sábado, 22 de febrero de 2014

Crítica: Caminito al infierno

22/Febrero/2014
Laberinto
Julio Patán

Dos pecados de un autor mexicano que no perdonan sus colegas: ser exitoso y ser prolífico. La razón: uno y otro se derivan de las exigencias del mercado, es decir, de una realidad muy distante del sistema de becas y prebendas estatales que ha pretendido y conseguido buena parte de nuestros escritores, seres extraños que han hecho de la improductividad y la distancia con el lector una virtud, a contrapelo de la mayor parte de los escritores del mundo.

Ser exitoso, es decir, dueño de un número respetable de lectores —aunque nunca los suficientes como para abandonarse a la pachorra—, y ser prolífico, un poco por vocación y otro por necesidad, son dos características centrales de toda la vida de Ricardo Garibay (Tulancingo, 1923), irremediable y tal vez premeditadamente olvidado no solo por la crítica sino, en buena medida, también por los editores luego de su muerte en 1999, y esperemos que mejor recordado luego de esta Antología (Cal y Arena, México, 2013). Porque no resulta fácil conseguir una muy respetable parte de su abundante obra, tal vez unos cincuenta libros (Josefina Estrada logró dar con 42 para su bibliografía) entre crónicas, memorias, novelas, relatos breves, teatro y compilaciones a lo cajón de sastre que en algunos casos parecen ajustarse a la palabra —elogiosa— que usó Adolfo Castañón como despedida tras su muerte: “artesano”, pero que a menudo invitan a pensar en vuelos literarios verdaderamente elevados, es decir en arte, si se permiten el lugar común y la grandilocuencia.

Garibay fue, en efecto, un novelista de más que notable factura, y sus novelas —algunas— son de lo poco que puede encontrarse en las librerías, de ahí que no haberlas incluido en este volumen parezca una idea sensata. Están aquí y allá, asimismo, algunos de los volúmenes de sus obras completas, publicadas por Océano, Conaculta y el estado de Hidalgo hace no mucho, pero a los problemas habituales de distribución que sufren los libros de esta naturaleza se suma el hecho conocido de que su naturaleza hipertrófica ayuda a conservar y organizar el legado de un escritor, solo que a cambio de hacer de su lectura un reto físico francamente difícil de enfrentar. Y no es que Josefina Estrada haya sido tacaña a la hora de elegir material para esta antología, porque el volumen rebasa las seiscientas páginas, pero sin duda ha logrado que Garibay vuelva a ser legible.

