La Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer
La amplia obra poética
de Efraín Huerta (1914-1982) permite aproximaciones a las muchas vetas
en ella existentes. Una de las inevitables es la prosa escondida en el
terso hilar de la lírica con tendencia a la impresión de lo inmediato.
Muchos de los poemas de Huerta podrían ser cuentos o bosquejos de
historias mayores, pero es la intención de llevar la poesía a los
lugares más contiguos lo que hace recordables sus creaciones. Bastaría
hurgar con paciencia en sus versos para entender que la poiesis
también da para hacer crónica, tanto urbana como capitalina y, sin
duda, de los muchos viajes del autor. Además, para encontrar el humor
en la obra de Huerta no es necesario buscar demasiado: muchos de sus
textos son precisamente una broma o una burla, escondida en lo sintético
del verso o en la exposición clara de esa mofa.
Algunos de los poemas humorísticos son de doble
interpretación. En “Mandamentada” se ordena amar a la patria como a sí
mismo: es un mandamiento que en otras épocas de la historia nacional era
real, los ciudadanos vivían con la idea de pertenecer y servir a ese
país del que se esperaba todo y algunos podían obtener riquezas para
varias generaciones. Pero el amor a ese mismo país en la poesía
burlesca de Huerta resulta un mandamiento que termina en ser una
mentada de patria, un insulto el equiparar a esa nación con cualquiera
de nosotros. La vigencia del poeta no puede ser más evidente: ahora,
ante la polarización de la sociedad mexicana, especialmente en el tema
económico, para muchos será como una mentada de madre el sugerirles
siquiera que debe amarse a la patria tanto como a uno mismo.
El humor en lo erótico es recurrente en Huerta: en
“Mis Himalaya” habla de una mujer de pechos tan amplios que son como
enormes montes (los del Himalaya, por supuesto). Y el humor viene de la
hipérbole: no sólo son como unos montes (lo que ya implica una
exageración) sino que son los más grandes del planeta, al extremo de
afirmar que “son el/ pecho/ del/ mundo”, como si pudieran ser vistos
desde fuera del planeta. No sabemos si esta descripción decanta en
admiración o en repudio. En “El corrido del caracol” (cuyo título es ya
un divertimento) nos habla de las peripecias del teatro y sus
intérpretes, en una función para la “prensa gremial”.
Pocos son los actores sociales que no pasaron por
la lente corrosiva de Huerta. En “Los perros de Dios, o las
tribulaciones del Arzobispo” habla de la vanidad de un Arzobispo que ya
se siente cardenal: es tanto su deseo de elevarse, de llegar al cielo
de su propia petulancia, que es como si estuviera en un elevador. En
lugar del recato esperable, este religioso está “enamorado de Merle
Oberón”, se retrata con la piernuda Rosita Fornés, inaugura el Tívoli
y, entre espectáculos y bailes, insiste en molestarse por no ser
cardenal. La manera en que el dinero embellece a su poseedor es tratada
en “Heredera”, donde ésta camina como flamenco y garza, lentamente, por
cargar medio millón de pesos en cada nalga.
En “Ay poeta” se burla de sí mismo: se complace,
primero que nada, en ser un buen poeta de segunda, del tercer mundo. En
“Horrible muerte”, tras recibir puntapiés en la entrepierna, muere
confortado por haber recibido “todos/ los auxilios/ espirisexuales”. En
“Oración” sufre bonitamente, pero le pide a Dios que lo libere de los
“malos/ sufrimientos”. En “Definición” juega con la identidad fonética
entre ser “un impecable masoquista” cuando resulta que era un
“implacable Maoísta”. En “Recado” (relativo a los que dejan los
suicidas), lo dirige “A las/ Honorables/ Autoridades/ Marítimas/
Celestes/ Y terrestres:/ No/ Se culpe/ A nadie/ De/ Mi/ Vida.” En
“Hermafrodisiaco” describe estar completo pues no le faltan hombres y
no le sobran mujeres. En “Dos” habla de cómo le gusta beber dignamente
acompañado: “solo/ y/ mi alma”. En “Neologismo” se burla de la
costumbre poética de inventar palabras para rimar o lograr los
octosílabos: refiere la palabra “tarúpido” que sólo es la mezcla de ser
tarado y estúpido. Se burla de la referencia que le hace el Diccionario Larousse,
donde se le refiere como escritor de versos de contenido social, cuando
–afirma– en realidad escribe versos de contenido sexual. Aunque sabe,
en “Por supuesto”, que algún día ya no funcionarán sus “luces
ereccionales”. Menciona viajar en LSD Airways, donde es atendido por una celestial “aeromusa”.
El humor de Huerta, además de culto, es sobre las
formas y lo inmediato, pero permite advertir el registro de una
sociedad que tiene las referencias de cada época y que Huerta inscribe
en sus distintos viajes por el tiempo, con mirada de cronista, pero con
boca de poeta: uno alegre. A algunos escritores la necesidad de
escribir en octosílabos o con la obligada metáfora termina por
obstaculizarles el resultado. Huerta pertenece a los autores que logran
hablar con una engañosa ligereza que no oculta el bagaje literario
tras esos pequeños (de extensión) poemas. Incluso en poética
testimonial, como “Puebla endemoniada” o “A los que (no) descansan en
paz”, y muchos de los incluidos en “Circuito interior”, donde se habla
de muertes, de amores profundos, hay un atisbo de esa alegría que si en
otros poemas llama a la sonrisa franca, aquí lleva a la introspección.
Es, como refiere al final de “Puebla endemoniada”, una “amarga
alegría” que no deja de ser portadora de ese júbilo, aquí soterrado por
la masacre de la que habla, ya sea colectiva o individual. Aun en la
tragedia, en “Matar a un poeta cuando duerme”, cuando se habla de un
asesinato brutal a los ojos de Huerta, refiere que los chacales
prefirieron matar al autor dormido, pues “los pobres poetas son muy
sensibles”, para retomar esa amargura que no evita la salida del humor.
Como uno de tantos epitafios, en “D.D.F.” (ahora G.D.F.)
nos deja una señera despedida con la cual podríamos irnos para
conceptualizar la obra de Huerta: “Dispense/ usted/ las molestias/ que
le/ ocasiona/esta/ obra/ poética.”
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