Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio
El polémico libro de Harold Bloom, El canon occidental, lleva un subtítulo desmesurado: La escuela y los libros de todas las épocas.
En el mapa canónico de Bloom, y junto a César Vallejo y Nicolás
Guillen, Octavio Paz pertenece a una estirpe de poetas de “importancia
internacional” que no logran colarse a la lista final de la competencia
literaria desatada por la imaginación occidental de Bloom. El mismo
Bloom, desde el inicio de su libro, nos advierte que la canonización
aísla cualidades y concede autoridad a los autores canonizados: “Este
libro estudia a veintiséis escritores, necesariamente con cierta
nostalgia, puesto que pretendo aislar las cualidades que convierten a
estos autores en canónicos, es decir, en autoridades de nuestra
cultura.” Sin embargo, quizás el mayor riesgo que se puede derivar de
esta ceremonia letrada de la canonización es el del aislamiento
precisamente de las obras literarias, su traslado al museo de los
libros canonizados. Obviamente, para Bloom, su concepción elitista de
la literatura “occidental” lo salva de asomarse a los efectos
totalizadores y simplificadores de su selección canónica, al tomar
también los criterios de su propia tradición crítica como “universales”
estéticos que se imponen a otras tradiciones literarias.
Es obvio que la magnitud y profundidad de la obra
de Octavio Paz (1914-1998) sobrevive a este desprecio canónico de
críticos literarios como Bloom y también a la operación inversa: su
canonización en la literatura nacional. Si la obra de Paz puede ser
entendida como un árbol magnífico y perturbador, que no cesa de crecer
hacia dentro, análogo a su poema “Árbol adentro” (“Sus raíces son venas,
nervios sus ramas,/ sus confusos follajes pensamientos”), sus
ramificaciones en todos los géneros literarios nacen de un tronco que
es también una conciencia estrictamente poética llevada hasta sus
últimas consecuencias.
No son pocas las voces que exhortan a revalorar la
dimensión poética de la obra de Octavio Paz para atenuar la extrema
politización de su pensamiento, que en muchas ocasiones termina por
obnubilar la lectura misma de sus poemas. David Huerta ha propuesto
volver al “esbelto abedul” de los poemas de Paz (“Un árbol esbelto y
fuerte”, Letras Libres, número 183, marzo, 2014). Huerta
advierte sobre el efecto pernicioso de la canonización de Paz que
podría haber dejado, por ejemplo, el Premio Nobel que le fue concedido
en 1990: “al exceso de opiniones y comentarios corresponde, punto por
punto, el peligro de un abandono gradual de la lectura hedonista.
Octavio Paz fue un hombre que puso su vida, conscientemente, bajo el
signo de la alquimia verbal. Celebremos que la Academia Sueca decidiera
otorgarle el premio más famoso del mundo, pero no dejemos que la
venerable Academia piense por nosotros. Por desgracia, el Nobel tiene
entre sus efectos la caída incesante, sobre tantas cabezas, de cierto
polvillo pernicioso con diversas manifestaciones: el prestigio, la fama,
la celebridad –otras tantas formas del malentendido.”
“El cántaro roto”: el otro comienzo de la poesía mexicana
El poeta Sergio Mondragón ha insinuado, con rigor y
discreción no canónica, con precisión analítica y una peculiar
sensibilidad rítmica, la posibilidad de leer el poema “El cántaro roto”
(1955), de Octavio Paz, como otro de los centros de nuestra poesía
contemporánea, como “el poema de nuestra identidad”, esto sin entrar en
contradicción canónica con “Piedra de sol” (1957), el poema de Paz
considerado por antonomasia como el inicio de la lírica mexicana
contemporánea. Afirma Mondragón sobre “El cántaro roto”:
El poema concluye con una epifanía que es una afirmación pura, como el poema de Rubén Darío “Salutación del optimista”, ese canto a la abundancia y la feracidad del mestizaje, del cual “El cántaro roto” es continuación y complemento no sólo por el tema –la sangre, la resurrección–, sino porque prosódicamente de él recibe y lleva a la perfección (apenas cincuenta años después de aquél) el ritmo nuevo que habría de convertirse en la divisa de la “nueva poesía” mexicana. Como el poema de Darío, “El cántaro roto” es también un canto de vida y esperanza o, más precisamente, una declaración de fe en México y en nosotros mismos; es la señal de que la poesía mexicana está de pie para iniciar una nueva rotación y una nueva etapa, con esta imagen que es la visión estética y moral, poéticamente verdadera, que nos hereda un poeta (Sergio Mondragón, “El cántaro roto no está hecho pedazos”, La Jornada Semanal, 9/IV/2006, núm. 579).
