Confabulario
Leopoldo Lezama
“No tengo la fecha exacta, si fue a comienzos de 1944 o principios de 1945 cuando Arreola me dijo: Mira, vamos a que conozcas a un cuate que te va a caer bien. La oficina donde trabajaba Rulfo estaba a cien metros de la redacción del periódico El Occidental, periódico muy reaccionario, muy católico, donde trabajaba Juan José Arreola. A Rulfo lo habían mandado a una oficina gubernamental de migración, y ahí lo conocí”. La voz de Antonio Alatorre se escuchaba amable, confiada. Unos minutos antes me había disuadido de hacer pleitesías cuando le agradecí el haber tomado la llamada: “Déjate de exordios. No soy el sumo pontífice”. Una semana después, en la puerta de su casa, me entregó un texto titulado “Dos apostillas rulfeanas”, con lo que quedaba concluida una larga investigación en torno al origen de la novela del escritor jaliscience.
Era diciembre del año 2006, se acercaba el 90 aniversario de Juan Rulfo y había pasado más de un año recopilando testimonios de amigos, alumnos del Centro Mexicano de Escritores, editores y críticos del narrador (Huberto Batis, Samuel Gordon, Beatriz Espejo, entre otros). Al ver el resultado en su conjunto, me di cuenta de lo más importante: había tenido la oportunidad de reunir a los tres hombres aún vivos que conocieron el proceso de elaboración de la novela, que abarcó de septiembre de 1953 (fecha en que a Rulfo le renuevan la beca Rockefeller del CME) a octubre de 1954, cuando el texto fue entregado a las oficinas del Fondo de Cultura Económica con el título definitivo de Pedro Páramo. Este hecho desentrañó una de las grandes leyendas de la Literatura mexicana: la supuesta ayuda que Juan Rulfo recibió para editar y corregir su obra cumbre. Está demás decir que los tres testimonios que hoy entregamos a los lectores no tienen un carácter secundario, pues tanto Antonio Alatorre como Emmanuel Carballo y Alí Chumacero, son piezas centrales de la Literatura mexicana moderna, y descubridores, editores y primeros críticos de Juan Rulfo. Basta recordar que dos de los tres primeros cuentos, “Nos han dado la tierra” y “Macario”, se publicaron en los números de Julio y Noviembre de 1945 en la revista Pan dirigida por Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Por su parte, Emmanuel Carballo escribió en 1954 el ensayo “Arreola y Rulfo cuentistas”, donde se apreciaba por vez primera la grandeza del escritor nacido en la hacienda de Apulco, y fue además compañero becario en el CME, cuando Rulfo escribió la obra que le dio renombre mundial.
Pedro Páramo, la memoria del génesis
En su oficina ubicada entonces en el penthouse del Fondo de Cultura Económica, sentado en un gran sillón de piel, Alí Chumacero recordó el año exacto en que conoció a Juan Rulfo: “Yo conocí a Juan Rulfo apenas y muy ligeramente en Guadalajara. En 1929 sería imposible porque yo nací en 1918 y yo tenía once años entonces, y él tenía doce. Yo nunca lo vi en Guadalajara sino hasta el cuarenta y dos. Después lo encontré en México e hicimos una gran amistad, sobre todo con la gente de Jalisco, con Carballo, con José Luis Martínez, con Arreola. Como yo me formé en Guadalajara, y ellos eran todos de por allí, pues hicimos una gran amistad. Yo trabajé junto con Juan en el Instituto Indigenista, en el departamento de ediciones. Estuve yo ahí con él durante un año y llevamos una buena amistad. Cuando me vine a trabajar al Fondo de Cultura, él hizo los libros, y luego me los dio para entregarlos al director. Fueron aprobados en seguida, e hicimos la edición en la colección Letras Mexicanas. Allí aparecieron los dos libros, el libro de cuentos y la novela célebre”. Chumacero fue becario del Centro Mexicano de Escritores cuando Rulfo trabajaba en la composición de “El llano en llamas”; de ese periodo, Chumacero recuerda la renuencia de su compañero a recibir comentarios respecto a su escritura: “Estuvimos juntos en la beca en 51-52. Él presentó los cuentos y yo le hice alguna crítica. Él la acogió con mucho cariño, y le dije: Mira esto, y parece que esto otro está desmedido, y es necesario que lo veas con más cuidado. Y él me dijo que