Milenio
Para Brenda Salazar y Jorge
Medina, con quienes hablé
placenteramente de todo esto
¿Deben o no subrayarse los libros? Cada quien, en su momento, establece un trato con los libros en donde esta cuestión debe quedar zanjada. A la manera de un código de buenos o malos modales, decidimos qué hacer con las páginas o frases que nos parecen absolutamente indispensables y que queremos de algún modo tener a la mano siempre, incluso para demostrarnos en el futuro que, puesto que reparamos en ellas, no hicimos una lectura superficial.
Desde luego, siempre que el libro sea nuestro, tenemos derecho a decidir si lo marcaremos o no. Digo esto porque bien sé que los libros de cualquier biblioteca pública —especialmente las universitarias— dan cuenta de la falta de respeto de muchos lectores que parecen querer obligar a todos a considerar lo que a ellos les ha atraído o llamado la atención. Recuerdo en la Facultad de Economía algunos libros como El Capital, que eran casi ilegibles gracias a los incontables entusiastas del viejo Marx que no conformes con utilizar tintas rojas o hasta fosforescentes, todavía se daban tiempo para hacer literalmente anotaciones al margen donde expresaban sesudas consideraciones sobre el tema o su ferviente admiración por el genio de Tréveris (aunque no faltaban los activistas demenciales que sin perder la oportunidad, y esperanzados en ganar algún adepto, consignaban algún posicionamiento ideológico de su organización).
Fuera de estos extremos irrespetuosos, es claro que el subrayado de un libro nuestro puede convertirse en un asunto íntimo. Al fin y al cabo, lo que está de por medio cuando destacamos el fragmento de un poema, novela, cuento o ensayo, es aquello con lo que nos identificamos, lo que nos sorprende, lo que suponemos original o genial, lo que apreciamos por su belleza formal o sutileza, lo que nos parece profundo o digno de reflexión, en suma, lo que tiene de importante para nosotros. Y al mostrar todo esto, nos muestra a nosotros; de ahí la intimidad a que aludo.
Quien dice haber leído un libro y no señaló nada en él (o en un cuaderno al lado, si decidió no subrayarlo), pone de manifiesto que pasó de largo porque el libro no lo merecía, o bien, porque no lo supo apreciar. Porque, ¿cómo leer, por ejemplo a Wilde, y no detenernos en alguna de sus exquisitas formulaciones (si es que atendemos sólo la forma) o en cualquiera de sus penetrantes ideas? Yo no lo considero posible.
Por eso he sido partidario y practicante del subrayado tradicional, ese que corre bajo las palabras de modo más o menos recto; pero también de las llaves al margen, para no perder el tiempo repasando línea por línea cuando el texto que me atrajo es grande. Y ahí entro en distinciones: una llave simple no denota más que algo interesante, pero una llave con un asterisco es ineludible y debe contener algo muy valioso.
A veces recurro a palomear algunas líneas que me llaman la atención por algo. En otras épocas ponía hasta tres palomitas según la importancia que le diera al extracto.
Sucede también que hay páginas enteras que vale la pena no dejar de releer, entonces encierro en un círculo su número. Este es mi modus operandi a la hora de hacer un subrayado. Sé que no tiene nada de original y que, antes al contrario, es un mero resultado de lo visto y aprendido en mis años de estudiante u observando las bibliotecas de otras personas.
El subrayado es como la bitácora de una lectura: consigna lo mejor de ésta, que a su vez es como un viaje. Qué tanto vimos, qué tanto nos maravillamos, qué tanto aprendimos puede quedar reflejado en nuestros subrayados.
Y conviene volver a ellos periódicamente. Ahí están las frases que marcamos y nos marcaron. Y es como redescubrir cómo éramos y cómo somos, porque una frase o una página puestas de relieve delatan intereses y gustos que acaso ya pasaron hace unos años; los intereses y gustos que teníamos y tenemos. Conviene volver siempre a las frases que hemos subrayado en nuestros libros.
Uno abre un libro polvoriento de hace años y descubre horrorizado que lo subrayado son cosas sin importancia, asuntos que nos impresionaron merced a nuestra ignorancia, juventud o cursilería. Y ahora que lo volvemos a leer nos parece cualquier cosa menos profundo o bello. Pasa también, claro está, que abrimos un libro y nuestros subrayados son recordatorios de grandes emociones intelectuales y literarias. Sin duda, ese libro lo volveríamos a marcar del mismo modo. Y es así que nuestro subrayado funciona como un mensaje al lector futuro, que a veces seguimos siendo sólo nosotros, aunque no es raro que alguien más lo lea y se pregunte por las motivaciones que tuvimos para escoger una frase o una página. Es bueno subrayar y volver a lo subrayado, que es un puente natural hacia la relectura, ese volver a instalarnos en lo que hemos sentido y pensado y, por supuesto, lo que hemos vivido.
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