domingo, 30 de marzo de 2014

En y fuera del laberinto de la soledad

30/Marzo/2014
Confabulario
Jorge Aguilar Mora

En 1799, un pensador alemán, Friedrich Schlegel, enunció esta sentencia: “El historiador es un profeta del pasado”.

Comenzar una breve reflexión sobre El laberinto de la soledad (1950) con uno de los fundadores del romanticismo podría parecer una extrapolación. No es así: Octavio Paz fundó todo su pensamiento poético y cultural más sólido en dos conceptos extraídos directamente de la teoría romántica alemana: la analogía y la ironía. Aunque no siempre remite a su origen, en varias ocasiones las menciona directamente. Su ubicuo concepto de la “tradición de la ruptura” no es sino una fusión de ambos procesos. Más aún, muchos de sus grandes poemas usan el lente de esas dos ideas para traducir su visión del mundo: la comunión y simpatía analógicas; y la distancia e identidad irónicas.

El laberinto de la soledad, pieza central en la obra de Octavio Paz, no es ajeno a esos cimientos románticos: por un lado, “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”; y por otro, “La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser”. Y si queremos ir más a fondo, al interior de la creación del libro, el mismo Paz nos ofrece el contraste cuando habla de la etapa parisina en que compuso el ensayo. Para la edición de sus obras completas, en una “Entrada retrospectiva”, dijo: “Escribía con prisa y fluidez, con ansia de acabar pronto y como si en la última página me esperase una revelación. Jugaba una carrera contra mí mismo. ¿A quién o qué iba a encontrar al final? Conocía la pregunta, no la respuesta. Escribir se volvió una ceremonia contradictoria, hecha de entusiasmo y de rabia, simpatía y angustia. Al escribir me vengaba de México; un instante después, mi escritura se volvía contra mí y México se vengaba de mí. Nudo inextricable, hecho de pasión y de lucidez: odio et amo”.

Esta técnica de enfrentar los conceptos con sus negaciones ya se ha identificado con su modo dialéctico de pensar. Sin embargo, es una extraña dialéctica: carece de una resolución en un plano superior al de la oposición. Por eso El laberinto de la soledad, felizmente, es un libro plural, aunque haga el esfuerzo de buscar la unidad. Indaga diferentes problemas y cada parte posee su propio final: el de los pachucos, el de los rasgos sustanciales del mexicano (las máscaras, la muerte, los hijos de la chingada), el de la historia y el ensayo bastante independiente de “La dialéctica de la soledad”.

Los distintos finales no encajan entre sí: se complementan con otros
horizontes conceptuales e intelectuales; pero dentro del libro, el mismo Paz fracasa cuando quiere relacionar un problema con otro. Al final de los dos últimos capítulos históricos (“La intelligentsia mexicana” y “Nuestros días”) habla de la necesidad de quitarse la máscara: “La mexicanidad será una máscara que, al caer, dejará ver al fin al hombre” y “Si nos arrancamos esas máscaras, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad”. Estas conclusiones no son dialécticas, son contradicciones. Refutan lo que Paz ha dicho sobre la consecuencia a la que nos ha llevado nuestra historia y la historia de su momento (la de los años cuarenta): volvernos “contemporáneos de todos los hombres”.

Todas las heridas y dolores de la Conquista, de la Independencia, de la Reforma y de la Revolución nos han llevado —como dice el libro— a encontrarnos con nosotros mismos. Si es así, quiere decir que nuestros rasgos sustanciales han contribuido a ello decisivamente, moviendo los hilos complejos del desarrollo histórico. Quitarse las máscaras, como cambiar de visión de la muerte y superar la condición de hijos de la chingada (para aceptar sus términos), equivaldría a quitar los andamios de una construcción cuando, solidificada ésta, se vuelven innecesarios. Entonces, ¿encontrar nuestra identidad significa rechazarla? Parece dialéctico y no lo es: ni “el hombre”, ni la “contemporaneidad” existen, ni han existido nunca. O, mejor dicho, siempre han existido, pero como armas de agresión y de imposición de valores: los siglos XIX y XX nos dan numerosos ejemplos de cómo Inglaterra, Francia, Estados Unidos usaron las consignas de “la humanidad” y de “la modernidad” para someter o en último caso exterminar a todos los reacios como los indios en toda América, los paraguayos, los chinos, los africanos, que no querían aceptar “el comercio libre”, ni la disfrazada esclavitud de la “membresía” a los nuevos imperios.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, esas entidades se presentaron como conceptos de apariencia liberadora en las luchas anticoloniales. La paradoja es que estos espejismos hicieron creer en la aparición de un sistema universal de valores, el de Occidente: “Todas las civilizaciones desembocan en la occidental, que ha asimilado o aplastado a sus rivales”. De ahí las propuestas finales del libro de que los cambios deben ser globales: “Las decisiones de los mexicanos afectan ya a todos los hombres y a la inversa”.

La historia ha dicho otra cosa, porque en el fondo siempre ha dicho lo mismo: si la dialéctica funciona, no es entre los hombres y “el hombre”, sino entre los opresores y los oprimidos, entre los acaparadores de riqueza y los desposeídos, entre los amos y los esclavos, entre el espíritu autónomo y el dogmático.

Paz reconoció las falsas ilusiones 40 años después de la publicación del libro: “Entre las ruinas de la ideología totalitaria brotan ahora los viejos y feroces fanatismos. El presente me inspira el mismo horror que experimentaba en mi adolescencia ante el mundo moderno. The Waste Land, ese poema que tanto me impresionó cuando lo descubrí en 1931, sigue siendo profundamente actual. Una gangrena corroe a las democracias modernas. ¿Vivimos el fin de la modernidad?” Extrañamente, estas palabras, fechadas el 9 de diciembre de 1992, no remiten a los años cuarenta, sino a los veinte del poema de Eliot.