sí, que tenía yo razón. Cuando lo publicó no le había cambiado ni una coma, ja, ja, ja. Él estaba convencido de su capacidad, de su calidad, de su forma expresiva, que no tenía que ver nada con la mía. Entonces a mí me dio mucha risa y lo felicité, le dije: Hiciste bien, porque un escritor en lo posible, si está muy convencido, debe respetarse a sí mismo y no respetar a los demás. En cuanto a la famosa leyenda que durante décadas subsistió al respecto de la supuesta ayuda que Rulfo recibió de sus contemporáneos jaliscienses, Chumacero precisó: “Ésa es una de las grandes mentiras que se inventan siempre en torno de una obra maestra. Arreola se juntó con él, y me lo contó aquí en el Fondo de Cultura, y me dijo que habían visto la novela, la habían manejado entre los dos, para armarla debidamente, para hacer que funcionara y que caminara. Porque como estaba hecha en corrientes, en estratos diferentes, había que ver cómo intercalarlos a fin de que fuera efectiva. Yo creo que lo lograron muy bien, y digo lo lograron, en plural, exagerando un poco. Pero no, no tuvo absolutamente nada que ver Arreola en la producción de la novela. También se ha dicho que yo le corregí la novela. Eso es simplemente una graciosa estupidez. Yo no le corregí ni una coma a lo escrito por Juan Rulfo, absolutamente nada. Yo hice la edición como tipógrafo, yo soy, más que un escritor, un tipógrafo, un hombre de libros, que hace libros, que sabe o que supo hacer libros, pues ya se me está olvidando. Pero no soy una persona que corrija a nadie, y menos a Juan Rulfo”. Esta afirmación contradice a lo manifestado por Juan José Arreola unas semanas después de la muerte de Rulfo, cuando le confesó a Vicente Leñero: “Estábamos en Nazas, a cuadra y media del Fondo de Cultura. De lunes a sábado salió Pedro Páramo por fin, porque no iba a salir nunca (Pausa). Lo que yo me atribuyo, no me lo atribuyo: es la historia verdadera: cuando logré decidir a Juan que Pedro Páramose publicara como era: fragmentariamente. Y sobre una mesa enorme, entre los dos nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas… Dios existe. Yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió!”[1] Y si Chumacero admitió que Arreola y Rulfo llegaron juntos a su oficina a entregar el mecanuscrito, y que “la habían manejado entre los dos”, niega que el primero haya tenido algo que ver en su resultado final.
Chumacero no perdió oportunidad de hacer un homenaje a la novela de ese hombre a su juicio “muy callado y muy tranquilo”: “Entonces pasó a ser la gran novela del siglo XX y yo creo que de cierta manera lo es. Es una novela en que la imaginación se confunde con lo que es propiamente la literatura, en que la imaginación es poesía, en que la imaginación alcanza los más altos momentos de un hombre solitario, callado, discreto, decente, limpio, bueno, que tenía una soledad muy viva. Era un verdadero incendio por dentro y lo supo emitir, transformar en palabras, y hacer esa novela que para mí es una novela cumbre; un texto que no sólo revela la imagen de un pueblo, la imagen de un rincón, el rincón de su tierra, sino que revela una de las imaginaciones más violentas, más hermosas, más vivas de la literatura mexicana. Juan Rulfo, es, pues, una de las figuras que quedarán entre los muy grandes escritores que llevan la batuta, el mando en nuestra literatura. Él quedará al lado de los mayores; más aún, su escasa obra, su pequeñísima obra, es mayor a la de muchos escritores que han hecho veinte o treinta libros. Juan Rulfo no sólo tenía mi cariño, sino mi respeto. No era un escritor pulido en el sentido exagerado de la palabra. Era un escritor imaginativo, un escritor que se proyectaba con genio más que con técnica, que sabía que la belleza es una forma inexplicable”.
Al final de la entrevista, el poeta nos confesó un dato curioso: en un fólder de piel oscura donde guardaba manuscritos de sus amigos (poemas inéditos de Villaurrutia, Gorostiza, Owen), tenía un cuento inédito de Juan Rulfo que transcurre en el mar, y cuyo personaje está inspirado en José Revueltas. Con mucho humor, añadió: “Ese sí lo saqué porque era muy malo”.
