Letras Libres
Enrique Serna
Quizá el reto más difícil para cualquier escritor es mantener un equilibrio entre el vuelo imaginativo y la disciplina para sostenerlo, dos fuerzas que pueden anularse mutuamente cuando la ambición o la complejidad de una obra intimidan a su arquitecto. El rigor no siempre da buenos frutos, quizá porque esclaviza demasiado la imaginación, que tiende a escapar de cualquier trabajo forzado. Cuando un novelista emprende reconstrucciones de época muy laboriosas, que le imponen un programa de lecturas no siempre gratas, la imaginación prisionera tiende a inventar ficciones más apetecibles, generalmente cuentos o novelas cortas. ¿Qué debe uno hacer entonces: obedecer a la “loca de la casa”, una fuente inagotable de caprichos, o perseverar en el arduo camino que se trazó?
Nadar a contracorriente de los impulsos creativos por fidelidad a un proyecto difícil puede llevarnos a un desenlace trágico: invertir varios años de trabajo en un voluminoso aborto. A José Emilio Pacheco le sucedió algo parecido con una novela histórica interminable, que abandonó cuando ya había escrito ochocientas páginas. Pero cuando el constructor de una catedral, sin haber puesto un ladrillo, abandona su obra para erigir una parroquia que de momento le exige un menor esfuerzo, el resquemor de haberse acobardado lo perseguirá como una maldición. Las buenas novelas históricas requieren de una inmersión profunda en la época reconstruida. Quien las acomete se exilia largo tiempo en el pasado y, en gran medida, la eficacia de su obra depende de no regresar al presente hasta poner el punto final. ¿Pero alguien puede escribir en contra de su imaginación? ¿Cómo sujetarla para que no se fugue a otra parte?
Una anécdota muy difundida en el mundillo literario tal vez arroje luz sobre este dilema. Juan Carlos Onetti fue un escritor sin horario fijo de trabajo, con largos periodos de sequía seguidos de frenéticas rachas de inspiración. Vargas Llosa le contó que él, por el contrario, escribía a diario un cierto número de horas con un rigor espartano y Onetti respondió: “Lo que pasa es que tú tienes relaciones conyugales con la literatura y yo tengo relaciones adúlteras.” Cuando los escritores volubles se enfrentan a un proyecto difícil cuya construcción les genera un agotamiento comparable al tedio conyugal, muchas veces sucumben a los coqueteos de una idea más atractiva y joven. Creen que en esos casos guardar lealtad a la esposa significaría caer en un mortal anquilosamiento. Pero la tentación de buscar una amante cuando apenas estamos preparando la boda con la novia de toda la vida quizá sea un autoengaño que busca encubrir las flaquezas de la voluntad. Evadirnos de una obra en embrión, porque nos asalta el temor de no tener fuerzas o talento para culminarla, equivale a salir huyendo de una batalla espantados por el gesto fiero del enemigo.
La relación conyugal con la literatura tiene sin embargo un punto débil que nadie puede ignorar: las mejores ficciones brotan del inconsciente en ratos de ocio, sin un esfuerzo mental previo. La iluminación creativa, como el flechazo erótico, es un estado de gracia independiente de la voluntad y quien la ignora o menosprecia se condena a la esterilidad o a la producción de hojarasca. Haría falta, entonces, adoptar una postura intermedia entre el adulterio de Onetti y el matrimonio de Vargas Llosa. Los yugos tienen la ventaja de estimular una necesidad de evasión que de otro modo se podría quedar aletargada. Incluso si la obra ambiciosa resulta un fiasco, vale la pena trabajar en ella de sol a sol, picando piedra en bibliotecas y archivos, para que la imaginación se fugue a las playas en donde pueda sentirse libre. No hay adulterio sin matrimonio. Bajo la presión de la monogamia se acrecienta la tentación de cometer infidelidades. En la mente de un escritor, el cumplimiento del deber es un acicate para la búsqueda de evasiones, pero si no asume su tarea como un apostolado, si no se casa de verdad con una idea que le exige grandes sacrificios, tampoco tendrá la oportunidad de engañarla con otras más espontáneas: las tentadoras putas del intelecto que vendrán a librarlo de sus cadenas.
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