Laberinto
Miguel Ángel Flores
El punto ciego de la crítica en relación con la obra de Octavio Paz ha sido la escasa atención que se le ha concedi- do a su fugaz paso por el género del teatro. El propio Paz contribuyó en gran parte al desconocimiento de esa faceta suya: no solía referirse a ella. Cuando la investigadora norteamericana Roni Unger le preguntó sobre este tema, dice que con fingida tristeza Octavio le respondió que parecía que a nadie le había gustado su “hija de Rappaccini”. Añadamos que dicha pieza permaneció en el cuasi olvido hasta que la editorial Era la publicó en 1990. Antes, Paz entregó el manuscrito a los editores de la Revista Mexicana de Literatura, donde apareció el año de 1956, lo que no le aseguró gran difusión. Más tarde Antonio Magaña–Esquivel la incluyó en su libro Teatro mexicano del siglo XX (FCE, 1970). Por supuesto, la selección de Magaña–Esquivel estaba dirigida sobre todo a la gente de teatro y por ello no despertó casi ningún interés en los lectores de Octavio Paz. No sabemos qué calificativo dar al hecho de que solo se haya representado dos veces en un periodo que abarca ya más de medio siglo. Quienes se ocupan de la
actividad teatral no lo han dicho.
Al margen de sus valores dramáticos hay que señalar que La hija de Rappaccini ofrece muchas claves para comprender la poesía de Paz.
Hemos contraído una infinita deuda con Roni Unger
por el trabajo que realizó para investigar la historia del grupo que se
llamó Poesía en Voz Alta, sin el cual no se comprende una parte im-
portante de la tradición teatral mexicana. Fue una suerte que Unger haya recogido, a mediados de los años 70, los testimonios de quienes participaron en ese movimiento de renovación de la dramaturgia mexicana, pues la gran mayoría de sus protagonistas ha fallecido.
En 1956 Octavio Paz se halla de regreso en México.
La Secretaría de Relaciones Exteriores lo había nombrado Director
General de Organismos Internacionales. Aunque nunca se había ocupado del
teatro en forma activa —hay que señalar que era un gran lector de los
autores del Siglo de Oro—, las circunstancias fueron favorables para que
se acercara a este género pues algunos de sus amigos compartían su
interés por renovar el teatro mexi- cano plagado de vicios conceptuales y técnicos y
cuyo rasgo más destacado era la mediocridad. Paz había pasado, como
diplomático, varios años en Europa y en Asia. Se había impregnado de las
experiencias de la vanguardia no solo en la poe- sía sino también en el
teatro. Con sus amigos, los pintores Juan Soriano y Leonora Carrington,
y el cuentista, de deslumbrante ingenio e imaginación, Juan
José Arreola, de gran capacidad histriónica, emprendieron la tarea de
fundar un grupo, en el que los acompañaban jóvenes directores, José Luis
Ibáñez y Héctor Mendoza, y actores como Carlos Fernández y Rosenda
Monteros, provenientes to- dos del teatro universitario. Octavio Paz y
Arreola mostraron ideas distintas en cuanto a la elabora- ción de los
programas. Arreola se inclinó en hacer representaciones basadas en
autores del Siglo de Oro, prestando gran atención a la dicción de los
actores que debían decir versos de insignes poetas. Soriano se
encargaría de dotarlos de escenarios de desbordante imaginación, demasiado creativos para la época y que a muchas mentes conservadoras les parecía un atentado a los clásicos. Paz, por su lado, prefería dar a conocer al público mexicano las novedosas
propuestas de los dramaturgos y poetas franceses, que se basaban sobre
todo en el absurdo para elaborar la trama de sus obras dramáticas, los años inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial estuvieron dominados por una idea del absurdo de la existencia. Por primeras vez, gracias a la iniciativa de Paz, en México se conoció el nombre de Ionesco y el teatro breve de Tardieu y Neveux.
El local elegido para la aventura de Poesía en Voz Alta fue el llamado Teatro del Caballito, de la calle de Rosales. El primer programa del grupo lo realizó Juan José Arreola; para el segundo, Leonora Carrington, gran amiga de Octavio Paz y de estirpe surrealista, le sugirió al poeta que escribiera una obra. Tal vez esta circunstancia hizo que en lugar de intentar una obra basada en el absurdo o una pieza a partir de algún autor del Siglo de Oro, Paz decidiera tra- bajar
para la escena tomando como inspiración un cuento de Nathaniel
Hawthorne. Su interés por un cuento del autor norteamericano, cuyo
título es La hija de Rappaccini, surgió por consejo de Leonora Carrington. Paz había leído la novela del escritor norteamericano, La letra escarlata, pero desconocía la parte relativa a sus cuentos.
Muchos hijos de la ignorancia han acusado al autor de Libertad bajo palabra de plagiario, y la acusación ha hecho
fortuna. Solo una observación cuasi gratuita y propia de Perogrullo:
¿acaso los autores de la antigua Grecia no partían de mitos, algunos de
lejana proce- dencia, para escribir sus tragedias o hacían alarde de
originalidad? Y sobre este punto, ¿por qué no hemos escuchado el mismo
reclamo a Tennessee Williams y Vinicius de Moraes por haberse apropiado
del mito de Orfeo para escribir sendas obras?
Aquí debemos subrayar esta pregunta: ¿cuántos de quienes han descalificado al Paz dramaturgo han leído el cuento de Hawthorne? Todo parece indicar que esta breve pieza narrativa no ha circulado con amplitud debida en el ámbito de la lengua española.
Octavio Paz no hizo una simple adaptación de texto del autor norteamericano. No se concretó a dar un espacio y una escenografía a la trama del cuento. La hija de Rappaccini en manos de Paz no es
una simple adaptación sino una recreación. Si en Hawthorne la historia
de dos jóvenes que se ena- moran sirve para destacar la lucha entre el
pecado y la virtud, el demonio del sexo que asecha la pureza de la
virginidad, en Paz tenemos un cambio en la atmósfera y en la simbología
utilizada. Hawthorne ve la relación de la pareja desde una perspectiva moral. Su Nueva Inglaterra decimonónica había sido terreno fértil del puritanismo y sus males, entre ellos, la persecución de las supuestas brujas. Paz solo toma el esquema de dos almas enamoradas y hace caso omiso de elementos morales, para él, Beatriz, la hija de Rappaccini, y Juan, en la obra de Paz (Giovanni en la de Hawthorne), son asediados por el deseo y la búsqueda de un paraíso, que se ubica en la región de los sueños. Carlos Fuentes lo explicó bien en la nota que aparecía en el programa
de mano: “en La hija de Rappaccini de Octavio Paz, el amor se enfrenta a
sí mismo, a su otra cara. Se establece la lucha entre las exigencias
del amor total, al rojo vivo, y las del amor cotidiano.”
Octavio Paz, con un lenguaje que debe mucho al surrealismo, y por ende a la tradición romántica, no muy diferente al de sus textos de ¿Águila o sol?, sobre todo en los parlamentos del “Mensajero” de La hija de Rappaccini, buscaba ampliar los hori- zontes de las formas dramáticas y de la producción, si atendemos a la aportación plástica de Leonora Carrington, calificada de fallida. Recibió a cambio de la mayor parte de la crítica teatral de la época el insulto y la descalificación.
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