¿Qué se lee en esta antología? Primero, a un maestro de la crónica. Tal vez sea en este género mestizo en el que la prosa cadenciosa y a ratos hasta francamente cantada de Garibay, esa prosa llena de matices populares, obsesivamente fonetizada, mejor funciona. Un par de modismos u onomatopeyas bastan a menudo, en Las glorias del Gran Púas, en esa obra maestra que se llama Acapulco, para recrear una atmósfera completa, todo un entorno o un personaje. La pieza sobre el antiguo campeón mundial de la Bondojito es particularmente reveladora de su habilidad para estas lides. La idea era hacer una suerte de versión local de El combate, ese libro de Norman Mailer que nace de su viaje hasta Zaire con un Muhammad Alí treintón, apenas regresado del retiro forzoso que le asestaron por negarse a ir a Vietnam y preparándose para derrotar al presuntamente invencible George Foreman, siete años más joven, como en efecto lo hizo. Pero Garibay enfrentó un problema que hace temblar a cualquier biógrafo o cronista: la ausencia del retratado. El Púas Olivares, figura entrañable y prodigio del box que todavía estaba en su pico de eficacia y popularidad pese a su presunta reticencia al gimnasio y su afición a la fiesta, accedió a convivir con el escritor durante largas jornadas, su día a día, a cambio de una participación en las ganancias del libro. Pero no apareció, o virtualmente no. Esquivo, caótico, dominado por la anarquía, Olivares es una figura
casi ausente en buena parte de Las glorias…, una crónica–semblanza que sin embargo es inmejorable por eso, porque hace de la ausencia una paradójica forma de captar la naturaleza del retratado y porque obliga a Garibay a voltear con ojo clínico al entorno —el séquito del Púas y sus entrenadores, su barrio, los directivos— en busca de materia prima. La encuentra de sobra.
No menos poderosa es la capacidad de Garibay para domar a ese animal complicado que es el género memorialístico, particularmente reacio a la autocomplacencia, el mal de casi todos los autobiografiados nacionales, a la que responde con una implacable languidez, que como sabemos es un antídoto infalible para el mal de tener lectores. Famoso por su egocentrismo desbordado, real aunque no libre de cierta autoironía y cierto espíritu performancero, según recordará quien lo haya visto en la televisión, Garibay fue descarnado,
franco, presumiblemente sincero incluso a la hora de narrar los episodios más dolorosos o delicados de su vida. De ese modo, si la imagen de su padre es terrible por su ambivalencia —entre la admiración y el desprecio, entre el amor y el miedo— y por lo implacable del relato que hace de su crueldad, el modo en que Garibay retrata por ejemplo en Fiera infancia y otros años su propia debilidad —un reto mayor para cualquiera que escriba o se psicoanalice, para el caso— es sacudidor y casi único en el panorama mexicano, del mismo modo que su crónica de la amistad que lo unió a Díaz Ordaz, tan cuestionable como se quiera, es de una honestidad intelectual y personal a toda prueba. Varias de las mejores piezas de esta antología aparecen en el apartado “Memoria”, aunque conviene no descuidar “Semblanzas”, íntimamente vinculado con aquél.

¿Y en las distancias cortas, qué tal funcionaba Garibay? No es en los géneros breves en donde se cimenta preponderantemente su buena reputación, y tal vez haya razones para ello. Todo es opinable y aquí interviene con particular energía el problemita del gusto, pero como cuentista es posible que pierda un poco: le ganan las ganas de hacer prosa antes que de contar un relato, otro mal muy de narrador mexicano. Pero van dos matices por delante. Primero, hay cuentos donde el impulso, digamos poetizante, rinde buenos servicios a la historia, caso destacable el de “Oro de peso pluma” (boxeador él mismo y luego desencantado profundo de ese noble deporte, a Garibay se le daban los relatos boxísticos); y segundo, caray, qué prosa envidiable, en las buenas y en las malas. Algo similar ocurre con sus aproximaciones al teatro, concretamente a los diálogos elegidos por Estrada para este libro (el teatro–teatro fue también dejado fuera de la antología).

En cambio, todavía en el terreno de las distancias cortas, da gusto, sin falla y sin matices, leer al Garibay lector, al que escribe sobre libros y escritores. Qué maravillosa falta de prudencia, qué agudeza para diseccionar incluso a autores considerados clásicos, qué buena disposición a leer sin condescendencia pero con lealtad a sus contemporáneos. Tal vez, de todas las facetas literarias de Garibay, ésta, la menos llamativa, sea la que más vale la pena enfatizar, por el hecho de que le espera una cierta marginalidad inherente al género. No cualquiera se lanzaba a llamar “soporífero” a Jünger, como en efecto podía y solía serlo. Nunca se lo agradeceremos lo suficiente. Pasa que el Garibay ensayístico es casi tan paradigmático
como el memorialista o el cronista en eso, en su ir de frente, en su incorrección política, en su falta de pudores y agendas, en su franqueza, siempre contrapunteada por el humor autoinfligido o infligido a los otros. Eso le ganó lectores, muchos, pero lo puso para siempre en la nómina de los pecadores literarios, caminito al infierno de la indiferencia. Claro que ya dijo algún torero que él, al infierno; que el cielo es para los niños y para los tontos

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