Emmanuel Carballo, luces y sombras
No fue sencillo entrevistar a Emanuel Carballo y menos tratándose de Juan Rulfo. En la biblioteca de su casa de Contadero, cerca del Convento del Desierto de los Leones, el autor de Protagonistas de la Literatura mexicana estaba más preocupado en mostrarme su ejemplar de Paradiso autografiado por su autor, José Lezama Lima, que por comenzar la charla. Finalmente, tomó asiento, puso un gesto de cierta molestia y comenzó: “Yo conocí a Rulfo en 1950 ó 1951 en Guadalajara. A Guadalajara recalaban de cuando en vez jalisciences o heredojalisciencies como dice Alí Chumacero, que iban a pasar allá sus vacaciones, a olvidarse de la Ciudad de México y ver a sus viejos amigos”. Después hizo un inédito y desconcertante retrato de su paisano: “Rulfo nunca miraba de frente, era una mirada que se avergonzaba de mirar de frente. Al mismo tiempo estaba listo para darte una puñalada. Rulfo era un hombre malo. Como ser humano era un hombre muy acomplejado. Quería ser el mejor, y no podía en la vida diaria, cuando en la literatura llegó a ser uno de los mejores, y no de la literatura mexicana, sino de la literatura universal. Ya había sucedido lo de El llano en llamas, ya empezaba a conocer las mieles de la literatura y no las hieles, que no las conoció. De no tener nada, llegó a tenerlo todo. Su mujer, Clara Aparicio, era una mujer, no golpeada por Rulfo, pero sí una mujer muy mal tratada, mal-tratada, no maltratada. No entendía con quién estaba casada. Rulfo tenía un pariente, Pérez Vizcaíno, que hacía radionovelas en la XEW. Hizo una muy famosa que se llamaba Anita de Montemar, que fue una de las más grandes radionovelas que se oían en la XEW en toda América latina. Le decía Clara a Juan: ¡Ay Juan! Deja de escribir esas cosas que nadie entiende, tan feas, tan sucias, tan cochinas, y las cosas que hacen los personajes. Debías de escribir como tu primo, él sí hace literatura fina, dulce, que le ayuda a la gente a ser mejor. Y ahora, Clara Aparicio es la viuda que hace marca industrial en nombre de su marido”. Conforme transcurría la charla, Carballo dibujó un hombre muy distinto a ese amigo “decente y limpio” que recordaba Alí Chumacero: “Es muy lamentable, los hijos de Rulfo nunca salían de las habitaciones cuando estaba Rulfo presente. Yo me acuerdo que cuando escribió Pedro Páramo vivíamos en el mismo edificio. Estábamos recién llegados de Guadalajara; subió a vernos. Pensaba que traíamos tiliches inservibles y que éramos unos huarachudos, no tenía idea de que era una familia importante la nuestra en Guadalajara. Y había una cosa: que toda la gente tenía refrigerador, estufas Acros que vendía Juan José Arreola. Entonces rápidamente compró un refrigerador para Clarita. Siempre estaba en competencia con los demás y quería tener las mejores cosas. Después descubrió un departamento en un edificio que estaba en la calle de Nazas, junto al IFAL y le dije Juan: Acompáñame a ver este departamento, a mí me gusta mucho, me gustaría cambiarme. Había una librería de Cristal abajo y el IFAL estaba a dos puertas. Y me dijo: No, hombre, no te conviene. El hombre es muy, muy difícil, el vecindario muy desagradable. No te conviene. Y uno recién llegado cree que le están diciendo la verdad y que no está haciendo una de las suyas. Yo seguí viviendo en Tigris, y Rulfo a los quince días se cambió a ese departamento. Cosas así de gente mal nacida, que no respetaba. En lugar de ayudar a un paisano suyo que llegaba, que había escrito sobre él, que teníamos una buena amistad”. Luego, como la noche se desprende de su bruma para dar pie al amanecer, Carballo pasó de la persona a la obra: “Yo trabajaba en el Fondo de Cultura, por fuera, ayudándole a corregir galeras a Alí Chumacero. Vi en primeras pruebas de página los cuentos, y pues se requiere estar ciego para no ver que Rulfo es un gran cuentista. Cuando leí “Luvina” quedé verdaderamente obnubilado. Pocos textos tan hermosos se han hecho en México y en lengua española como “Luvina”. Cuando leí “Anacleto Morones”, un cuento desde el punto de vista sociológico y religioso, contra los habladores, los simuladores, los que sacan el dinero a la gente hablando de milagros y de vírgenes y de santos. Es un cuento para mí maravilloso, excelente. Como cuentista me dejó maravillado, y empezó a hacer la novela, y ahí hay muchas incógnitas que no se han revelado. Yo no puedo hablar mucho porque no participé en eso; pero Arreola y Chumacero… Él tenía una serie de fragmentos y le faltaba unirlos. Entonces le aconsejaron que pusiera los fragmentos más o menos en orden y pensara en las elipsis: han pasado una serie de cosas que me callo, y tú lector tienes que adivinar cuáles son. Y con esa técnica hizo Pedro Páramo, y Arreola con esa técnica hizo La feria. Hay puntos de contacto estructurales entre La feria y Pedro Páramo”, es el dato más importante que el crítico literario aporta a la incógnita de la elaboración de Pedro Páramo. En aquellos meses Carballo y Rulfo eran vecinos en Tigris 84; Rulfo vivía en el departamento 1 y Carballo en el 5:
E.C. Estábamos en el Centro Mexicano de Escritores. Él era una especie de supervisor y al mismo tiempo becario. Era una gente muy querida por Margaret Shedd que era la directora, y [Margaret] quería mucho a Rulfo con sobrada razón, como escritor. Difícilmente había un par que se le pudiera poner enfrente. Estaba haciendo Pedro Páramo. Yo corregía pruebas para alcanzar a redondear mi presupuesto en el Fondo de Cultura Económica. Y me tocó corregir las páginas de Anderson Imbert, la Historia de la literatura hispanoamericana, y corrigiendo me encontré una escritora chilena, María Luisa Bombal, de 1920. Y el señor Anderson Imbert no te analiza los libros, te cuenta las historias que cuenta cada libro, y gracias a eso vi que lo que estaba haciendo Rulfo era lo que hizo María Luisa Bombal. El personaje era Susana San Juan, era muy importante. No era un plagio y puedo asegurarlo, no era plagio, Rulfo no conocía la novela. Pasamos un día entero en la librería Robredo, donde está el centro…
L.L. De los Porrúa…
E.C. Sí, de los Robredo, eran Porrúa, Jerónimo y Rafael Porrúa; ahí estaba la librería, en Guatemala y Argentina. Por fin lo encontramos. Rulfo se metió a su casa, lo leyó, no siguió adelante con el plan que tenía. Enloquece a Susana San Juan y surge, poco a poco, poco a poco, Pedro Páramo, hasta que es el personaje central de la obra. Y la otra es una loca, perdió la razón, la adora Pedro Páramo pero no puede desposarla siendo una loca. Cambia totalmente. Esa fue una aportación. Yo de ninguna manera diría que Rulfo era plagiario, que estaba plagiando a la Bombal. No, era una coincidencia. Después de Homero todos somos plagiarios”.
