El cultural
Alejandro Toledo
Según un dicho popular, lo raro es hermano, o primo hermano, de lo feo. Un coloquio universitario, celebrado en la Biblioteca Nacional, propuso a escritores y académicos reflexionar sobre la noción literaria de “raro”, que proviene, claro está, del poeta nicaragüense Rubén Darío, quien así, aunque en plural (Los raros, 1896), llamó a un libro suyo de semblanzas en el que figuran Paul Verlaine, Edgar Allan Poe, Leconte de Lisle, Villiers de l’Isle Adam, León Bloy y el conde de Lautréamont, por señalar sólo algunos.
Resumo algunos apuntes recientes sobre el tema y avanzo hacia Efrén Hernández (1904-1958).
No hay en Darío, como acaso pediría la academia, alguna definición de lo raro o los raros; ésta se conformará a partir de los retratos que hace de esas personalidades, y ciertas señas puestas aquí y allá. Sin embargo, el primer texto revisa El arte en silencio de Camille Mauclair, un “sano volumen”, escribe el nicaragüense, en el que el crítico francés ha agrupado “a varios artistas aislados”. Lo raro se manifiesta, pues (según lo que llevamos expuesto, con la bandera ondeante de Darío), por el aislamiento artístico, la decisión de realizar su oficio sin gran ruido: un arte que se crea en el silencio.
Julio Cortázar publica en 1962 una colección de brevedades titulada Historias de cronopios y de famas. Hay ahí una sección, “Ocupaciones raras”, que parece recordar a Darío, en la que se apunta: “Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada”.
Cortázar aplicó algunas veces el término “cronopio” a personajes queridos por él, como Louis Armstrong o Felisberto Hernández. Diríase que uno y otro, el raro de Darío y el cronopio cortazariano, son básicamente la misma especie. A propósito de Felisberto y Macedonio Fernández, también se habla (en el volumen Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata, Julio Prieto, 2002) de “la ex-centricidad como opción deliberada de quedarse fuera —o en un ambiguo borde— de la escena cultural, y de proyectar, en consecuencia, un tipo de discurso encaminado al objetivo aparentemente contradictorio de retirarse, de salir de escena o, cuando menos, de quedarse al fondo, en la penumbra de un segundo término”.
Para encontrar a los raros, hay que hacer a un lado a las figuras centrales del hit parade literario, aquellas que parecen mandar (uso el término taurino) en la República de las Letras, y (sigo en la plaza de toros) atisbar en la sombra acaso al espontáneo que aguarda, oculto en el callejón, el instante en que irrumpirá en el ruedo, no para llamar la atención sino para provocar una ruptura. O hacia aquel que torea en plazas de mala muerte y lo hace sólo por el gusto de armar, ante el asombro de sólo unos cuantos (y quizá no con toros reales sino con carretones, estos artefactos construidos con fierros y cuernos), su propia fiesta brava.
¿Cómo aplicar estas raras nociones a la literatura mexicana? El lector, a su manera, también puede ser un cronopio; y no mira en el teatro a los que están al frente de la puesta sino a quienes parecen fungir como extras, pero que desde su perspectiva algo dislocada (aunque exacta) dan a la obra su razón de ser o su contexto. Mas seguramente ocurriría que lo que un lector-cronopio considere significativo a otro lector-cronopio, sentado así nomás a un lado, en el asiento de junto, le parezca intrascendente, y observe hacia otra parte o simplemente se aburra y vaya a conversar con el acomodador o el que vende las entradas.
Hace más de dos décadas, Daniel González Dueñas y yo publicamos Aperturas sobre el extrañamiento (Conaculta, 1993), en donde reunimos a cuatro figuras marginales, dos de Sudamérica (Felisberto Hernández y Antonio Porchia) y dos de México (Efrén Hernández y Francisco Tario). ¿Por qué Efrén Hernández y Francisco Tario son raros? En estas explicaciones la pluma se pierde un poco. Según la frase de Tolstoi que abre Ana Karenina, todas las familias felices son iguales pero las infelices lo son cada una a su manera. Así pasa con los cronopios: cada uno es raro a su modo, y esa sensación de excentricidad puede ser parte del personaje y su escritura pero también se agrega algo de aquel que lo separa del paisaje. Es decir: cada quien, cada lector, arma su propia lista de escritores raros.
La obra de Efrén Hernández no es muy conocida por el “gran público” (¿otra condición de lo raro?), él hizo de la distracción o la divagación un método; Tario, arquero de futbol y pianista, es uno de los precursores del relato fantástico en nuestro país. El primero, divagante en sus narraciones, construye en el aire de castillos imposibles; y el segundo, animador de objetos (el traje gris, el féretro) y animales (el perro o la gallina), es artífice de algunos cuentos magistrales (como “La noche de Margaret Rose” o “Entre tus dedos helados”).
