Confabulario
Eduardo Antonio Parra
José Emilio Pacheco ya no se encuentra entre nosotros. Esta realidad, triste y dolorosa en sí, podría llegar a ser aún más terrible si al irse él de este mundo no nos hubiera dejado sus poemas, ensayos, crónicas y relatos para que nos acompañen por mucho tiempo más, como nos han acompañado desde que nos volvimos lectores. Y hablo en plural porque resulta evidente que todo aquel que en México sea asiduo a la lectura conoce al menos una parte de la obra de este autor: un hombre de letras que, a pesar de haber rehuido siempre la publicidad, de haber buscado con insistencia el anonimato, desde hace décadas resulta una voz omnipresente. No podía ser de otra manera, tratándose de alguien que desde muy joven se propuso convertir en literatura la realidad donde se hallaba inmerso, narrarla con el fin de que fuera más comprensible. Embellecerla, poetizarla, aun cuando se tratara de una realidad insoportable.
Narrador instintivo, omnívoro, Pacheco tenía la virtud de transformar todas las experiencias en relatos, al grado de que incluso muchos de sus mejores poemas son pequeños cuentos. Sus ensayos, al urdir la trama de una experiencia de lectura, o al describir paso a paso un viaje a través de las ideas, o al trazar la semblanza intelectual de alguno de sus autores admirados, también recurren a los procesos narrativos. En cada uno de sus textos, pertenezcan al género que sea, siempre encontramos tensión, movimiento, acción, en fin, los latidos de la vida. Tal vez ese sea el principal elemento que hizo a tantos lectores acercarse a su obra: que nuestro poeta nacional todos los días nos estaba contando un cuento.
En lo personal, mi encuentro con los relatos del autor se dio a través de Proceso. Fue en la preparatoria, cuando quería conocer más la situación del país y el Inventario, firmado por JEP, me apasionó desde la primera vez que lo leí, acaso por el tema, quizás por la manera en que era abordado. Recuerdo el artículo: trataba sobre un episodio para mí desconocido de la historia nacional, la matanza de Huitzilac. Después de leerlo, comencé a preguntar a mis amigos sobre los hechos y, para ilustrarme, uno de ellos me dio un ejemplar atrasado de la revista donde venía una crónica de la muerte del general Serrano y sus seguidores. Semana a semana seguí comprando Proceso y comprobé que el Inventario estaba lleno de sorpresas, pues quien lo escribía, si bien una semana entregaba un artículo sobre un tema histórico, a la semana siguiente me sorprendía con un puñado de poemas, para a la siguiente publicar tres o cuatro minificciones y luego volver con un texto de crítica literaria o la reseña de una novela imprescindible. Más que una columna, se trataba de un laboratorio para ensayar todos los géneros posibles, jugar con ellos, mezclarlos y extraer de las mezclas géneros nuevos, formas y estructuras, privilegiando sobre todo las narraciones. Luego leí Las batallas en el desierto. En cuanto se inicia su recorrido, la respiración del texto, su tono a la vez nostálgico y lúdico y la mirada entre irónica y triste sobre el pasado reciente de México resultan más que familiares a los lectores mexicanos, como cuando se entra en un espacio recorrido muchas veces antes, o como cuando se experimenta eso que llaman dejá vu: la sensación de estar leyendo algo que en verdad sucedió, no sólo a los personajes, sino a quien los lee. Es la capacidad del escritor para crear una atmósfera de empatía con quien se acerca a su obra.
Quizá buena parte de la omnipresencia de la voz de José Emilio se deba tanto a sus colaboraciones semanales en Proceso como a la multitudinaria lectura de Las batallas en el desierto, clásico indiscutible y auténtico long seller en el país. Es decir, Pacheco es omnipresente porque “es leído”, a diferencia de otros de nuestros intelectuales que lo son, o intentan serlo, debido a sus apariciones en medios electrónicos. Pocos escritores mexicanos pueden presumir de ese privilegio, pero también muy pocos han dedicado sus esfuerzos literarios a examinar los logros y fracasos –más fracasos que logros– en el devenir nacional y universal, tal como se muestra en los relatos de nuestro autor. De sus crónicas, de sus libros de cuentos y de sus dos novelas es posible extraer las tribulaciones y preocupaciones que han mantenido en vilo a la humanidad a lo largo de la última centuria, por lo menos, y, más en particular, los sentimientos y anhelos, las carencias y los alcances de los mexicanos a través de esa tragedia que llamamos nuestra historia. En la obra narrativa de José Emilio Pacheco se advierte el estilo de gran parte del pueblo mexicano, sus sufrimientos y alegrías, sus victorias, fracasos y traiciones, sus modos de llorar y de reír, de reírse de sí mismo. Es como si al escribir hubiera querido decirnos que sólo con la imaginación –la imaginación literaria– se puede contrarrestar el peso de la realidad histórica y los estragos que el tiempo causa en la memoria.