Carballo añadió que Rulfo aprovechó la Semana Santa de 1954 para transformar por completo el argumento, hasta sobreponer a Pedro Páramo como el protagonista de la novela. Si atendemos el propio informe que Juan Rulfo entregó al Centro Mexicano de Escritores en Noviembre de 1953, sabemos que, en efecto, el centro de la novela era Susana San Juan y no Pedro Páramo: “El nombre de la protagonista ha sido cambiado al de Susana San Juan, y el del personaje principal al de Pedro Páramo”. Esta especificación se debe a que originalmente se llamaban Susana Foster y Maurilio Gutiérrez. ¿Fue el parecido con La amortajada de María Luisa Bombal la causa de este viraje tan radical? Carballo habló también de la contribución de Arreola y Chumacero:
L.L. ¿Piensa que Arreola le pudo haber ayudado a Juan Rulfo en la organización de la novela?
E.C. Sí, por supuesto. En la mesa de la cocina o del comedor de Arreola. Arreola hizo la primera [versión], de acuerdo con él, de cómo ordenar los fragmentos de Rulfo. Rulfo se indigna y le parece que no es cierto. Alí Chumacero le ayuda mucho, le ayuda a ordenar las cosas: la ortografía, todas las cosas que le fallaban, la sintaxis, las comas, y dejan un libro bien hecho. Y Alí comete un error verdaderamente tan grande como la Torre Latinoamericana, cuando hace la crítica de Pedro Páramo en el suplemento de Novedades, en el que dice que es una novela realista, una novela más bien hecha en la tradición de, la novela rural revolucionaria, cuando no tenía que ver con la Revolución. Era, no contrarrevolucionaria, pero hablaba de todos los errores de la Revolución mexicana.
L.L. No le auguró un buen destino…
E.C. Vio que era una novela común y corriente, cuando él había ayudado a ordenar la novela. Cuando veía que una coma, alguna cosa no funcionaba, metía la mano.
Al final, Carballo reconoció la responsabilidad absoluta del autor: “Ahora, el mérito total es de Rulfo. Tú ayudas, tú has tenido ayuda, yo he tenido ayuda, todos hemos tenido ayuda. Todos llevamos, sobre todo cuando somos jóvenes, nuestros textos a gentes mayores a que te ayuden a ver las cosas”.
Antonio Alatorre, el deslinde
Acorde con su seriedad, Alatorre decidió entregar por escrito su testimonio sobre su posible responsabilidad en la edición de la novela. El reputado filólogo había sido amigo y editor de Rulfo desde 1945, y había trabajado en la casa editorial que publicó Pedro Páramo en abril de 1955. Su participación era probable, pero en su texto de 2006 su respuesta fue contundente:
I. La leyenda de mi intervención
Hace ya tiempo, tal vez unos dos años, vino Roberto García Bonilla a mi casa a traerme copia del borrador de un libro suyo intitulado Un tiempo suspendido: Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo, y a pedirme que le echara aunque fuera una mirada, por si algo no estaba bien. Le eché la mirada y vi que es un trabajo concienzudo (debe de haberle llevado bastante tiempo), pero marqué unas cuantas erratas o inexactitudes, y sobre todo algunos pasajes que urgentemente pedían aclaración, pues, tal como estaban, podrían mal informar a los lectores. Y allí acabó la cosa. Ni sé si el libro se ha publicado ya, ni he vuelto a ver a García Bonilla, cosa que me fastidia, porque varios de esos pasajes me atañen a mí.
Tengo aquí la copia, que consta de 220 hojas más 30 de “bibliohemerografía”. Allí leo (hoja 174): “Sobre la terminación de la novela de Rulfo se cierne una leyenda: la ayuda que recibió su autor, particularmente la corrección final de Alí Chumacero y Antonio Alatorre”. Y leo también (hoja 175) algo que yo digo en la nota última de mi artículo “La persona de Juan Rulfo” (Literatura Mexicana, vol. X, pag. 245): la “leyenda” de que hice correcciones en Pedro Páramo es “¡falsa, falsísima!”