¿En la interpretación de Sergio Mondragón de “El
cántaro roto” se advierten elementos de una lectura no canónica de
Octavio Paz? Mondragón lee a Paz sin la superstición de supremacía que
deja el hecho de designar a un poema mejor que otro, o de canonizar
“Piedra de sol” como el poema que articula privilegiadamente ese fondo
cosmogónico de raíz precolombina con la dualidad rítmica de sus 584
versos endecasílabos y con el “México moderno” de mediados del siglo XX (María Andueza, “Ritmo y vuelta en Piedra de sol de Octavio Paz”, en Revista de la Universidad de México, junio de 1997, núm. 557).
Más bien, de la lectura de Mondragón se puede
concluir que en los dos poemas de Paz converge una dialéctica
mitopoética de dos temporalidades de la cultura mexicana: el pasado, el
presente y su rotación. La obra maestra que es “Piedra de sol” se
puede tomar como el comienzo ya clásico de la representación poética de
un “eterno retorno” despojado de su matriz vitalista o
existencialista; poesía, mito e historia anudados también en un ritmo
cíclico y oscilante: “Un sauce de cristal, un chopo de agua”. Mientras
que “El cántaro roto” simboliza el otro comienzo de la poesía mexicana
contemporánea, la quebradura del cántaro como “las cicatrices y las
llagas vivas de la historia atroz de México” (Sergio Mondragón),
quebrando también el ritmo del endecasílabo con el “prosaísmo poético” y
con el tono de conversación que interroga al cántaro sobre el misterio
de lo que se rompe y renace: “dime, cántaro roto caído en el polvo,
dime/ ¿la luz nace frotando hueso contra hueso, hombre/ contra hombre,
hambre contra hambre,/ hasta que surja al fin la chispa, el grito, la
palabra,/ hasta que brote al fin el agua y crezca el árbol/ de anchas
hojas de turquesa?”
Fuera del laberinto paziano habita ya una Esfinge
Si aceptamos que todo intento de canonización es,
en sentido estricto, una superficialidad de la crítica literaria, una
manera de inmovilizar las obras literarias y una pretensión autoritaria
de impedir la interpretación y las consecuencias críticas que una obra
va forjando en las siguientes generaciones y en la rotación misma de la
historia, podríamos leer textos como El laberinto de la soledad
(1950) sin el afán de ungirlo como el mejor ensayo que se escribió
bajo el influjo de la filosofía del mexicano o de lo mexicano. Para
cambiar la perspectiva canónica sobre este ensayo de Paz, podría ayudar
si lo entendemos en perspectiva latinoamericana y lo colocamos a la par
de poéticas de la historia como la de José Lezama Lima y los ensayos
de su libro La expresión americana, por ejemplo. Tanto en Paz
como en Lezama se asienta un legado poético que ensaya su propia
lectura de la historia desde la analogía y la metáfora, desde la imagen
poética como contrapunto y posibilidad de un tejido metafórico; se
afirma y amplía en sus obras la vocación histórica de la poesía en
América Latina. Paz y Lezama también comparten, cada uno a su manera,
una apropiación moderna y ensayística del barroco americano.
Además, para romper esa canonización que ata El laberinto de la soledad
a su clave nacionalista, que lo entiende como el libro necesario para
comprender la soledad universal de la cultura mexicana y sus nudos
problemáticos como la figura del pachuco, el signo de las máscaras, el
día de muertos, el gesto semántico, cultural y existencial de la
palabra “chingada”, por ejemplo, será preciso asumir que la entelequia
de lo “mexicano” era un punto de partida cuya precariedad histórica
estaba ya en la conciencia ensayística de Octavio Paz: “Las preguntas
que todos nos hacemos ahora probablemente resulten incomprensibles
dentro de cincuenta años. Nuevas circunstancias tal vez produzcan
nuevas razones.” En un análisis de esta obra de Paz a cincuenta años de
haber sido escrita, Roger Bartra afirmaba: “Hay que decir que ha
terminado la edad del laberinto. Los muros se han derrumbado.” Y sus
“claves han quedado sepultadas”. Para Bartra: “más vasta y profunda que
el laberinto de la soledad yace la melancolía”.
