Jornada Semanal
Antonio Valle
I
Como Antonio Machado,
Octavio Paz creía en lo otro, en la “esencial heterogeneidad del ser”;
“en la increíble otredad que padece lo uno”. Estas líneas, que forman
parte del epígrafe con el que Octavio Paz comienza El laberinto de la soledad,
establecen la ruta principal que seguirá el poeta en este ensayo
clásico para abordar el problema de la identidad de los mexicanos;
tentativa permanente por explicar los fragmentos de múltiple
procedencia existencial en que vivimos, esa incurable otredad que
padece lo uno, ese “yo”, que, en sus orígenes infantiles –con todo lo
que implica de inocencia–, será una fuente de alteración ambivalente,
una fuente dual de amor y odio; un “yo” ligado también a los compañeros
mágicos que tanto han nutrido a la poesía, a las literaturas
fantásticas, a las filosofías y personajes especulares que se han
enamorado y rebelado frente a los espejos. Otredad del sujeto atado a
una ley anterior y exterior a él mismo. Así, para el psicoanálisis, el
inconsciente no se concibe como un ser escondido en el sujeto, sino como
algo –alguien– transindividual y como discurso del otro.
II
Al darse cuenta de que en México concurren distintasrazas y lenguas, así como varios niveles históricos, Octavio
Paz se propuso operar con algunos de los elementos psicoanalíticos que
Samuel Ramos utilizó en El perfil del hombre y la cultura en México, análisis anímico de corte antropológico empleado en El laberinto...
que puede ilustrase con la metáfora de las pirámides, de las ciudades y
el alma, donde –dice Paz– “se mezclan y superponen nociones y
sensibilidades enemigas y distantes”. Separar y poner en claro el
funcionamiento de los diversos fragmentos y elementos de esta mezcla,
enredo o palimpsesto, fue la tentativa principal del legendario ensayo,
cuyo objetivo final –o imán– sería provocar que “subieran a la
conciencia aquellas capas”; “confluencia de muchas corrientes y épocas”
que permanecían ocultas o veladas. Fue a partir de una temporada en la
que Octavio Paz vivió en Los Ángeles, que obtuvo algunos vislumbres de
una “mexicanidad que no acababa de ser”, (que) “no acababa de
desaparecer”. Para desarrollar sus tesis analizó la figura del pachuco,
cercana a la del caifán, que entre otros avatares de “lo mexicano” en
Estados Unidos, ha integrado una sucesión de seres míticos que viven en
una soledad abismal, pero que tampoco han cesado en su empeño de
encontrar su propia identidad y origen.
¿Qué bulle dentro de nosotros que nos provoca tanta
vergüenza y apocamiento? El cambio experimentado por los mexicanos,
desde que apareció El laberinto de la soledad hasta nuestros
días, ha sido pesado, lento, doloroso y contradictorio, pero comienzan a
verse algunas luces y señales con las que podemos reanudar el diálogo
desde el fondo de esas aguas estancadas, desde esos estamentos,
fronteras y callejones que nos separan y dividen para que sea posible
reanimarnos.
III
Paz dice que los mexicanos somos grandes
simuladores, que nos convertimos –y convertimos a los demás– en
fantasmas, los ninguneamos, obramos como si no existieran; así, “la
sombra de ninguno se extiende sobre México”, sombra existencial y
psicológica que perfectamente puede verse durante las pobres
participaciones internacionales que “tenemos” en las competencias de
futbol, juego y pasión nacional por excelencia; incluso, durante varios
años al mismo Octavio Paz se le ha infamado y exaltado.