Pero el libro de García Bonilla no sólo me hace saber que la leyenda sigue viviendo, sino que me revela algo que yo ignoraba. Allí se lee (hoja 138) que en 1979 “Rulfo pidió a José Luis Martínez, director del Fondo de Cultura Económica, la revisión de El llano en llamas y de Pedro Páramo” porque no estaba “plenamente satisfecho [con] los cambios que se habían hecho por sugerencia de los editores Antonio Alatorre y Alí Chumacero”; y en seguida estas palabras de Felipe Garrido, que en 1979 era gerente de producción del Fondo: “Un par de días por semana iba a sentarme con Rulfo…, y durante unas tres horas leíamos juntos los textos y él iba haciendo cambios. Al comparar la edición corregida -publicada en 1980- con las anteriores, se advierten fácilmente las diferencias. Por ejemplo, Rulfo volvió a poner hidrante donde Alatorre había puesto vertedera”; y, siempre según Garrido, al tachar la palabra dijo Rulfo: “No se por qué me deje convencer por Antonio; en su pueblo dirán vertedera, en el mío decimos hidrante”.
Esto es puro cuento. Lo que sucedió es muy otra cosa. Hay un fragmento de Pedro Páramo que bellamente comienza así: “En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra el agua clara caer sobre el cántaro”. Y poco después: “Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso”. Pues bien, una vez (nos veíamos muy de cuando en cuando desde que él se vino a México) le dije a Rulfo, palabra más, palabra menos: “Es curioso que llames hidrante a eso. En Autlán lo llamamos filtro, y los hidrantes son esas tomas de agua que hay aquí y allá, a donde va la gente humilde a llenar sus cántaros”. Eso fue todo. En 1955, cuando se imprimió Pedro Páramo -y, según el colofón, “cuidaron la edición José C. Vásquez y Alí Chumacero”-, todo mi tiempo era para El Colegio de México: dirigía mal que bien el Centro de Estudios Filológicos y me ocupaba sobre todo de la exigentísima Nueva Revista de Filología Hispánica. El enorme absurdo de convertirme en “editor” de la novela de Juan sirve de sostén para un absurdo aún más enorme: el de hacerme meter esa palabreja. ¿Qué diablos es vertedera? Tengo que acudir al Diccionario, y veo que es una “especie de orejera que sirve para voltear y extender la tierra levantada por el arado”. Me pregunto qué especie de marciano habrá hecho que de una vertedera caigan gotas de agua clara.
Felipe Garrido aparece citado otras veces: dice que el original que se mandó a la imprenta tiene “cambios, aunque todos son meros retoques, unos de Alí Chumacero, otros de Alatorre” (hoja 158); dice que “muchos de los retoques que hicieron Alí y Alatorre los aceptó Rulfo, y son los cambios que tiene cualquier original” (hoja 149); y dice, finalmente: “En cuanto a Alatorre, pues ahí está su caligrafía; los cambios que hizo son pocos; la mayoría son de Alí” (hoja 175).
Felipe Garrido es hombre serio, y amigo mío además. Por eso me molestan esas mentiras que él, obviamente, cree verdades. Se me ocurre presentar documentos bien certificados y autenticados y sellados que atestigüen que yo dejé de trabajar en el Fondo de Cultura Económica en 1947. Se me ocurre emplazar a Felipe para que ante un tribunal demuestre que en el original que se mandó a la imprenta hay “caligrafía” de Alatorre. Se me ocurre… Pero en seguida me sereno. ¡Bah! Ciertamente la gente que lea los anteriores pasajes va a pensar muy mal de mí. ¿Y? ¡Qué más da!
(Alatorre había escrito en “La persona de Juan Rulfo”, que después de su estadía en Guadalajara, su trato con Rulfo en la Ciudad de México fue “esporádico, aunque siempre afectuoso”. Luego de tomar distancia con la leyenda de la edición de Pedro Páramo, Alatorre escribe de un tema que hasta entonces había sido inaccesible: la relación que Juan Rulfo tuvo con el poder político. Por eso sorprende la segunda parte de su testimonio:)
II. La última vez que hablé con Rulfo
Cuando el señor Miguel de la Madrid comenzaba a recorrer el país “promoviendo” su candidatura a la presidencia, me llegó un día, por teléfono, una voz femenina para notificarme que el candidato deseaba ardientemente reunirse en Guadalajara con los más destacados intelectuales y artistas jalisciences, residentes en Jalisco y también en el D.F., con objeto de tener un “coloquio” sobre temas y problemas culturales. Y agregó la voz telefónica que yo estaba cordialmente invitado a ser uno de los asistentes; un avión del PRI nos llevaría a Guadalajara, tendríamos el “coloquio” por la noche, y al día siguiente nos traería el avión a México.
