Nexos
David Miklos
Es un libro de 96 páginas. Los primeros 11 años de escritura me dediqué a pergeñar notas y a perseguir una resbalosa, a ratos inasible, voz narrativa. Tiré a la basura centenas de hojas impresas, repletas de insatisfechas correcciones. Borré archivos. Comencé de nuevo; una y otra vez. Hasta que decidí abandonarlo todo, incluido mi país, y me fui a vivir a Londres. Salvo por un diario de exilio autoimpuesto, no escribí nada allá. Hasta que, al final de un periplo de casi dos años, viajé a Trieste y encontré, de manera accidental, la voz narrativa que tanto había perseguido. Regresé a México. Y me dediqué a esperar el momento preciso para escribir La piel muerta, que siempre se llamó así, aunque pensaba el título en inglés: “Human debris”. Pasados 11 años y domeñada la voz con la que contaría la historia de Puerto Trinidad y sus habitantes, me tomé la libertad de renunciar a mi trabajo y me fui un mes de fiesta. Pasada la cruda, comenzó el rigor. La disciplina. El 99 por ciento de sudoración que prosigue al uno por ciento de inspiración. Mi ritual diario era siempre el mismo. A las seis de la mañana sonaba el despertador y, aún inmerso en la rebaba del sueño, encendía la luz, ponía agua a hervir, cogía una clementina, me sentaba ante el escritorio, abría cuaderno y pluma y retomaba la escritura allí donde la había dejado el día anterior. Cuando el agua hervía, hacía una breve pausa y me preparaba un té, pelaba la clementina y, de regreso al escritorio, continuaba con la historia. Hacia las 10 hacía una pausa un poco más larga y desayunaba cualquier cosa, sólo para seguir escribiendo hasta las 12, hora en la que, ya del todo despierto, me duchaba, me vestía y salía a la calle a dar una larga vuelta. Me tomaba un café. Leía cualquier cosa. Comía cualquier otra. Iba al cine o al parque.
Regresaba a la casa. Cenaba ligero. Me dormía temprano. Y esperaba a que el despertador sonara a las seis en punto del día siguiente. Poco antes de que terminara la cuarta semana, no supe qué más escribir. Y quiso la providencia que me ofrecieran un breve trabajo en Los Ángeles, California, adonde volé con todo y mi cuaderno. Me fue imposible escribir allá. Sobre todo porque, como descubrí entonces, La piel muerta estaba terminada. Regresé a México. Transcribí lo escrito. Lo imprimí. Lo leí. Borré el archivo original. Lo transcribí de nuevo. Lo imprimí. Corregí sobre el papel. Metí las correcciones. Lo imprimí de nuevo. Y, satisfecho con el resultado, se lo llevé a mi editora. Era octubre de 2004. El libro apareció en febrero de 2005. Y en Semana Santa de ese mismo año repetí el proceso (aunque ya tenía trabajo de nuevo) y escribí La gente extraña, mi segunda novela publicada, que vio la luz en 2006. En 2007 no publiqué ningún libro. Pero a comienzos de 2008 fracasé en la escritura de una novela londinense y rescaté las notas que se convertirían en La hermana falsa, que fue publicada ese mismo año. Completé, así, el primer tramo de mi obra narrativa: una trilogía sobre el origen. Todo esto ocurrió antes de que MP y yo concibiéramos a Anna y comenzáramos a vivir en familia. Durante el embarazo de mi mujer, escribí La vida triestina, una serie de relatos vertidos en un diario falso sobre mi vida en Londres y mi paso por Budapest y Trieste, cunas tanto de mi apellido como de mi voz narrativa. Terminé el libro poco antes de que Anna llegara al mundo. Y, cuando finalmente lo hizo, todo se reacomodó en mi existencia y la escritura pasó a ocupar su justo sitio, que no era otro sino el de mi oficio. Escribí Brama, mi novela más reciente, por accidente. Estaba ocupado en una novela amplia, compleja y sin dirección clara. Una novela que se llamaba “La nota roja” y que luego bauticé como Descubierto. Pero antes de que eso ocurriera, uno de mis hermanos uruguayos, escritor también, me dijo: “Ahora que nació Anna vas a escribir puras cosas tiernas, cabrón”. Ése fue el detonador que me provocó y me hizo escribir una novela que respondía al recuerdo de mis lecturas de Bataille y de Klossowski. Una novela erótica y transgresora con la que me encerraba luego de cambiar pañales, dar mamilas y arrullar a Anna para que se durmiera alguna de sus dos siestas. Una novela nocturna que escribí a la luz del día, fugado temporalmente de mi paternidad asumida. El proceso, pese a los tiempos acotados por Anna, fue el mismo: escribir, transcribir, corregir, transcribir, reescribir, corregir, etcétera.
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