No parece que ese juego haya terminado porque a
su obra, mal o escasamente leída, se le hizo un vacío; es una obra a la
que “cualquiera” (otra variante de ninguno) podía descalificar y
ningunear. Por ejemplo, a raíz de su muerte, cierta derecha intelectual
con una formación precaria lo criticaba por haber escrito
“incomprensibles” ensayos como El arco y la lira, poemas herméticos (igualmente impenetrables) como “Blanco”, o ensayos radicales y críticos como El ogro filantrópico. Por el contrario, una izquierda intelectual tipo rancherita ilustrada,
“no se la acababa” con las declaraciones políticas de Paz en torno a
las dictaduras comunistas, a los caudillos autócratas y a los caciques
territoriales. En ambos casos, lo que menos le importaba a estas
fracciones “eruditas” eran sus magníficos ensayos y poemas. Por
supuesto, parte de estas prácticas, que suelen ser rituales y
dramáticas, se traducen en argumentos y opiniones diametralmente
excluyentes, y pueden explicarse a la luz de los elementos que el mismo
Paz ofrece en El laberinto de la soledad, mutua incomunicación
de algunos estratos pensantes y represión de “algo inconfesable”
(acaso intereses de grupo de vocación autoritaria) que, como mexicanos
inteligentes y sensibles, nos ha impedido –hasta ahora– conversar y
ser.
Precisamente algo de las múltiples virtudes que
debe agradecerse en el laberinto de nuestro ancestral retraimiento, es
el empleo de la cuarta persona del plural, un “nosotros” incluyente
que, de esta manera, nos ofrece una perspectiva integral de México. Por
otro lado, es necesario decir que existen sectores académicos e
intelectuales que, ejerciendo una crítica democrática, han sabido
desarrollar un diálogo inteligente, no absurdo (del latín: de sordos) pero tampoco apabullado ante la inmensa obra de Octavio Paz.
IV
Algunos temas y expresiones de El laberinto...
parecen haber sido escritos entre 2013 y 2014. Por ejemplo: “matamos
porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor”. De nuevo,
desde la cuarta persona del plural, Paz habla, desde hace más de medio
siglo, de una violencia ancestral que en la “postmodernidad” –concepto ahistórico
y estético que a Paz le fastidiaba un poco–, a través de la violencia y
el crimen, sigue campeando en México, ahora con mayor crudeza. Entre
otras cosas, dice Paz, “el mexicano no quiere ser ni indio ni español”;
“se vuelve hijo de la nada”; cree que él “empieza en sí mismo”,
situación psíquica y existencial que le genera una sensación de vivir
en un estado de falta, de soledad y culpa irremediable.
V
A mediados de la década de los setenta, en los
ambientes juveniles y universitarios de izquierda, Octavio Paz era un
escritor al que pocos queríamos leer –ni siquiera buscábamos El laberinto de la soledad. Se decía que en ese ensayo clásico, además de haber imitado el método psicoanalítico utilizado por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México,
Paz había abjurado de una tradición política vinculada a las
izquierdas; se decía que era un joven romántico que se había hecho
presente con el bando republicano en la Guerra civil española y después
un hombre que renunció a la embajada de India al enterarse de la
tragedia en México ’68.
Dejé de criticar a Octavio Paz, poeta al que sólo conocía de oídas, cuando abrí una vieja edición de El laberinto de la soledad.
Entonces me enteré de que, para Paz, Samuel Ramos había iniciado un
examen del mexicano que fue la “primera tentativa seria por conocernos”.
Ingenuamente trataba de descubrir los argumentos con los que Octavio
Paz pretendía justificar su distanciamiento ideológico de las
izquierdas. Esa edición, publicada por el FCE
en 1967, no incluía el vibrante texto en el que Paz hacía un ajuste
conceptual en torno al pasado precolombino, tema álgido por el que
frecuentemente fue cuestionado, donde reconocía y daba visibilidad a una
parte sustancial del poliedro cultural e histórico de los mexicanos.
Por otro lado, cuando en la década de los ochenta se llevaron a cabo
las reformas radicales que adoptó la Perestroika (puntilla del
llamado socialismo real que culminó con la caída del Muro de Berlín),
se confirmaron las tesis políticas que Paz venía sosteniendo desde
varias décadas atrás, cuando el poeta solía decirle a sus exaltados
interlocutores: “usted no quiere dialogar conmigo, usted pretende
avasallarme”, frase que ilustra el interminable diálogo de sordos que
se representó en algunos debates públicos. Como toda confrontación
política, esas batallas llenas de pasión y excesos verbales, más tarde
fueron llevadas a las páginas de revistas y suplementos culturales en
donde grupos, capillas y fracciones radicales solían –y suelen todavía–
seguir adelante con una lucha ancestral, lucha que tenía el semblante
ligeramente fratricida con el que los mexicanos históricamente habían
resuelto sus diferencias, disputa ideológica y política que lentamente
se fue convirtiendo en el déjá vu recurrente de los intelectuales sumisos (agachados por conveniencia y/o deslumbramiento) y la de los chingones
(alzados y desafiantes ante la originalidad y el poder de la obra
realizada por Octavio Paz). Así, a la sombra de Paz, la derecha
intelectual condenaba por igual a genuinos demócratas que buscaban
salir de la larga noche en que las dictaduras militares habían hundido a
varios países de América Latina; mientras que la izquierda solía
defender a caudillos autócratas y violentos.
