Confabulario
José Homero
Imagino a Rafael Solana afirmando ante un interlocutor imaginario lo que ya ha dicho en la mesa de conferencias o ante la grabadora del entrevistador. “Éramos unos jóvenes amantes de la poesía. En Taller Poético quise que colaboraran los poetas vivos de cualquier tendencia, hasta donde nos fuera posible abarcar, sin renuncia de la calidad que pretendíamos sostener, y sin incursiones hacia un tipo de poesía excesivamente popular, con cuya aceptación habríamos caído en la demagogia. No olvidé a la provincia: García Mercado, Palacios, Gutiérrez Hermosillo, Beltrán, Quintero… Y Clemente López Trujillo, nativo de Mérida, gran amigo de todos nosotros. Dirigía un periódico, Diario del Sureste. Ahí colaborábamos Efraín, Octavio y yo. Se nos pagaba cinco pesos por artículo. ¿Sabía usted que cuando Octavio se fue a Yucatán, después de casarse con Elena Garro, estuvo trabajando en el diario con Clemente? Fue durante su estancia en Mérida que escribió Entre la piedra y la flor, donde está ese poema sobre el dinero, tan parecido al ‘Contra la Usura’ de Pound. Pero entonces nadie de nosotros había leído a Pound. A Eliot, sí. Usigli tradujo ‘El canto de amor de Alfred J. Prufrock’ y los Contemporáneos lo leían. Leíamos a García Lorca, a Prados, a Larrea, un poco a Neruda, a Alberti, que acababa de convertirse al estalinismo. Éramos todos muy amigos, un poco idealistas; creíamos en la inminencia de la revolución con el fervor de los cristianos primitivos en la segunda venida de Cristo. Cada uno abandonó esas creencias y especialmente Octavio, quien se pasó al bando contrario, desde donde defiende independencia químicamente pura. Ya no nos hablamos. Él es un dios, está en su altar; es como una montaña y yo soy un valle, ni yo levanto la vista para verlo ni él se digna a condescender. Además, aunque quisiera, no podría: con todo el incienso que le queman los jóvenes que lo tratan como si fuera un santón no puede ver. ¿La revista? ¡Ah, sí! La revista… Como decía, tratábamos de representar a la poesía de todo el país, a toda la poesía”.
“Invitamos a todos, a los Contemporáneos, a don Enrique González Martínez. No quisimos rechazar a ningún maestro. Por contraste con todas las revistas anteriores, que habían sido agresivas, o por lo menos desdeñosas para los poetas maduros, la mía invitaba a todos los ilustres a dictarnos lección. No teníamos unidad de criterio; un poco de unidad de ideario político, sí, pero eso no lo dejábamos reflejarse en Taller Poético. Allí estaban por ejemplo, José Revueltas, que era amigo y estrictamente contemporáneo nuestro, y Pepe Alvarado. Pero no hacían trascender sus ideas más que en alguna nota o algo así de segunda importancia. Ninguno de los que ahí publicamos traía un mensaje nuevo.”
Si he de ser exacto diré que los porcentajes de novedad en Taller Poético fueron reducidísimos. Bastan no obstante para desmentir la afirmación de Solana. Es cierto que incluidos los entonces poetas más nuevos, como Beltrán, Toscano y Quintero Álvarez, la manera de asumir el poema fue con ese medio tono, apenas nostálgico, a veces dolorido, pero siempre cautivo del decoro, que ha hecho (in)justamente célebre a las poesía mexicana. Una rápida (h)ojeada a los cuatro números de Taller Poético nos muestra una preferencia casi absoluta por el poema lírico. El casi lo colocan los poemas de Jorge Cuesta y Enrique González Rojo, tan cercanos en asunto como distintos en voz. En el otro extremo todos los demás son sombras de la conciencia absoluta. Buscan aprehender una verdad inspirada por ráfagas, la más de las veces, no poéticas, tan solo emotivas”.
Domina en este lirismo el poema de amor, en especial, el del amor fracasado. Sólo Salvador Novo congela la emoción en una distante y decorosa melancolía. Su evocación del encuentro homosexual no acusa un tono triste sino melancólico: su voz del que sabe que todo es mudable. Y Octavio Paz, con su ya poderoso canto, es un habitante del mundo, pero del primer día del mundo, y a través del amor convoca al demonio de la analogía y mundo y mujer son ya un cuerpo de conjuntas formas.