Imaginación y memoria. Además de su devoción por el conocimiento a fondo del lenguaje, de su sentido del humor y el cultivo de la ironía, estos dos elementos parecen ser los principios rectores de su narrativa. ¿Cómo podría haber abordado de otro modo temas como el del holocausto, que sostiene su novela Morirás lejos? ¿U otros asuntos de la realidad nacional como el imperio de Maximiliano o las matanzas del Maximato o la destrucción sostenida de la ciudad de México? Ante el impulso del olvido, mejor la ruta de la imaginación, del juego. José Emilio Pacheco siempre estuvo consciente de que uno de los signos principales que caracterizan a nuestra sociedad es la desmemoria, y por eso hizo de sus relatos una constante llamada de atención contra el vacío y la angustia que nos deja el olvido. Es esa angustia la que se apodera del narrador de “Langerhaus” –de El principio del placer– cuando, tras enterarse de la muerte de un ex compañero de clases, asistir a su sepelio y recordar su vida, en una cena con sus amigos de infancia se da cuenta de que nadie se acuerda del desaparecido. El narrador cruza una apuesta con otro sobre la certeza de su recuerdo, y ambos expurgan el anuario escolar, el periódico donde había aparecido la nota, van a la funeraria. No hay rastros de Langerhaus, ni la noticia de su fallecimiento, ni registro de su velorio.
La memoria suele ponerse trampas a sí misma en los relatos de José Emilio Pacheco. La realidad se desdibuja para adquirir un aspecto inasible. Ante tal situación, sus narradores exploran los recovecos de la historia –de nuestra memoria común– hasta encontrar lo oculto y lo acarrean hasta el presente; pero eso que buscaban siempre aparece inmerso en situaciones extrañas. Es por ello que la historia universal, el devenir de México o bien los recuerdos personales representan, para este autor, un sendero que no pocas veces desemboca en lo fantástico: donde los fantasmas de otras épocas se niegan a dejar este mundo, aferrándose a una presencia nebulosa que, sin embargo, es tan real como la de los seres de carne y hueso. Lo anterior es palpable, sobre todo, en los relatos que integran el volumen El principio del placer: el derrocado emperador Maximiliano secuestrando a un niño en Chapultepec en “Tenga para que se entretenga”, pasajeros de un barco fantasma que arriban a Veracruz setenta años después de haber partido de Cuba en “Cuando salí de La Habana válgame Dios”, o los antiguos dioses aztecas que regresan a la época actual para exigir sacrificios en “La fiesta brava”. Narraciones que son memoria tergiversada, lúdica: viajes en el tiempo que modifican nuestro recuerdo, nuestro imaginario colectivo.
La memoria como obsesión literaria; la imaginación como ruta de escape hacia el juego. Y al fondo los recuerdos personales del propio devenir otorgando consistencia a toda la obra narrativa. Por eso es tan frecuente la aparición de las experiencias infantiles en los relatos de Pacheco. Por eso la recurrencia a los olores y colores que percibió en sus años iniciales, las leyendas escuchadas en labios de los mayores, las referencias a sus primeras lecturas, los anhelos y decepciones remotos que forjaron su personalidad. Por eso, cuando narra desde una perspectiva infantil, su tono adquiere no sólo total sinceridad, sino también un estilo cálido, nostálgico, y al mismo tiempo lúcido y descarnado. Sinceridad y calidez que, con toda certeza, establecieron esa empatía con los lectores que han hecho –y lo seguirán haciendo aunque ya no esté físicamente con nosotros– de José Emilio Pacheco, nuestro poeta nacional, una voz omnipresente, un narrador indispensable.
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