VI
Fue a principios de los ochenta cuando, obligado a
guardar reposo, comencé a ver por el Canal 2 de la televisión (otra
señal ominosa de los cambios experimentados por Paz) algunos de los
programas realizados con un formato y una producción que a la mayoría de
televidentes debió aburrirlos hasta el cansancio. Entonces, como hoy,
se trataba de un auditorio acostumbrado a colocarse frente a las
pantallas para dejar “pasar el tiempo” mientras que, divertido y sin
pensar, desarrollaba nuevos hábitos de consumo; era justo lo contrario
de lo que proponían aquellas célebres conversaciones con Octavio Paz
interactuando con algunos personajes inteligentes y sensibles.
VII
A la distancia, y parafraseando con el concepto
–primero poético y luego psicoanalítico– de “exponer” el “pasado en
claro”, ese juego de reconsideraciones históricas cuyo resultado es
estimulante ha provocado una nueva síntesis veteada de luz y sombra.
Así, además de los ajustes hechos en Otra vuelta al laberinto de la soledad,
en el discurso “La búsqueda del presente” que pronunció al recibir el
Premio Nobel, Paz dijo que “el México precolombino nos habla en el
lenguaje cifrado de mitos y costumbres”. Es necesario terminar por
descubrir ese lenguaje oculto, para que la búsqueda del presente sea
“la búsqueda de la realidad real”.
VIII
Por último, al reflexionar en torno a la Revolución
mexicana, Octavio Paz piensa que fue “la explosión de una realidad
histórica y psíquica reprimida”, y que “más que una revolución fue una
revelación”, develamiento que, después de asomarse a la conciencia por
unos instantes –como al final de un sueño–, volvió a hundirse en esa
especie de inconsciente colectivo que es México, donde se ocultaron no
sólo los dioses y las distintas realidades políticas y étnicas, sino
los distintos tiempos que siguen latiendo en el país. Por eso –continúa
diciendo Paz– un día descubrió que “volvía al punto de partida”, que
la modernidad –ese concepto tan caro para el maestro– implicaba hacer
un descenso a los orígenes. “En mi peregrinación en busca de la
modernidad”, continúa diciendo Paz, se dio cuenta de que “hoy es la
antigüedad más antigua… Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del
siglo IX y aparece en la pantalla de
televisión… es simultaneidad de tiempos y de presencias”. De ahí debe
surgir el otro tiempo, el verdadero. Hoy, cuando “la supuesta
racionalidad de la historia se ha evaporado”, es preciso acelerar la
reflexión en torno a la identidad y el “alma” del mexicano, ese ser que
“cuando se expresa se oculta”; es preciso afinar cierta metodología de
tipo psicoanalítico que nos permita re-conocer “nuestros mitos y
creencias”, así como “nuestra vida erótica”, para completar los
análisis emprendidos por Octavio Paz y por Samuel Ramos, a los que
habría que agregar el nombre y la obra de Leopoldo Zea y de Edmundo O’Gorman (citados por Paz en El laberinto...);
los nombres de Bolívar Echeverría y de Ricardo Pozas, los de Luis
Villoro y de Miguel León-Portilla, de Laurette Séjourné y Eduard Seler,
los de Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis y Roger Armando Bartra,
entre muchos otros ilustres compatriotas y extranjeros con los que es
necesario dialogar para acercarnos a la verdad oculta, al inconsciente
que late bajo las máscaras taciturnas y solares de los mexicanos.
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