Laberinto
Vicente Alfonso
Conocí a Federico Campbell una tarde, a inicios de 2007, en el puerto de Veracruz. El contexto parecía sacado de una novela, pues nos presentó el entonces comisionado de policía de Xalapa, y lo hizo en una mesa del café La Parroquia ocupada por una docena de agentes. Campbell vestía un traje de lino blanco, un sombrero panamá y zapatos de gamuza clara, y tenía a los policías en vilo con una anécdota que interrumpió en cuanto nos acercamos el comisionado y yo. En vez de dirigirse a él, don Federico me habló a mí:
—Así que tú eres el de la novela —dijo.
Asentí en silencio. Se refería a mi primera novela, que unos días antes había sido declarada ganadora del Premio Nacional de Literatura Policiaca por un jurado que él presidía. La presencia de los agentes se explicaba fácilmente: era el Instituto de Policía quien había convocado al concurso.
Al final de la cena le pedí a Campbell que escribiera una dedicatoria en un ejemplar dePretexta, su novela más emblemática. Se trataba de una gastada edición de 1996 que yo había leído y releído cuando estudiaba periodismo. Al ver que los márgenes tenían mis notas, el tijuanense me lo pidió prestado para conocer cómo las generaciones recientes recibíamos la novela, pues pensaba actualizarla, y a cambio me entregó una tarjetita con su teléfono. Háblame la semana que entra y nos tomamos otro café en México para devolvértelo, dijo mientras guardaba el ejemplar en su maletín de reportero.
Una semana después estaba yo tocando a la puerta de su casa de la Condesa con dos propósitos: entrevistarlo y recuperar mi ejemplar. No logré ninguno, pues apenas habíamos bebido un par de expresos cuando se levantó de la mesa y dijo tajante que debía escribir su columna. En cosa de segundos estábamos en la banqueta, despidiéndonos. Le pedí entonces otra dedicatoria en su manual de Periodismo escrito,pues desde mis años como reportero de guardia consideraba ese libro una biblia del oficio. En vez de firmarlo, Campbell lo hojeó y vio que también estaba lleno de notas, así que se lo quedó para leerlas.
—Ven la semana que entra —dijo mientras cerraba la puerta.
Volví, por supuesto. La semana siguiente y la siguiente y la siguiente y así por siete años. Me recibía a veces en la mesa del comedor, con las tijeras en la mano frente a una pila de periódicos, revistas, fotografías y tarjetas con apuntes. Solía decir que los diarios deben leerse así, tijeras en mano, para recortar notas que permiten engrosar el archivo personal de cualquier periodista. “Si todo oficio tiene sus secretos, el de columnista no es la excepción. El más interesante de esos secretos se llama archivo” reza la página 89 dePeriodismo escrito. Otras veces me recibía en su estudio, donde escuchaba las sonatas de Mozart interpretadas por Mitsuko Uchida o por Maria João Pires, pianistas a quienes tildaba de sus novias con la complicidad de Carmen Gaitán, su esposa y compañera de toda la vida. Cada viernes por la tarde comenzábamos comentando las noticias de la semana y de allí la conversación se abría a muchísimos temas: economía, derecho, filosofía, música y, por supuesto, literatura. Sin que me diera cuenta, aquello se fue convirtiendo en un taller periodístico y literario donde, poco a poco, él iba desvelándome los secretos del oficio. A esas alturas, por supuesto, ya daba yo mis ejemplares por perdidos, pero a cambio había ganado un maestro.
El 29 de agosto 2009, día en que Pretexta cumplía 30 años, lo encontré frente a su computadora actualizando la novela, pues un día antes la organización Reporteros Sin Fronteras había denunciado que, en lo que iba de la década, México y Sri Lanka eran los países más afectados por la desaparición de reporteros. Como se sabe, Pretexta es protagonizada por dos periodistas: Bruno Medina, un joven aspirante a escritor que se gana la vida haciendo crónicas de lucha libre a pesar de que nunca ha asistido a alguna, y por Álvaro Ocaranza, su antiguo maestro, a quien el gobierno busca difamar para neutralizarlo como miembro de la oposición política.
No era sencillo ser alumno de Campbell. Con los años fui comprendiendo que mi maestro había pasado la mayor parte de su vida inmerso en un debate interno, una lucha entre dos vocaciones: por un lado estaba el periodismo (o el submarino de la información, como él llamaba a la dinámica periodística) y por otro la literatura. Si el periodista es un cazador, decía, el escritor es un agricultor que trabaja y vive en un ritmo mental más lento que el del reportero. Luego de tantas décadas en redacciones, no podía zafarse de vivir formulando preguntas, buscando datos y estableciendo conexiones, lo que le impedía dedicar más tiempo a sus novelas. No son pocas las fotos en donde aparece cargando un fajo de diarios lo mismo en Tepoztlán que en Budapest, pues lo primero que hacía al llegar a una ciudad era buscar el kiosco de periódicos aun cuando no comprendiera el idioma. Más que una obsesión era una adicción originada, quizá, en la época en que, de niño, trabajaba en Tijuana como repartidor de diarios.
