Laberinto
Julio Ortega
“El
presente es perpetuo”, resumió Octavio Paz desde su fe radical en el
lenguaje, que fue el centro de su poética. Hoy el presente es una
enunciación: lleva la fuerza del instante. Pero el desafío de Paz
declara su aventura: no hay sino presente. Los poetas demasiado fecundos
nos resultan incómodos porque prolongan la charla. Nuestros protocolos
se han hecho más urbanos y orales. Gracias a esa economía expresiva,
Borges ha sido recuperado como poeta de la concisión. José Emilio
Pacheco demostró que la voz y la escritura se funden en el acto de
devolvernos la palabra. Neruda, en cambio, sintió la obligación de
cantar la historia, el paisaje y el pueblo: su monólogo es planetario.
Paz lo definió mejor: “la monotonía geográfica de Pablo Neruda”.
Paz
desarrolló su largo diálogo con el lector como una auscultante, urgida y
fecunda indagación de la poesía misma, de su dicción moderna y su
afincamiento histórico, de sus poderes prometidos y sus formas
proteicas. El poema, descubrió Paz, es la convocación de la poesía, el
ritual de su deseo y, siempre, la búsqueda renovada de su felicidad
expresiva. Como los grandes modernistas (Mallarmé, Eliot, Vallejo), Paz
supo que la poesía no está en el poeta sino en el lenguaje, y que el
poeta oficia, entre el lenguaje y el mundo, el raro instante de una
palabra que transparenta esa articulación en el evento de la lectura.
Por eso, la práctica poética de Paz está hecha por el doble movimiento
de decir y desdecir. Y también por eso, corregía una y otra vez sus
poemas, incluso los publicados. Su método de escritura pasaba por esas
etapas de autocrítica rigurosa y pasión del oficio. La segunda edición
de su poesía reunida fue más breve que la primera. La autocrítica no fue
una duda sobre la poesía sino, lo que es más interesante, afirmaba su
fe en la poesía. De inmediato reconocemos el ardor de su lenguaje, la
tensión de su prosodia, la fuerza de su clara inteligencia.
Para
no dejar de leerlo, hay que recuperarlo como intelectual serio (hecho
en la capacidad de dudar, incluso de sus propias opiniones); como poeta
lúcido (siempre buscando el poema en el mar del lenguaje); como
ensayista creativo (provocando un debate que casi nunca logró); y como
polemista ardoroso (cuyo afán de actualidad era una verdadera pasión).
Al final de su vida llegó a la melancólica conclusión de que lo querían
más en España que en México. Sus mayores interlocutores, soy testigo,
fueron Carlos Fuentes, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Pere Gimferrer,
Juan Goytisolo, Julián Ríos, Eliot Weinberger; y, en México, el más
sabio y mundano de todos, Alejandro Rossi, con quien uno sigue
conversando. Fue, no sin razón, crítico puntual tanto del voluntarismo
de las izquierdas como del fundamentalismo del mercado.
Paz
nos dice que somos una parte excéntrica de Occidente, pero no lo dice
con entusiasmo sino con resignación: la modernidad es residual, nos ha
hecho perder el mundo natural, y nos ha convertido en sujetos del
mercado universal. Buscaba un centro articulatorio, un afincamiento no
solo en la convicción poética, sino en una significación que hiciera del
arte la verdadera conciencia del ser y estar, del pensar y actuar, del
hablar y callar. Paz debe haber sido el último poeta del modernismo
internacional, cuya fe en el poder de la poesía como eje central hacía
del poeta una suerte de sacerdote responsable de la palabra, tanto de la
privada como de la pública, y cuya idea de la autonomía del arte —o,
por lo menos, de su suficiencia— hacía de la poesía un lenguaje del
esclarecimiento. El Premio Nobel de Literatura (1990) reconoció la
calidad internacional de ese lucidísimo diálogo latinoamericano. Le
debemos las gracias.
El
mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte
dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación
inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad
reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de
la lectura.
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