De una vez despidámonos
Vuelvo a Efrén Hernández, cuya obra nos fue presentada (a Daniel González Dueñas y a mí) hace ya varias décadas por Marco Antonio Millán, quien dirigió la revista América, y un tiempo tuvo al propio Hernández como subdirector. De forma espontánea, cuando lo visitábamos en su casa, Millán solía recitar poemas de Efrén Hernández; y hacia el final de nuestras largas conversaciones le gustaba decir estos versos:
De una vez despidámonos, no
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir ni adiós ya se
pudiera.
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir ni adiós ya se
pudiera.
Al encontrar este poema en las Obras (1965) de Hernández, editadas por Alí Chumacero, me sorprendió la variación en el último verso, en donde el “decir ni adiós” se convertía en “decir mi adiós”, que lo oscurece. Leámoslo así:
De una vez despidámonos, no
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir mi adiós ya se
pudiera.
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir mi adiós ya se
pudiera.
Si convertimos estos versos en prosa, cual si se tratara de un ejercicio de traducción, queda claro que es mejor despedirse de una vez porque el destino, así como vino, sin saludar, puede marcharse, cuando ya ni adiós se pueda decir. Bajo estas reflexiones, y sobre todo con el recuerdo de la recitación de Millán, consideré que había ahí una errata, la eme por la ene; y me permití corregirla en el volumen I de las Obras completas (2007).
De esa experiencia de escuchar a Millán hablar de Efrén Hernández González Dueñas y yo armamos el retrato “Una figura en el paisaje”, incluido en Aperturas sobre el extrañamiento, a la vez base de La invención de sí mismo, que son las memorias de Millán (Memorias Mexicanas, Conaculta, 2009); y de oírlo recitar esos textos pasé, claro, a la búsqueda de las páginas impresas. Fue de nuevo por Millán, quien me regaló la primera edición del poemario Entre apagados muros (1943), espléndido trabajo de la Imprenta Universitaria, entonces bajo la dirección de Francisco Monterde (como se lee en el colofón), con grabados en madera ejecutados por Julio Prieto. Ahora que tomo ese libro entre mis manos se desprende una hoja suelta con tres párrafos que firma Octavio Blanco, hoja de la que no tenía recuerdo. Leo ahí:
Una extraña emoción sobrecoge al leer este libro. Algo como una inmersión en una atmósfera apagada, de misteriosas esencias recónditas. Estos poemas, bañados en linfas clásicas corriendo, circulares, hasta fundirse en las sombras vírgenes, dan, paralelamente, un gusto desconocido y turbador, a sueño sin dormir y una emoción antigua, como el temblor de aquellas fuentes “de semblantes plateados” nacidas en la lengua original de San Juan de la Cruz.
Ya por la pura parte formal de sencilla elegancia, de solemne trazo, por la calidad y riqueza en sordina de sus palabras, ganaría el autor un sitio eminente entre los poetas de México y América.
Frente a esa poesía híbrida y descoyuntada, desabrida y peligrosa, asentada sobre suelos extraños, nace, ejemplificando, la nueva voz de Efrén Hernández. Su pequeño libro pulcro, sus diecisiete poemas verticales se levantan para señalar un nuevo rumbo y oriente.
La hojita fue impresa con posterioridad e insertada en el volumen, con párrafos entresacados de un artículo aparecido en la revista Tiras de colores el 16 de julio de 1943.
No soy bibliófilo, no ando a la caza de primeras ediciones, pero conservo en mi biblioteca algunas muy apreciables, y casi todas me han sido obsequiadas. De Efrén Hernández tengo, además de Entre apagados muros, la edición de autor de Cerrazón sobre Nicomaco (1946), labor de la Imprenta Claridad, de los Hermanos Ramírez, con portada e ilustraciones del propio Efrén; y La paloma, el sótano y la torre (1949), edición de la Secretaría de Educación Pública, con portada e ilustraciones de Gabriel Fernández Ledesma.
No es toda la bibliografía original de Hernández. Si vamos al listado que de ella hizo Luis Mario Schneider, actualizado por Yanna Hadatty Mora para el tomo II de las Obras completas (2012), el comienzo es Tachas (1928), edición de la Secretaría de Educación Pública, con epílogo de Salvador Novo, al que le sigue El señor de palo (1932), editado por Acento.
El tercer libro en la bibliografía de Efrén Hernández es el volumen Cuentos (1941), edición de la Universidad Nacional Autónoma, cuyo colofón es ya un ejercicio efreniano. Dice:
El Lic. Andrés Serra Rojas pidió al autor la colección de sus cuentos, y gestionó y obtuvo el amparo e impresión de este volumen, de la UNAM. Límites de entendimiento y medios —el insuperable Nadie puede añadir un codo a su estatura— han obligado al propio autor a resignarse a compensar tan desusado acto de generosidad, con este vulgarísimo de hacer de su gratitud un documento de dominio público; pues está convencido de que el medio de expresión por excelencia son los hechos, y que si un renglón sincero es edificante, lo es inmensamente más un hecho asimismo sincero, y lo supera, con ventaja que no puede encarecerse, en fecundidad. —Se imprimió en la Imprenta Universitaria, bajo la dirección de Francisco Monterde, y lo ilustró Julio Prieto con la portada y nueve grabados en madera.
