domingo, 1 de julio de 2012

La feria de Juan José Arreola

1/Julio/2012
Jornada Semanal
José María Espinasa


Es curioso que Arreola, escritor dotado como nadie para la miniatura, la prosa veloz, la página perfecta y el fragmento, asumiera como última apuesta –La feria fue, en realidad, su último libro “escrito”– la novela. Y si bien es cierto que se trata de una novela armada con fragmentos, también lo es que esas piezas configuran una sinfonía verbal perfectamente unitaria, cuya coreografía está muy trabajada y cuyo sentido polifónico obedece perfectamente a los parámetros del arte novelesco. Ni siquiera el reproche de que, como suele suceder en esas polifonías, no hay personajes memorables ni desarrollos anecdóticos, resultan válidos. La feria no es una novela fallida, es una gran novela que responde a todas las exigencias del género, pero es también la ruina de la escritura de Arreola.
Se ha dicho ya antes que con ella, como había ocurrido unos años antes, y ocurriría unos meses después, en el primer caso con Pedro Páramo (Juan Rulfo) y en el segundo con Los recuerdos del porvenir (Elena Garro), se escribirían tres epitafios de la novela de la Revolución, género que dominó nuestra narrativa desde 1921 hasta 1964. La narrativa surgida del conflicto armado sería fácilmente definible como una rama del relato costumbrista, salvo que esa designación –lo costumbrista– hace pensar en lo anticuado –no en lo antiguo– y deja de lado lo profundamente modernos que fueron los escritores de ese movimiento, empezando por Salvador Azuela y Agustín Yáñez, y terminando por Rulfo, Garro y Arreola. Su rasgo más moderno fue, curiosamente, no tanto estilístico sino histórico: significó la actualización de nuestra literatura a marchas forzadas, de la épica a la crónica periodística en apenas unos breves años y unos cuantos libros.
La velocidad sintáctica de la prosa de Martín Luis Guzmán, la penetración psicológica de Mauricio Magdaleno, pasando por la capacidad descriptiva que tuvieron la mayoría de los novelistas de la Revolución, incluidas sus derivas cristera, rural e indigenista. Arreola tenía además cercano el antecedente inmediato de Pedro Páramo. La generación de escritores jaliscienses de esos años cambiaría la literatura mexicana al establecer las coordenadas –Rulfo y Arreola– de los siguientes cincuenta años. Narradores tan dotados como Ramón Rubín –El callado dolor de los tzotziles, La bruma lo vuelve azul, La canoa–; José Revueltas –El luto humano, Los días terrenales, Los errores–, o Rafael Bernal, aportarían un naturalismo de gran calidad a la vez que derivarían a géneros y subgéneros: la novela política, la policíaca, la histórica. Y desde luego, en la medida de la perfección que alcanzaron ambos jaliscienses en sus dos novelas, ambientadas en ese espacio lejano aún de las grandes urbes pero ya en gestación –registro que aparece en plenitud en La región más transparente, de Carlos Fuentes.
Esa década prodigiosa, los cincuenta –no hay que olvidar que fue también la de Libertad bajo palabra, El laberinto de la soledad y El arco y la lira, de Paz– estuvo significada por un virus extraño: la novela de la Revolución, abundante en temas, posiciones ideológicas y obras mayores, cuentos, relatos y obras extensas, se abriría a la modernidad, con el contexto urbano, a la par que a la esterilidad.
Aunque se había producido un agotamiento de la temática, y el contexto cambiaba a pasos acelerados, eso no basta para explicar el repentino quiebre y la interrupción de proyectos personales –Rulfo con sólo dos libros; Arreola abandonando la escritura por una verbalidad que en realidad estuvo siempre presente y lo terminó enfermando; también el agostamiento, presente en los poetas, y no sólo en Contemporáneos, sino también en Alí Chumacero, Jorge González Durán y Manuel Ponce, fue en lo narrativo una elección colectiva, cuyo origen es ante todo psicológico, y cuya explicación es distinta, fundamentalmente social.
Desde el principio, el escritor Juan José Arreola estuvo marcado por la verbalidad. Su vocación teatral le produjo una desconfianza del texto escrito, detenido en esa condición fija, que le impedía su constante cambio. Su poder verbal –es decir: verbalizador, de escritor oral– fue enorme, incomparablemente superior a la de otros escritores nacionales, pero además su idea de la literatura también era oral. Si la literatura no significaba seducción inmediata, no significaba nada, no tenía sentido; si no estaba dirigida a un sujeto no tenía objeto. Y si admiraba tanto a la literatura francesa es porque concebía, quiméricamente desde luego, que había habido un momento en que la literatura era un acto inmediato, directo, equivalente –para él– de lo vivo. El libro o la revista –hay que recordar que Arreola fue animador de pequeñas empresas editoriales que marcaron la historia literaria de los años cincuenta y sesenta– eran parte de la inmediatez de la vida, orales más allá de su condición impresa, fruto de la conversación.
Por eso el sentido coral de La feria. Pero esa condición última debe ser entrecomillada: las cartas a Sara, que hoy conocemos en Sara más amarás, nos hacen ver que fue una novela escrita a lo largo de muchos años, al revés de sus cuentos y textos breves, que provienen muchas veces de arrebatos circunstanciales. Por eso, por ejemplo, habría sido impensable un Arreola guionista de cine, a pesar de su vocación dramática –actor y dramaturgo– y que terminara como un clown televisivo.
Esa verbalidad fue, sin embargo, algo que también definió por entonces a la cultura mexicana. La obra de teatro El gesticulador, de Rodolfo Usigli, que alimentó en parte las reflexiones de Octavio Paz en El laberinto de la soledad, definió esa característica “parloteante” de lo mexicano que horrorizaba a Arreola y lo acabó poseyendo. De la apuesta personal de un escritor torturado por sus propias exigencias surgió la imagen de una literatura que había conseguido lo que quería –la creación de una patria literaria– a cambio de su agotamiento.

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