Confabulario
Guillermo Sheridan
Rafael Solana y Carmen Toscano le presentaron a Efraín Huerta, en San Ildefonso, a los muchachos que editaban la revista Barandal, y sobre todo a su director, Octavio Paz. El recién llegado y quien ya era el poeta paladín de su generación no tardan en hacerse camaradas. Vivían una exaltación que las crónicas juveniles de ambos reflejan: cada beso fundaba repúblicas liberadas, cada viaje al interior del país conducía hacia historias profundas, cada película vista, cada poema escrito o leído era un paso más en la marcha hacia una urgente libertad social, política y sexual. Tendría que llegar el verano de 1968 para que en México se volviese a soñar y a combatir con el ímpetu que propició la década roja.
Juntos, los dos jóvenes poetas se suman a la campaña para liberar a José Revueltas, remitido en mayo de 1934 a las Islas Marías, acusado de practicar “actividades antisociales” por el gobierno de Lázaro Cárdenas. Juntos corren por las calles del centro con la policía en los talones. Quizás Paz estuvo junto a Huerta el 20 de noviembre de 1935 entre la “minoría ruidosa, la vanguardia gritona, inerme pero sin miedo” de la Federación de Estudiantes Revolucionarios (FER) y de las Juventudes Comunistas, “cuando —sigue Huerta— hostigamos por todo Insurgentes, Juárez, Madero y el Zócalo a los camisas doradas, infantería y caballería fascistas financiada por los ricos regiomontanos”. Casi al mismo tiempo trabajan en Yucatán. Casi viajan juntos a Valencia en 1937…
Su amistad juvenil fue intensa. “Más tarde —escribirá Paz— las pasiones políticas nos separaron y nos opusieron, pero no lograron enemistarnos”. Es comprensible: habían pactado camaradería y amistad en tiempos en que eso era un ritual sagrado. Con todo, Paz no estaba de acuerdo con la militancia de su amigo en la LEAR; no creía en la poesía “comprometida”; le irritaba que Huerta redujera a los Contemporáneos a una caricatura boba, “homosexuales convertidos —invertidos— en dictadorzuelos de la literatura”. Reñían y se criticaban abiertamente, siempre sobre el perdurable pacto de su amistad juvenil. Recuerdo la tarde del 9 de octubre de 1977 en el Palacio de Minería en que leerían poesía Paz, Huerta y otros poetas. Los mayores se saludaron con un buen abrazo. Alguien leyó los versos de Huerta, ya silenciado por su enfermedad. Cuando llegó el turno de Paz, el infaltable simplón lanzó el predecible abucheo. Efraín, poniéndose de pie, lo aplacó de inmediato con una retadora mirada fulminante. El público ovacionó el gesto y continuó la lectura. Paz miró a su amigo con una sonrisa: volvía a ser el “Efraín de nuestra adolescencia”.
Lo que Huerta llama “la apasionada dulzura de mis amigos”, se había estrechado cuando viven el paso de Rafael Alberti por México en 1934, con su esposa María Teresa León, en campaña de propaganda en favor del Socorro Rojo Internacional. Huerta y Paz celebraban, con diferente temperatura, su declaración final en Poesía 1924-1930 (1934): “A partir de 1931, mi obra y mi vida están al servicio de la revolución española y del proletariado internacional”. Visitaban al andaluz en el edificio Ermita en Tacubaya y lo acompañan, exaltados, en sus lecturas y conferencias. Una tarde, luego de un mitin, Alberti acepta escuchar la poesía de sus jóvenes admiradores. La de Paz le interesa particularmente y le dice que él es “el autor de la poesía más revolucionaria” que se escribe en México. Huerta era de la misma opinión, orgulloso de ese amigo que “era fervor puro, inquietud pura; era un alucinado, un impetuoso, un hombre ardiendo, un poeta en llamas.” Años más tarde, Paz publicará poemas que evocaban esos días vertiginosos. En “El mismo tiempo” alude a ese estar en llamas que, más que una metáfora de intensidad, parece una alegoría pentecostal. La vida —dice Paz— vibraba
…sobre nuestras cabezas en llamas
mientras hablábamos a gritos
en los tranvías rezagados
atravesando los suburbios
con un fragor de torres desgajadas…
En su quincuagésimo aniversario, en 1964, Huerta replicará con “Borrador para un testamento”, extenso poema dedicado a Paz. Cuadro de pasión fermentada en la amistad, el exceso y la soledad, la exaltación y el agobio, la pobreza y la ira que buscaba frenéticamente un derrotero útil. Cito la primera parte:
Así pues, tengo la piel dolorosamente ardida de medio siglo,
el pelo negro y la tristeza más amarga que nunca.
No soy una lágrima viva y no descanso y bebo lo mismo
que durante el imperio de la Plaza Garibaldi
y el rigor en los tatuajes y la tuberculosis de la muchacha ebria.[1]
Había un mundo para caerse muerto y sin tener con qué,
había una soledad en cada esquina, en cada beso;
teníamos un secreto y la juventud nos parecía algo dulcemente ruin; callábamos o cantábamos himnos de miseria.
Teníamos pues la negra plata de los veinte años.
