sábado, 29 de marzo de 2014

Gracias, Octavio

29/Marzo/2014
Laberinto
Julio Ortega

“El presente es perpetuo”, resumió Octavio Paz desde su fe radical en el lenguaje, que fue el centro de su poética. Hoy el presente es una enunciación: lleva la fuerza del instante. Pero el desafío de Paz declara su aventura: no hay sino presente. Los poetas demasiado fecundos nos resultan incómodos porque prolongan la charla. Nuestros protocolos se han hecho más urbanos y orales. Gracias a esa economía expresiva, Borges ha sido recuperado como poeta de la concisión. José Emilio Pacheco demostró que la voz y la escritura se funden en el acto de devolvernos la palabra. Neruda, en cambio, sintió la obligación de cantar la historia, el paisaje y el pueblo: su monólogo es planetario. Paz lo definió mejor: “la monotonía geográfica de Pablo Neruda”.
Paz desarrolló su largo diálogo con el lector como una auscultante, urgida y fecunda indagación de la poesía misma, de su dicción moderna y su afincamiento histórico, de sus poderes prometidos y sus formas proteicas. El poema, descubrió Paz, es la convocación de la poesía, el ritual de su deseo y, siempre, la búsqueda renovada de su felicidad expresiva. Como los grandes modernistas (Mallarmé, Eliot, Vallejo), Paz supo que la poesía no está en el poeta sino en el lenguaje, y que el poeta oficia, entre el lenguaje y el mundo, el raro instante de una palabra que transparenta esa articulación en el evento de la lectura. Por eso, la práctica poética de Paz está hecha por el doble movimiento de decir y desdecir. Y también por eso, corregía una y otra vez sus poemas, incluso los publicados. Su método de escritura pasaba por esas etapas de autocrítica rigurosa y pasión del oficio. La segunda edición de su poesía reunida fue más breve que la primera. La autocrítica no fue una duda sobre la poesía sino, lo que es más interesante, afirmaba su fe en la poesía. De inmediato reconocemos el ardor de su lenguaje, la tensión de su prosodia, la fuerza de su clara inteligencia.

Para no dejar de leerlo, hay que recuperarlo como intelectual serio (hecho en la capacidad de dudar, incluso de sus propias opiniones); como poeta lúcido (siempre buscando el poema en el mar del lenguaje); como ensayista creativo (provocando un debate que casi nunca logró); y como polemista ardoroso (cuyo afán de actualidad era una verdadera pasión). Al final de su vida llegó a la melancólica conclusión de que lo querían más en España que en México. Sus mayores interlocutores, soy testigo, fueron Carlos Fuentes, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Pere Gimferrer, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Eliot Weinberger; y, en México, el más sabio y mundano de todos, Alejandro Rossi, con quien uno sigue conversando. Fue, no sin razón, crítico puntual tanto del voluntarismo de las izquierdas como del fundamentalismo del mercado.

Paz nos dice que somos una parte excéntrica de Occidente, pero no lo dice con entusiasmo sino con resignación: la modernidad es residual, nos ha hecho perder el mundo natural, y nos ha convertido en sujetos del mercado universal. Buscaba un centro articulatorio, un afincamiento no solo en la convicción poética, sino en una significación que hiciera del arte la verdadera conciencia del ser y estar, del pensar y actuar, del hablar y callar. Paz debe haber sido el último poeta del modernismo internacional, cuya fe en el poder de la poesía como eje central hacía del poeta una suerte de sacerdote responsable de la palabra, tanto de la privada como de la pública, y cuya idea de la autonomía del arte —o, por lo menos, de su suficiencia— hacía de la poesía un lenguaje del esclarecimiento. El Premio Nobel de Literatura (1990) reconoció la calidad internacional de ese lucidísimo diálogo latinoamericano. Le debemos las gracias.


El mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de la lectura.

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