Si en el asunto es el amoroso el causante de la efervescencia poética de escritores que andando el tiempo se casarían con la prosa, como un Solana, un Efraín Hernández e incluso un Miguel N. Lira, en la forma, la estructura preferida es el soneto. Claro, además de la versificación regular se escribe verso libre y blanco, pero sólo Huerta, Miguel Quintero Álvarez, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Emmanuel Palacios y –¡por supuesto!–, García Lorca, José Moreno Villa y Xavier Villaurrutia, pueden considerarse seguros de voz; los demás sólo muestran esnobismo y ausencia de aliento poético tan notorio como la ausencia de homogeneidad silábica. Sonetos, en cambio, hay para todos. Desde el barroco y lleno de figuras de pensamiento, como los de Ortiz de Montellano, hasta los menos barrocos pero sí más claros y sobre todo abrasivos versos de Paz, pasando por los discretos trabajos de Solana y la oscura música cuestiana.
Sorprende un poco que ya avanzados los treinta nuestra poesía fuera aún tan tibia. Sorprende más si recordamos que ya para entonces los Contemporáneos habían dado un puñado de obras capitales: los poemas adánicos del Pellicer panteísta, los poemas en prosa de Owen, los XX Poemas de Novo. Y la lección de José Juan Tablada permanecía como un símbolo ardiente. Pero si en el futuro no quedara otro testimonio de nuestra poesía en los treinta que esta revista, los exhumadores juzgarían que la forma fue el objetivo primordial de estos talleristas.
Todo está en la actitud
Se creía un poco que el énfasis debía de estar en la actitud. Entre más vital y a veces bárbaro se fuera, mejor. Es la bandera de un Huerta y menos impulsivo pero más intenso en su poesía, de Paz. Cambiar la vida, cambiar el poema. No, no era el surrealismo el que los impulsaba –aunque estuvieran impregnados de su atmósfera– sino la ola romántica. Se leía a Rimbaud y a Novalis, con devoción no (por anacrónica) menos arrebatadora. Miguel N. Lira y su tersa dicción en sextetas impecables, la blanca pureza del verso sin aristas de Elías Nandino, los sonetos religiosos de Pellicer, en nada alteran nuestra sangre.
Pero cómo no reconocer en los poemas de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Emmanuel Palacios y Alberto Quintero Álvarez, en los del propio Paz o Efraín, el aroma del romanticismo. Embriaguez y dolor. Siempre melancolía: fracaso de la experiencia y la conciencia del poema como testimonio de esa experiencia.
(Pero Huerta era ya surrealista) Palacios, Paz y Gutiérrez Hermosillo, sin nombrar a varios otros de escasa voz, ahondaban en la tradición romántica y en especial se distinguían por su descubrimiento de Nerval o de Novalis (pero Huerta se adentraba ya en el aprendizaje de la imagen superreal). Más allá de los fieles de la dicción clásica –Lira, Solana, Beltrán– y del arrebato romántico (o surreal), estaban Novo –ya irónico en su distancia, ya distante en su ironía–, Cuesta y González Rojo –ya hermanos en su fe en la poesía pura– y sobre todo, Villaurrutia.
(Porque) La reducidísima porción de novedad está, amén de en Huerta y Paz con su intensidad amorosa, en el “North Carolina Blues”, que Villaurrutia publicó aquí. La ambigüedad y la atmósfera onírica presente en los poemas de alcoba de Villaurrutia se vuelven una interrogación colectiva; la angustia metafísica, ironía social y la pregunta por la verdad del individuo, duda por el hombre. Y no hay que olvidar el hermoso poema de Luis Cardoza y Aragón. Con una prosa muy surrealista en sus asociaciones metonímicas, en su ausencia de las señales de vialidad de la sintaxis, este “Pino, niñez y muerte”, sólo admite parentesco con los poemas de Línea de Owen. E insisto, no olvidemos a Moreno Villa, a García Lorca. ¿Cómo continuar, entonces, afirmando que “ninguno de los que ahí publicamos traía un mensaje nuevo”? En el caso de Solana y en los demás coetáneos es rigurosamente cierto. Poemas de circunstancias y sólo notables por su dominio formal, que rumiaron la lección del posmodernismo pequeño simbolista de González Martínez, la elocuencia del romanticismo hispanoamericano o la retórica panfletaria de los poetas comprometidos. Es obvio que al propio Solana se le escapa el mosaico que conformaron las voces del taller. Pero hubo variedad en las escuelas y en los mensajes.
Lugar de encuentros, mesa de cordiales conversaciones y opíparos banquetes, tal fue Taller Poético. Un gesto de amistad. Iba Rafael a seleccionar papel, “poco, porque nuestras tiradas eran cortas” y después se encaminaba a General Anaya.