Nos dividíamos en ebrios y sobrios,
inteligentes e idiotas, ebrios e inteligentes,
sobrios e idiotas.
Nos juntaba una luz, algo semejante a la comunión, y
una pobreza que nuestros padres no inventaron
nos crecía tan alta como una torre de blasfemias.
Las piedras nos calaban. No nos calentaba el sol.
Una espiga nos parecía un templo
y en un poema cabía el universo del amor.
Dije “el amor” como quien nada dice o nada oye.
Dije amor a la alondra y a la gacela,
a la estatua o camelia que abría las alas
y llenaba la noche de dulce espuma.
He dicho siempre amor como quien todo
lo ha dicho y escuchado. Amor como azucena.
Todo brillaba entonces como el alma del alba.
¡Oh juventud, espada de dos filos! ¡Juventud
medianoche, juventud mediodía,
ardida juventud de especie diamantina!
El poema transmite de manera formidable por qué en la década de los treinta un joven era de izquierdas o no era joven. Contiene también el vocabulario íntimo de Huerta (alba, ardor, dulzura, comunión, redención, maldición…); dibuja un paisaje en el que los demás son nuestro espejo y sus carencias las propias; la naturaleza colectiva de los apetitos, la militancia, el decálogo de la fe rebelde, los principios de su moral contestataria. Eran muchachos que juraban por los tres lados de esa moneda imposible: el amor, la revolución y la poesía.
En 1971, Huerta se refiere de nuevo a aquella liturgia generacional en “Perra nostalgia”. Abreva en la tristeza, pero con ribetes de una violencia interior propia de las decepciones profundas: la memoria se ha convertido en una perra danzarina; el quemante erotismo juvenil en una vergüenza avara; la fraternidad instantánea del alcohol en una práctica de “asnos en celo”; estudiar en una “mentada” y la pobre poesía en “una santa laica liberalmente emputecida hasta el cansancio”. Una estrofa que revive San Ildefonso, al levantar la nómina de sus amigos, parece salvarse de esta contabilidad en números rojos:
Estaba el primer libro
de Rafael Solana
el primero de Octavio
se conspiraba se era pobre
se empurpuraba la poesía
porque queríamos ser
recelar masturbar el viento
aromar la algarabía
al pie de los murales
de Siqueiros y Orozco
Vagar
estudiar
criminalmente.
Dirá Huerta años más tarde que esa forma de vivir, sentir y pensar resultó a la larga insostenible. Y agrega que “la decepción es demasiado objetiva, demasiado visual para encontrar ya en aquel muchacho atolondrado un ejemplo a seguir.” Lo que años después serán las reconvenciones de ira y melancolía ante las expectativas truncadas o los amores derrotados, eran en los treinta su decidido contrario: la convicción de que se vivía en la alborada de la verdadera historia, que la “liberación” era inminente, que la lucha contra el fascismo y la democracia burguesa era el último obstáculo hacia el mundo perfecto de la dictadura del proletariado, que los amores —por lo mismo— no sólo serían más amorosos que antes, sino un éxtasis perpetuo.
Esa irradiación emanaba de la Unión Soviética y de la República Española. La fe en el Soviet tiene desde temprano tintes religiosos y la devoción a Stalin un decidido catecismo. Desde joven, Huerta se deja llevar ya por la línea del Partido, ya por el fulgor cegador de una pasión lírico-justiciera que se proyecta a sus intereses de poeta o de cronista. Esta fe, me parece, lo lleva a esquivar la responsabilidad definitoria de la década de los treinta: dudar con inteligencia. Huerta no fue un intelectual, ni quiso serlo. La resistencia única a su fe será el paso del tiempo: una liturgia a contrapelo que conduce a la amargura del “Borrador para un testamento”. Bastaba con el culto de la acción, como lo habían proclamado tantos poetas admirados del periodo; bastaba la fuerza de su amor a la revolución, como escribe en un velado autorretrato de 1938:
Esto de la duda, en sí, jamás me ha inquietado. Ya se sabe que dudar, con todas las simplezas que trae consigo, es apenas un pequeño, inofensivo fervor, digno solamente de espíritus, a más de tímidos, hipócritas [...] La filosofía nunca ha sido mi fuerte. En general, me considero un simple aprendiz de todo [...] un Fausto maravillado. Asistiendo a la sorpresa diaria del planeta: crímenes bestiales, traiciones inenarrables, lealtad, nobleza.
Curiosa elección la de Fausto como paradigma del fervor. Un Fausto maravillado por el frenesí de la indignación y el culto de la acción, inferiores a sus grandes poemas. Si estos sentimientos y simpatías de “Fausto maravillado” se harán extensivos a su vida y serán útiles a su personaje de poeta justiciero, la poesía en “borrador” —y él lo sabía— será más perdurable y relevante.
[1] Huerta dedica un poema a “La muchacha ebria” en Los hombres del alba. Conmovedor retrato de una muchacha que sobrevive entre las cantinas y que, una noche, “me entregara su corazón derretido… sus torpes arrebatos de ternura,/ su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos,/ y su pecho suave como una mejilla con fiebre,/ y sus brazos y piernas con tatuajes,/ y su naciente tuberculosis,/ y su dormido sexo de orquídea martirizada”.
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