A punto estaba de contestar que yo no me metía en esas payasadas, cuando me vinieron a la cabeza, como relámpago, unas palabras de Luis González. Yo le había contado que varias veces me habían invitado a los “desayunos de los lunes” en que el presidente Echeverría se hacía acompañar de intelectuales, y que siempre había contestado “No, muchas gracias”, y entonces me dijo Luis: “Pues has sido un tonto. Yo sí he aceptado, y puedo asegurarte que te pierdes de un folklore bastante divertido”. Por eso ahora, en vez de decir “No, muchas gracias”, acepté la invitación, y con regocijo: se me estaba ofreciendo en bandeja la oportunidad de presenciar algo de ese folklore; además, les haría a mi madre y a mis hermanas una visita sorpresa, pagada -¿quién lo hubiera dicho?- por el PRI. (Otro invitado, Moisés González, de El Colegio de México, aficionadísimo al futbol, me dijo que había aceptado porque el día siguiente, domingo, iba a haber un gran encuentro entre el Guadalajara y el América.)
Me imaginaba que iríamos muchos, pero sólo fuimos cuatro. Nos instalaron a los cuatro en el Camino Real, y a media tarde nos convocaron a todos a una reunión previa en el lobby del hotel. Allí un individuo calvo y chaparro, con facha de politiquillo, nos espetó una breve alocución cuya esencia era la siguiente: “Exprésenle ustedes al señor licenciado sus deseos de que a la cultura del país se le aplique una dosis extrafuerte de nacionalismo”. Yo, la verdad, me sentí ofendido. ¿Qué idea tenía de los intelectuales ese calvito que creía que se nos podía “adoctrinar” como a niños de kínder? Tuve que decirle que ésos no me parecían buenos modos, y que cada quien podía decir lo que se le antojara, pero él capoteó la embestida como buen diestro, y yo me callé la boca. Sólo pensé: Ya estamos metidos en el folklore. ¡Buen comienzo!
Al “coloquio”, celebrado en una casa particular, precedió una cena de gala. El candidato llegó con más de dos horas de retraso (en la mañana había estado en Colima, y la cosa había durado más de lo previsto). Venía con una numerosa comitiva, y en ella, entre guaruras y achichincles, ¡a quién veo, sino a Juan Rulfo! Sentí una punzada en el diafragma. ¡Y qué cara la de Juan! Cara de mucho sufrimiento, de enorme cansancio.
Inmediatamente los mozos dejaron de servir jaiboles y nos sentamos todos a la mesa, Rulfo a la derecha del candidato. La cena fue rápida; aún no acababa de servirse el café y el coñac, cuando -¡tilín, tilín!- empezó el “coloquio”. Habló primero un pintor, que hizo exactamente lo que había pedido el “adoctrinador” (cuyo nombre, por cierto, supe más tarde: Carlos Salinas de Gortari). El arte, dijo ese pintor, andaba de capa caída en México porque estaba desnacionalizándose a una velocidad alarmante. En seguida otro pintor, denodadamente, puso como ejemplo concreto a José Luis Cuevas, cuyas obras debieran quedar censuradas y proscritas (¿o quemadas?). El tercero fue un literato, cronista oficial de la ciudad de Guadalajara, que le dijo al candidato más o menos esto: “Si llega usted a la presidencia, como todos esperamos, ojalá atienda también al terreno de la literatura, donde está ocurriendo la misma tragedia. Aquí en Guadalajara, las librerías están llenas de traducciones de novelas extranjeras. De eso se nutren los jóvenes, y, lógicamente, se desmexicanizan y se echan a perder”. Al oír tamaña monstruosidad, no pude aguantarme. Abandoné la cómoda postura de espectador, pedí la palabra y dije más o menos esto: “Aquí hay algo que rechina. Yo, que conocí a Juan Rulfo aquí en Guadalajara en 1944 o 45, puedo afirmar (y él no me dejará mentir) que lo que él leía eran puras traducciones de novelas gringas, ¿y acaso hay, en todo el mundo, alguien que no lo sienta mexicano o lo vea echado a perder?”
Se me olvida qué sucedió después. Lo que recuerdo es que, en vista de lo avanzado de la hora, el famoso “coloquio” terminó muy pronto, sin pena ni gloria (o mejor, con bastante pena y nada de gloria).
Al final estuve platicando unos momentos con Juan. “¿Qué te pasa? ¿No te sientes bien?”, le dije; y me contestó: “¡Ay, Antonio! ¡Si supieras qué cansado estoy, qué desesperado…!”, y algo me habló de sus cuitas. Le dije: “¿Y por qué soportas esto? Aprende a Arreola, que vive aquí, y fue invitado, pero no vino”. Y me contestó: “Yo no puedo hacer como Arreola. Estoy atrapado, Antonio. ¿Cómo quieres que me zafe?”
Fue la última vez que hablé con él. (Hacía mucho que no nos veíamos sino muy de cuando en cuando.) Sentí mucha tristeza, mucha lástima. ¡El autor de esa joya que es Pedro Páramo arrastrado así, para adornar o ennoblecer con su presencia el abyecto circo priísta! ¡Qué doloroso! (Hasta aquí el escrito de Alatorre).