No era sencillo ser su alumno porque, a pesar de su brillante trayectoria, Federico Campbell pasaba por periodos de inseguridad respecto a sus habilidades literarias. Se sumía en depresiones terribles y durante esas turbulencias solía definirse a sí mismo como un farsante y un impostor. Él, que había sido alumno de Rulfo, de Arreola y de Sciascia, renegaba entonces de su condición de maestro argumentando que no podía enseñarle nada a nadie. Otro de sus fantasmas era la procrastinación, y lo era a tal grado que un día mandó quitarle a su computadora el componente que permitía conectarse a Internet para eliminar así un distractor.
Pero tampoco era difícil ser su alumno, pues era un fabulador natural que enseñaba a narrar aun sin proponérselo. Si, evocando sus charlas con Rulfo, Campbell escribió alguna vez que el autor de Pedro Páramo escribía hasta cuando callaba, no sería remoto decir que Campbell escribía hasta cuando tomaba café, pues leyendo “La hora del lobo”, su columna semanal, podía uno darse cuenta de que muchas cosas interesantes pasaban en un café llamado Mamma Roma, lugar que calificaba como “uno de los mentideros políticos de la colonia Condesa”. Por ejemplo, en un artículo publicado en diciembre de 2010, Campbell recuerda que en ese sitio Rulfo le habló de una familia de charros que se dedicaban a matar homosexuales. En otro artículo de febrero de 2011 menciona que entonces el tema de moda entre los clientes era el caso Florence Cassez, y en mayo de 2012 escribió que en el Mamma Roma circulaban toda clase de rumores sobre las campañas por la presidencia. Una tarde, mientras escuchábamos a Mendelssohn interpretado por Hilary Hahn, Campbell me preguntó si conocía este sitio.
—Me suena —respondí.
—Apuesto a que no has ido —insistió.
Tan pronto admití que tenía razón, me reveló el secreto: el Mamma Roma no existía, al menos no en un plano físico. Era una invención suya. “El nombre te suena porque es una película de Pasolini”, dijo y agregó risueño que las menciones eran una estrategia para despistar a los servicios de inteligencia gubernamentales. Algo parecido hizo con la Universidad de Cucurpe, casa de estudios ficticia a la que aludió incluso en su última columna, publicada el 2 de febrero de 2014.
El 15 de febrero de ese año, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, Federico Campbell murió. Llevaba dos semanas hospitalizado por un cuadro de neumonía, y luego de que le realizaran las pruebas correspondientes se confirmó que en algún sitio —no se sabe si en el DF o en Tijuana— se había contagiado del virus de la influenza H1N1.
Pocos días después de su muerte, Carmen Gaitán y yo encontramos en el estudio del maestro mi viejo ejemplar de Pretexta. Sobre mis comentarios él había hecho decenas de precisiones marcadas con pluma fuente, con lápiz y con plumines de diferentes tintas. Como un sastre que con jaboncillo o greda marca líneas en un trozo de casimir para saber dónde ajustar y dónde soltar, qué piezas cortar y cuáles coser, Campbell había trazado en ese viejo ejemplar los fragmentos donde visualizaba cortes, remiendos, pespuntes: añadidos, supresiones, variaciones, pasajes de la historia reciente de nuestro país, además de no pocas alusiones a su natal Tijuana y a obras maestras de la literatura universal. Donde yo creía descubrir una alusión velada a Pirandello, él me aclaraba que en realidad estaba citando a R. D. Laing, otro de sus autores de cabecera. En un párrafo incluso puntualizaba que el maestro Ocaranza había hecho estudios, ¿dónde más?, en la Universidad de Cucurpe. Pasé esa noche leyendo en voz alta el ejemplar con Iliana, mi esposa, cotejando párrafos e interpretando las señas que el maestro había dejado. Dicho en el lenguaje de los sastres, Campbell trazó el patrón que, tras su muerte, nos sirvió para armar la edición definitiva que fue publicada por el Fondo de Cultura Económica.
Algo parecido sucedió con Periodismo escrito, aunque en ese caso yo sabía que en octubre de 2013 el maestro había invertido semanas en hacer una nueva edición del manual, pues pasamos varias tardes discutiendo en torno al difícil género de la crónica. Con la paciencia de un sastre, Campbell había actualizado y enriquecido los capítulos. La nueva edición del libro, que acaba de ser publicada por la Secretaría de Cultura del Gobierno Federal, consigna por ejemplo la aparición de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, institución alentada por García Márquez para promover la excelencia, la ética y la innovación en el oficio. También menciona blogs y páginas electrónicas, y hace referencia a nombres de colegas cuyo trabajo admiraba: Diego Osorno, Leila Guerriero, Magali Tercero, Javier Valdez Cárdenas, Roberto Herrscher. En esta edición de Periodismo escrito, Campbell dejó una indicación que hoy interpreto como una palmada en la espalda: incluyó un breve ensayo mío a manera de capítulo bajo el título “La invención de la verdad”. Un palomazo literario.
“Es plausible que la detenida confección de un libro valga como una de las tentativas más realistas […] de luchar contra el olvido y preservar la memoria”, escribió don Federico enPeriodismo escrito. Hoy, a tres años de su fallecimiento, su memoria sigue más viva que nunca, pues además de las ediciones de Pretexta y Periodismo escrito se han publicado en ese lapso, corregidos y actualizados, otros cuatro libros suyos: Padre y memoria, La era de la criminalidad, Regreso a casa y Transpeninsular.
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