estamos ante una época de cambios rapidísimos donde aguzar la vista para percibir lo nuevo en lo viejo y lo viejo en lo nuevo debería ser la tarea de quienes tienen esa facultad, verdaderamente visionaria, de la que la mayoría carecemos. El internet, del que yo me sirvo como si fuera brasileño, es muy trivial, pero creer que las cosas están en los medios que las difunden es un poco animista. Como dijo el sabio Savater, ser internauta es tan intrascendente como ser telefonista (es decir, usuario del teléfono). Sí, en internet hay blogs donde podemos encontrar chismes literarios de consumo vivificante, como los había en las interminables conversaciones telefónicas, frecuentemente bañadas por el trago, de mi juventud. Sí, internet permite acceder a libros y bibliotecas donde hay crítica literaria de la mejor y de la peor. Pero creer que hay crítica literaria en internet, porque supongo que allí predominan los opinadores sobre libros, es terminar muy mal una deontología. La mayoría de las opiniones en internet son pobres y aviesas (sean sobre futbol o sobre política) porque son instantáneas y rara vez son otra cosa que exabruptos. Dicen que en Twitter es distinto y allí menudea el aforismo y la brevedad poética. Prometo buscarlos algún día. Defendamos la lentitud de la lectura; un crítico literario debe retardar su dictamen, añejarlo lo más que pueda, hasta el punto que se lo permita su necesidad de vivir de lo que escribe u opina. En efecto, siempre quedan los libros.

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