Laberinto
Hernán Bravo Varela
Dejemos que termine el empresario del Circo: “En la arena del mundo somos tigres y leones.”
-José Emilio Pacheco, “Circo de noche”
En una conversación sostenida en 2009 para celebrar su cumpleaños número setenta, José Emilio Pacheco me confesó lo siguiente: “A los seis o siete años me llevaron al Circo Atayde. Me fascinó a tal punto que pedí regresar el otro domingo. Mi decepción fue muy honda: todos los actos eran iguales a los de la semana anterior. Lo mismo me pasa al ser entrevistado.” Renuente célebre a las entrevistas, Pacheco observaba
en ellas la autocondena a la reiteración. Con el paso del tiempo un
escritor, esa criatura poco fabulosa que sabe contar fábulas, establece
una rutina con base en declaraciones intercambiables. Lo que antes fuera
un espectáculo nuevo y sorprendente, ahora es un ritual ilusionista: la multiplicación de un mismo reflejo inmóvil. De ahí que Pacheco revisara periódica y exhaustivamente sus poemas, novelas, cuentos, ensayos y traducciones. Dado que “en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”, la obra no puede ser ajena a este principio heracliteano. Serlo implicaría negar
la itinerancia o el escapismo de nuestros propios actos y opiniones. De
una página a otra, Pacheco encarnó a aquella trapecista que aparece en
un poema de El silencio de la luna (1994):
Se hunde y vuela en la noche en donde no hay red.
Su cuerpo se hace vida ante la muerte.
La trapecista es el deseo que se va.
Se halla al alcance de la mano y escapa.
Alta como una estrella en su desnudez,
su arte de estar presente se llama ausencia.
En el breve relato que da título a El viento distante (1963), el narrador y su novia, Adriana, asisten a una feria. Entre ambos se percibe una tensión que el hastío dominguero no logra ocultar. (“Hallamos en esa tarde de domingo un espacio que permitía la dicha; es decir, el
momentáneo olvido del pasado y el futuro”, señala el narrador.) Después
de haber probado diversos juegos, caminan hasta las orillas de la feria y escuchan a un hombre recitar desde una barraca:
—Pasen,
señores. Conozcan a Madreselva, la infeliz niña que un cas- tigo del
cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a
misa los domingos. Vean a Madreselva. Escuchen en su boca la narración
de su tragedia.
Movida por la curiosidad, la pareja entra. Nada será igual a partir de entonces. A través de la niña–tortuga, Adriana y el narrador comprenden la tragedia mecánica y circense de su relación sentimental. Ambos habrán
de separarse al poco tiempo. Pacheco parece advertirnos que la
escritura y el amor exigen, como lo hace aquella trapecista, dejarlo
todo en cada función. Hasta la vida y, por qué no, hasta la muerte. Lo demás es silencio, pan y circo.
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