Durante el día continuaba asistiendo a San Ildefonso, por las tardes al café París en horas arrebatadas al aula (o claustro) escolar. Vendió varias suscripciones para su revista y no sólo eso, en compañía de Huerta se apostaba en los pasillos de sus facultades acechando compradores como si fuera un moderno mercader de droga.
“Un peso”, decía Huerta y sonreía para sí mismo, murmurando en tono lépero, “sólo un peso, sólo un peso ¿quién da más?”, mientras devolvía su cambio al abnegado comprador, casi siempre uno de sus maestros, un amigo, pocas veces un desconocido.
La edición no erogaba más de ciento veinte pesos. Las suscripciones y las ventas solventaban un poco la publicación. Los pesos faltantes los aportaban Rafael y Efraín de sus más bien magros bolsillos. Seguían siendo hijos de familia, pero ya eran periodistas. Cobraban –cinco pesos según Solana, quince a decir de Huerta– sus artículos en el Diario del Sureste. El director era amigo de todos e incluso publicó un poema –malo, por cierto– en el último número de la revista. “Nos llegaban nuestros giros postales cada semana y eso lo juntábamos para pagar la edición de nuestra revista.”
Taller Poético no se limitó únicamente a una revista. Publicó varios volúmenes de poesía y “con dibujos de Roberto Montenegro, un tomito dedicado a conmemorar el centenario de Garcilaso, y en el que colaboró con un hermoso ensayo don Jaime Torres Bodet, que ya entonces era un personaje importante de la Secretaría de Relaciones.” (Las revistas literarias de México, 1963: 195).
Ediciones sumamente cuidadas fueron también de selecto tiraje. Nuestra literatura necesita de una guía de forasteros que nos permita recorrer sin tropiezos las callejuelas y caminos de la época. Es importante señalar que los treinta conocieron un inusitado y heroico auge editorial, amén de un imperativo estático que no reparaba en limitaciones. Justino Fernández y los O’Gorman habían dado el la con sus ediciones de Alcancía iniciadas en 1932, hechas de modo casero, artesanalmente, aunque con una prensa nueva, a diferencia de Miguel N. Lira, quien los siguió de cerca aunque con una prensa de venerable edad. Pieza de museo, “La caprichosa”, antigualla sobreviviente de la Colonia, comprada a los evangelistas de Santo Domingo, fue hábilmente explotada por Lira, quien de sus achacosos fuelles supo extraer ritmos moderno y saludables, qué digo, radiantes ediciones.
Taller Poético fue un sello editorial que fundamentalmente dio a conocer las voces aún de trémulos timbres de la generación de Taller. Pero si dijéramos que fue una empresa regida por sus propios intereses, la precisión sería mayor, pues por intereses entendemos no sólo la divulgación de nuestras obras, también la de aquellos cuya lectura dejó en nosotros una resonancia más profunda que el latido de los grillos en la habitación vacía de las tres de la mañana. Así, además de publicar los dos primeros volúmenes de Enrique Guerrero Larrañaga, Cuadrante de la huida y Herido tránsito, el segundo volumen de Carmen Toscano, Inalcanzable y mío, el segundo también de Mauricio Gómez Mayorga, Palabra perdida, y de Efraín Huerta, Línea del alba; los ya mencionados Tres ensayos de amistad lírica para Garcilaso; aparecieron dos libros de autores de una generación distinta: El sonámbulo de Luis Cardoza y Aragón, quien a decir de Octavio Paz “fue el puente entre la vanguardia y los poetas de mi edad” (Paz, 1979: 32), y Ausencia y Canto de Enrique González Martínez, cuya publicación fue una auténtica declaración de principios. Si bien se anunció la publicación de Estudio de cristal de Enrique González Rojo, el volumen permaneció inédito hasta fechas recientes.
Lo que uno da es igual a lo que recibe
Más de un año habría de transcurrir para que apareciera el cuarto y último número de Taller Poético. La cuarta entrega es voluminosa: casi el triple de páginas que los anteriores. Otra sorpresa: ya no es Lira sino Ángel Chápero el impresor, donde también se maquilaba Poesía, la revista de Neftalí Beltrán, surgida entre ese tercer y cuarto número de Taller Poético.
Según Solana la revista no murió por falta de dinero o por falta de entusiasmo sino por la escasez de colaboraciones de calidad. Además, a sugerencia de Quintero Álvarez, Solana decidió crear un nuevo taller, uno donde además de la poesía cupiera la prosa, “en forma de ficción o de ensayo, y hasta la pintura.” El resto es una historia mejor conocida.
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