Huellas, interpreaciones, evidencias
La manera en que se concibió y escribió Pedro Páramo, es quizás el mito que ha causado mayor polémica en la historia de la Literatura mexicana. La facilidad de Rulfo para inventar pistas, lugares y hechos falsos, han vuelto difícil el trabajo para los estudiosos que han querido buscar los orígenes de Pedro Páramo; “quería dar la impresión de que se hizo solo, de que parió sin comadrona”, bromea Carballo al respecto. La nula disponibilidad de los actuales poseedores del archivo Rulfo también dificulta un estudio profundo. Por eso es esencial el estudio que hizo Samuel Gordon, quien hacia el año 2000 tuvo a la mano las copias de lo dos mecanuscritos salidos de la misma máquina de escribir Remington Rand de escritorio, con que Rulfo pasó en limpio los apuntes que había hecho en un cuaderno escolar y que rompió posteriormente. Gordon, después de un análisis textual detallado del mecanuscrito llamado Los murmullos y del titulado Pedro Páramo, concluye:
El mecanuscrito resultante, depositado en el Centro Mexicano de Escritores para amparar la beca concedida, llevaba –lleva– por título Los murmullos. El entregado al Fondo de Cultura Económica está titulado Pedro Páramo y, además del marcaje tipográfico anotado a mano en la portadilla, agrega: “Letras Mexicanas” y en el siguiente renglón, “19”.
[…] No cabe duda de que, cuartilla a cuartilla, ambos coinciden y ello nos permite inferir que los dos ejemplares salieron del carro y rodillo de la misma máquina a un tiempo, pero, al no poder contar con los originales, me resulta imposible establecer cual de los dos juegos es copia al carbón del primero y, sobre todo, asignarles las mayúsculas A y B según lo establecen la tradición filológica y el orden del caso, lo que simplificaría nomenclaturas, evitando verborrea y confusiones.
[…] En el mecanuscrito entregado al Fondo existen numerosas marcas tipográficas de separar y crear espacios precisamente para distinguir las secuencias así como, a veces, para unir pasajes. ¿Pertenecen a Rulfo o a manos ajenas? La letra es más fácilmente reconocible que una marca que sólo implica una línea recta y dos curvas.
Las primeras ochenta y cinco cuartillas se hallan paginadas, mediante máquina de escribir, al centro del margen superior. De la 86 a la 111, la paginación se marca del lado superior izquierdo por el mismo medio. A partir de la 112, en ambos mecanuscritos, aparece otra numeración: sobre el margen superior izquierdo, a máquina, se inicia con el uno, sin marcar, y termina hasta el número 7, que coincide con la página 118 de la secuencia del mecanuscrito, existe además otro foliado por sello automático con numeración coincidente a la general acumulativa, seguramente debido al Fondo de Cultura Económica, por lo que se está duplicando la paginación y triplicando la foliación entre las hojas 112 y 118. Por otro lado, a partir de la 119, se agregan 9 cuartillas, también bajo un doble sistema de paginación que superpone dos series, una numerada a mano sobre el margen superior derecho del 1 al 9 y otra que, después de tachar el 119 a máquina en el centro, continúa desde la 120 para un total de 127 cuartillas mecanografiadas a doble espacio en el ejemplar entregado al Fondo para su procesamiento editorial, las mismas que, sin tantos avatares, exhibe el mecanuscrito del Centro Mexicano de Escritores.
Podemos inferir, por lo tanto, que existieron, en el mecanuscrito del Fondo entre tres y cinco intentos de reorganización macroestructural, seguramente no debidos a Rulfo, según la lección que arroja el homólogo del Centro Mexicano de Escritores.[2]
La pregunta, seis décadas después, sigue siendo la misma: ¿a quién se deben esos varios intentos de reorganización macroestructural de la novela? ¿Fue idea del propio Rulfo? ¿Fue iniciativa de sus editores?
En 2006 entrevisté también al promotor cultural Huberto Batis, quien no es ajeno a esta historia, pues en el corto periodo en que fue gerente del Fondo de Cultura Económica, consiguió un tiraje de 50 mil ejemplares de Pedro Páramo que la casa editorial vendió a la SEP como libro de texto. Batis, quien cada semana tomaba café con Rulfo en la antigua librería El Juglar, añade una anécdota importante:
Incluso se dice que Pedro Páramo era así de alto y lo dejaron a la mitad. Yo le pregunté eso a Rulfo y me dijo: ¡Me chingaron, hicieron lo que quisieron, cortaron, pegaron con engrudo las páginas como quisieron! ¡Ni yo entiendo lo que han hecho! Y le dije: ¿Quién hizo eso? Entonces me dijo: Los cabrones de Carballo, otro jalisciense aunque es de Michoacán, pero educado en Guadalajara, Arreola, Alatorre y Chumacero. Todos de su tierra, todos de su edad, todos amigos suyos. Y dijeron: Bueno, pero qué hacemos con esto; hay que publicarlo. Pero el editor dijo: Eso es muy grande, hay que reducirlo. Un alumno mío hizo una tesis de fragmentos de Pedro Páramo no publicados, fragmentos que no están en la novela. Y qué bueno que los quitaron. Hay una metáfora que me quedó en la memoria, que habla de una hormiguita que va caminando y hay mucho sol, y va buscando la sombra que hace el zacate trenzado, y dice que hace como un petatito de sombra. Y ahí va la hormiguita. ¡Pues eso es de Cri-Cri!, ¿no? No es dePedro Páramo. Qué bueno que dijeron: ¡Qué está haciendo esta pinche hormiga aquí! Pues la sacaron. Y todo mundo daría cualquier cosa por dar con el original primero, pero no está. Rulfo se encargó de desaparecerlo.