Los muros derrumbados del laberinto paziano quizás
nos permitan volver a leer el ensayo sin los diques de la identidad
nacionalista, sin el arquetipo del “mexicano”, para colocar ahora la
mirada en aquellas zonas del texto que, sin romper del todo el cerco
nacionalista, enunciaron casi como un murmullo cierta heterogeneidad
del México de mediados del siglo XX.
Octavio Paz configura en su ensayo una voz paralela que alterna un
“nosotros” implicado en las revelaciones giratorias de la soledad con
una tercera persona del singular que le permite tomar distancia
reflexiva de la identidad sellada unilateralmente por la filosofía de
lo mexicano; el ensayo se mueve estratégicamente en esa voz paralela y
tal parece que con este movimiento se orienta levemente hacia el rostro
de un lector heterogéneo (¿un lector del futuro, como Fray Servando en
sus Memorias?) como lo afirma Bolívar Echeverría en su
lectura del texto: “este juego de alternancia se encuentra
sobredeterminado por la necesidad de apelar a un interlocutor que es,
él también, doble: por un lado mexicano o latinoamericano y por otro
europeo”. También queda por profundizar, con esta misma perspectiva no
canónica, en el “Apéndice” de la obra, en esa “dialéctica de la
soledad” con profundos acentos trágicos y en la que prácticamente es
borrada la figura del “mexicano” del mapa del laberinto.
¿Qué nos deja El laberinto de la soledad a
los lectores del México de hoy? En una última lectura política y
contemporánea del agotamiento del laberinto, quizás podemos afirmar
que en su periferia ronda, ya cansada, la Esfinge del poder
nacionalista en crisis, la escena que el laberinto ya no podía imaginar
sin el Minotauro: el “nuevo PRI” y la
crisis neoliberal del nacionalismo surgido de la Revolución mexicana,
ahora como una Esfinge con un rostro que quiere ser suave, de
apariencia democratizadora, pero con un cuerpo de león endurecido por
la furia de su instinto autoritario de sobrevivencia y con grandes alas
para sobrevolar sin memoria la historia. Un monstruo con la boca
colmada de un veneno también suave y trágico.
Epílogo: impugnación y vida nueva al poeta no canónico
En el capítulo 24 del apartado II de la novela Los detectives salvajes,
de Roberto Bolaño, se narra una escena que concentra el extremo de una
posible actitud anticanónica respecto a la figura de Octavio Paz.
Ulises Lima, uno de los protagonistas, se encuentra con un Octavio Paz
novelizado en el Parque Hundido de Ciudad de México y ambos caminan en
sus dos primeras citas en círculos que se van ampliando, en sentido
contrario, sin decirse una palabra. En la tercera cita conversan y lo
que se dicen es un misterio, gracias a que la narradora, la secretaria
de Octavio Paz, que narra en tono melodramático y paródico la
secuencia, no alcanza a escuchar nada de esa conversación a un mismo
tiempo perturbadora y “distendida, serena, tolerante”. Quizás no hay
una imagen más exacta y misteriosa de lo que podría significar una
tradición literaria viva, sin criterios canónicos: una conversación en
medio de una batalla cultural en la que los extremos se repelen casi al
borde del desconocimiento y, al mismo tiempo, se reconocen como
antagonistas casi complementarios; quizás uno de ellos canonizado en
contra de su voluntad pero elevado a rango de clásico por sus propios
“adversarios”. Quizás la actitud estética y políticamente amenazante
que mantuvo el infrarrealismo ante la figura de Octavio Paz ayudó a que
su muerte no se volviera el gran motivo para terminar de canonizarlo y
cumplió indirectamente con uno de los deseos que el mismo Octavio Paz
le manifestó a Elena Poniatowska en una entrevista: “¿Cómo te gustaría
morir? –Desde luego que sin olor a santidad.”
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