Si en 1950 hubo un “hoy” contemporáneo, verdaderamente moderno, parece haber durado poco. Paz repara en el espejismo y se desengaña: entonces corrige y corrige sus ensayos, pero no cambia su diagnóstico: “/…/ confieso que la concepción central de El laberinto de la soledad me sigue pareciendo válida”.

Aunque en menor grado, varios ensayos de Octavio Paz sufrieron la revisión periódica y constante que él aplicó a sus poemas. Muy pronto, por desgracia, se apoderó de él la obsesión de que en su juventud había concebido la Idea justa para cada uno de sus poemas, pero no había tenido los medios para expresarlas. Mucha de su actividad poética consistió en “reparar” las insuficiencias de su juventud rehaciendo una y otra vez sus poemas: de hecho, los reconstruía según sus nuevas ideas de lo que debía ser la poesía, atribuyéndole esa lucidez a su juventud. Era una carrera en la que competía con su propia sombra. Con algunos ensayos hizo lo mismo, incluido, por supuesto, El laberinto de la soledad.

Este ensayo, como otros y como muchos de sus poemas, son palimpsestos de múltiples capas. Para un lector de las últimas ediciones, el problema consiste en que las versiones anteriores no están “grabadas” en la nueva.

El hecho singular en relación con su gesto de corregirse obsesivamente es que muchas ideas que parecen haber desaparecido en la corrección o en la simple eliminación de los textos de su obra subsistieron, aunque, sin que él lo pudiera evitar, deformadas.

En unos textos de 1934, “Vigilias: diario de un soñador”, estaban ya presentes las ideas del romanticismo alemán (filtradas por la lectura de Nietzsche) que luego Paz usaría para construir todo su pensamiento “teórico-poético”. Es en esos textos donde podemos reconocer la percepción temprana que tuvo de los conceptos de analogía e ironía. Estaban en su pensamiento con toda la fuerza no sólo de una primera lectura, sino con la energía de una visión de mundo.

Es en ese momento en que se podía esperar de Paz que, como poeta y como historiador, llegara a convertirse en “un profeta del pasado”: alguien con la lucidez de ver la historia (la política y la poética, que entonces eran lo mismo) como un recipiente de hechos preñados de sentido, aunque éste fuera aún incomprensible. Profetizar el pasado significaba para Schlegel reconocer que lo ya acontecido (incluyendo nuestra propia vida) está inmerso en lo incomprensible, y que la labor del profeta es encontrar en el presente la resolución de todo lo que no entendemos. La mirada al pasado —cualquiera, el inmediato anterior o el más remoto en el tiempo— debe ser la mensajera de una evaluación y la predicadora de una interpretación.

Analogía e ironía son instrumentos de libertad interpretativa: la analogía es la libertad de asociación y la voluntad de seguir al pensamiento por los territorios más inusitados y también por los más cotidianos. La ironía es el cuestionamiento constante de lo que creemos saber; es, como lo dice el mismo Paz en “Vigilias”, la aceptación de una consustancial ignorancia: no hay, en efecto, ninguna verdad, ni realidad seguras. La creación de vida y de formas de vida debe ser constante.

Paz, en ese momento, era un poeta y un pensador de una potencialidad inaudita. Pero le esperaba un destino no sólo de soñador sino de solitario. Una serie de circunstancias complejas —dignas de una biografía espiritual— lo hicieron cambiar. No renunció a muchas ideas, pero les quitó su fuerza subversiva, las neutralizó, las esterilizó. Así subsistió la analogía, pero sólo como un mecanismo de “armonía” y de metaforización (que él identificó con las “correspondencias” del anémico romanticismo francés); y así sobrevivió la ironía, pero sólo como un gesto de negación (la “tradición de la ruptura”), y no como una rebeldía incandescente contra cualquier dogmatismo, comenzando por el de la conciencia propia.

Con estos conceptos domesticados, Paz escribió El arco y la lira, y luego su continuación, Los hijos del limo. Pero antes los aplicó a una concepción de México en donde las heridas permanentes de la historia se simbolizan y donde el desarrollo temporal que va de la Conquista a la Revolución ejerce una ironía no del cuestionamiento sino de la recuperación de un “Espíritu”: México como un sujeto que busca su identidad y que la encuentra en la Revolución. El tema era fascinante; pero el objetivo mismo —la descripción de cómo México había logrado la autoconciencia de ser lo que era— era un espejismo: todo estaba visto como un símbolo, no como una verdadera conquista de la historia.

Y así, por desgracia o por destino, su visión está poblada de juicios tan parciales que excluyen a la mayoría de los mexicanos: “No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, constituido por esos que, por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tanto que mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido”.

Siempre que llego a estas líneas —al mero principio del libro— me pregunto para qué sigo leyendo: asombrosa declaración, que nunca corrigió Paz, no porque confiese el deseo de ser un libro de minorías, sino porque excluye justamente a quienes usan las máscaras, a los hijos de la chingada, a los que hicieron la Conquista, la Independencia, la Reforma, la Revolución… ¿Habla seriamente? ¿En verdad quiere decir que estas etapas de la historia fueran producto sólo de ese “reducido” número que está consciente de ser mexicano? Si es así, ¿cuál es la búsqueda de identidad? Y entonces, ¿qué sentido tiene que los mexicanos seamos contemporáneos de todos los hombres?

En qué extraña historia pensaba Paz: un grupo bastante reducido de mexicanos es contemporáneo de todos los hombres… ¿y todos los demás? Lo quiera o no, su pensamiento parece inmerso todavía en los principios raciales y axiomáticos de la Colonia y de la República para los criollos. Quizás sea mejor así: vivir fuera de su laberinto.

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