Han pasado casi 30 años de la muerte de Juan Rulfo, pero su leyenda había comenzado muchos años antes. El antiguo vendedor de neumáticos de la Goodrich Euzkadi, el recaudador de rentas, fue un maestro de la narrativa, pero también del suspenso. Para dispersar el asedio de editores y periodistas inventó fabulosas evasivas, desde la supuesta elaboración de una novela inexistente llamada La Cordillera, hasta achacar su aridez productiva a la muerte de su tío Celerino, quien “le contaba todo”. Su renuencia a aparecer públicamente contribuyó también a la construcción de una personalidad oscura. Sea por la presión de una muchedumbre ávida de una nueva obra maestra, o porque el tamaño del reto de igualar Pedro Páramo era mayúsculo, Juan Rulfo no volvió a publicar (salvo El gallo de oro en 1980). En un par de obras lo dijo todo y supo callar a tiempo.
Un tanto triste, como inconforme, Alí Chumacero reflexionó sobre el mutismo de Rulfo:
L.L. ¿Él nunca le comentó por qué no quiso publicar más?
A.CH. No, nunca, eso es muy difícil saberlo. Eso es un fenómeno psicológico que se puede dar en escritores que han tenido éxito desde un principio; no hay que olvidar que su libro de cuentos es un libro magnífico. Su Pedro Páramo vino a sofocar el libro de cuentos, que es un libro muy bueno, con algunos cuentos excepcionales que algún día se van a recoger con más ánimo. No digo que no hayan sido valorados. Digo que no se les ha dado el reconocimiento que se merecen, pues porque están a la sombra de ese monstruo tenebroso que es Pedro Páramo, que acalla todo lo que pueda sobresalir de lo normal.
De la involuntaria fama, que al parecer hizo al prosista mexicano mayor daño que beneficio, Carballo mencionó:
Rulfo no se dedicaba a promoverse. Rulfo le tenía miedo a la fama. Al final le daba gusto, pero él no ayudó a hacer su fama, más bien se escondía de la fama y eso le cayó muy bien a la gente. El huir de la promoción fue lo que le cayó bien a la gente: el escritor humilde y talentoso. Era tan hábil, y con eso hizo más propaganda sin hacer propaganda. Muchas gentes, como Fuentes, como Paz, hacían mucha publicidad y no tuvieron la ventaja que tuvo Rulfo. El escritor sencillo, huraño, que escribió un libro. Arreola decía que escribió como el burro: por casualidad. Ya no volvió a publicar un libro, la cosa de la flauta por casualidad. Ahora, Rulfo se hubiera repetido, y al final no se repitió. Dejó exactamente lo que quería dejar.
Juan Rulfo fue un hombre que vivió y murió solo. El peso de dos obras maestras acrecentaron la soledad de un hombre que quedó huérfano a los diez años, que pasó su infancia en un orfanato y que jamás se sintió identificado con nada que no fuera su propio hermetismo. “La vida no es muy seria en sus cosas”, reza el título de uno de sus cuentos, quizás por eso no le costó trabajo dejar que el tiempo lo carcomiera como a sus personajes de Comala. Sin embargo, muy a su pesar, Juan Rulfo será uno de los muy pocos autores mexicanos que se leerán en los siglos venideros.
Chumacero guardó su elegante fólder negro, se levantó, enorme, de su sillón de piel. Guardó sus tesoros en un cajón sepulcral, guardó también su ejemplar de la primera edición de Pedro Páramo en cuyo colofón aparece él como el responsable de la edición. Muchas dudas ya han sido aclaradas; las otras el lector las intuye. Se hizo un largo silencio, la grabadora seguía rodando:
La muerte de Juan, aparte de lamentable, fue para los amigos muy dolorosa y muy molesta. Para la literatura fue nefasta; y yo pienso que desde el punto de vista puramente literario, lo que hizo es suficiente para perdurar, para estar dentro de la gran literatura mexicana. Era un autor muy elogiado, muy reconocido en todo el mundo… Entonces para nosotros fue una pérdida muy notable; fue la pérdida que nos hizo pensar que algo faltaría en la Literatura mexicana. Faltaba nada menos que Juan Rulfo.
[1] Leñero, Vicente, ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? Entrevista en un acto, México, Universidad de Guadalajara-Proceso, 80 pp.
[2] Gordon, Samuel, “Lecturas, génesis, creación y textología en el primer medio siglo de Pedro Páramo”. Texto entregado por Gordon para la presente investigación en noviembre de 2006.
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