Son nueve relatos: “Tachas”, “Santa Teresa”, “Un gran escritor muy bien agradecido”, “El señor de palo”, “Un clavito en el aire”, “Incompañía”, “Sobre causas de títeres”, “Unos cuantos tomates en una repisita” y “Una historia sin brillo”.
En la edición de 1965 de las Obras de Efrén Hernández vienen esos mismos cuentos, en ese orden, más “Don Juan de las Pitas habla de humildad”, “Carta tal vez de más”, “Trabajos de amor perdidos” y “Toñito entre nosotros (Estampa)”. Yo agregué, en el tomo I de las Obras completas de 2007, “Animalita”, hallado en sus papeles.
Por razones que desconozco, en 1965 el tercer cuento cambió su título. Se llamaba, en 1941, “Un gran escritor muy bien agradecido” y perdió el gran en el camino para ser simplemente “Un escritor muy bien agradecido”. Podría ser una decisión de autor o de editor. Sería consecuente con Efrén, afecto a las cosas mínimas, restarle grandiosidad a su protagonista, Jacinto José Pedro. Habría que apoyarse, para sopesar bien el asunto, en el tomo Sus mejores cuentos (1956), de la Editorial Novaro, que se publicó con Efrén aún vivito y coleando.
Éste trata de un joven poeta que al anochecer, para espantar el hambre, sale a caminar por el ahora llamado Centro Histórico de la Ciudad de México. Ese día, o esa noche, se distrae y llega a deshoras a la casa en que vive para descubrir que olvidó o perdió la llave; por abrir la puerta la portera tiene fijada una cuota de diez centavos, que en ese momento el protagonista no puede pagar. Esto lo obliga a quedarse fuera y recorrer, hasta que amanece, las calles de la ciudad, apesadumbrado por esa tragedia menor, ruda para él, al percibir la soledad y la miseria, incluso con la intención, en algún instante, de hacerse daño, de atravesarse el corazón con su navaja.
Irrumpe aquí una curiosa comunión de “haches”: en cuentos como éste, Hernández nos recuerda a Knut Hamsun, el autor noruego, sobre todo en sus novelas iniciales, Hambre (1890) y Pan (1894), sobre seres que pasan noches en vela y rondan por las calles, pues en su caída social han perdido los espacios habituales para vivir. Y en “Un escritor muy bien agradecido”, precisamente en esta parte en la que el abatimiento parece vencer a Jacinto José Pedro, de pronto Efrén se refiere además al violinista ruso Jascha Heifetz, que le da una base musical a su escritura. ¿A qué suena la obra de Efrén Hernández? Suena a Jascha Heifetz. La “trinidad de la hache” estaría integrada, pues, por Hernández, Hamsun y Heifetz.
Mucho de lo que escribe Efrén tiene una base autobiográfica. La paloma, el sótano y la torre describe su infancia en León. En Cerrazón sobre Nicomaco refiere sus extrañamientos de la burocracia posrevolucionaria, tan corrompida entonces como ahora. Y en sus narraciones suelen aparecer, además, quienes lo acompañaron en su tránsito por el mundo. En “Tachas”, por ejemplo, se nombra al Tlacuache César Garizurieta, quien como juez de paz transformó el enamoramiento de Efrén por Beatriz Ponzanelli, una muchacha de la alta sociedad, y un romance que parecía imposible para el muchacho pobre, en un matrimonio legal (realizado en el balcón, con el Tlacuache y Efrén apoyados en una escalera de madera), que es aquello que subyace a “Una historia sin brillo”, el último cuento del volumen.
En “Un escritor muy bien agradecido” surge la pregunta: “¿Cómo había de quererlo alguien, si no tenía ni los diez centavos para pagar la puerta?” Y en “Una historia sin brillo”, aún en sus penurias, el héroe logra sacar a la dama del castillo y la instala en su muy humilde morada, como se lee al final de ese tomo universitario:
Pues ésta es la verdad: que ahora estoy casado, que mi mujer dejó, por mí, un palacio; que la mujer con quien me he casado es rica, y rica en forma tal, que desde que la saqué de la casa de sus padres y la traje a la mía, ésta, tan pobrecita siempre, amaneció a ser un palacio, y aquélla, tan soberbia, tan alzada, quedó sumida en sombra, empobrecida, y llena de toda suerte de ansias, hambres, desazones y miserias.
Así que en Cuentos, en esas nueve narraciones que lo conformaron, está dibujada su historia, desde su paso por la escuela (con Orteguita, “el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos”), sus extravíos citadinos como poeta novel, hasta el momento en que logra sentar cabeza, como suele decirse. Brilla ahí Efrén Hernández con sus rarezas.
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