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Álvaro Santana Acuña
En julio de 1965, García Márquez era un escritor poco conocido fuera de Colombia. Ese mes, según cuenta la leyenda, abandonó el trabajo con el que mantenía a su esposa y sus dos hijos tras tener una epifanía. Iba de la ciudad de México hacia Acapulco para unas vacaciones familiares, cuando de repente un venado cruzó la carretera. García Márquez no atropelló al animal, sino que allí mismo fue atropellado por el comienzo de una novela: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Según la leyenda, García Márquez volvió rápidamente a su casa en la ciudad de México, donde se encerró a escribir durante dieciocho meses la novela que la editorial Sudamericana publicó en mayo de 1967: Cien años de soledad.
La historia real de cómo escribió esa novela no es menos mágica que las numerosas leyendas que la rodean. En esa historia, el objeto de mi libro en curso, William Faulkner, Fidel Castro, la familia Rockefeller y hasta la CIA desempeñaron un papel importante. Pero García Márquez quiso silenciar estos y otros asuntos. Tras recibir la primera copia impresa de Cien años de soledad, quemó todos los cuadernos y los diagramas usados para redactar la novela. Años más tarde, unas galeradas con sus correcciones de puño y letra desaparecieron de los archivos de Sudamericana.
No obstante, los fragmentos de la historia oculta de la novela han emergido poco a poco. Escribirla no le tomó dieciocho meses, sino quince años. La comenzó en 1950, con veintitrés años. En Crónica, una revista colombiana que duró trece meses, publicó “La casa de los Buendía (Apuntes para una novela)”. En ese texto ya figuraban Aureliano Buendía, la casa familiar y la atmósfera sofocante de Macondo. Durante los siguientes quince años, García Márquez trabajó como periodista en seis países, cargando con él un manuscrito de setecientas cuartillas titulado “La casa”.
Ese manuscrito le acompañó a Estados Unidos en 1961, cuando fue nombrado corresponsal de Prensa Latina, la agencia cubana de noticias creada por Fidel Castro tras la revolución. Meses más tarde, por razones políticas, García Márquez, el manuscrito y su familia partieron hacia la ciudad de México. Lo hicieron cruzando en autobús el sur estadunidense, donde García Márquez respiró el mismo aire de la tierra que inspiró a uno de sus más admirados escritores e influencias, William Faulkner.
Al instalarse en México, desencantado por la escasa repercusión de sus novelas, García Márquez abandonó la literatura y se aventuró en otra profesión: guionista de cine. Pero para mantener a su familia tuvo que escribir en revistas de actualidad, sin que apareciese su nombre, y trabajar como publicista. El viento de su fortuna cambió cuando su amigo Álvaro Mutis lo puso en contacto con “La mafia”, un grupo de artistas liderado por Carlos Fuentes, con Luis Buñuel y Juan Rulfo entre sus miembros. Las actividades del grupo atrajeron la atención del benefactor Rodman Rockefeller, el editor Alfred Knopf (que publicó numerosas obras del boom en Estados Unidos) y la agente literaria Carmen Balcells, cuya agencia acabaría representando a Donoso, Vargas Llosa y Cortázar. Balcells ofreció a García Márquez un contrato con una duración de realismo mágico: ciento cincuenta años. Ésa fue su epifanía real. Unos días después de firmar el contrato, empezó a trabajar en la última versión de Cien años de soledad.
El año anterior a su publicación, revistas y periódicos de cinco países difundieron en primicia siete capítulos de la novela; casi un tercio del total. Dos de ellos aparecieron en Mundo Nuevo, una revista literaria latinoamericana publicada en París y financiada en secreto por la CIA, como un indignado García Márquez acabó descubriendo. Un análisis detallado de los siete capítulos y otros textos dispersos revela numerosos cambios con respecto a la novela final, y nos descubren varios de los trazos creativos que su autor quiso ocultar.
Por ejemplo, el padre del coronel Aureliano Buendía no lo llevó a conocer el hielo, sino un camello. Información sobre la ubicación exacta de Macondo fue suprimida para acrecentar su aislamiento y su ámbito de paraíso terrenal. Remedios la Bella tenía otro nombre, más espiritual que carnal: Rebeca de Asís. El último de los Buendía, nacido con una cola de cerdo, no murió comido por las hormigas, sino que se suicidó. En la novela, el comején que anticipa la destrucción de Macondo no aparece hasta el capítulo nueve, mientras que en una versión preliminar el comején carcomía las maderas de la casa desde el primer capítulo. La frase inicial de la novela, con la misma estructura pero un contenido diferente, apareció antes en un texto periodístico.1
El éxito inicial de Cien años de soledad no resultó inesperado. Su promoción se planeó cuidadosamente. De hecho, García Márquez dedicó casi el mismo tiempo a escribir la versión final de la novela que a la campaña previa de promoción. El escritor terminó el original entre julio de 1965 y agosto de 1966. Y la campaña promocional duró de mayo de 1966 a mayo de 1967. Es decir, García Márquez empezó a promocionar la novela tres meses antes de terminarla.
La campaña fue un gran éxito. La primera edición del libro se agotó en apenas dos semanas. Y en menos de un año se imprimieron cuatro ediciones, aunque pronto la novela comenzó a tener vida propia. Muchos lectores empezaron a creer que había inventado un nuevo género literario: el realismo mágico. Lo cierto es que ese género, como García Márquez reconoció, existía antes de que comenzara a escribir. Pero con una potencia ciclónica, Cien años de soledad ocultó la historia de sus orígenes, eclipsó las novelas predecesoras del boom y, triunfante, cruzó las fronteras de América Latina para convertirse en un clásico global de la literatura.
Aquí dejo un fragmento de la primera versión de Cien años de soledad: “La casa de los Buendía”, publicada en la revista Crónica, 1950.
Cuando Aureliano Buendía regresó al pueblo, la guerra civil había terminado. Tal vez al nuevo coronel no le quedaba nada del áspero peregrinaje. Le quedaba apenas el título militar y una vaga inconciencia de su desastre. Pero le quedaba también la mitad de la muerte del último Buendía y una ración entera de hambre. Le quedaba la nostalgia de la domesticidad y el deseo de tener una casa tranquila, apacible, sin guerra, que tuviera un quicio alto para el sol y una hamaca en el patio, entre dos horcones. En el pueblo, donde estuvo la casa de sus mayores, el coronel y su esposa encontraron apenas las raíces de los horcones incinerados y el alto terraplén, barrido ya por el viento de todos los días. Nadie hubiera reconocido el lugar donde hubo antes una casa.1 Estos y otros hallazgos son el fruto de una investigación en marcha, cuyos resultados iniciales se publican en el último número del American Journal of Cultural Sociology.
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