La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
Muchos han querido
definir la postura estética de Efraín Huerta (1914-1982), etiquetar su
obra, motejar su estilo, caracterizar su búsqueda literaria. No es cosa
fácil, por fortuna, constreñir a Efraín Huerta en una sola dirección.
David Huerta, prologuista de la Poesía completa
de su padre, afirmó con una muy objetiva visión apasionada e
informada: “Lo que Efraín sí era puede decirse en unas cuantas palabras:
un poeta sin el menor interés por hacer una carrera literaria
convencional.”
Efectivamente, la carrera literaria de Efraín
Huerta es anticonvencional desde el momento mismo en que, para él, el
prestigio no es esa cursilería perseguida en mayor o menor medida por
los escritores y en general por los artistas. El desparpajo de Efraín
Huerta alcanza grados de escándalo “intelectual” cuando declara
abiertamente que es un desordenado. Decir esto en un medio
donde el que menos presume asegura que sigue un método y que escribe de
pie (seguramente para que las ideas sean elevadas) o con un whisky a
un lado, etcétera, es caer en el desprestigio del “momento supremo”.
Pero no se crea, sin embargo, que Huerta no asumió la poesía como algo
fundamental en su existencia. El desorden –hoy lo podemos decir sin
mucho escándalo– es también un método válido en la poesía cuando produce resultados espléndidos.
David Huerta aclaró que su padre era “un lector
voraz y desordenado, pero de un ejemplar sentido del orden en el
momento de sentarse ante la máquina de escribir, con libros y recortes a
la mano”. Efraín Huerta se declara también “antipoético por
excelencia”. Pero, ¿por qué no habríamos de entender esa gozosa ironía
como un guiño más de su sentido del humor? Si hay algo de verdad en esa
revelación, que convoca al escándalo de los solemnes, tiene que ver
asimismo con la manera en que Efraín Huerta no entendía la
poesía. En un medio donde casi todos los poetas declaran, y lo dicen en
serio, que la poesía es su vida misma y que si no pudieran escribir
más, morirían, Efraín Huerta ríe gozosamente de esos ridículos afanes
de trascendencia, y con genuina indiferencia ante la gravedad de los
solemnes declara: “El que escribe al último/ Escribe mejor/ Yo apenas
empiezo.”
La originalidad de Efraín Huerta no sólo está en
sus gozosas ocurrencias, sino también y sobre todo en el sustento de
una sensibilidad plenamente despierta y en una rapidez de inteligencia
envidiables. Quien lea con atención el “Manifiesto nalgaísta” o las
“Barbas para desatar la lujuria” podrá darse cuenta de que su autor
goza, se divierte con el idioma, se solaza con las palabras, con un
sentido evidentemente literario. Nadie que sepa leer podría decir que
ese es el único Efraín Huerta posible. Del mismo modo que el albur
cotidiano pierde toda eficacia si carece de rapidez y adecuación al
momento, es obvio que todo albur ya sabido y manido pierde su razón de
ser, porque carece de la chispa incendiaria del doble sentido del
lenguaje. La divertida lujuria de la poesía última de Efraín Huerta es
realmente liberadora porque deslumbra en su eficacia verbal, que por lo
demás no se repite.
Con su particular estilo de definir las cosas,
Efraín Huerta escribió: “Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y
aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar los totalmente
indocumentados, los huecos, los desapasionados, los líricamente
desmadrados.”
Si, efectivamente, leemos cada poema de Efraín
Huerta como un territorio aparte, percibiremos que cada uno de ellos
responde a una emoción y a un impulso vital particular, pero que casi
nunca se vuelve lugar común. Es inevitable apreciar tres momentos
distintos de la obra poética huertiana; pero aun los poemas que
pertenecen a un mismo período de creación, aunque conserven el aliento
similar no padecen los defectos de una estética convertida en receta.
¿Cuántos poemas no hubiera podido escribir Efraín
Huerta en la misma tesitura de “Avenida Juárez”? ¿Y cuántos no hubiera
podido hacer con los mismos elementos de “Los perros de Dios o las
tribulaciones del Arzobispo”? Sin embargo, no cayó en ese facilismo.
Al releer la Poesía completa de Efraín
Huerta una de las cosas que más salta a la vista es que se trata de una
obra diversa. Los poemas de tono político, por ejemplo, no ensombrecen
de ninguna manera a los poemas amorosos, que son muchos y afortunados;
los textos más breves (y no estamos hablando en este caso de los
poemínimos, que se cuecen aparte) son variados: canciones, postales,
coplas, sátiras, etcétera; los textos de ocasión, no por ser
circunstanciales dejan de tener una intensidad deslumbrante; luego
tenemos los poemínimos que, cuando aciertan, son verdaderamente
resplandecientes.
El mejor Efraín Huerta es ese irreductible escritor
que puede incluso bromear pero que jamás olvida la triste realidad que
padece su país. Y conste que con esos temas explosivos Efraín Huerta
bien hubiera podido escribir panfletos o documentos. No lo hizo así;
por encima de todo es un poeta, y aun en sus textos más declarativos es
posible advertir su enorme sensibilidad y su indiscutible talento.
Tres cosas, por encima de otras, destacan a lo
largo de la poesía de Efraín Huerta: la claridad, lo prístino (esto es:
la luminosidad, el alba, y no en vano dos de sus libros llevan por
títulos Línea del alba y Los hombres del alba); el
amor (en todas las posibilidades, desde la serena admiración hasta la
desatada lujuria, pasando por momentos de intenso erotismo, y aquí sus
libros se titulan Absoluto amor, Poemas prohibidos y de amor, Los eróticos y otros poemas, Circuito interior);
y, finalmente, en esta trinidad de impulsos está la rebeldía
(presentada también en diversos tonos: desde la protesta llena de
ironía, sutil, hasta el tremendo grito y el estruendo del denuesto y la
maldición, pasando por elevados ejemplos de un humor burlesco que
constituye dulce venganza contra lo que el llama “las bestias”, y aquí
también hay títulos de libros que delatan sin ambages esa rebeldía: Poemas prohibidos y de amor, Estrella en alto y Poemas de guerra y esperanza, además de otros muchos poemas contenidos en títulos menos obvios).
Claridad, amor y rebeldía componen una obra poética
que no tiene nada de elemental en el sentido o en los sentidos que
podemos hallar en cualquier diccionario de sinónimos: simple, obvio,
fácil, corriente, etcétera.
La obra total de Efraín Huerta es un espléndido
fragmento de la poesía mexicana. Leerla y releerla, no sólo con fervor
sino también con atención, nos conducen a un placer y a un conocimiento
mayores de este gran poeta que, en el “Borrador para un testamento”,
escribió: “por la piedad que profeso/ por el amor que me mata/ por la
poesía como arena/ y los versos, los malditos versos/ que nunca pude
terminar,/ dejo tranquilamente/ de escribir”.
La vida y la obra de Efraín Huerta podrían
definirse con una sola frase: honradez intelectual. Envejeció y se fue
con dignidad (humana y literaria), cosa verdaderamente difícil en este
tiempo y en cualquier tiempo. Su epitafio lo escribió en 1970: “A las/
Honorables/ Autoridades/ Marítimas/ Celestes/ Y terrestres:/ No/ Se
culpe/ A nadie/ De/ Mi/ Vida.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario